CAPÍTULO V CUARTO CICLO: ASENTAMIENTO EN LA CORTE EL RAYO QUE NO CESA (1934-1936)

 

 

LA DANZARINA BÍBLICA

 

Hernández llega a la corte con la misión explícita de asegurar la publicación de su auto sacramental y, a ser posible, su puesta en escena en un teatro madrileño. Sólo tiene escritos los dos primeros actos, pero es material suficiente para dar buena cuenta de su talento dramático y recabar el apoyo y el estímulo que necesita para concluir su pieza teatral con ciertas garantías de edición.
Se hospeda esta vez en una pensión de la calle Aduana, muy cerca de la Puerta del Sol y de Gran Vía, por recomendación de un familiar; otro lugar modesto que ha de servirle para resistir, al menos, las tres o cuatro semanas que se puede permitir con el dinero de que dispone. No es consciente, sin embargo, del Madrid tan diferente que va a encontrar, como tampoco de los sustanciales cambios que ha experimentado el país en sólo dos años. Las grandes imperfecciones que acusaba el nuevo sistema político han comenzado a dar su fruto y sus negativas consecuencias. Parecía claro que la joven República se había de enfrentar desde el principio a problemas seculares de muy lenta solución, principalmente: la agricultura y la tierra, regidas por una estructura feudal; la educación, dominada por el clero y las clases pudientes; el Ejército, necesitado de una profunda reforma. Las leyes podían estar muy bien, pero su aplicación carecía de la eficacia, la coherencia y la decisión adecuadas, y ello supuso una pérdida de popularidad y un escaso aprovechamiento de esa oportunidad única de afianzar el nuevo sistema democrático. La crisis estaba servida y el presidente del Gobierno, Alcalá Zamora, se vio abocado a decretar la disolución de las Cortes el 9 de octubre de 1933 y a convocar elecciones generales. La manifiesta desunión de los partidos de izquierda, republicanos y socialistas, facilitó el triunfo de una derecha combativa y unida, y una considerable pérdida de escaños que pasaron a manos de la CEDA de Gil-Robles y del Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux. Fue este último quien recibió el encargo de Alcalá Zamora de formar el nuevo Gobierno que, como era de esperar, emprendería una particular labor reformadora que consistía esencialmente en abolir los escasos logros del anterior bienio republicano-socialista. Esto supuso la paralización de las leyes promulgadas para transformar el Ejército y la reinserción en el mismo de aquellos oficiales que habían sido apartados de sus puestos de responsabilidad por su declarada aversión a la República. También se obstaculizó el proceso de la reforma agraria y, en general, de la política económica, que volvía a teñirse de matices conservadores. El Estatuto catalán se estanca y se inmoviliza, mientras que los proyectos de autonomía para el País Vasco y Galicia sencillamente se postergan. En los días en que Miguel llega a Madrid, marzo de 1934, se aprueba precisamente la Ley de Amnistía, que permite la excarcelación de los militares golpistas (Sanjurjo, Barrera y Fanjul) que se habían sublevado contra el régimen el 10 de agosto de 1932, así como el regreso a España de Calvo Sotelo, político ultraderechista y ex ministro de Primo de Rivera.
No estaban, pues, los tiempos para entusiasmos y celebraciones, pero Hernández, ocupado en sus asuntos literario-religiosos, tampoco se hallaba en disposición de captar el enrarecido ambiente político que se respiraba en la capital del país. Resultaba de nuevo pintoresco, o paradójico incluso, que un muchacho de provincias llegase ahora con un auto sacramental bajo el brazo a tocar las puertas de una intelectualidad comprometida más que nunca con la realidad social de su tiempo. «Eran ésas unas fechas -comenta Agustín Sánchez Vidal- en que la poesía y la política se habían imbricado hasta tal punto que, cuando en octubre de 1933 se funda la Falange, será saludada por algunos como un nuevo movimiento literario (quizá por aquella afirmación joseantoniana de que a los pueblos sólo los movían los poetas).»112 En efecto, buena parte de los escritores más destacables del momento se había apuntado ya a un arte de propaganda que, al hilo de las afirmaciones del poeta ruso Maiakovski, se obstinaba en cantar los temas de «la salud colectiva, el trabajo, la justicia, la alegría de vivir y servir a la humanidad». El momento era sumamente delicado, no sólo por la turbia realidad nacional, sino por un fenómeno de imprevisibles consecuencias que recorría toda Europa y que no era otra cosa que la imparable ascensión de los fascismos y, en pura contrapartida, de los Frentes Populares.
El antecedente más próximo de la pieza dramática que Hernández quiere hacer valer en el contexto literario del Madrid de 1934 es otro auto sacramental de signo muy distinto: El hombre deshabitado de Rafael Alberti. La obra está fechada en 1931 y es probable que Miguel se sirviera de ella para estructurar la suya, pero lo que resulta sintomático es que se trata de un drama que, pese a emplear la técnica alegórico-simbólica para abordar el tema de la creación, tentación y caída del hombre, propone una solución final contraria a la del género, esto es, acusar, incriminar y declarar culpable a Dios del fracaso humano. Ante ese panorama, La danzarina bíblica de Miguel parecía llegar en un momento inadecuado a los círculos destinados a acogerla, sobre todo si nos atenemos a ese contenido moralizante y católico que debía provocar el rechazo de quienes andaban ya agitando la bandera del compromiso y la revolución. Era, en fin, una obra completamente rebasada por los acontecimientos que no podía despertar demasiados entusiasmos entre los intelectuales progresistas.
Pese a todo, Miguel tenía bien apuntada la dirección de la persona a la que debía dirigirse en Madrid. Tan sólo un año antes habían aparecido en la escena nacional dos publicaciones de clara y distinta orientación ideológica: la revista católica Cruz y Raya y la de signo marxista Octubre. La primera estaba dirigida por Bergamín y la segunda había sido fundada por Alberti en actitud claramente defensiva ante la amenaza del fascismo. En buena lógica y con el terreno ya dispuesto por Sijé y por Juan Guerrero, Hernández visita a José Bergamín en la redacción de la revista al día siguiente de su llegada a la capital. La acogida que le dispensa el escritor es mucho más amable y cordial de lo que Miguel se esperaba. No sólo se interesa por su drama sino que le presta toda su atención y lo lee con detenimiento. Le sorprende a primera vista la energía poética de Hernández, pero descubre en aquellos dos actos, tras una lectura detallada, algunas frases de excesivo celo ideológico y reaccionario: «Cuando me presentó en 1934 el auto sacramental -confesaba el propio Bergamín en 1969- [...] tuve que hacer yo el censurable censor y hacerle quitar algunas tiradas por fascistas. Fue poco lo que tuvimos que suprimir, algunas tiradas, unos versos. Miguel lo aceptó sin dificultades.»113 No estaba precisamente nuestro poeta en condiciones de discutirle nada a su futuro editor, máxime cuando el contenido de aquella obra le era en cierto modo ajeno, ya que traslucía con mucha más propiedad las inclinaciones de Sijé que las suyas en un sentido estricto. En cualquier caso, está demostrado que Bergamín, pese a sus declaraciones, no llegó a corregir el auto sacramental hernandiano y que el resultado de aquella visita iba a ser el más alentador de los recogidos hasta entonces, ya que el escritor madrileño se compromete a publicarle la obra tan pronto como concluya los actos que faltan. Ha tenido tiempo de enseñarle sus poemas de El silbo vulnerado y regalarle un ejemplar de su Perito en lunas, de mostrarle incluso sus dotes declamatorias al leer algún poema del ciclo gongorino valiéndose de nuevo de un cartelón que le ha confeccionado el pintor Paco Díe. Pero lo importante en aquel momento era su auto sacro, y la promesa de Bergamín suponía para Miguel un auténtico triunfo y, sin lugar a dudas, un acicate para regresar a Orihuela con la ilusión renovada y la garantía de ver impresa su obra en las páginas de la prestigiosa revista Cruz y Raya. Económicamente tampoco se ha ido de vacío del despacho del director quien, para cerrar en firme el compromiso de editar la obra, le ha anticipado doscientas pesetas por los derechos exclusivos de publicación.
Ese dinero permitiría a Miguel permanecer algo más de tiempo en la capital y realizar algunas visitas a viejos conocidos. Hay constancia de que pasó a saludar a Concha de Albornoz y que, por mediación del propio Bergamín, pudo conocer al matrimonio Manuel Altolaguirre y Concha Méndez, en cuya casa se celebraban improvisadas reuniones a las que acudían habitualmente escritores amigos. Volvió a ver a Arturo Serrano Plaja, muy distanciado ya ideológicamente de Giménez Caballero, que le dio la dirección de Rafael Alberti en el barrio de Argüelles para que se animase a visitar al gran poeta gaditano, que se encontraba ya en Madrid después de dos años viajando junto a María Teresa León por Europa, estudiando el teatro de diversos países gracias a una pensión de la Junta de Ampliación de Estudios. Sabemos que intentó localizar a Lorca, pero por esas fechas el poeta granadino se encontraba en Buenos Aires. Federico había marchado a Argentina en septiembre de 1933 para impartir un ciclo de conferencias y vivir directamente el éxito de sus Bodas de sangre, llevado a la escena en la capital bonaerense por la compañía de Lola Membrives. Es allí donde Lorca conoce al poeta chileno Pablo Neruda, que pocos meses después vendría a España como cónsul de su país. Cuando Federico llega a Madrid a finales de abril de 1934, Miguel ya ha emprendido el regreso a Orihuela, triunfante y feliz, para trabajar intensamente en el tercer y cuarto actos de su auto sacramental.
QUIÉN TE HA VISTO Y QUIÉN TE VE...

 

De su segunda experiencia madrileña, el poeta ha obtenido no sólo un valioso apoyo, sino que, seguramente, ha podido iniciar relaciones de enorme calado en su espíritu. Ahora va a recluirse en su casa, en su huerto, para ir pergeñando nuevos poemas y nuevas escenas de su pieza dramática. No se ha borrado de su mente la imagen amable de esa modistilla morena que sigue acudiendo diariamente al taller de la calle Teniente Linares, pero no ha logrado averiguar todavía su nombre ni ha gozado de oportunidades para acercarse a ella. Anda muy ocupado. Sus amigos ya saben la buena acogida que le ha dispensado Bergamín y quieren conocer la obra. De este modo, el 19 de junio hace una lectura pública de los dos primeros actos, los mismos que dio a leer al director de Cruz y Raya, en el Salón Novedades de Orihuela, acompañado de su primo Antonio Gilabert y de la voz de Pepito Marín, que realiza la labor de introductor. El acto fue reseñado por Raimundo de los Reyes en las páginas de «Artes y Letras» del diario La Verdad (21 de junio de 1934), haciendo una interesante valoración de aquella representación oral: «Tuvimos ocasión de asistir a dicha lectura, que reunió todos los caracteres de verdadero acontecimiento. Si a Miguel Hernández no le quedara -en su juventud- mucha obra por delante, podríamos asegurar que ésta es su producción cumbre. Y nos extenderíamos a más sin temor de excesivo elogio: podríamos decir que -si el último acto consigue el poeta realizarlo a la altura de los leídos- este retablo es una obra alta de nuestro teatro contemporáneo. Mucho esperamos de Miguel Hernández: pero aun así y todo, la lectura fue una revelación: superó a cuanto podía suponerse.»
El grupo de la Tahona sigue desarticulado debido a que tanto Carlos Fenoll como José Murcia Bascuñana se encuentran realizando el servicio militar, aunque se han incorporado al mismo nuevos jóvenes de incipiente vocación literaria y artística que, a través sobre todo de Efrén Fenoll, están perfectamente enterados de los éxitos literarios de Miguel. Hablamos de Manuel Molina, Francisco Díe, Adolfo Lizón y Ramón Pérez Álvarez. Hernández, que está ya en otra onda, tampoco tiene prejuicios a la hora de hacer ciertas concesiones poéticas a quien le reclama unos versos para alguna celebración popular. Entre el 15 y el 17 de julio se celebra en Orihuela la Fiesta de Fallas, que rememora la Reconquista de la ciudad. A petición de la comisión de festejos, él y Fenoll hacen algunas composiciones de carácter diverso. Hernández dedica una de ellas, «Galatea», inspirada en el ninot de una mujer de enormes pechos, a La Galinda, mesonera y dueña del bar Galindo, aunque en otras ocasiones improvisará alguna aleluya delante de la misma falla para complacer al artista oriolano Lucio Sarabia, que plantaba sus monumentos en la Plaza de Sagasta, Calderón de la Barca y Plaza de los Capuchinos en el barrio de Rabaloche.
Pero lo importante es que en sólo tres meses, Miguel ha concluido su auto sacramental y ha tenido tiempo para estudiar la sugerencia que le hizo Bergamín de cambiar el título de La danzarina bíblica por otro más acertado. Así se lo comunica al director de Cruz y Raya a mediados de junio de 1934: «He llegado al cabo de mi obra que quise hacer sacramental. Para la mitad de esta semana que se nos echa encima, le mandaré lo hecho que falta [...]. Ya me dirá con su sinceridad de siempre si hice bien o lo hice mal [...]. Lo que es menester es que le agrade su lectura tanto como la de los dos primeros actos [...]. Ahí van esos dos nombres: “¡Quién! Te ha visto y ¡quién! Te ve” y “El Hombre, asunto del cielo”. Si tiene, amigo Bergamín, alguno y no le son bien parecidos éstos dígamelo.»
Mientras espera respuesta de su editor y se dispone a regresar a Madrid para afianzar las relaciones emprendidas aprovechando esa puerta que le ha abierto el director de Cruz y Raya, en Orihuela está a punto de cuajar uno de los grandes proyectos de Sijé. Para ello hemos de regresar de nuevo al convento capuchino de fray Buenaventura de Puzol y a las reuniones del grupo católico que comanda, en cierto modo, José Marín. Las orientaciones teológicas del sacerdote catalán Juan Colom o la apreciada opinión filosófica del profesor aragonés Jesús Alda Tesán han ido tomando cuerpo en aquellos jóvenes que, cansados de teorizar sobre el nuevo catolicismo y la crisis espiritual provocada por las resoluciones de la República, deciden pasar a la acción. Y la respuesta práctica no es otra que la publicación de una revista de crítica combatiente que, con el nombre de El Gallo Crisis (imagen del gallo vigilante que se adelanta al tormentoso amanecer político), irrumpe en la escena para incidir en las posibilidades renovadoras e imaginativas del catolicismo. Ni que decir tiene que Sijé ha logrado emular con tan perseguido proyecto a su admirado Bergamín, pero existen sustanciales diferencias entre su revista y la publicación Cruz y Raya. Como bien ha señalado Dario Puccini, «Sijé tiende hacia formas de puro intelectualismo y Bergamín trabaja en un terreno existencial. En otros términos más exactos: Bergamín, en su actividad cultural, siempre está atento a los problemas de su tiempo y por esto llega con su espíritu reformista a postulados revolucionarios; en cambio, Ramón Sijé sólo parecía querer atenerse a una prédica de orden moral y espiritual114 Lo que se deduce tras la lectura de cualquiera de los números de El Gallo Crisis es que se trata de una publicación que, a pesar de sus pretensiones, no deja de ser una revista provinciana, de catolicismo doméstico y crepuscular, que distaba bastante del europeísmo de Cruz y Raya, y éste es un dato que dice mucho de su mentor Sijé, quien a fuerza de querer imitar a los grandes pensadores del momento -Zubiri, Ortega, Ors- sólo consigue un producto impopular cargado, como señala el profesor Cecilio Alonso, de «fascismo inconsciente», y que, a juicio del propio Bergamín, era una especie de «tumor que le ha salido a Cruz y Raya».
La revista vio la luz en junio de 1934 y se imprimió en los talleres tipográficos del diario La Verdad. En ella consta como director Ramón Sijé y las ilustraciones corren a cargo de Francisco Díe. Su precio de suscripción a seis números es de nueve pesetas, aunque la publicación estaba totalmente financiada por el notario José María Quílez, miembro también de la tertulia del convento capuchino.
Con tales antecedentes y la conclusión del auto sacramental, Miguel parte para Madrid el 19 de julio de 1934. Bergamín ha cumplido su promesa y el auto sale publicado en Cruz y Raya en los meses de julio, agosto y septiembre (números 16, 17 y 18) con el título definitivo de Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras, sugerencia de Hernández basada en dichos populares de Orihuela que fue finalmente aceptada por el editor. Con posterioridad, aunque respetando la fecha de julio de ese año, se reúne en un opúsculo la pieza íntegra, lo que supone una tirada añadida de doscientos cincuenta ejemplares que se vendían al precio de 2,5 pesetas. Por este concepto, Hernández recibió trescientas pesetas de derechos de autor y algunas separatas de la obra. Pero al margen de este emolumento, lo más estimable es la posibilidad que le abre de entrar en los cenáculos de la capital y codearse sin prejuicios con lo más granado de la intelectualidad madrileña.
Durante ese tercer viaje, conoce a María Zambrano, con quien entabla una relación literaria que repercutirá de inmediato en sus postulados teológicos. No es nada peregrino apuntar aquí por dónde pudieron ir las conversaciones entre ambos, ya que la joven filósofa, enrolada desde hacía un año en las Misiones Pedagógicas, había recorrido los pueblos de España y publicado al respecto artículos tan reveladores como «Nostalgia de la tierra», donde vierte, en su último párrafo, afirmaciones panteístas de gran interés: «Pero el hombre está, vive, sobre la tierra. En ciertas épocas se olvida de ella, quiere olvidar esta condición inexorable de su existencia; estar sobre la tierra en tratos con un mundo sensible del que no puede evadirse, tal vez por ventura. Cuando todo ha fallado, cuando todas aquellas realidades firmes que sostenían su vida han sido disueltas en su conciencia, se han convertido en estados de alma, la nostalgia de la tierra le avisa de que aún existe algo que no se niega a sostenerle.»115
Miguel se reúne asimismo con Bergamín en la tertulia que Cruz y Raya tiene en la calle del General Mitre. Entre los asistentes, es frecuente encontrar a José María de Cossío (que forma parte del consejo de redacción de la revista), Luis Felipe Vivanco, José María de Semprún (también consejero de Cruz y Raya), José Herrera Petere, Luis Rosales... Pero esa nueva visita a la capital le va a deparar una gratísima sorpresa. Por esas fechas, el cónsul de Chile se encuentra en Madrid gestionando precisamente con el director de Cruz y Raya la publicación del segundo volumen de su poemario Residencia en la tierra. Pablo Neruda había llegado a España en mayo de 1934 en calidad de diplomático, destinado al Consulado de su país en Barcelona. Fue entonces, a finales de julio de ese año, cuando se produjo el encuentro entre aquellos dos poetas de tanta energía creadora. Miguel no tenía más obra que ofrecerle que su ya lejano Perito en lunas y esa pieza dramática que acaba de ver la luz bajo el auspicio de Bergamín. Ni Hernández se hallaba aún en el radio de acción ideológico y poético del chileno, ni Neruda simpatizaba con los postulados conservadores y estéticos del oriolano. Sin embargo, desde el primer momento, se produjo una simpatía recíproca de tal intensidad que ya ninguna razón, salvo la muerte y la guerra, lograría separarles del todo. Y la primera prueba de esa fecunda relación fue la reacción de Pablo ante el auto sacramental de Miguel, que lejos de un rechazo categórico por sus connotaciones católicas y reaccionarias, arrancó el entusiasmo y el elogio del autor de Crepusculario ante su excepcional calidad. «En un fuerte verano seco de Madrid -escribe el propio Neruda-, del Madrid anterior a la guerra, me encontré por primera vez con Miguel Hernández. Lo vi de inmediato como parte dura y permanente de nuestra gran poesía. Siempre pensé que a él correspondería, alguna vez, decir junto a mis huesos algunas de sus violentas y profundas palabras...» Al parecer, por mediación de Bergamín, Neruda conocía ya esta obra de Hernández, y así lo confiesa en una de las páginas de sus memorias: «Yo había leído antes de que Miguel llegara a Madrid sus autos sacramentales, de inaudita construcción verbal [...]. Así como es el más grande de los constructores de la poesía política, es el más grande poeta nuevo del catolicismo español.»116
EL TORERO MÁS VALIENTE

 

Su estancia en Madrid ha sido corta, ya que a primeros de agosto se encuentra de nuevo en Orihuela. Pero he aquí que a los pocos días de hallarse en su pueblo haciendo planes y escribiendo nuevos poemas de El silbo vulnerado, aún sin publicar, le llega la noticia de la muerte de Ignacio Sánchez Mejías, torero de la intelectualidad madrileña y amigo íntimo de sus principales valedores. En efecto, el 13 de agosto expiraba el diestro en una clínica de Madrid tras su grave cogida en la plaza de Manzanares. Del suceso había sido testigo principal José Bergamín -taurófilo fanático e incondicional de Ignacio-, quien jamás olvidaría los pormenores de lo ocurrido, las embestidas del toro Granadino, y el viaje desesperado hacia Madrid acompañando al torero en la ambulancia hasta el quirófano del doctor Jacinto Segovia. Miguel tenía sobrado conocimiento de la realidad taurina del momento, acaparada por Juan Belmonte y por Sánchez Mejías, ambos estrechamente vinculados al mundo de la literatura y del arte. Por Bergamín sabía la perfecta conexión de Ignacio con el grupo poético del 27, en especial con Lorca y Alberti, ya que frecuentaba las tertulias literarias de la capital, como la de Cruz y Raya o las que se celebraban en casa de Carlos Morla Lynch. Y todas estas circunstancias son las que llevan a Hernández a escribir, con asombrosa rapidez, su elegía «Citación-fatal», adelantándose a todos los poetas del entorno -Federico compondría su Llanto por Ignacio Sánchez Mejías dos meses más tarde-, con la presumible intención de ganarse la aprobación y el afecto de sus amigos de Madrid. La prueba de ese interés por hacerse oír desde su rincón provinciano es la carta que envía al director del diario ABC a los pocos días de la muerte del torero para que su elegía se publique de inmediato: «Admirable señor: Me atrevo a enviar ese poema con esperanza de que lo hará público en las páginas que usted dirige. Sé que Sánchez Mejías contaba de muchas simpatías entre ustedes. Quiero que aparezca, si es posible, el domingo próximo, antes que deje de ser tema de palpitante actualidad el trágico suceso ocurrido a nuestro más inteligente torero. No le exijo remuneración por mis versos, sólo que si usted cree que merezco gratificación, y me la envía no se la desdeñaré, porque sencillamente soy todo lo pobre que se puede imaginar y un poquito más.» Sin embargo, ni Hernández contaba todavía con prestigio literario suficiente, ni parecía gozar de autoridad para firmar un recordatorio lírico del torero en un medio de tanta difusión y prestigio, por lo que, casi a vuelta de correo (el 21 de agosto), recibe una fría circular como respuesta a sus pretensiones: «Muy señor nuestro: cada día es mayor el número de crónicas, cuentos, artículos y poesías que recibimos de todas las poblaciones de España para ABC y Blanco y Negro, y encontrándonos, bien a pesar nuestro, en la imposibilidad absoluta de publicarlos... nos hemos visto obligados a imprimir circulares como la presente para devolver los originales a quienes nos honran con esos envíos.»
Este revés no sirvió, ni mucho menos, para bajar los ánimos de Miguel que, al mismo tiempo que daba a leer infructuosamente su elegía, comenzaba una nueva obra teatral inspirada, precisamente, en la muerte del torero. Ya en el poema citado se podía advertir el germen teórico de esa pieza dramática que pretende elevar a la categoría de símbolo de la vida humana, teniendo muy en cuenta, eso sí, la dimensión teológica en la que se viene moviendo su teatro y que tanto parece complacer a Bergamín. Se trata, pues, de una obra poblada de elementos religiosos, ya que los esquemas escolásticos empleados en Quién te ha visto y quién te ve... seguían muy presentes aún en Hernández. Pero lo que más asombra de Miguel es su inteligente propósito de realizar un drama a la medida del éxito que persigue. Consciente de que su auto sacramental no se ha podido llevar a la escena por las dificultades que, al parecer, entraña su aparatoso montaje y por el carácter abstracto del mismo117, busca un motivo que se acerque más a la realidad, que alcance de lleno al público y que, además, pueda ser representado sin excesivo despliegue de recursos. En la muerte de Ignacio Sánchez Mejías ha encontrado el argumento ideal para demostrar su talento y ganarse de una vez la simpatía y la atención de quienes tienen el poder y la fuerza para llevar a cabo su publicación y su estreno. Salta entonces del modelo de Calderón al de Lope, y se hace con aquellas obras que le puedan servir de referencia para confeccionar su pieza dramática con ciertas garantías. Y para este fin, sus modelos directos no pueden ser otros que las ideas vertidas por Bergamín en su ensayo La estatua de don Tancredo y la novela El torero Carancho de Ramón Gómez de la Serna. Ambos escritores, Bergamín y Ramón, aparecen como personajes en la segunda parte de la obra (Fase posterior), con lo que da cumplida cuenta de agradecimiento a quienes le han facilitado, respectivamente, el soporte teórico (su proyección teológica y alegórica) y el caudal metafórico del que se vale. De ese modo, esta obra que Miguel titula El torero más valiente (tragedia española) complace, por su contenido y su implícita intención religiosa, a quienes le impulsaron a escribir su auto sacro (ahora el ruedo es el símbolo de la divinidad -«Dios alrededor, perfecto anillo»-), pero también a aquellos que pueden hacer de ella una pieza de éxito: Bergamín, a quien dedica explícitamente la obra, y Gómez de la Serna, maestro de la imagen y hombre de poderosa influencia en los círculos culturales del momento.
En sólo tres meses (de agosto a octubre de 1934), Miguel redacta su segunda obra dramática y convierte un tema de rabiosa actualidad y de gran calado popular en un producto que ha de servirle de punta de lanza para penetrar definitivamente en los ambientes madrileños. Pero antes de adelantar acontecimientos y explicar la estrategia de su nueva ofensiva, conviene detenerse en otros detalles de singular trascendencia que tuvieron lugar entre el verano y el otoño de ese año.
PASTORA DE MIS BESOS

 

Durante los meses de julio, agosto y septiembre de 1934, Miguel ha visto publicadas sus obras en una revista de amplia difusión, Cruz y Raya, y en otra de creación tan reciente como El Gallo Crisis de Ramón Sijé. Tanto en una como en otra, su teatro y su poesía se han puesto al servicio de un catolicismo militante que ha quedado sobradamente demostrado en los apartados anteriores. Algunos de los poemas que van nutriendo su libro El silbo vulnerado aparecen de modo simultáneo en las páginas de la revista oriolana, cumpliendo a la perfección la labor exhortativa y religiosa que le encomiendan sus más cercanos amigos. En el número 1 de El Gallo Crisis (junio de 1934) figuran sus composiciones «Eclipse-celestial» y «PROFECÍA-sobre el campesino», mientras que en agosto (número 2) se publica «A María Santísima» y «LA MORADA-amarilla», poema ya comentado que dedica a María Zambrano y que sin duda ha compuesto a raíz de conocerla en Madrid.
Sus perspectivas son por esas fechas muy distintas de las que albergaba a principios de año, cuando todavía no había emprendido su segundo viaje a la capital y la publicación de su auto sacro era poco menos que un sueño. Se siente con fuerzas para muchas cosas; ha comenzado a escribir El torero más valiente y no descarta, entre sus grandes ambiciones, acercarse de nuevo a esa muchacha que ha vuelto a ver en su trasiego diario hacia la notaría. La historia es la misma de hace unos meses: él deteniéndose unos instantes frente a la ventana del taller de costura y ella esquivando sus ojos desde el discreto rincón donde se entretiene con la aguja y el hilo. El momento propicio llega sin embargo a finales de agosto. Una de aquellas mañanas, antes de acudir a ese trabajo que no ha dejado todavía en el despacho de don Luis Maseres, Miguel se acerca al Ayuntamiento para ocuparse, probablemente, de los trámites de la pensión que ha dejado de percibir tras regresar de su viaje. Al pasar por la Plaza de la República, junto a los Juzgados, ve acercarse a la costurera acompañada de otra muchacha. El poeta tampoco está solo, camina con un amigo que, siguiendo sus instrucciones, se aproxima a la acompañante mientras él aborda, por fin, a la modistilla que ocupa su corazón y su cabeza. Han baldeado los jardines y hay grandes charcos que inspiran al poeta: «¿Quiere usted una barca para pasar?» La ocurrencia ha hecho reír a la chica, que sigue andando con fingida indiferencia. Pero él persiste y le pregunta su nombre sin obtener respuesta alguna. La sigue, camina cerca de ella cruzando puentes y plazas, hasta la calle del Río. Allí se detiene ella y le ruega al joven que no continúe; no quiere que Miguel sepa que vive en un cuartel, a la entrada del pueblo, y que es hija de un guardia civil. «Su nombre al menos...» Pero la muchacha se gira sin decir nada y actúa con la seriedad que está obligada a mostrar, tal y como ha sido educada, haciéndose la difícil y no admitiendo nunca a un hombre a la primera, al primer reclamo del enamorado.
Lo que desespera al poeta es no saber su nombre después de seis meses de infructuosas averiguaciones. «Siempre me preguntaba por mi nombre -confesaba años después la propia interesada-. Yo no se lo quería decir.»118 Ella ha dado órdenes a sus amigas de que tampoco se lo revelen todavía, y alguna, para salir del paso, ha despachado a Miguel con un embuste piadoso: «¡Rosa, se llama Rosa!» Ha sido suficiente para que Hernández, con ciertos recelos, se encierre en la soledad de su cuarto y escriba el soneto «A ti, llamada impropiamente Rosa»: «Por ser esposo de una rosa gime / mi cuerpo de claveles labradores / y ansias de ser rosal de ti lo encienden.»
Apenas unos días después del encuentro en la Plaza de la República, Miguel sabe, por fin, que su costurera se llama Josefina y que vive en la misma calle del Río. Se olvida del poema que acaba de escribir y se ocupa de otro que no se presta a ambigüedades. «Un día por la tarde -escribe la muchacha-, al salir del taller, ya finalizando la calle Mayor, me dio un papel doblado dos veces y se fue deprisa. Yo lo tomé de improviso y me quedé pensando que él creería que yo le quería. La poesía era la que empieza así: “Ser onda, oficio, niña, es de tu pelo.” Está escrita a máquina y con letra suya puso junto a su nombre esta frase: “Para ti.”»119

 

Satélite de ti, no hago otra cosa,
si no es una labor de recordarte.
-¡Date presa de amor, mi carcelera!

 

De este modo, abordándola por sorpresa con aquel poema que ella cogió ingenuamente, sin tiempo a reaccionar, entró Josefina Manresa Marhuenda en la vida de Miguel Hernández. La muchacha, cinco años menor que el poeta, había nacido en un pueblo de la provincia de Jaén, Quesada, el 2 de enero de 1916. Hija del guardia civil Manuel Manresa, tras pasar algunos años de su infancia en San Miguel y Dolores, llega a Orihuela en el verano de 1927. Era la mayor de cinco hermanos. Estudia apenas dos cursos en el colegio de las monjas de la Beneficencia, conocido en Orihuela por La Misericordia, y lo abandona siendo casi una niña -tenía 13 años- para trabajar durante dos años en la fábrica de seda. A comienzos de 1932 entra de aprendiza en el taller de costura de la calle de San Juan, a las órdenes de la oficiala Carmen Samper Reig. Allí tiene por primera vez noticia de que un joven poeta del pueblo ha viajado a Madrid y ha salido a toda página en la revista Estampa. Jamás podía ella sospechar que, dos años y medio después, a los pocos meses de trasladarse a la sastrería de Las Civileras120, en la plaza de la Soledad, junto a la calle Mayor, aquel muchacho que escribía versos y trabajaba en la notaría del señor Maseres le iba a declarar su amor con un poema probablemente hermoso, pero extraño y complicado en exceso para ella, demasiado tortuoso para el gusto de una modistilla desprevenida y escasamente instruida, tan sencilla en todo, tan alejada de esos sueños que alimentan y obsesionan a Miguel, siempre escribiendo, siempre buscando la gloria literaria.
La relación la formalizan el 27 de septiembre de 1934, dos días antes de la onomástica de Miguel, y, desde aquella fecha, el poeta compaginará su intenso trabajo literario con los paseos por la Glorieta al lado de su novia, por los puentes, y, sobre todo, en ese lugar de encuentro y despedida frente a la puerta del cuartel de la Guardia Civil, la llamada Casa del Paso, junto a la columna de mármol que custodia la entrada y que se ha de convertir en el testigo mudo de sus inocentes escarceos amorosos. A la muchacha, puritana convencida, devota y fiel hija de María, miembro de la Orden Tercera de San Francisco, no le gusta que el poeta entre en casa. Para ello se necesita la autorización del comandante y éste debe notificarlo a todos los guardias del cuartel. Mejor guardar las formas.
Lo cierto es que el poeta supo llevar muy en secreto su interés por Josefina, de modo que el noviazgo con la costurera sorprendió a sus propios amigos, tal y como lo ha reflejado Jesús Poveda en uno de los capítulos de su libro: «Cuando Miguel nos dijo que estaba enamorado de una muchacha de aquel pueblo, jamás nos habíamos imaginado que esa muchacha fuera Josefina Manresa [...]. Pero llegó el día en que lo vimos paseando con su novia, muy ufano y muy galante, como ruiseñor que ya tenía su nido. Yo estoy viendo esta pareja por la Plaza Nueva de Orihuela, sobre las siete de la tarde [...]. Vestía ella un traje oscuro. Su pelo era anillado y muy largo, le llegaba hasta la cintura. Era de piel blanca y ojos negros, como una firme estampa mora de mujer, de aquellas cordobesas que le dieron la fama al pintor de la mujer morena Julio Romero de Torres. Y su edad sería como de unos dieciséis o diecisiete años. Miguel estaba muy enamorado.»121
De lo que no cabe duda es de que Josefina encarna los principios que en aquellos momentos Miguel asume y defiende en su propia obra literaria, es decir, la concepción cristiana y pura de una mujer virtuosa, sencilla y religiosa que cumple con los elementales preceptos y que, además, ni se pinta ni hace ostentación de esa belleza adolescente que también ha cautivado a primera vista al poeta.
CUARTO VIAJE A MADRID

 

Hernández está concluyendo su segunda obra teatral, El torero más valiente, y sabe que ha llegado el momento de dar el golpe definitivo. Nadie va a moverse por Miguel. Y ahora necesita más que nunca salir del espacio cerrado de ese pueblo tan exprimido ya para él. Su vocación verdadera es la poesía: lo sabe mejor que nadie. Y no deja de escribir nuevos poemas para ese libro que aún no ha visto la luz. Pero el teatro es el único género que puede darle el sustento y la tranquilidad económica que necesita, esa gloria que llega tras el éxito de una buena representación dramática.
Ese mes de octubre va a cumplir veinticuatro años, y la vida en su casa, con su familia, es poco menos que un infierno. Se siente un estorbo y no soporta los constantes reproches de su padre. Con lo poco que gana en la notaría apenas llega a cubrir sus gastos, que ahora han de ser necesariamente más porque tiene novia y no puede descuidar ciertos detalles. Josefina le ha servido, sin duda, de revulsivo para acrecentarse en la lucha contra el obstáculo de la incomprensión, contra ese silencio enfermizo que le hace sentirse olvidado, tan lejos de todo. La buena acogida de su auto sacramental se ha ido quedando en nada y no puede dejar que las cosas transcurran con esa lenta inercia que tanto gusta a los mansos, a los que carecen de sangre y de ambición.
Su única salida es preparar el terreno para volver a Madrid y lograr que su nueva obra se publique y se estrene en un teatro de la capital. De esta pieza dramática ya ha dado buena cuenta a Bergamín, pero ahora, cuando a punto está de concluir las últimas escenas, escribe de nuevo al director de Cruz y Raya para comunicarle también la necesidad urgente de encontrar una nueva colocación:

 

Le escribo otra vez -¡cuántas veces!- para ver si es posible hacer algo para sacarme de la situación en que me hallo. ¿No va a salir ahí de aquí a poco un nuevo periódico, El diario de Madrid? ¿No es usted el promotor? Vea, amigo mío, y perdone si puede darle un poco de quehacer a mi cuerpo, que sólo conoce trabajos y trabajos. Aquí me es imposible hallar nada. Y, si usted no lo remedia, me voy a pasar mucho tiempo debajo de mi limonero matándolo en forma de moscas. Mañana o el otro, acabo El torero más valiente [...]. He pensado salir al teatro de aquí a decir unas escenas como propaganda.

 

Tal y como cuenta a Bergamín en esa carta enviada a principios de octubre, Miguel quiere experimentar ante un reducido público local los efectos de su drama en verso. Son las escenas V y VI del primer acto las que pone, tras hacer las copias oportunas, en manos de un grupo de actores aficionados de Orihuela que se suele reunir en casa de Tere, Pepa y María Grau, las Catalanas, tres hermanas aficionadas a la escena que, con Manolín Grau, ya habían representado algunas obras en los teatros de la ciudad. Al domicilio de las muchachas, en la calle del Colegio (bajando por el callejón de la Cruz), acuden puntualmente Hernández y Sijé para participar en la lectura de El torero más valiente. Hay con ellos un testigo de excepción, Paquito Vidal, también director aficionado, que se anima a dar ciertos consejos a Miguel mientras escucha, en la sala de labores de aquella casa, la voz de María Grau haciendo el papel de «Soledad», personaje femenino de la tragedia.
Miguel alberga, sin embargo, esos días una preocupación que le desconcierta y que le causa no pocos desvelos. En su cruce de misivas con José Bergamín, ha recibido un severo correctivo de su editor al manifestar éste que la revista de Sijé, El Gallo Crisis, no es precisamente de su gusto, ya que está llena de un catolicismo reaccionario y destructivo que poco tiene que ver con el que promulga Cruz y Raya. Son varios los toques que ha tenido que soportar al respecto, primero de María Zambrano, con esa sutileza suya de amiga verdadera, y después las palabras de Bergamín, claras pero hirientes. Miguel sigue, pese a todo, del lado de Sijé, a quien tanto debe y en quien tanto confía aún. Y así, con esas dudas que empiezan a bullir en él, a finales de octubre escribe de nuevo al director de Cruz y Raya y le manifiesta veladamente su postura:

 

Creo que llevaremos El Gallo Crisis tercero para usted y los amigos y El torero más valiente. ¿Para qué teatro?... ¡Qué rabioso tiene, querido amigo, a nuestro Sijé con los juicios de nuestra revista! Y a mí también, ¿sabe?
Estamos en espera generosa del octubre de la suya, que no llega. Adiós, amigo mío, hasta que Él y usted quieran, abrazándole.

 

La tachadura de la frase es del propio Miguel y resulta harto elocuente. Nos hallamos, si resulta admisible delimitar en tiempo y espacio el punto de inflexión ideológica del poeta, en los últimos días de su militancia neocatólica y conservadora, ya que sólo unas semanas más tarde, cuando emprenda su cuarto viaje a Madrid, el poco tiempo que permanezca en la capital habrá de ser decisivo en su proceso de transformación hacia un pensamiento completamente opuesto al ascetismo cristiano, hacia una toma de conciencia política bastante más coherente con sus orígenes humildes.
Miguel emplea el plural en su misiva a Bergamín creyendo que Sijé va a acompañarle en su escapada a la capital, pero razones perfectamente comprensibles impiden que el amigo vaya con él ese 30 de noviembre de 1934. Quien sí lo hace es Antonio Gilabert, primo del poeta, que permanecerá a su lado durante las tres semanas de estancia en Madrid con la intención de hallar también alguna salida a su vocación de actor.
De nuevo en la corte, el 1 de diciembre escribe su primera carta a Josefina: «Te he recordado en todo el tiempo que ha durado el viaje, unas veces viéndote, otras mirándome a mí fijamente, otras enfadada por una palabra, un gesto, una mirada que no era del agrado de la pureza tuya...» Se hospeda ahora en la pensión que, desde septiembre, ocupa el pintor oriolano Francisco Díe, que se ha ido a Madrid a realizar estudios de Bellas Artes. Allí, en la calle de Caños del Peral, 6, 3.º dcha., Miguel ha encontrado el acomodo y la hospitalidad que en otro tiempo le fueron negados: «En esta habitación, dormimos, en dos camas, una para cada uno, mi primo y yo. Paco Díe duerme en otra habitación con un amigo suyo también pintor. Estoy muy bien, porque pago muy poco dinero y me sirven estupendamente. Hay cuarto de baño y todo. Aquí sólo nos dan el desayuno y la habitación, y como y ceno en un restorán de primera, que tiene puesto aquí un señor de Orihuela, que me conoce por mi padre y me da buenas comidas.»
Sin perder un día de tiempo, Hernández ha ido en busca de Bergamín con su obra teatral bajo el brazo y el amplio corpus de poemas que forma ya El silbo vulnerado. Al parecer, al editor no le interesa especialmente esa pieza dramática en la que Miguel ha puesto tanto empeño, pero le anima a buscar director o compañía que la estrene y le remite a Niní Montián, actriz y directora del teatro Eslava. Sus poemas tampoco son del agrado de Bergamín, quizá porque, en su mayor parte, tienen el aliento apologético de El Gallo Crisis. Lo mismo ha opinado Manuel Altolaguirre, quien, tras desestimar el libro, habla francamente con el poeta y le emplaza para más adelante, cuando tenga un poemario más sólido y menos cargado de inciensos y sermones. «Con aquellos manuscritos -afirma el propio Altolaguirre-, por fidelidad amistosa, vino a mi imprenta, pero yo preferí publicarle sus versos de El rayo que no cesa, colección de sonetos admirables.»122 Entre lo más positivo, está sin duda la amistad que entabla con una serie de poetas más próximos a su entorno ideológico y a los que ya conocía de anteriores encuentros en la tertulia de Cruz y Raya: Luis Felipe Vivanco, José María de Cossío y Luis Rosales. Este último le anima a componer un poema que sea una auténtica alabanza de aldea, de ese mundo rural que Miguel no esconde ni rechaza, sino que ostenta con descaro en cualquier conversación, con gestos que delatan su condición de hombre hecho y provisto de naturaleza viva.
También ha conocido, por mediación de María Zambrano, a un escritor que le sorprende por su frenética actividad cultural al frente de las Misiones Pedagógicas. Es Enrique Azcoaga, quien desde 1933 se dedica, con otros intelectuales, a llevar la literatura, el teatro, el cine y la música a los rincones más olvidados de la geografía española. Pero quizá uno de los sucesos más significativos de ese nuevo viaje a la capital haya sido su providencial encuentro con el pintor Benjamín Palencia y su posterior contacto con el resto de artistas de la llamada Escuela de Vallecas: Alberto Sánchez, Maruja Mallo, Miguel Prieto, Souto, Rodríguez Luna y Eduardo Vicente. La relación con ellos debió de llegar a través del escultor talaverano Víctor González Gil, amigo de Paco Díe y asiduo tertuliano del café Pombo, quien habría de ejercer a la sazón de puente entre Ramón Gómez de la Serna y el poeta de Orihuela.
Son abundantes los testimonios que conservamos de unos y de otros para ilustrar estas últimas semanas de 1934 que tanta incidencia tendrían en la vida de Hernández; pero, con el fin de no dispersar excesivamente al lector, nos acogeremos a tres referencias esenciales: Gómez de la Serna, Pablo Neruda y la citada Escuela de Vallecas.
Miguel sabía, a la hora de diseñar su tragedia El torero más valiente, que el inventor de las greguerías estaba perfectamente enterado de su producción literaria y que le profesaba abiertas simpatías. La admiración era recíproca, ya que en una carta posterior (1 del febrero de 1935) que Hernández remite al escultor González Gil, le indica: «Saluda a Ramón en mi nombre si puedes y dile que es el hombre más generoso y más poeta de España y pregúntale de dónde ha sacado esa inagotable vena de humor y entusiasmo.» El profesor de literatura Jesús Alda Tesán, compañero de Sijé en las reuniones católicas del convento de fray Buenaventura de Puzol, cuenta que en uno de sus viajes a Madrid pasó a saludar al director de Cruz y Raya. Éste, en un clima distendido, de confidencia incluso, parece ser que le reveló aspectos muy curiosos que Miguel ignoraba por entonces: «Bergamín estaba sorprendido de aquel muchacho oriolano, y deslumbrado ante el auto sacramental de Miguel, entonces en publicación en la revista. Me habló de Sijé y de él con verdadero calor y me dijo algo así como esto: “Parece increíble, porque no hay entre los dos la menor analogía. Y, a propósito, ¿sabe usted quién está entusiasmado con Miguel?; pues Ramón Gómez de la Serna.”» No debe resultar tan sorprendente que un muchacho prácticamente desconocido en los ambientes culturales de la capital pudiera llegar a oídos del caudillo del Pombo y despertar su interés, sobre todo si su carta de presentación fueron aquellas octavas reales de Perito en lunas tan en la línea metafórica de Ramón y de sus greguerías. No hay constancia, sin embargo, de que ambos escritores, que se profesaban una recíproca admiración, llegaran a coincidir en algún lugar y estrecharan sus manos, aunque no se puede descartar nada al respecto si tenemos en cuenta la red de relaciones comunes que tenían por entonces.
El encuentro del que no nos cabe ninguna duda fue el acaecido el 6 de diciembre de 1934 entre Neruda, Lorca y Hernández. Miguel acude a la llamada del poeta chileno amparándose en la confianza que éste dejó depositada en él tras coincidir en la tertulia de Cruz y Raya. Neruda ofrece ese día una conferencia en la Universidad de Madrid, y Federico, viejo amigo del cónsul, hace de presentador del acto. Es la segunda vez que Miguel ve a ambos poetas y aprovecha la ocasión para entregar a Lorca un ejemplar de El torero más valiente con el ruego de que se ocupe de él y haga lo posible por conseguir su estreno. La reacción de los dos autores consagrados es bien distinta. Mientras Pablo Neruda le manifiesta abiertamente su alegría ante el feliz reencuentro y le presta atención e interés, Federico actúa con la fría cordialidad de quien trata de salir airoso del lance, de deshacerse con diplomacia de ese muchacho que le acosa desde hace casi dos años. El hecho es tan evidente, que el mismo Neruda capta la situación y se la hace saber a Hernández poco tiempo después para que no se forje falsas esperanzas con el poeta granadino.
Quien permanece al acecho de lo que pueda acontecerle a Miguel en Madrid, en medio de esa tensión social y política que se percibe desde cualquier rincón del país, es Ramón Sijé. Temeroso de que las tentaciones puedan descarriar al amigo aventurero, le escribe desde Orihuela el 3 de diciembre, apenas cuatro días después de despedirlo en la estación:

 

¡Cómo he sentido ahora nuestra separación! Hubiera querido acompañarte en tus andanzas: Tú, solo en Madrid, con tu valentía como un ser y una cosa extraña: por humano o extrahumano. ¿Qué dice nuestro amigo José Bergamín? Háblame largo de él: de la situación de sus posiciones respecto a las de El Gallo Crisis [...]. En fin, aquí te dejo en ese Madrid antiquevedesco que a mí y a ti te ahoga. Aquí me tienes: como si estuviera ahí. Porque antes de escritor soy un hombre, y si pequeñas diferencias vanidosas nos han separado inocentemente alguna vez, hoy, ya más puro, me veo compenetrado cristianamente contigo.

 

Las preocupaciones de Sijé no carecían de fundamento. Sabía perfectamente que su amigo se hallaba en plena encrucijada política y temía que las posturas ideológicas de muchos intelectuales que ahora le acogían le influyeran hasta el extremo de distanciarlo de él y de su compromiso católico. Lo cierto es que José Marín pocas veces estuvo tan cerca de la verdad como ahora, porque las relaciones que Hernández va a afianzar en esas semanas de permanencia en Madrid iban a servir de semillero para la posterior metamorfosis del poeta.
Miguel se mueve esos días con auténtica vehemencia por la capital de España y no se atreve a regresar hasta que haya gestionado el estreno de su obra. Por las cartas que envía a Josefina podemos rastrear las infructuosas visitas que hace al respecto y los propósitos que le guían para luchar sin tregua:

 

No te engañé cuando te dije que me venía para cuatro o cinco días. Yo creí que iba a estar ese tiempo por aquí. ¿Qué culpa tengo yo de estar más? Los asuntos míos lo quieren así, ¡qué le vamos a hacer! [...] Hoy, esta tarde misma, hace unos momentos he hablado con la primera actriz y directora del teatro Eslava, a la que le di para leer mi obra y esta noche se ultimará el asunto. Me ha invitado a verla trabajar y me ha regalado un palco. Creo que voy a ganar muchas pesetas y que ya no trabajaré más de mecanógrafo ahí, ni tú de modista. Me dedicaré a escribir por completo [...] y dentro de muy poco, un año a lo más, nos casamos [...]. No te desesperes, ten paciencia, como tengo yo; depende mi porvenir, nuestro porvenir, de este asunto [...]. Estoy trabajando aquí de esta manera para tener el día de mañana un poquito de paz; para que no les falte el pan a nuestros hijos [...]

 

Por esta carta fechada el 14 de diciembre, también sabemos que Miguel tuvo una importante recaída que afectó de nuevo a sus pulmones, debido sobre todo al frío invierno de Madrid y a la enfermedad mal curada de su primer viaje. Pero eso no le impide continuar buscando la ayuda necesaria para que El torero más valiente sea acogido por alguna compañía teatral. Niní Montián no le ha garantizado nada sobre el posible estreno en el Eslava, y así se lo confiesa él a Josefina unos días después: «Todo ha sido inútil. No he resuelto aún nada y por tanto, tendré que quedarme aquí hasta el martes que viene. ¡Si supieras lo que siento contrariarte de nuevo! ¡Desilusionarte otra vez! ¡Ganas me han dado de montar en el tren con mi primo, que te dará esta carta y dejarlo todo abandonado!»
Lo único positivo de esa larga espera sin solución han sido sus salidas por algunos cenáculos de Madrid, los contactos que establece y algún que otro viaje que realiza por las afueras de la capital: «Me he hecho en los días que llevo aquí muchas amistades. Un escultor que quiere hacerme un busto; un pintor que quiere hacerme un retrato; y unos escritores que me han invitado a ir el domingo en automóvil a ver Toledo, Alcalá de Henares, Aranjuez, Segovia y algún pueblo más de Castilla.» Miguel se refiere, sin duda, al ya citado Víctor González Gil, que, además de escultor, dirigía en Talavera la revista Rumbos; a Benjamín Palencia, quien se ha comprometido a ilustrar su libro El silbo vulnerado si encuentra editor que lo publique, y también a María Zambrano y Enrique Azcoaga.
De la mano de Neruda se ha acercado hasta el café Lion, frente a Correos, en cuyos bajos se halla La Ballena Alegre, lugar de reunión de escritores y artistas muy próximos al círculo de Lorca. Allí se encuentra de nuevo con Federico y conoce al arquitecto Luis Lacasa, a Eduardo Ugarte, Rafael Rodríguez Rapún, Aurelio Romero, de La Barraca, y al torero salmantino Pepe Amorós, que se interesa mucho por la obra de Miguel debido, principalmente, a su amistad y admiración por Sánchez Mejías. Neruda le presenta también al músico Acario Cotapos, compositor chileno que se ha instalado recientemente en Madrid gracias a la acogida de ese grupo de intelectuales y que en próximas fechas va a estrenar en la capital su pieza sinfónica Voces de gesta, inspirada en la obra de Valle-Inclán. Con Lorca apenas habla, sólo le deja caer la posibilidad de que se interese por El torero más valiente la mismísima Margarita Xirgu y el director Cipriano Rivas Cherif, máximos artífices de la escena en aquellos momentos e íntimos de Federico, ya que ellos, según se ha podido leer en la prensa de aquellos días, son los encargados de estrenar Yerma, la nueva obra teatral del granadino.
En efecto, Miguel, tan pendiente entonces de esa realidad cultural que tanto le compete, ha leído en El Sol del 15 de diciembre la larga entrevista que el redactor Alardo Prats hace a García Lorca. Con motivo del estreno de Yerma el 29 de ese mismo mes en el Teatro Español de Madrid, Federico comenta que se encuentra trabajando en una nueva tragedia, Doña Rosita la soltera o El lenguaje de las flores. De sus palabras se deduce también lo que para él significa el teatro en aquellos momentos, la enorme utilidad social que desempeña como medio para transformar la conciencia de la gente, para combatir la inercia que la atenaza y para influir en la sensibilidad del público. Pero más allá de esta afirmación, lo que Hernández debió de subrayar en la entrevista fue el declarado compromiso del poeta con su pueblo y con los sectores más humildes, en una etapa en que el oriolano aún tenía dormida esa conciencia de clase y carecía de estímulos -a causa de su explícita religiosidad- para captar un hecho tan sumamente revelador:

 

Yo siempre seré partidario -declaraba Lorca en las páginas de El Sol- de los que no tienen nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega. Nosotros -me refiero a los hombres de significación intelectual y educados en el ambiente medio de las clases que podemos llamar acomodadas- estamos llamados a sacrificio. Aceptémoslo. En el mundo ya no luchan fuerzas humanas, sino telúricas. A mí me ponen en una balanza el resultado de esa lucha: aquí, tu dolor y tu sacrificio, y aquí la justicia para todos, aun con la angustia del tránsito hacia un futuro que se presiente, pero que se desconoce, y descargo el puño con toda mi fuerza en este último platillo.

 

Con ese intenso bagaje de apenas tres semanas, Miguel regresa a Orihuela seriamente decepcionado ante la imposibilidad de ver estrenada su pieza dramática. De modo que el primer día de Navidad se encuentra de nuevo entre los suyos, disgustado, sí, pero con el firme propósito de insistir en el empeño de ser escuchado de una vez y de que las gestiones realizadas en la capital, aunque muy lentamente, acaben dando su fruto.
SIJÉ, ALMA ATORMENTADA

 

El poeta ha podido abrazar a Josefina después de una ausencia dilatada, al menos le ha estrechado la mano y ha podido sentir de nuevo ese calor que le redime del mundo y sus ásperos momentos. El año que se termina ha estado marcado por convulsiones sociales y políticas de imprevisibles consecuencias. El último trimestre de 1934 se puede considerar el más luctuoso desde la llegada de la República, ya que en el mes de octubre, los sectores independentistas de Cataluña y los mineros de Asturias se movilizan con especial violencia contra un Gobierno que consideran ajeno a sus intereses. El 4 de ese mismo mes, Lerroux constituía un nuevo equipo gubernativo a petición del presidente Alcalá Zamora. La agrupación derechista CEDA acaparaba tres carteras ministeriales, la de Agricultura, Trabajo y Justicia. Tan sólo un día después de hacerse pública la nueva formación, el sindicato UGT convocaba una huelga general a la que el Gobierno recién formado respondía con la declaración del estado de guerra. La proclamación del Estado catalán sin la legítima transferencia de poderes que el triunfo radical-cedista había paralizado, provoca la intervención del Ejército y el rápido control de la situación tras detener a todos los dirigentes secesionistas y al ex líder político Manuel Azaña, que se hallaba esos días en Barcelona. En el resto de España se sofoca con eficacia y rapidez cualquier reducto subversivo, excepto en la zona de Asturias, donde los mineros y los obreros en general se sublevan en una lucha cruenta, ocupando a golpe de dinamita y en sólo tres días la ciudad de Oviedo y las principales poblaciones de la cuenca minera: Gijón, Mieres, Avilés... La reconquista y represión emprendidas por el Ejército dirigido desde Madrid resultan insuficientes, por lo que se resuelve contar con el apoyo de la Legión Extranjera traída de sus guarniciones africanas. Las columnas que formaron estas fuerzas expedicionarias fueron proféticamente dirigidas por el general Francisco Franco y otros militares de conocida implicación en el golpe del 18 de julio de 1936, entre los que se encontraban los coroneles Aranda, Sáenz de Buruaga, Yagüe y Solchaga. Tras dos semanas de guerra encarnizada, los huelguistas asturianos sucumbieron ante unas fuerzas provistas de estrategia y de armamento suficientes para acabar con la situación, aunque la represión se saldara con más de cuatro mil muertos, dos mil heridos y el encarcelamiento de treinta mil presos políticos. Resulta curioso que, a raíz de los sucesos de Asturias, una manifestación falangista encabezada por José Antonio Primo de Rivera se acercase hasta el Ministerio de la Gobernación, en la misma Puerta del Sol madrileña, para ponerse enteramente a las órdenes del Gobierno.
En Orihuela, la situación parece algo más tranquila, aunque desde mediados de año se ha formado en la población cercana de Callosa de Segura un grupo denominado de Falange Española (primero en la provincia), a cuyo acto de presentación en el cine Imperial asistieron el propio José Antonio, Manuel Valdés y los dirigentes locales José María Maciá Rives y Arturo Estañ. No tardaría este joven partido en tener sus representantes en la capital de la Vega Baja. Al menos parte de su ideario caló profundamente en el grupo católico de Sijé, en el notario José María Quílez, Tomás López Galindo y Juan Bellod Salmerón. Muchos de ellos pertenecieron en aquel tiempo a las Juventudes Antonianas regidas por el franciscano fray Salvador Juárez, hombre de gran inteligencia y autor del polémico libro Maternidad consciente, que impulsó de un modo decidido las actividades juveniles católicas de Orihuela. José Marín no podía permanecer ajeno a unas ideas que se aproximaban bastante a sus postulados conservadores, aunque conviene matizar esta vertiente política de Ramón Sijé para no caer en extremismos ni en falsas interpretaciones: quizá lo que éste buscara en aquellos años fuera un modelo político que se ajustase lo más posible a su confesionalismo cristiano. Sus particulares ideas abogaban por el concepto de una España fundamentalmente católica, y sin esa orientación no podía hallarse solución o salvación posible a los problemas esenciales del hombre de su tiempo. En este sentido, ya había mostrado sus simpatías ideológicas por quien sí parecía aproximarse a esa concepción sijeniana de la realidad social cuando el 30 de mayo 1930, desde la tribuna de su revista Voluntad, exhortaba a los oriolanos a apoyar la alternativa derechista del doctor José María Albiñana, fundador por aquellas fechas del Partido Nacionalista Español, que había anunciado una próxima visita a Orihuela: «Salir a la calle -escribe Sijé-, proclamarse derechista y luego acompañar al derechista más derechista español [...] porque, o eres de las derechas o de la acera de enfrente.» Tres años después, cuando la mayoría de seguidores de Albiñana se pasaron a Falange Española, José Marín tenía razones suficientes para buscar en las filas del nuevo partido la respuesta a sus quebrantos religiosos. Uno de estos argumentos fue, sin duda, Ernesto Giménez Caballero, compañero y amigo desde los primeros meses de comenzar su carrera de Derecho en la Universidad de Murcia. A todo lo dicho hasta ahora sobre el director de La Gaceta Literaria, cabría sumar el dato de que, cuando éste -declarado promotor del fascismo en esos años difíciles- se presenta a las elecciones legislativas de 1933 por Murcia desde la CEDA de Gil-Robles y Goicoechea, pide en una carta fechada el 10 de octubre de 1933 (la correspondencia entre José Marín y Gecé era entonces abundante) la colaboración de Sijé y su grupo de Orihuela. Había, desde luego, suficientes simpatías entre ambos para pensar en un intercambio ideológico, puesto que les unía un común antiliberalismo y un predicamento semejante dentro del nacional-catolicismo. Otro dato revelador al respecto es el documento aportado por Ramón Pérez Álvarez, testigo de un suceso que define con mayor claridad las filias políticas de José Marín Gutiérrez: «El 1 de mayo de 1934, Ramón Sijé y el falangista Juan Bellod, secretario de El Gallo Crisis, se metieron en una manifestación obrera y comenzaron a repartir octavillas fascistas... Sijé era falangista militante. Me lo confirmó el propio Bellod a quien llegué a interrogar a este respecto: “Te acuerdas, Juan -le dije-, el lío que tuviste con el Rizao en la manifestación del 1 de mayo? ¿Recuerdas que Sijé iba contigo repartiendo un manifiesto, o algo así, de Falange?” “Me acuerdo perfectamente -me contestó Bellod-. Recuerdo que el manifiesto fue escrito por Sijé en mi despacho de la plaza de Santiago donde yo vivía. Allí estaba la dirección de El Gallo Crisis. Recuerdo aún una frase de Gonzalo de Berceo que Sijé colocó en el texto.”»123
Todos estos testimonios y afirmaciones no persiguen otro propósito que aclarar algunos rasgos esenciales de la personalidad que con mayor determinación influyó en Miguel Hernández en momentos tan decisivos de su formación literaria. Sijé aportó, sin duda, un caudal de lecturas y consejos a un cabrero-poeta que carecía de guía literario y espiritual; puso a su disposición un tejido de relaciones que le facilitó su acceso a los cerrados círculos culturales de la época; le aportó método y disciplina, un soporte escolástico nada desdeñable que reafirmaría su estilo con estructuras verbales y sintácticas inspiradas en plegarias, sermones, letanías, exhortaciones y anatemas.
El problema de Sijé era su atormentado y obsesivo catolicismo. ¿Cómo explicar, si no, que un joven de veinte años dedicara a su novia Josefina Fenoll un ensayo tan poco romántico como el que titula Voluntad de Cristo y voluptuosidad de Satanás? «No transigía en absoluto -comenta el profesor Muñoz Garrigós- con el conformismo y estaba siempre en situación de lucha contra todos aquellos que se habían apartado del duro camino trazado en el Evangelio. Este espíritu de lucha contra lo descarriado era una propagación de ese combate interno que enfrentaba en el alma de Sijé la molicie y la pasividad de la carne con el duro ascetismo del no y del vencimiento personal. Para Sijé, y para El Gallo Crisis, el cristianismo es una religión de negativas ascéticas; hay que decir que no a todo aquello que suponga una concesión a la carne; es necesario negarse a sí mismo para poder encontrarse con Cristo.»124 En este aspecto, no hay más que abrir las páginas de El Gallo Crisis para convenir con José Muñoz Garrigós que esta revista «era un exponente más del modo de ser de Sijé; como obra personal suya que fue, representa con toda exactitud sus puntos de vista ante los diversos problemas espirituales y humanos de la España coetánea». Y lo cierto es que Ramón Sijé consigue con su enorme capacidad de persuasión, con su fuerza intelectual, embarcar a Hernández en ese mismo proyecto.
El volumen 3-4 de El Gallo Crisis correspondiente a San Juan de Otoño apareció en enero de 1935, unos días después del regreso de Miguel a Orihuela. La razón de este retraso se debe, principalmente, a que el peso de la revista recaía por entero en Sijé, y sus esfuerzos rozaban ya el agotamiento. «Tengo un trabajo enorme -escribe a Hernández en una carta fechada en diciembre-: anoche y anteanoche, me he acostado a las dos con la cabeza y la mano muertas de tanto escribir. Esta noche me espera nuevamente la labor: he de hacer -aún- la nota sobre tu auto sacramental. Ahora, cuando acabe de escribirte, iré a ver a Bellod, por si copiamos a máquina estos trabajos. Si no me veré obligado a la ingrata faena mecánica de copiar con mi mejor letra posible. Quizá todo esto retrase la publicación de nuestro Gallo, pero espero que el día 15 -a lo más tardar- estará ya publicado.» En este ejemplar doble al que se refiere Sijé, Miguel publica las escenas IV y V de El torero más valiente y el poema «El trino-por vanidad». Se anuncia también en sus páginas la próxima salida de El silbo vulnerado, al parecer debido al precipitado ímpetu de ambos jóvenes, ya que la obra aún no cuenta con editor y al poeta no le seduce demasiado volver a publicar en la colección Sudeste de Murcia por los gastos que acarrea y porque su prestigio le conduce a otras aspiraciones. Junto a los trabajos de Hernández, Sijé firma en la revista un artículo titulado «Recatolicismo, católica reforma». La referencia no es gratuita, ya que, en defensa y en favor del pequeño teólogo, la tesis que expone en su texto nos sirve para captar las diferencias esenciales que le separan del radicalismo fascista de Giménez Caballero, del partido de Ramiro Ledesma y de la propia Falange. Frente a las tres posturas eminentemente laicas, José Marín se distancia al colocar en primer término la razón religiosa, puesto que, para él, es algo sustantivo y no un elemento subordinado en la conquista del Estado. La clave de la unidad contra la disgregación política o la fragmentación nacionalista no reside en la hegemonía de la patria, sino en Dios, que concede la espiritualidad que el Imperio necesita. No en vano, ese vacío que no tardó en descubrir en las doctrinas fascistas le llevó a manifestar su discrepancia con los modelos totalitarios y con líderes tan próximos como el propio Gecé. Sijé tenía un concepto de sí mismo lo suficientemente alto como para no andar sometiéndose a las órdenes de cualquier prohombre, y la primera prueba de ello la encontramos en un artículo de La Verdad aparecido el 18 de diciembre de 1932, donde se atreve a decir que «Ernesto Giménez Caballero es un chulito, un mocito antieuropeo, un verbenero intelectual», vengándose, sin duda, de su apologética diatriba en la inauguración del monumento a Miró en la Glorieta de Orihuela. También mostraría su disconformidad con Caballero en la reseña crítica que hace de uno de sus libros en el artículo «La Novela del Belén». Pero es en el tiempo de El Gallo Crisis cuando arremete con fuerza contra estas posturas totalitarias al escribir en su primer número: «Fascismo, por consiguiente, partido, partido político y partido por el eje [...]. El fascismo tiene la razón de la fuerza pero no la fuerza de la razón. Agota su propia capacidad creadora antes de llegar a la nación [...]. ¡Falange!... bueno; falange, falangina y falangeta; un dedo. Para moldear el concepto de España se necesitan todas las manos del alma.» Finalmente, la misma idea de Dios como unidad y como principio la enfrenta al propio Hitler en el segundo número de su revista: «Alemania, locura y tristeza de Europa: nación sin nación: sin alma. Nación sin memoria de unidad: de Dios: sumergida en una penumbra de mitos.»
Todas estas consideraciones no sirvieron para que la Falange de Orihuela dejara de considerar a Sijé uno de los suyos, tal y como se verá más adelante al reproducir los testimonios de Tomás López Galindo y José María Olmos. Pero lo que ahora interesa es esa última etapa de convivencia entre Marín y Hernández, que queda comprendida entre los meses de diciembre de 1934 y febrero de 1935.
MESES DE ZOZOBRA

 

Miguel, tras su regreso de Madrid, emprende una auténtica campaña de promoción y lanzamiento con todos los amigos que ha dejado en la capital y de los que apenas ha tenido tiempo de despedirse. La intensa y abundante correspondencia del poeta en esos dos meses (finales de diciembre y primeros de febrero de 1935) nos permite recapitular y reconstruir los pormenores de esa etapa de sustanciosas consecuencias en la vida de Hernández. Se dirige en primer lugar a García Lorca y no se anda con rodeos: «Quiero que me digas lo más en seguida que puedas cómo va mi asunto. Interésate con toda tu buena voluntad por él, por mí. Ya sabes que espero lo que resulte con un ansia de perro hambrón.» También escribe a Luis Rosales, con quien, al parecer, ha entablado una profunda relación por simple selección natural, ya que ambos profesan semejantes ideas políticas y religiosas. Tal y como Rosales le aconsejó, Miguel anda ya ocupado en la composición poética «El silbo de afirmación en la aldea»: «Ya estoy elaborando mi poema sobre la ciudad que me sugeriste feliz y sencillamente. Quiero que sea lo mejor.» Los últimos días de diciembre envía una carta a Benjamín Palencia en la que le recuerda su ofrecimiento para ilustrar el libro que está a punto de acabar, El silbo vulnerado. Los datos que aporta en este escrito nos informan de lo cerca que se halla Miguel de la estética del grupo de Vallecas: «Estoy acabando de terminar un libro lírico, El silbo vulnerado [...] un libro como tú me pedías, de pájaros, corderos, piedras, cardos, aires y almendros. Necesito de pura necesidad tu colaboración. Y de puro orgullo también. ¿Quieres decirme inmediatamente si cuento contigo? Como tú, estoy lleno de la emoción y la vida inmensa de todas esas cosas de Dios: pájaro, cardo, piedra... por mi trato diario con ellas de toda la vida.» A Pablo Neruda le dedica la última misiva del año, mostrando la gran amistad que existe ya entre ellos: «Atiendo a su voz, su persona y su amistad poéticas y humanas; aquí espero que me diga, lo antes posible, qué hay de aquello que me dijo en aquella noche -lunes- en que me invitó a una cena para otra noche -miércoles-. Gracias. ¿Qué hay, Pablo? ¿Se queda en Madrid? ¿Se irá -¡dolor!- a Barcelona? ¿Hará la revista? ¿Me llamará generosamente a su lado? Aquí, en mi pueblo, mi casa, mi huerto, mi limonero y mi problema espero angustiado su contestación... ¡Ah!: Invite a Federico a que se interese lo más posible del estreno de mi El torero más valiente. Gracias.» Su insistencia en las gestiones y promesas de García Lorca para llevar a cabo el sueño de ver su pieza dramática en las carteleras madrileñas ocupa un espacio en todas sus cartas; así se lo comunica al poeta Luis Felipe Vivanco a principios de enero de 1935: «Voy a pedirte un favor más: ¿por qué no ves a nuestro gran poeta Neruda y le dices que espero desesperado noticias suyas? Y al mismo tiempo, ¿por qué no ves a Federico García Lorca y le dices que cuándo piensa escribirme diciéndome si Cipriano Rivas y la Xirgu han leído mi Torero y qué piensan hacer del pobre abandono mío y si ha intercedido, interesado mucho él por su estreno?»
El abandono del que se queja Miguel encuentra un importante alivio tras recibir el 4 de enero una carta de Neruda digna de mención. En ella deja perfectamente demostrado su interés por el poeta de Orihuela y le comunica su sincero parecer sobre la revista que dirige Ramón Sijé. También le desengaña de Lorca, advertido de la alergia que el autor de Yerma siente por Hernández:

 

No sabe lo que sentí su partida de pronto. Ya buscaba un lugar donde viviera Vd. con Cotapos, nuestro gran camarada. ¿Cómo van esas cosas? A Federico imposible hablarle estos días, con su estreno está muy ocupado. Querido Miguel, siento decirle que no me gusta El Gallo Crisis, le hallo demasiado olor a iglesia ahogado en incienso. Qué pesado se pone el mundo, por un lado los poetas comunistas por el otro los católicos y por suerte en medio Miguel Hernández hablando de ruiseñores y cabras! Ya haremos revista aquí, querido pastor, y grandes cosas. Hay esto, me quedo en Madrid en definitiva, donde le espero queriéndole mucho.

 

Merece la pena detenerse en las palabras de Neruda. Su tono afable y su cálido afecto son armas suficientemente poderosas para ejercer en Miguel una inmediata reflexión sobre el catolicismo que profesa y los poemas que viene publicando en El Gallo Crisis. Lo que parece claro es que Hernández ha encontrado en Pablo Neruda al ser que estaba esperando para salir de su infierno pueblerino. Necesitado de alguien que le amparase con la abierta franqueza que el chileno le ha llegado a demostrar, se lanzará sin demora a sus brazos y tomará muy en serio la invitación que le hace de colaborar con él en el proyecto de su nueva revista: Caballo Verde.

 

Si supiera lo que he agradecido su carta... me escribiría otra inmediatamente. Las vecinas de mi calle, mi madre, mi hermana, qué sorprendidas y admiradas ante el sobre suyo. ¡Carta de un embajador a Miguel! Mi hijo, mi vecino, mi hermano, el poeta, el cabrero, ése que va como un loco por la sierra, ése que se baña en el río en pleno invierno... Ése. No sé, amigo Pablo, por qué cosas me pregunta. ¿Las líricas de mi poesía? ¿Las trágicas de mi vida? Aquéllas van regular, éstas de mal en peor. Pero dígame. ¿Puedo marchar a su lado a mantenerme al amparo suyo y de su revista, o eso aún tardará? No entiendo bien, querido Pablo. Yo no puedo viajar a Madrid por ahora: habré de esperar un mes al menos, a tener para el talón del viaje y así quedarme. ¿Estará para entonces decidido lo de la revista y podré andar por ahí sin dificultades económicas? No quiero que mi estómago haga el ridículo como esta vez pasada porque soy honrado y no sé pedir. Por tanto aquí me quedo cultivando la pobreza, la tierra de mi huerto y la poesía hasta que me diga en concreto lo que hay.
Mañana escribiré a Bergamín. Federico sigue sin escribirme. Ayer, no, antiayer [sic], escribí a Vivanco y le dije que se viera con personas. Le espero impaciente: que no le tengan muy cogido muchas ocupaciones para cuando me vaya a responder.

 

A Miguel se le han encendido todas las luces del alma con esa sencilla y prometedora carta de Neruda. Pero no se ha atrevido a responderle sobre el tema de El Gallo Crisis. Sus cavilaciones no cesan sin embargo, y al día siguiente, tal y como le indica al poeta chileno, concede tal primicia a Bergamín en un jugoso escrito. El director de Cruz y Raya, que fue el primero en comunicarle sus discrepancias con la revista de Sijé, será el destinatario elegido por Miguel para descargar sus iniciales conclusiones sobre este delicado asunto:

 

Ya me explico lo de su posición con respecto a la revista nuestra: ve en ella -¿no?- catolicismo exacerbado, intransigente, resultante de la soledad y el carácter de Sijé, que la escribe. Yo no le diré nunca nada, porque se irritaría [...] ¿Ha visto algo, verá algo por mí que me convenga? Toda la poesía que hago ahora es para El silbo vulnerado, del que exceptuaré casi todo lo que conoce. ¿Por qué no me da ese libro ahí a la publicación? Necesito ganármela como sea. Y aquí va a ser muy difícil su publicación. Fíjese: mi ambición única es ganar un poco para tener un cachico de campo que cultivar y un mendrugo diario que comer en compaña. He nacido para estar por el aire y gastar esos tragos de Dios siempre. Yo estaría ahí. Me colocaría en Madrid el tiempo justo para hacer una cantidad pequeña y venirme y comprar un sitio que tiene escogido mi contemplación por estas tierras únicas.

 

Cuando le dice a José Bergamín que piensa eliminar de su libro de versos los poemas que ya conoce, sin duda se refiere a las composiciones escritas al amparo de Sijé y su revista, esto es, todo ese material que ha puesto al servicio de la causa católica y que ahora le comienza a resultar ajeno. Si nos atenemos a las fechas en que comenzó ese libro, llegaremos a la conclusión de que El silbo vulnerado tuvo tres etapas diferenciadas y atravesó un complejo proceso de mutación de tres años en los que el poeta, tal y como señala Sánchez Vidal, trabajó «a varias bandas barruntando su voz adulta»125 Hablamos de más de 250 composiciones de muy diversa factura -la polimetría se convierte en característica- entre las que cabe distinguir, por este orden, octavas reales (45 piezas excluidas de Perito en lunas), poemas de verso breve (13), décimas de sabor guilleniano (33) y una miscelánea con tendencia a la silva y al poema largo que llenará de odas, elegías, églogas y otras formas pastoriles (hasta 90) los cuadernos de Hernández. Finalmente, el conjunto desembocará en los poemas amorosos y en los sonetos pastores que anuncian ya El rayo que no cesa.
La primera etapa, pues, comprendería el tiempo transcurrido entre la publicación de su primer libro y septiembre de 1933, periodo de nueve meses muy marcado por Perito en lunas (octavas, décimas, poemas breves). Tras ese inicial Silbo vulnerado que Miguel anuncia a Pérez-Clotet en carta de 29 de agosto de ese mismo año, llegaríamos a un segundo momento que podría darse por concluido a comienzos de 1935, es decir, en las fechas en que confiesa su cambio estético a Bergamín y en las que manifiesta su distanciamiento de Sijé por medio de la carta antes citada. Aquí quedarían englobados sus poemas religiosos y las composiciones que delatan ya una asimilación de la influencia de la Escuela de Vallecas (buena parte de ellas publicadas en El Gallo Crisis). Son poemas (odas, églogas, elegías) de mayor relajación formal pero de una gran densidad conceptual, con símbolos religiosos hallados en la naturaleza y ramificaciones teológicas algo complejas. A este Primitivo silbo vulnerado, como atina a definir de nuevo Agustín Sánchez Vidal, sucedería la tercera y última etapa -en parcial convivencia con la anterior-, de temática eminentemente amorosa, que comprendería el periodo de noviazgo con Josefina, los últimos meses de 1934 y la primera mitad de 1935, cuando el poeta, como así veremos, se traslada definitivamente a Madrid. Se trata de un periodo en el que Hernández se plantea eliminar temas y metros para centrarse, por evolución y en consecuencia, en el soneto amoroso, dando lugar a ese amplio racimo de poemas que la crítica ha clasificado en tres grupos o momentos, a saber: sonetos pertenecientes al Ciclo de El silbo vulnerado (56), la colección llamada propiamente El silbo vulnerado (26) y la versión conocida como Imagen de tu huella (13); un conjunto de composiciones, en fin, que allana el camino hacia su obra más significada: El rayo que no cesa.
Miguel está decidido a instalarse en Madrid. Ya no es cuestión de emprender un rutinario viaje de ida y vuelta. En la capital ha de lograr por fin el éxito y, como él mismo dice, un trabajo estable que le permita ahorrar para casarse con Josefina. Nunca lo ha tenido tan a su favor como ahora. Neruda le ha ofrecido toda su colaboración y hasta puede que le consiga un empleo. Sus relaciones con Sijé se han deteriorado bastante, aunque no tiene valor suficiente para retirar de la redacción de El Gallo Crisis los poemas que le ha dado para publicar en posteriores números. Le felicita, eso sí, porque su querido Pepito Marín acaba de terminar la carrera de Derecho con el brillante expediente que todos esperaban de él. Aunque a Miguel ahora sólo le importa su obra y esa novia que tiene que dejar necesariamente en el pueblo, pero a la que piensa llevar a la capital en cuanto el dinero que gane con su esfuerzo y sus escritos les permita casarse.
Ya ocupado en los preparativos de su viaje a Madrid, decide quemar los últimos cartuchos con Lorca, que no da señales de vida y no parece ocuparse de él después del tiempo transcurrido -más de un mes- desde el estreno de Yerma:

 

Aún estoy esperando tu carta, aún no se me agotó la vena de la esperanza: todos los días bajo de la sierra en busca de ella que no llega. Te escribo en una situación penosísima: parado, ni pastor siquiera, con novia que no se conforma viéndome así, madre, padre, hermanas que tampoco, por nuestra pobreza. Y yo menos. Y no encuentro trabajo, y cada bocado que me como es vigilado con el rabillo del ojo por todos, que me quieren a regañadientes [...] Quiero que me digas, Federico amigo, algo, ¿no se estrena El torero más valiente? Bueno, hombre. Será que no vale la pena, hice esa tragedia para aliviar la mía. Dime, en cambio, que has visto algún amigo tuyo político influyente como me ofreciste, que has hallado algún rincón a mi medida. Moléstate un poco más por mí, hazme el favor. No te escribo más: ésta es mi última carta; en ella me lo juego todo [...]. Si para ti no significa nada mi amistad, para mí mucho la tuya.126

 

Resulta estremecedor el tono de amargura y de velado reproche que Miguel emplea en sus palabras con Federico. Su decepción con el poeta y el dramaturgo que más ha podido admirar le lleva a la conclusión de que nada puede ni debe esperar de él. Y la prueba de lo que este desprecio pudo significar para Hernández se refleja en la reacción que tuvo hacia su obra dramática, El torero más valiente, que acabó desestimando él mismo y rompiendo la copia que tenía en su poder, quedando un enrevesado original en el armario de su casa oriolana hasta que, en 1946, Ramón Pérez Álvarez lo rescató de aquel olvido y lo puso en manos de Josefina Manresa. No vería la luz hasta 1986, cuando Sánchez Vidal lo dio a conocer tras una exhaustiva labor de reconstrucción.
LAS MISIONES PEDAGÓGICAS

 

Miguel llega a Madrid en febrero de 1935 con la intención señalada de quedarse en la capital. Se hospeda de nuevo en una modesta pensión que se ajusta bastante a su limitada economía, al parecer porque la gestión de Neruda de buscarle acomodo junto al músico chileno Acario Cotapos no ha dado resultado. Desde primeros de año se ha producido un curioso movimiento inmigratorio de intelectuales que desembarcan en la corte. Carmen Conde y Antonio Oliver ya se encuentran en Madrid. El editor y poeta Raimundo de los Reyes también se ha trasladado a la capital del país para ejercer el periodismo en el nuevo diario católico Ya, fundado el 14 de enero de 1935. Pablo Neruda, tal y como le anunciaba en su carta, ha conseguido permutar su labor diplomática con la embajada chilena en Madrid y ha encontrado una hermosa vivienda en la calle Rodríguez San Pedro, esquina a Hilarión Eslava, en el barrio de Argüelles, cerca de la Ciudad Universitaria. Le llaman la «Casa de las Flores» y ocupa la cuarta planta, con azotea, de un bello edificio custodiado por geranios.
Una de las primeras visitas que hace Hernández tras su asentamiento en la ciudad es, por supuesto, a su inmenso amigo Neruda. Allí tiene ocasión de conocer a la holandesa María Antonia Hagenaar, esposa desde 1930 del cónsul chileno, y a Malva Marina, la hija de ambos, una niña de apenas seis meses (había nacido el 18 de agosto de 1934) que padece una grave hidrocefalia. Miguel se convierte, desde ese día, en uno de los visitantes más frecuentes y deseados de la Casa de las Flores, en un ser querido que llega con sus poemas bajo el brazo y se entretiene y juega con la niña enferma, esa criatura de cabeza deforme a la que el mismo Federico le ha dedicado su ramillete de versos: «Niñita de Madrid, Malva Marina, / no quiero darte flor ni caracola; / ramo de sal y amor, celeste lumbre,/ pongo pensando en ti sobre tu boca.» Esos primeros días, informado Neruda de la llegada de Miguel a Madrid, ha hecho ciertas gestiones para encontrarle alguna colocación que le permita, al menos, subsistir en la capital. Para ello ha hablado con el vizconde de Mamblas, jefe de Relaciones Culturales del Ministerio de Estado, pero el puesto que se le ofrece al poeta -pura burocracia funcionarial- está muy lejos de lo que su deseo y sus posibilidades le exigen. De cualquier modo, nada hay más elocuente y sabroso que la propia prosa de Neruda para tener una imagen clara de ese Hernández que desembarca en la corte y se instala, con toda su ruralidad, en el corazón del cónsul de Chile:

 

Miguel era tan campesino que llevaba un aura de tierra en torno a él. Tenía una cara de terrón o de papa que se saca de entre las raíces y que conserva frescura subterránea. Vivía y escribía en mi casa [...]. Me contaba cuentos terrestres de animales y pájaros. Era ese escritor salido de la naturaleza como una piedra intacta, con virginidad selvática y arrolladora fuerza vital. Me narraba cuán impresionante era poner los oídos sobre el vientre de las cabras dormidas. Así se escuchaba el ruido de la leche que llegaba a las ubres, el rumor secreto que nadie ha podido escuchar sino aquel poeta de cabras. Otras veces me hablaba del canto de los ruiseñores. El Levante español, de donde provenía, estaba cargado de naranjos en flor y de ruiseñores. Como en mi país no existe ese pájaro, ese sublime cantor, el loco de Miguel quería darme la más viva expresión plástica de su poderío. Se encaramaba a un árbol de la calle y, desde las más altas ramas, silbaba o trinaba como sus amados pájaros natales.
Como no tenía de qué vivir le busqué un trabajo. Era duro encontrar trabajo para un poeta en España. Por fin, un vizconde, alto funcionario del Ministerio de Relaciones, se interesó por el caso y me respondió que sí, que estaba de acuerdo, que había leído los versos de Miguel, que lo admiraba, y que éste indicara qué puesto deseaba para extenderle el nombramiento. Alborozado dije al poeta:
-Miguel Hernández, al fin tienes un destino. El vizconde te coloca. Serás un alto empleado. Dime qué trabajo deseas ejecutar para que decreten tu nombramiento.
Miguel se quedó pensativo. Su cara de grandes arrugas prematuras se cubrió con un velo de cavilaciones. Pasaron las horas y sólo por la tarde me contestó. Con ojos brillantes del que ha encontrado la solución de su vida, me dijo:
-¿No podría el vizconde encontrarme un rebaño de cabras por aquí cerca de Madrid?127

 

La extensión de la cita merecía la pena para entender la humanidad de ambos. Por aquellas fechas, también Pablo Neruda atravesaba una crisis personal que su llegada a Madrid no hizo más que agravar en dos sentidos fundamentales: el literario y el afectivo o familiar. Su presencia en España había sido comparada con el acontecimiento que supuso, cuarenta años antes, la llegada de Rubén Darío, o con la influencia ejercida por Vicente Huidobro sobre los poetas de la primera vanguardia española. Sin embargo, el mismo Huidobro se encargaría también de desatar una campaña de descrédito contra Neruda esos primeros meses de 1935, haciendo circular por Madrid unas hojas de propaganda que acusaban al poeta chileno de haber plagiado de Tagore uno de sus Veinte poemas de amor128, precisamente el libro que le había convertido en autor de multitudes. Tampoco sería una temeridad pensar que detrás de tan sagaz descubrimiento se pudiera encontrar la mano de Juan Ramón Jiménez, traductor de Tagore gracias a la impagable colaboración de su esposa Zenobia. Y la razón no puede ser otra que la declarada animadversión que el autor de Platero y yo sentía por el chileno, quien, desde su llegada a España, se había convertido en el enemigo a batir. Neruda le había robado el magisterio, ya decadente, que venía ejerciendo sobre los jóvenes poetas, todo un golpe de efecto que su personalidad narcisista no podía asimilar. Pero, además, la estética neorromántica, antipurista de Neruda, su verso torrencial, sus grandes tiradas verbales y su palabra excesiva siempre, atacaba de lleno el credo juanramoniano y sus postulados esenciales. «Neruda me parece un torpe traductor de sí mismo y de los otros, un pobre explorador de sus filones propios y ajenos», dirá Juan Ramón en las páginas de su libro Españoles de tres mundos, herido, sin duda, por la gran significación que llegó a adquirir el autor de Residencia en la tierra en aquellos años en que la hegemonía poética del gran JRJ perdía el lustre de antaño. Y en esa guerra desatada contra el chileno se hacía incluso lícito aliarse con sus propios enemigos, Huidobro y Juan Larrea, a quienes años atrás había insultado abiertamente por profesarle amistad al loquitonto de Gerardo Diego129, poeta éste que encabezaba la lista de los más odiados por Juan Ramón. Informado de que, tanto el autor de Altazor como su íntimo Juan Larrea, habían iniciado una campaña de descrédito contra Neruda en un largo cruce de denuestos e insolencias intelectuales, no sería nada descabellado proporcionarles armamento poético para herir al común adversario con la munición del plagio a Tagore.
Pero más allá de estas guerras de fondo, las razones que alteraban el equilibrio emocional de Pablo Neruda eran de otra naturaleza. Sin duda le debió de afectar mucho el nacimiento de su hija, una niña inesperadamente deforme, como también la aparición en aquellas fechas de otra mujer, Delia del Carril, que impactaría desde el primer momento en su trastornada sensibilidad. Había conocido a la grabadora argentina en la casa madrileña de Carlos Morla Lynch, otro diplomático chileno de exquisita cultura que se había instalado en la capital en 1928; su domicilio se hubo de convertir en refugio y lugar habitual de reuniones y veladas poéticas del mayor círculo intelectual del momento; y es allí donde acudió su paisano Neruda con Federico nada más desembarcar en Madrid, y donde quedó fascinado por Delia. Sus relaciones clandestinas con la pintora debieron de iniciarse al poco tiempo de conocerse, puesto que ya en diciembre de 1934, en el café Lion y en la cervecería de Correos se rumoreaba que ambos eran amantes.
Esa crisis personal del cónsul chileno, que compaginaba su matrimonio con el amor prohibido de la extraordinaria Delia del Carril, quince años mayor que Neruda, es un dato que debemos sumar a la biografía de Hernández por razones mucho más que anecdóticas, ya que la influencia del primero sobre un joven poeta que arrastraba aún el lastre de su religiosidad y las consecuencias estéticas de esa formación escolástica será no sólo literaria, sino también vital, emocional incluso, tal y como veremos más adelante. El mismo Miguel, en una prosa titulada «Pablo Neruda, poeta del amor», confiesa al referirse al amigo: «Lo he visto sufrir, y he compartido con él el pan y sus sufrimientos y los de cada uno, y he compartido con él los tiempos decisivos de mi poesía. La suya ha sido una profunda enseñanza y una profunda experiencia para mí.»
Miguel también visita a sus amigos de Cartagena, a Carmen Conde y Antonio Oliver, que le ven en aquel laberinto de Madrid como una criatura extraviada e inocente expuesta a las perversiones de la gran ciudad. Los consejos de Carmen, quien siempre se consideró como una hermana mayor para Hernández, tratan de prevenirle, de alertarle ante la gente desaprensiva, ante los escritores e intelectuales que pueden menoscabar su ingenuidad y su gran pureza humana.
Sigue sin trabajo y no halla editor para su libro de versos. No obstante, su reencuentro esos días con el escritor Enrique Azcoaga, amigo íntimo de Arturo Serrano Plaja y Antonio Sánchez Barbudo, va a salvarle momentáneamente de la situación al proponerle la idea de unirse al grupo de artistas, escritores y músicos enrolado en las Misiones Pedagógicas. Allí se encuentra de nuevo con María Zambrano y conoce al poeta sevillano Eduardo Llosent Marañón, a José Antonio Maravall, Miguel Prieto, Rafael Dieste, Ramón Gaya y otros muchos compañeros implicados en la labor de divulgar la cultura por los pueblos de España y recabar, de paso, informes muy valiosos de sus lugares y sus gentes. «Dudamos que las Misiones -escribía en 1933 Manuel Abril, director de la revista Arte- enseñen de verdad al aldeano. Pero, en cambio, sí creemos que enseñen los aldeanos -la aldea y los aldeanos- a los misioneros mismos.»
La experiencia iba a servir de mucho al poeta de Orihuela que, además de facilitarle un salario de diez pesetas diarias, encuentra en esa tarea la esencia misma de lo que hay en él, ese populismo estético que recibe y da al mismo tiempo, esa acción solidaria que le permite, a la vez, palpar de la manera más directa la realidad de su país y transmitir, con recitales y lecturas, el conocimiento de la poesía. Con las Misiones Pedagógicas, animado por Enrique Azcoaga, Hernández emprende un primer viaje, entre el 19 y el 30 de abril de 1935, por tierras salmantinas. A esos pueblos y aldeas del partido judicial de Vitigudino llevan los dos escritores, en compañía de José Antonio Maravall -tres auténticos misioneros de la cultura- nociones de ciencia e historia, libros, grabaciones musicales, películas que proyectan en cualquier tapial y sesiones de poesía popular. Los tres, con la colaboración de los maestros de la zona y la compañía de un inspector -algunos lugareños recuerdan el nombre de Noé J. Sánchez-, comienzan su aventura en la villa de Iruelos de Mesón Nuevo. Pasarán después por Ahigal de Villarino, más tarde por Brincones y, finalmente, por Puertas. La agenda que Miguel y sus compañeros desarrollan durante el día con niños y adultos, ampliamente documentada por José Luis Puerto en su libro Miguel Hernández en las Misiones Pedagógicas130, se repite en cada una de estas localidades. Por la mañana conducen a los pequeños al campo y, ayudados de un gramófono y alguna que otra tecnología, les muestran un mundo realmente nuevo para ellos. Los niños oyen canciones populares en plena naturaleza, a la luz del sol, y luego cantan con los misioneros llegados de Madrid. Después regresan a la escuela, donde se proyecta cine infantil. Entre las películas más populares y aplaudidas está La princesa rana. Durante la tarde, con la presencia de vecinos de pueblos próximos de Las Arribes del Duero como Cerezal de Peñahorcada, Espadaña o Villargordo, se reúnen mayores y pequeños, padres e hijos, bien en la escuela, bien en el corral de una casa o en el entorno de una iglesia para ver proyecciones de documentales que dejan boquiabiertas a las gentes sencillas del lugar. Hernández ejerce de rapsoda, de músico cuando coge la armónica, y recita tras la sesión de cine, acompañado de silbidos que arrancan la risa del público, coplas y romances que quedarán en la memoria de muchos de aquellos salmantinos: «Los Peregrinitos», «Romance de la loba parda», «Romance de la dama y el pastor», «Romance de la tres cautivas» y «Coplillas al Niño de la Palma», de Alberti.
Pero no todo son alegrías en aquella primera misión para Miguel y sus acompañantes. La actitud adversa de la Iglesia y el recelo de las derechas ensombrece el paso por aquellos pueblos de Castilla donde los intelectuales enviados por la República eran recibidos como «ateos destructores de la iglesia» por los caciques y los ministros de Dios. Así lo narra el propio Miguel Hernández en su prosa «(Misiones Pedagógicas)», uno de los primeros textos donde se advierte su visión crítica y su ataque directo contra los representantes del clero:

 

He hecho una sola misión y ha sido por tierras, mejor dicho, por piedras salmantinas. Inolvidables para mí los espectáculos de los cuatro pueblos en que estuve y sus gentes de labor [...]. Salí a cuerpo limpio para allá. El frío me cogió, y tuve que pedir auxilio a la capa del alcalde en el primer pueblo, a la del maestro en el segundo, a la de un labrador en el tercero y a la de otro en el cuarto [...]. El cura de Princones [sic] -casado por detrás de la iglesia-, una cabeza de cerdo americano, rubio y rosa, se dirigió, con el sagrario abierto y el cáliz a la espalda, al pueblo en plena misa del domingo de Ascensión y clamó y trinó contra los ateos destructores de la iglesia que habían llegado al pueblo, citando frases de la Biblia, de los evangelios y suyas de otros sermones. Los campesinos lo escuchaban severamente, algunos comulgaron, cantaron el Te Deum, y después nos dijeron que el cura hacía negocio con la cera y las ermitas y que era un tío putero [...]. Por la noche todo el pueblo y gentes enteradas del caso de otros se agruparon alrededor nuestro en la cuadra donde proyectamos cine y dijimos romances [...]. En el último pueblo hicimos la segunda misión en pleno campo, proyectando cine contra el muro de la iglesia. Era cosa de ver los labradores sentados sobre arados y carretas volcadas, la cigüeña de la torre asustada, los candiles con que alumbrarnos en la vara levantada de un carro, las estrellas temblando de frío por mí, y yo envuelto en mi capa parda de un labrador.

 

Estas experiencias habrían de ser enormemente instructivas para Hernández, que no sólo conecta con el espíritu pedagógico y rural de esas misiones, sino que encuentra en ellas la esencia y las primeras respuestas a ese conflicto ideológico que ha empezado a desatarse en su interior; un conflicto que, antes de resolverse con una toma de postura radical y comprometida en lo social y político, tuvo como puente y transición otro referente de marcado contenido agreste y estético: la Escuela de Vallecas.
LA ESCUELA DE VALLECAS

 

Si importante parece la figura de Neruda en la vida de Hernández, así como esa serie de factores que confluyen en él entre finales de 1934 y los primeros meses de 1935, mucho más decisiva habría de ser la influencia de la llamada Escuela de Vallecas, que le llega por dos vías esenciales: la estética y la afectiva.
Su encuentro en diciembre de 1934 con el pintor manchego Benjamín Palencia y, a través de él, con toda una serie de artistas que compartía una concepción antiurbana -si se nos permite el término- del arte supuso para Miguel el descubrimiento de una plástica que se acoplaba a la perfección con su idea panteísta, rural y eminentemente exaltadora de esa naturaleza que ha estado presente y viva en su poesía y su teatro. Hasta que Hernández no conoce a Palencia y, sobre todo, al escultor Alberto Sánchez, sus prejuicios acerca de esa ruralidad que arrastra su propia obra podrían ser tantos como su lucha por ajustarse a la vanguardia artística de esos poetas urbanos que acaparan la atención literaria de los años treinta. Lo que él consideraba hasta entonces un defecto de origen, ese olor a dehesa que destilan su presencia y sus escritos, encuentra en el grupo de Vallecas el refuerzo y la plena aprobación, la reafirmación y el ejemplo de que ese componente esencial que le define no debe desterrarlo de sus versos. Dicho con palabras de Juan Cano Ballesta: «Sus amigos de la Escuela de Vallecas han enseñado a Miguel a valorar de nuevo y apreciar como categoría estética la realidad rústica de la tierra y el paisaje, donde él había puesto sus ojos a la vida durante sus jóvenes años por los campos y montes de Orihuela».131
Benjamín Palencia fue el primero en abrirle los ojos a esa realidad que estaba dentro de él y que debía sacar sin constreñirla, libremente. «Estoy acabando de terminar un libro lírico como tú me pedías [...]. Como tú, estoy lleno de la emoción y la vida inmensa de todas esas cosas de Dios: pájaro, cardo, piedra... por mi trato diario con ellas de toda la vida», había escrito Miguel al pintor de Barrax en la carta antes citada. Pero entonces el poeta desconocía los precedentes y la base de esa estética vallecana que arranca ya de 1928 y que tiene el entrañable referente de esos largos paseos campesinos de Benjamín y Alberto hasta el cerro Almodóvar en las afueras de Madrid. No obstante, para entender con mayor propiedad estas formulaciones que tanto calado tendrían en la obra de Hernández y de otros poetas como Herrera Petere o Vivanco (recuérdese de este último el libro Cantos de primavera, de 1936, o su poema «Pájaro bebiendo agua»: «En los campos terciarios de Vallecas perdemos / nuestros ojos de antes como niños enfermos.») conviene citar algunos fragmentos del texto que Alberto Sánchez publica en junio de 1933 en el número 2 de la revista Arte:

 

Me dicen ciudad. Y yo respondo...: el campo. Con las emociones que dan las gredas, las arenas y los cuarzos [...]; que a todo ello lo mojen las lluvias y el sol lo vuelva cieno; que todo tenga olor de tormentas y de rayos partiendo higueras [...]. Y cuando salpicado de barro, voy pisando los negros abismos y un ala misteriosa roza los oídos, ver y sentir la noche cerrada en durísima y trepidante tormenta, guiado por las líneas blancas de los rayos, seguido de lechuzas, mochuelos y cornejas cantando, y el viento cortando mis pasos. Que mi aturdimiento me haga caer por los barrancos, que de levantar y caer, el cuerpo se convierta en barro; presentir que voy a ahogarme en la profundidad del cieno [...]; que la impresión sea tan grande que me transforme en terrón de tierra de barbechos mojados [...]. Hombres que se bañan sudando y se secan como los pájaros, restregándose en las tierras polvorientas, con el aire que lleve polen y olor de primeras lluvias, vida rural que se meta en mi vida, como lucero cruzando el espacio; luz que aclare los sentidos, de lo que anima a los cerros con carrascos, con vidas de piedra, con alma de bueyes y espíritu de pájaro; también los machos y las hembras, sobre los montes trazados en cono, con espartos y tomillos; y bramando como el toro cantando por el cuclillo al sol del mediodía, en verano [...] en las noches interminables, negras como pizarra carbonizada, y cuando perdidos por los caminos, al son de las formas gigantescas de piedras que ruedan y se despeñan y lloviendo, entro en el pueblo guiado por la línea blanca del rayo.

 

Nos hemos permitido destacar en cursiva los términos hernandianos que presenta este manifiesto de Alberto Sánchez y que no resulta difícil identificar con esa iconografía de la que se nutre Miguel para su poesía posterior, el ciclo de sonetos concebido durante 1935 que culminará en su poemario El rayo que no cesa y, también, en buena parte de su obra lírica y dramática de carácter social y político.
La prueba de que escultor y poeta compartieron largos paseos y conversaciones profundas sobre esa concepción del arte y la literatura la aporta de nuevo Alberto en un escrito un tanto idealizado por los fantasmas de la distancia y la memoria:

 

Me encontraba una tarde sentado en una terraza de un café de Madrid con varios amigos y otros que no lo eran. Yo estaba dialogando no recuerdo con quién... y en un momento de éste volví la cabeza y me encontré que junto a nuestra mesa había un mozo de pueblo muy tostado de sol, en traje de pana, calzado de alpargatas y con una carpeta pequeñita en la mano. Yo me quedé mirando y me dije para mis adentros: «¿Qué hará este paleto entre tantos señoritos?» En esto llega el escritor José Bergamín y me dice:
-Mira, aquí te presento a Miguel Hernández, un buen poeta.
Y como siempre:
-Tengo tanto gusto en conocerlo. Hombre, a ver si le hacemos un sitio [...].
Después de una ligera conversación con Bergamín nos pusimos los dos a dialogar: él de campos y montes de Orihuela y yo de las tierras y montes de Toledo. Consecuencia de este diálogo fue una invitación que le hice para pasar una tarde por los campos de Vallecas.
A los dos días de este primer encuentro nos vimos andando por los magníficos campos plásticos y nutrientes de Vallecas, pues a medida que íbamos caminando íbamos comiendo espigas de cebada y trigo, de las que llevábamos los bolsillos llenos. De pronto Miguel se para y arranca una planta de la tierra y me la muestra en la palma de la mano:
-¿Esto que es?
-Esto es un cardillo -dije yo.
Fue cardillo -dice él-. Ahora es carduncha, para últimos de agosto será cardo y para septiembre dará flor, que pelada con cuidado, se come y tiene el sabor de la alcachofa...
Confieso que me quedé un poco molesto por este examen, y sin más me metí por el campo de cebada buscando una planta que él no conociera. Arranqué una y se la mostré:
-¿Esto qué es?
Y tranquilamente se echó a reír:
-¡Pero, hombre, si esta planta es la que da la flor que nosotros llamamos margarita de sol!
Después de esto le propuse subir a los cerros a coger tomillos y a demostrarle que no todos huelen igual.
-¿En tu tierra hay tomillos? -le dije.
Medio ofendido, me contestó:
-¿Pero tú qué te has creído que es mi tierra? En mi tierra seguramente los hay mejores y de olor más penetrante.
-Ten cuidado -le dije- con lo que dices, que los de aquí crecen en las piedras y en los cuarzos.
Así que nos fuimos de cerro en cerro arrancando y oliendo tomillos, y llegamos a la conclusión de que tienen su propiedad particular, según el sitio donde se dan. Así nos sorprendió la noche [...]. Sólo recuerdo que en un momento de este diálogo me dijo:
-La vida de los hombres suele ser como las raíces de los tomillos en su lucha por subsistir, pero hay muy pocos que al final de esta lucha huelan profunda y limpiamente como éste -y me entregó uno de los varios tomillos que llevaba en su mano.132

 

Miguel dio muestras sobradas de su admiración por Alberto Sánchez, agradecido sin duda por esa aportación teórica y plástica a su obra literaria. En ella reconoce un arte que ensombrece al resto de artistas del momento por su poderosa energía creadora y así lo manifiesta, evocando de paso la anécdota narrada arriba por el escultor: «La bien armada mano de Alberto se desploma y se hunde en pleno corazón de la tierra, y la saca ocupada en una enorme raíz con la que hostiga y destruye a todos.» El texto corresponde a la prosa titulada «Alberto el vehemente», escrita por Hernández hacia el mes de marzo de 1935 y de la que nos permitimos sacar otro fragmento muy significativo que justifica la influencia del artista toledano en la obra de Miguel:

 

La mano de tierra encrespada y esparto ansioso de Alberto se desploma y se hunde en pleno corazón de la tierra como una zarpa mandada por el hombre. Es una mano de raíz que padece por acariciar y poseer la creación entera [...]. Es el único escultor del rayo, el único que graba el color de la madrugada, el único que ha hecho un monumento a los pájaros y una estatua al bramido [...]. El panadero Alberto, que apacentó tanta espiga en el fuego como yo tanta cabra en las hierbas, saltó de la harina al barro, se apoderó de su lívida espuma en alianza con la piedra y el papel, y de su mano comenzaron a surgir toros más poderosos que los de hueso y carne, monstruos minerales como leones y toros revueltos en lucha, árboles que miran desoladamente la perdición de sus ramas en las carboneras huracanadas, hembras y machos con carne de alfar, vellos de esparto, ropa de hueso plegado, pastores como monolitos amenazadores, cementerios como pequeñas plazas taurinas pintadas de cal y de muerte...

 

Pero hay otro elemento que convierte esta influencia de la Escuela de Vallecas en razón íntima y sensible. Nos referimos a su estrecha relación con otra artista del grupo: la pintora Maruja Mallo. Miguel la había conocido, probablemente, a través de Paco Díe o del propio Benjamín Palencia, aunque su encuentro más determinante se produjo en febrero de 1935 en casa de Neruda. Para entonces, la pintora tenía ya un prestigio bien ganado que la situaba en la elite del arte español de su tiempo. Ana María Gómez González-Mallo, nacida en Galicia en 1902, había estudiado en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, pero no sería hasta 1929, tras exponer en los salones de la Revista de Occidente, cuando adquiere el reconocimiento entusiasta de la crítica y se convierte en la artista más y mejor integrada en los ambientes culturales de la época. Avalada por Ortega y Gasset y protegida incondicionalmente por Ramón Gómez de la Serna, que la veía «como una verdadera primavera nueva en el aire de Madrid, como un regalo de mayo», alcanzó el mayor respeto artístico tras su vuelta de París en 1934, donde había permanecido dos años pensionada por la República, llegando a exponer en la galería Pierre Paris una obra que, sin perder sus raíces hispanas, reproducía campanarios, cardos, estercoleros, cloacas y esqueletos entre el surrealismo y el expresionismo de ese estilo que la había situado en la avanzadilla del arte de su tiempo. Pero su arte, como sus relaciones, no se circunscriben únicamente a la pintura, sino que se extienden a multitud de disciplinas plásticas, como la cerámica, la ilustración o el teatro. Su presencia en las tertulias artísticas y literarias de la capital, en casa de los Morla o de Pablo Neruda, se había hecho frecuente debido a su estrecha colaboración con todos ellos en proyectos comunes: ilustraba con sus viñetas las páginas de la Revista de Occidente y diseñaba los decorados para algunas piezas teatrales, de Alberti, por ejemplo. Su personalidad arrolladora y excéntrica, frívola y alocada al decir de algunos, es una simple prueba de la independencia que definía su carácter de mujer poco dada a atavismos afectivos. Sin embargo, esos mismos elementos que, por puro contraste, debió de advertir Miguel al cruzarse en el camino de la pintora, pudieron volverse rabiosamente atractivos para el poeta en un primer momento, sobre todo al sentirse objeto del interés de la artista y comprobar cómo aquella mujer tan sobrada de admiradores se interesaba por él de un modo muy especial. Sin duda, las mismas razones que Palencia y Alberto Sánchez tenían para considerar a Miguel uno de los suyos, Maruja las interpretaba con mayor fantasía y aderezo, de ahí su afirmación en una entrevista publicada en El País Semanal el 7 de mayo de 1982, en la que dice sobre Hernández: «Como ya sabes que él tenía un gran conocimiento del poder de los astros sobre las plantas, sobre los vegetales, a mí me pareció una maravilla.»
Puede que Maruja Mallo reconociera durante aquel encuentro en casa de Neruda al muchacho que tres años antes le había sido presentado por Arturo Serrano Plaja en una calle madrileña, aquél que vivía bajo un puente y caminaba famélico, pero ahora su presencia le resultaba mucho más atractiva y prometedora. Todo parecía confabularse para que ambos realizaran algún proyecto en común, tal y como ocurriría al cabo de unos meses. Miguel, por su parte, advertía en aquel rostro un recíproco deslumbramiento, algo parecido -¿por qué no?- a lo que había ocurrido entre Pablo y Delia del Carril, con el aliciente añadido de que la pintora gallega era ocho años mayor que Hernández y eso le colocaba en situación análoga a la de su admirado amigo.
En resumen, y dejando esta incipiente pero ya presumible relación entre ambos para posteriores páginas, conviene insistir en el punto esencial de este apartado: que no podemos sustraernos, después de las pruebas aportadas, a la evidencia de ese enorme torrente de influencias que supuso para Hernández la Escuela de Vallecas; aspecto éste jamás considerado hasta que Ramón Pérez Álvarez, en los años ochenta, subrayó su interés en artículos de escasa difusión que posteriormente recogería, con la debida atención, Sánchez Vidal133 en sus trabajos sobre el poeta, así como José Carlos Mainer134 en la ponencia defendida durante el I Congreso Internacional «Miguel Hernández, cincuenta años después», celebrado en Alicante, Elche y Orihuela en marzo de 1992. De cualquier modo, la proyección de todo ese andamiaje plástico y teórico que Miguel ha cosechado al amparo del grupo de artistas de Vallecas lo veremos con más detalle al desgranar la obra que éste desarrolla en los meses decisivos de 1935.
LA CONQUISTA DE MADRID

 

Podríamos decir que en la primavera de 1935 Miguel ya se encuentra plenamente integrado en la vida cultural de la capital. La colaboración de Neruda y de los amigos que le han ido acogiendo en los mismos ambientes que antes le fueron hostiles, va haciendo que el poeta se reconcilie con la gran ciudad y encuentre poco a poco el sitio que había soñado. Su labor en las Misiones Pedagógicas le ha ocupado diez días de abril, pero ahora, al regresar de nuevo, se encuentra con la agradable oferta de un trabajo que sí se ajusta a su perfil: José María de Cossío, compañero de Bergamín en la tertulia de Cruz y Raya, le ofrece el puesto de secretario particular para colaborar con él en la elaboración del último tomo de la enciclopedia Los toros, obra que dirige Ortega y Gasset y de la que Cossío es director literario.
Miguel se siente tocado por la fortuna. Por fin ha encontrado un empleo que le permite subsistir y, además, le reporta el prestigio social y cultural que estaba necesitando. Gana cincuenta duros al mes y realiza un trabajo que no se aparta excesivamente de sus labores creativas. Su misión consiste en recoger datos sobre toreros, toros, plazas y corridas para elaborar posteriormente la biografía de los diestros que habían hecho historia en el toreo. Desde mediados de marzo, se desplaza diariamente al despacho que le han habilitado en la editorial Espasa-Calpe, en la calle Ríos Rosas, 26. Si las Misiones Pedagógicas no le reclaman para una nueva expedición, el poeta dedica gran parte de su tiempo a elaborar fichas y recabar informes siguiendo las indicaciones y las pistas que le proporciona Cossío. Para ello tiene que dirigirse frecuentemente a la Biblioteca Nacional, donde toma notas durante horas, o realizar trabajos de campo, visitando lugares diversos con el fin de conseguir información suplementaria. Según señala Guerrero Zamora, la fantasía de Hernández era muy propensa a inventar hechos y a ceñirse muy poco a un estilo objetivo y periodístico: «Miguel procuraba escribir con la forma más apersonal posible, pero Cossío, viendo la cara de pena que ponía, decidió dedicarle a las biografías de toreros, dándole carta blanca en algunas que, por lo pintorescas, venían como anillo al dedo para la imaginación colorista de Miguel.»135 Gracias a ello, podemos distinguir en la espesura de esa enciclopedia monumental la prosa original de Miguel tras la vida y la crónica del torero Espartero, el matador Ulloa, más conocido como Tragabuches, Antonio Reverte y Lagartijo.
Este nuevo trabajo sitúa a Miguel en el centro mismo de la actividad intelectual de Madrid y le permite reafirmar amistades y contactos que le abrirán nuevas puertas. Pero, además, esta ocupación le va a proporcionar una riqueza léxica, iconográfica, que, junto a su reciente experiencia con los artistas de Vallecas y lo aprehendido de Bergamín y Gómez de la Serna, fomentará más aún su imaginería taurina, esa fuente metafórica que verterá en los sonetos de su libro futuro El rayo que no cesa.
Se puede decir que se encuentra ya integrado en los ambientes madrileños y que su presencia no extraña a casi nadie. Ha sabido ganarse a casi todos con su inocencia humana y con esa frescura de tierras y de campos que reverbera en él, en su risa blanca cuando estalla de pronto en las reuniones, en la cervecería de Correos, en el domicilio de María Zambrano en la Plaza del Conde de Barajas, los domingos por la tarde con té incluido -allí ha conocido a un joven estudiante aficionado a las letras que dice llamarse Camilo José Cela-, o en casa de su amigo Neruda, adonde llega casi a diario con algún poema nuevo y busca a Malva Marina, la coge entre sus brazos, le hace fiestas...
Sigue escribiendo esos poemas pastoriles que delatan la huella de Palencia y de Alberto y que no hacen sino ampliar el grueso volumen de El silbo vulnerado, ese libro maldito que no encuentra editor. El último ciclo de El silbo lo constituyen, como ya hemos señalado, sonetos de amor inspirados plenamente en Josefina, a la que echa de menos esos primeros meses en Madrid. Escribe de cuando en cuando a la muchacha para contarle lo más trivial de su vida en la corte, pormenores escasamente reseñables: su intención de viajar a Orihuela en Semana Santa si su trabajo se lo permite; el bulto, ya herida, que le ha salido en la mano y que le resulta cada vez más doloroso y molesto o las frases de costumbre en misivas de esta índole: «Te quiero y te quiero, esa es mi letanía para ti, que yo no acabaría nunca si no te resultara muy pesado.»
Quien no podía permanecer ajeno a los nuevos rumbos que parecía tomar la vida de Miguel era, sin duda, su amigo José Marín. Preocupado por el efecto de todas esas influencias y con el propósito de conocer personalmente a los nuevos valedores del poeta, Sijé viaja a Madrid el 31 de marzo y se hospeda en la habitación de Hernández. Apenas permanece una semana en la capital, pero le resulta suficiente para captar la fraterna (¿perniciosa?) relación que ha entablado con Neruda, el aire excesivamente liberal de las amistades que le rodean, su extraño entusiasmo estético y afectivo con esos pintores -Benjamín Palencia, Alberto Sánchez, la transgresora Maruja Mallo- que le han cautivado con cuatro imágenes de trigales y montes. También sería testigo Sijé del encuentro casual entre Lorca y Hernández a primeros de abril, en el que, al parecer, el granadino le vuelve a hacer la promesa de ocuparse de él y de su obra, ya casi olvidada, El torero más valiente: «Estoy ultimando lo del estreno de mi obra -escribe a Josefina el 2 de abril de 1935-. He visto al autor de Yerma, mi amigo, y dice que se estrenará por encima de todo. Me ha regalado entradas para ver sus obras cuando quiera. Yo le estoy muy agradecido.»
Pocos días después, Miguel recibe la sorprendente visita de su padre, aunque las razones no son exactamente los desvelos paternos por el hijo pródigo que se ha marchado a la capital. Sólo viene a acompañar a Elvira, la hermana del poeta, que por esas fechas se traslada también a la corte con su hija y con su esposo, empleado de banca. Hernández ha salido a recibirles y les acompaña por ese Madrid que ya controla a su capricho. Desde ese momento cuenta con otro hogar, con otra casa donde siempre será bien recibido y donde va a encontrar una mesa bien puesta y un plato de comida casera preparado por su propia hermana.
Sijé y don Miguel regresan juntos a Orihuela y el poeta vuelve a lo suyo. Sus nuevos amigos también han tomado buena cuenta de la retorcida personalidad de Pepito Marín y no dejan de extrañarse de esa relación entre dos jóvenes tan radicalmente distintos. La prueba está en que durante esas semanas, Hernández ya ha dado sobradas muestras de un anticlericalismo a veces exacerbado y su sensibilidad ha expresado en más de una ocasión una conciencia política bastante alejada de la actitud conservadora de su amigo de Orihuela. Ni que decir tiene que Miguel lleva un tiempo experimentando una lenta transformación ideológica en la que han participado diversos factores. Entre éstos, cabe citar la influencia de sus nuevas amistades, su contacto más directo con la suerte de esos desheredados que ha podido conocer mejor a través de las Misiones Pedagógicas, pero, sobre todo, ese germen que siempre estuvo latente en él y que venía determinado por su humilde procedencia social, en nada comparable con la de su compañero de Orihuela. A Sijé, sin duda, debió de bastarle con pasar unos días a su lado para tomar buena nota de estos cambios y trazar una desesperada estrategia con la intención de recuperarlo a través de sus cartas:

 

Quizá te contemples en un espejo que no es el tuyo. Yo te diré qué cosa rara es tener voluntad heroica un poeta: voluntad heroica es saberse rey (poeta) y obrar como súbdito: lo otro, tu voluntad, es voluntad sin vida y sin voluntad, sólo suicidio. Voluntad teórica es voluntad santísima [...]. Un poeta puede y debe, cristianamente, comportarse como el hombre Miguel Hernández. ¡Eso es voluntad heroica! Lo otro, morderse la cola. Hacerse uno Roque, esclavizarse. Sé esclavo de nada, liberto de todo. Esclavo, únicamente, de la propia libertad. Y tú no la tienes, no quieres tenerla...

 

Pero a Miguel, las palabras del amigo le saben ya a sermón. Está a la vuelta de su obsesión católica y no le faltan razones para seguir fomentando ese alejamiento. Para disgusto de Sijé, Hernández se ha empezado a sentir voz y parte de esa elite de escritores y artistas que capitanean la cultura del momento. No ha recogido aún ningún fruto que le permita palpar el éxito soñado, pero le reconforta comprobar que cuentan con él, que no es una presencia extraña en medio de todos ellos. Y la prueba de esta integración la obtiene ese mes de abril, al ver su nombre en la lista de adhesiones que un grupo de intelectuales incluye en el homenaje tributado a Pablo Neruda. En efecto, tal y como hemos indicado en el apartado anterior, el cónsul de Chile estaba bastante afectado por la campaña de descrédito desatada contra él por Huidobro y algunos simpatizantes del autor de Temblor del cielo. El hecho de lo que esta operación antinerudiana llegó a herir al gran poeta chileno lo demuestra el exabrupto con que éste respondió a sus agresores en un poema fechado el 2 de abril de 1935, donde, entre otras lindezas impropias de un lírico de su talla, escribe: «Estoy aquí a pesar / de perros, a pesar / de lobos / a pesar de pesadillas... / ¡Cabrones! / ¡Hijos de putas! Hoy ni mañana / ni jamás / acabaréis conmigo...» Como desagravio a lo que los amigos de Neruda consideraban una calumnia imperdonable, éstos decidieron unir sus fuerzas en la edición de un pequeño cuaderno o libro que edita Bergamín en la editorial Plutarco bajo el título de Tres cantos materiales («Entrada a la madera», «Apogeo del apio» y «Estatuto del vino»), adelantando el material inédito de su Residencia en la tierra, que no vería la luz hasta septiembre de ese año. En esa obrita encabezada con la frase aclaratoria de «Homenaje a Pablo Neruda», se incluía una nota de presentación destinada a elogiar la calidad literaria y humana del autor. Dicho texto venía firmado por los más destacados nombres del 27 y por los jóvenes poetas de la nueva hornada. De este modo, y en riguroso orden alfabético distribuido en dos bloques, figuraban en la lista: Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Manuel Altolaguirre, Luis Cernuda, Gerardo Diego, León Felipe, Federico García Lorca, Jorge Guillén, Pedro Salinas. / Miguel Hernández, José A. Muñoz Rojas, Leopoldo y Juan Panero, Luis Rosales, Arturo Serrano Plaja, Luis Felipe Vivanco.
La ausencia de Larrea y Juan Ramón ya ha sido suficientemente explicada, pero la aparición de Miguel Hernández hay que tomarla como toda una conquista y un síntoma claro de su asentamiento en la vida literaria de la época.
LA DESTRUCCIÓN O EL AMOR

 

Esa primavera madrileña habría de ser trascendental y decisiva para Miguel. Y la primera causa es su prometedor encuentro con el poeta Vicente Aleixandre. Si clara parece la influencia de la Escuela de Vallecas como elemento catalizador en ese tránsito de la poesía pura a la comprometida y revolucionaria, no menos importante habría de ser para Hernández el descubrimiento de esa vía neorromántica que le proporciona el surrealismo poético de Neruda y Aleixandre. El magisterio de ambos venía fijado por dos hechos de singular alcance: la publicación de esos Tres cantos materiales que culminarán en septiembre con la edición de Residencia en la tierra, la tan esperada obra del chileno, y la aparición esos días de La destrucción o el amor en la editorial Signo, libro que supone el reconocimiento oficial de la tendencia surrealista y la partida de defunción de la poesía pura. Miguel conocía a la perfección esta última obra que había sido merecedora del Premio Nacional de Literatura y que al poeta oriolano le provoca un extraordinario entusiasmo, hasta el punto de convertirla en su poemario de cabecera durante muchos años. Admiraba profundamente a su autor pero aún no había encontrado el momento de acercarse a él y profesarle su gratitud por un poemario tan esencial en su trayectoria lírica. Bien es verdad que Aleixandre era el poeta eternamente enfermo que apenas salía de su domicilio de la calle Velintonia. Su mala salud de hierro desde la intervención quirúrgica de riñón que le habían practicado en junio de 1932, le impedía acudir a las tertulias y a los cenáculos que frecuentaban sus compañeros. Pero su casa seguía siendo uno de los lugares de encuentro del grupo de poetas del 27 y de muchos jóvenes que, como Miguel, se acababan de incorporar a la escena literaria. Animado finalmente por Neruda, el modo que Hernández elige para presentarse ante Aleixandre sería una curiosa nota manuscrita que le hizo llegar por correo. En ella explotaba el joven aquellos tópicos -su pobreza y su origen- que le distinguían del resto de escritores con el fin de recabar la atención y el interés del maestro: «He visto su libro La destrucción o el amor, que acaba de aparecer... No me es posible adquirirlo... Yo le quedaría muy reconocido si pudiera usted proporcionarme un ejemplar... Voy a vivir en Madrid, donde estoy...» La carta, escrita en una cuartilla de papel basto con letra redonda y enérgica, terminaba con la siguiente firma: «Miguel Hernández, pastor de Orihuela.» Desconocemos si el contenido del escrito fue un mero pretexto para conocer al poeta sevillano, pero lo cierto es que resultó eficaz. El autor de Espadas como labios se interesó por el remitente de la nota y se dirigió a Neruda para pedirle información sobre el desconocido. De este modo, a finales de abril o principios de mayo, Miguel pisó por primera vez la casa de Velintonia, 3, el lugar que habría de convertirse desde entonces en un nuevo hogar para el joven discípulo. «Lo conocí entonces -comenta Vicente Aleixandre-. Era un muchacho muy pobre, servía con mucha dificultad pero con enorme valentía. Era un hombre abierto, de corazón libre [...]. Era un ser alegre, de fondo dramático. Un ser generoso al máximo. Donde hubiera un dolor, allí estaba él. Cuando yo he sufrido mientras él vivió, cuando yo he padecido, el rostro que aparecía a mi lado era el de Miguel: el que venía a cuidarme era Miguel, el que venía a acompañarme, incluso a alimentarme, era Miguel. Y digo alimentarme con razón incluso material; porque no es que me diera con la cuchara una comida, es que traía para mí cosas cuando yo no podía tenerlas...»136 Las palabras del poeta andaluz nos aproximan a lo que fue sin duda una amistad ejemplar y sincera. La confianza que Aleixandre depositó desde el primer día en Miguel sería esencial para el crecimiento humano y literario de éste. «Ha sido -continúa Vicente- uno de los amigos más íntimos, cómo diría yo, más entrañables que yo he tenido a lo largo de la vida. Ha sido para mí como un hermano de menor edad que yo.»137 Intenso es sin duda también el recuerdo que nos ofrece Aleixandre en su libro Los encuentros, viva imagen luminosa y humana de aquel poeta provinciano que irrumpió en su vida en la primavera de 1935: «En esos comienzos de verano, cuando han brotado los árboles y el aire brilla con potestad de cielo y la naturaleza parece poderle a la ciudad, Miguel era más Miguel que nunca. También él, al ritmo natural, semejaba arribado en esa onda de verdad que enverdecía a Madrid y lo coloreaba [...]. Calzaba entonces alpargatas, no sólo por su limpia pobreza, sino porque era el calzado a que su pie se acostumbró de chiquillo y que él recuperaba en cuanto la estación madrileña se lo consentía. Llegaba en mangas de camisa, sin corbata ni cuello, casi mojado aún de su chapuzón en la corriente. Unos ojos azules como dos piedras límpidas sobre las que el agua hubiese pasado durante años, brillaban en la faz térrea, arcilla pura, donde la dentadura blanca, blanquísima, contrastaba con violencia como, efectivamente, una irrupción de espuma sobre tierra ocre [...]. Silencioso entonces, daba bondad con compañía, y su palabra verdadera, a veces una sola, haría el clima fraterno, el aura entendedora sobre la que la cabeza dolorosa podría reposar, respirar. Él, rudo de cuerpo, poseía la infinita delicadeza de los que tienen el alma no sólo vidente, sino benevolente. Su planta en la tierra no era la del árbol que da sombra y refresca. Porque su calidad humana podía más que todo su parentesco, tan hermoso, con la naturaleza.»138
Difícilmente se ha podido dar una relación tan ferviente y tan compenetrada entre dos hombres y entre dos poetas como la de Vicente y Miguel. Y los detalles sobre esta hermosa amistad que traspasó fronteras y que se acrecentó en los momentos más difíciles, aflorarán a lo largo de esta biografía con la entrañable belleza de pasajes como éste que nos evoca de nuevo Aleixandre:

 

Algunas veces, él y Pablo Neruda y Delia y yo salíamos por el vecino campo de la Moncloa, y, al regresar hacia casa, ya en el parque, «¿Dónde está Miguel?», preguntaba alguno. Oíamos sus voces, y estaba echado de bruces sobre un arrollo pequeño, bebiendo, o nos saludaba desde un árbol al que había gateado y donde levantaba sus brazos cobrizos en el sol de Poniente.

 

LIBRE SOY. SIÉNTEME LIBRE

 

También esa primavera, hacia mitad de abril, Miguel se traslada de domicilio: «En el que vivo -escribe a su novia- es muy caro. Pago diez reales todos los días, sólo de cama, ropa limpia y desayuno y no me conviene, ¿verdad, Josefina? Además, en el piso de más abajo del que yo habito hay una academia de bailarinas y cupletistas de cabaret y no me dejan hacer nada con sus ruidos de piano, coplas y tacones.» Las palabras de amor, los juegos de celos inocentes se entrecruzan. Apenas han vivido su noviazgo. Las escapadas a Madrid y ahora esa distancia que se acrecienta por días se va convirtiendo en una auténtica prueba de resistencia. Las primeras cartas, las más encendidas sin duda, están llenas de frases que la muchacha repite y lee desde su rincón pueblerino: «Me parece, Josefina mía, que estoy fuera del mundo y del tiempo y de la vida sin ti.» A veces, con la intención de consolarla, le transmite una visión desencantada de la gran ciudad, para que nunca piense que le complace vivir alejado de ella: «¡Si supieras qué odio le tengo a Madrid! Dormir en cama ajena, tratar gente que ni te interesa ni te quiere, comer, no lo que te apetece, sino lo que te dan... Y luego, lo que más echo de menos, TÚ: tu compaña, tu voz, tus peleas, tus recelos de niña de cinco o seis años, tus ojos en los que me veo pequeñico y lejos, tus manos que les daban calor a las mías, tu cara y tu boca y toda tú.»
Sin embargo, conforme avanzan las semanas, los meses, la correspondencia se va distanciando y las pocas letras que se dedican comienzan a adquirir un tono claro de reproche y de frialdad. A comienzos de mayo, ya se advierte un extraño juego de afirmaciones y negaciones en las palabras de Miguel, quien atribuye su tardanza en contestar al mucho trabajo que le ocupa su labor en la enciclopedia de Los toros: «Tenía mucho trabajo y no tenía tiempo ni de pensar en lo que más quiero, en lo que más aborrezco de cuando en cuando, que es esa terrible Josefina que quisiera que a todas horas estuviera pidiéndole perdón. Si es que te has desengañado tú, dímelo [...]. ¿Por qué me decías que si me había desengañado que te lo dijera para acabar antes de que fuera más tarde? Parece Josefina que tú tienes novio para no desentonar de tus amigas que tienen y dar envidia a las que no lo tienen. Yo no quiero ser tu novio para esas cosas, ni quiero que me quieras porque no te ha querido otro que a ti te hubiera gustado por los dos lados de la cara, o porque no te ha de querer otro [...]. Necesito una larga explicación tuya enseguida [...]. Si me dices que no me quieres, que estabas engañada, no me ofenderé. Me conformaré una vez más y haré por querer a otra mujer que se te parezca».139
Conviene tener presente que el proceso de transformación ideológica que está sufriendo Miguel conlleva al mismo tiempo un replanteamiento de su relación con Josefina Manresa. Lo que en ella veía como virtud, como cualidades necesarias -su religiosidad, su castidad y su puritanismo- se vuelven poco a poco contra él, que ha abierto los ojos a una realidad muy distinta que le lleva a reconocer el retroceso de esas costumbres de las que ha sido víctima y que ella, su novia, encarna todavía. Un simple examen de conciencia le hace comprender que lo único que le une a esa muchacha es la vieja inocencia de antes y algo tan anecdótico y pintoresco como su afición al cine y a las revistas ilustradas que airean la vida de sus ídolos de celuloide: «No creas que me he olvidado comprar Cinegramas; lo he comprado los dos domingos que falto de tu lado; por cierto, que el último lo he comprado con mi hermana y me lo cogió mi sobrina y me lo ha dejado señalado.»140 Por lo demás, el poeta sabe que Josefina está muy lejos de su mundo, y que su capacidad y su voluntad para aceptarlo como es, para entender y compartir con él la aventura de la poesía es un reto imposible. De hecho, ha tenido que recurrir a su futuro suegro para aclarar algunos asuntos que su novia no consigue asimilar y que desatan constantemente los recelos de la muchacha. Su trabajo en Espasa-Calpe no es precisamente una labor que a ella le parezca clara y cabal, y la tensión crece entre los enamorados generando más y más desconfianza: «Quiero que se te olvide lo de la carta que le mandé a tu papá; comprenderás que creyendo lo que yo creía no podía menos que hacer aquello; eres muy rencorosa, Josefina; te cuesta mucho olvidar cosas que no tienen importancia casi, y a las que tú les das una importancia tremenda. Me dices en tu primera carta que quieres que te diga qué clase de trabajo es el que hago y es tan complicado decírtelo que no sé si te entenderás cuando te lo diga; mira: estoy haciendo con otro amigo mío muy rico una Enciclopedia taurina, o sea: escribir la vida de todos los toreros que hay y que han habido [sic]; una faena que me tendrá ocupado muchos años...»141 Miguel ya no se anda con paños calientes y se expresa con una claridad que persigue el propósito de marcar distancias con Josefina. Así, entrado el mes de julio y después de cinco meses sin pisar su pueblo, le envía una carta cargada de elocuencia: «Mira, Josefina, creo que no podré ir a Orihuela ni para agosto siquiera; no te quiero engañar. Si voy, será más que milagro [...]. No es que me haya engañado contigo, Josefina; la que tal vez se haya engañado eres tú; esto te lo digo no como reproche a ti, sino a mí mismo; me parece que no soy el hombre que tú necesitas [...]: yo tengo mi vida aquí en Madrid, me sería imposible vivir en Orihuela ya; tengo amistades que me comprenden perfectamente, ahí ni me comprende nadie ni a nadie le importa nada lo que hago [...]. Yo quisiera, Josefina, que no sufrieras por mí, que te olvidaras un poquito de mí; no creo que te sea difícil.»142 Pero no conforme con esta directa declaración de ruptura, en una carta posterior fechada el 13 de julio, vuelve a insistir sobre el tema: «Es la vida de Madrid, Josefina; la vida de Madrid que le hace a uno olvidarse de todo con sus ruidos y sus mujeres y sus diversiones y sus trabajos. Es tan diferente de esa vida callada de ahí, donde no se sabe hacer otra cosa que murmurar del vecino o hablar mal de los amigos y dar vueltas por los puentes.» La muchacha apenas reconoce ya a su Miguel, ese que el último invierno le daba calor con sus palabras y sus manos junto a la columna del cuartel de la guardia civil. Habla incluso con una irreverencia impropia del hombre que ha conocido y al que no le avergüenza confesar su alejamiento de compañeros entrañables como Sijé: «Mi amigo Pepito está disgustado conmigo porque le dije hace tiempo que está demasiado metido en la iglesia siempre» (carta del 20 de julio de 1935). En su última misiva, en la que parece dar por concluido ese noviazgo apenas consumado y esencialmente epistolar, Miguel se muestra contundente en sus afirmaciones y ataca con firmeza la falsa moral provinciana que ha provocado el desenlace entre ellos:

 

Tú eres muy vergonzosa, no te gusta que te vean quererme y a mí se me importa un pito, por no decir otra palabra más expresiva que pito, casi igual, solo que en vez de t lleva j. ¿Si nos han hecho para eso, por qué vamos a ocultarnos cuando nos tenemos que hacer una caricia? La gente de los pueblos es tonta perdida, Josefina mía: por eso me gustaría tenerte aquí en Madrid, porque aquí no se esconde nadie para darse un beso, ni a nadie le escandaliza cuando ve a una pareja tumbada en el campo, uno encima de otro. Odio a esa gente idiota que se le pasa todo el día hablando de si ha visto a la vecina besándose con el novio. ¿Y sabes lo que es eso? Ganas de que la besen a ella también y que se las aguanta porque no puede tener un hombre que le ofrezca los labios. Tú fíjate en que casi todos los que hablan mal de esas cosas, tan naturales como mear, son solteronas o curas: las dos clases de personas que menos falta hacen en el mundo porque lo envenenan [...]. Me gustaría que fueras más sincera para estas cosas, que no te callaras nada de lo que sientes y piensas. ¿O es que tú, cuando piensas en mí, piensas solamente para rezar? Me supongo que no; ni tú eres una santa, ni quiera el diablo que lo seas nunca, ni yo tampoco. Por lo tanto, es una tontería de las más grandes el pasarse la vida martirizándose de tanto desear una cosa y no satisfacer ese deseo pudiendo [...]. ¿Me entiendes, queridísima Josefina? Pues no te hagas la pava y habla sinceramente de una vez.143

 

No hubo ya más cartas después de este escrito del 27 de julio de 1935. Atrás quedaban los poemas de amor inspirados en la joven costurera de pelo negro y ondulado; los de ese Silbo vulnerado sin publicar que tienen la honda marca de Josefina: «Primavera celosa», «Tus cartas son un vino», «Todo me sobra», y un largo conjunto de sonetos campesinos donde la voz del poeta es queja y pena siempre por ese exceso de puritanismo de la amada que le arranca un «ay» constante y que le impide realizarse como amado y como hombre: «Ni a sol ni a sombra vivo con sosiego, / que a sol y a sombra muero de baldío / con la sangre visual del labio mío / sin la tuya negándome su riego.» Miguel ha dejado bien saldada su cuenta al inmortalizar para siempre en sus poemas esa relación que no parecía tener futuro alguno. Y la conciencia de este hecho, con el color que esos poemas aportan a su futuro libro (anhelo insatisfecho, amor místico-religioso, barrera de moral provinciana) le llevará a la vuelta de unos meses, cuando realice la selección final, a publicar los diez sonetos que mejor resumen esa etapa vencida del poeta -«Me tiraste un limón, y tan amargo», «Tu corazón, una naranja helada», «Umbrío por la pena», «Después de haber cavado este barbecho», «Fuera menos penado si no fuera», «Tengo estos huesos hechos a las penas», «Te me mueres de casta y de sencilla», «Una querencia tengo por tu acento» y «Ya de su creación, tal vez, alhaja»-, únicas composiciones de El rayo que no cesa atribuibles a la inspiración de Josefina, la segunda de ellas publicada con el título de «Pastora de mis besos» en la revista Rumbos de Víctor González Gil el 15 de junio de 1935, poco antes de la anunciada ruptura.
Son muchos los motivos que llevan a Hernández a tomar una decisión que considera beneficiosa para ambos. Buena parte de los biógrafos del poeta coincide en atribuir dicha separación al cambio ideológico del poeta y a factores muchas veces externos, pero datos suficientemente contrastados nos obligan a pensar que la razón más poderosa que llevó a Miguel a desencadenar ese distanciamiento con Josefina tenía nombre y apellido: Maruja Mallo. Ella, y no otra, tuvo el privilegio de ser la primera mujer en recibir la descarga de ese ímpetu juvenil, de esa fiebre retenida en las entrañas del joven escritor. Y hay que entender que, fuera ya de lirismos, hay demasiadas evidencias flotando sobre ese mar de olvido y desmemoria como para obviar el naufragio que supuso la intensa y apasionada relación entre la pintora y el poeta. Sin embargo, ni el posterior silencio de ella, perfectamente razonable si aceptamos la exigua importancia que la artista debió de conceder a una experiencia más en su mapa de intercambios afectivos -«Yo he jodido tanto -afirmaba hace un tiempo la propia Maruja Mallo- y he conocido a tanta gente, que se me amontonan un poco en la memoria»144-, ni tampoco la caballerosa o humillada voluntad de Miguel hicieron nada por airear el idilio. Pero lo cierto es que aquella relación caló y mucho en el ánimo de Hernández y sí que llegó a trascender más de lo que el poeta hubiera deseado. El mismo Paco Díe, amigo de ambos, llevó la noticia a los más íntimos amigos de Miguel en Orihuela, de la que darían posterior cuenta Augusto Pescador y Efrén Fenoll a requerimiento de algún biógrafo. Según señala Sánchez Vidal, testigos de aquella época sostienen que fue Maruja Mallo la primera mujer que cató el poeta, y lo cierto es que la experiencia vivida entre ambos llegó a ser vox populi en aquel Madrid de 1935, hasta el punto de quedar recogida en la memoria de testigos de excepción como Camilo José Cela, compañero de Miguel en las tertulias dominicales en casa de María Zambrano y amigo personal del escultor Cristino Mallo, hermano de la pintora. De esta singular historia, nos proporciona Cela en su libro Memorias, entendimientos y voluntades un valioso documento: «Con algunos amigos literarios me iba a bañar los domingos a La Poveda, en el río Henares, cuando venía el buen tiempo; salíamos de la estación del Niño Jesús y al pasar por los viñedos de Coslada nos bajábamos del tren, robábamos unos racimos de uva, corríamos un poco y volvíamos a bordo de un brinco y ayudados por los viajeros que iban en la última plataforma: al llegar a San Fernando el tren cambiaba de máquina, le ponían una más pequeña y que pesaba menos porque el puente no brindaba muchas garantías de seguridad. Miguel Hernández y Maruja Mallo tenían amores e iban a meterse mano y a hacer lo que podían debajo del puente, pero los poetas los breábamos con boñigas de vaca y entonces ellos tenían que irse a la otra orilla a terminar de amarse en la dehesa que allí había ya que, a lo que parece, los toros bravos eran más acogedores y menos agresivos que los poetas líricos.»145
Cela nos ha puesto en la pista de lo que pudo ser en esos días de comienzos de verano el marco y el pretexto para que Miguel y la pintora comenzaran un idilio amoroso que se presta a diversas lecturas. No cabe duda de que los dos han sufrido, como señala María de Gracia Ifach, una atracción mutua: «Ella es pintora, ilustra la Revista de Occidente, ha pintado decoraciones del teatro de Rafael Alberti y presentado cuadros en una sala de París. Ha habido un recíproco deslumbramiento, él por encontrarla encantadora dentro de su arte y su simpatía, y ella por parecerle digno de enamoramiento el muchacho rústico que escribe buena, auténtica, poesía.» La misma biógrafa señala que Maruja Mallo «conquista al poeta atraída por su ingenuidad y su pureza», seducción a la que Miguel corresponde «quizá por el contraste que representa con la novia pueblerina», lo que hace suponer que no hay entre ellos más que una «atracción física, sólo intelectual o espiritual. Quizá las tres cosas a un tiempo».146
Lo cierto es que pintora y escritor se han visto con relativa frecuencia desde ese fecundo encuentro en casa de Neruda. Miguel, que no descarta su regreso al teatro con un nuevo drama que le ronda esos días, Los hijos de la piedra, inspirado en los sucesos de Casas Viejas y de Asturias, ha recibido el apoyo de Maruja, quien le garantiza encargarse de los decorados de la obra y trabajar en común para ese nuevo proyecto. Fiel a los principios estéticos de su Escuela de Vallecas, ella ha pensado poblar el escenario de retamas, arcillas, espartos, espigas y texturas que se ajusten a la poética montesca de Miguel. La inocencia de Hernández, en efecto, debía de contrastar mucho con los intereses más que artísticos y quizá nada corrientes de la pintora gallega. Pero el motivo que les anima a intimar, además de esas reuniones de trabajo en casa de amigos comunes, es el de los paseos y las salidas por las afueras de Madrid. Maruja Mallo, tan dada a restar importancia a estos hechos, sí que llegó a confesar, idealizando, por supuesto, el tema, la experiencia vivida con el poeta: «Nos fuimos Miguel Hernández y yo a recorrer un camino de la zona triguera entre Perales y Morata de Tajuña. Era magnífico el rito pánico de las eras en verano. Hoz, trigo, hombres sumergidos en oro y rojo.»147 Hay constancia de que emprendieron juntos más de un viaje y que pasaron hermosas noches al amparo de la naturaleza, en una pequeña tienda de campaña, estimulados incluso por la presencia cercana de labradores y jornaleros.148 El texto siguiente también corresponde a Maruja Mallo y tiene un gran valor documental, ya que en él se recoge, con una prosa cargada de sensualidad, su recuerdo del poeta y toda la iconografía vallecana que aparece en su pintura y, consecuentemente, en los poemas de Hernández:

 

Por nuestro panteísmo y culto a la conjugación de las leyes físicas con la armonía cósmica, comprendí su conocimiento intuitivo de la influencia de los astros sobre los reinos de nuestro planeta: como ser sideral no tenía espacio para la sorpresa, ni tiempo ante lo inesperado [...]. Intuyó mi impulso incontrolable para la plastificación de la Región del trabajo, Sorpresa del trigo, El canto de las espigas, que iniciaba yo en esa hora, donde entraba en la concepción muralista a gran tamaño cuyo contenido o síntesis eran: agua-tierra-pez-trigo y red-hoz; azul-plata o rojo-oro [...]. Sospechaba yo que sus descargas ideológicas participaban en ese ritual y convinimos atravesar las soleadas tierras de Castilla la Nueva, dirigiéndonos al Sur [...] donde nos informaron que Perales era la zona forestal de las eras en agosto. Emprendimos el camino sorprendidos ante la magnificencia del aire cubierto mágicamente de pepitas de oro [...]. A nuestra izquierda se deslizaba un afluente del Tajo, el calor del solsticio de verano abrasaba y nos arrojamos al agua. Al caminar nuevamente, nos sorprendimos de que a los cinco minutos nuestras ropas estaban totalmente secas [...]. Proseguimos nuestro viaje; unos campesinos que cruzaban repletos de estallantes espigas nos informaron que estábamos próximos a Morata de Tajuña [...]. Al llegar a dicho lugar nuestro deseo era: refrescos y tren. Rápidamente Miguel giró sobre los amplios ventanales del bar y volvió sonriente comentando que no había tren. Ante la disconformidad del obstáculo por regresar a Madrid, saltó nuevamente por dicho ventanal y volvió sirenaico, confirmando que nos conduciría un camión a las siete de la tarde y a esa hora exacta llegó una enorme máquina rebosante de espléndidas cosechas [...]. Fuimos los primeros iniciadores del autostop, sin proponerlo. Al llegar al camión, los campesinos nos entregaron un ramo de flores, pidiéndonos disculpas por el alojamiento que nos brindaban... Yo recordé la frase del Conde de Keyserling, cuando manifestó que la aristocracia de España estaba en el pueblo.149

 

AMOROSA FIERA HAMBRIENTA

 

No hay más intención en todo este cúmulo de citas y afirmaciones que conducir al lector hacia las consecuencias que la relación entre Miguel y Maruja Mallo150 alcanzaron en su obra poética. Y para ello se debe partir de dos hechos que nos resultan bastante sólidos: que los versos de Hernández, lejos de cualquier voluntad de ficción y de fábula, son el resultado de la recreación poética de una experiencia vivida y real; y que la experiencia concreta que compartió con la pintora gallega fue una verdadera aventura de riesgo en la que tuvo cabida no sólo su iniciación sexual y el conocimiento práctico de un erotismo de alto voltaje, sino también la cara amarga del engaño amoroso que le administra al mismo tiempo una amada autosuficiente y libre que puede prescindir de sus favores una vez cumplida y agotada la conquista. Que a nadie extrañe, pues, que el mismo Miguel llegara a calificar dicha relación de «experiencia muy grande», sabiendo perfectamente a lo que se refería al emplear ese adverbio y ese adjetivo. Pero para entender mejor este último punto, debemos regresar al perfil psicológico de una mujer altamente admirable y admirada que tropieza de pronto con la candidez y la inexperiencia de un muchacho que no ha conocido más hembra desnuda -discúlpesenos la aclaración- que las cabras de su establo. Maruja Mallo es una criatura independiente, desinhibida e iconoclasta que no se presta a convencionalismos ni a atavismos morales. Su bagaje humano, sexual, como se ha podido leer en sus propias declaraciones, no debía de ser precisamente corto y, a tenor de diversos testimonios, parece lícito citar entre sus amantes al escultor Emilio Aladrén, «festejante suyo hasta que Lorca se lo quitó con sus elogios»151, y principalmente a Rafael Alberti152, con quien mantuvo un torturante noviazgo de cinco años (1925-1930), sólo interrumpido por la aparición de María Teresa León en la vida del poeta. Si nos ajustamos a la opinión de algunos estudiosos de Alberti que atribuye la crisis y el estado depresivo que el poeta gaditano sufrió en 1928 a su primera ruptura sentimental con Maruja Mallo153, estaremos hablando de una experiencia muy semejante a la vivida por Miguel siete años después. Alberti, consciente de lo importante que fue para él, en todos los sentidos, su relación con la muchacha, desterró deliberadamente el nombre de Maruja Mallo de todas las páginas de La arboleda perdida, su libro de memorias. Sin embargo, no ocultó en uno de sus capítulos los efectos causados por la primera y traumática separación de la pintora: «¿Qué espadazo de sombra me separó casi insensiblemente de la luz, de la forma marmórea de mis poemas inmediatos, del canto aún no lejano de las fuentes populares [...] para arrojarme a aquel pozo de tinieblas, aquel agujero de oscuridad, en el que bracearía casi en estado agónico...? Yo no podía dormir, me dolían las raíces del pelo y de las uñas, derramándome en bilis amarilla, mordiendo de punzantes dolores la almohada. ¡Cuántas cosas reales, en claroscuro, como un rayo crujiente, en aquel hondo precipicio! El amor imposible, el golpeado y traicionado en las mejores horas de entrega y confianza; los celos más rabiosos, capaces de tramar en el desvelo de la noche el frío crimen calculado...»154 Nos parece suficientemente revelador el testimonio del autor de Marinero en tierra, pero nos estremece al mismo tiempo el empleo de expresiones como «punzantes dolores» o «rayo crujiente» para manifestar la desesperación que le asiste. No obstante, y llegados a este punto, lo que nos interesa analizar ahora, en atención a sus consecuencias, es la actitud inicial de Miguel y su reacción posterior, cuando descubra y asuma que ese idilio carnal, ciego y desbocado se reduce para la amada a una simple aventura sin voluntad de continuidad sin expectativa de futuro. Hablamos, pues, de dos fases de inmediata proyección en la obra de Hernández: una primera de exaltación y plenitud, vitalista, donde no oculta la dicha que le ha generado su descubrimiento del placer físico y el evidente enamoramiento de la mujer que lo provoca; y un segundo estadio en el que, una vez reconocido el «engaño» de la amada, su indiferencia o el escaso interés de ésta por continuar una experiencia que para él tiene todo el carácter de un hecho inefable y sublime, el poeta responde con el dolor del varón ultrajado y herido -«golpeado y traicionado en las mejores horas de entrega y confianza», según ha expresado Alberti en el texto citado-, amparándose en enérgicas imágenes que elevan a la categoría de símbolo la humillación que siente. Estamos hablando, por un lado, de cuatro composiciones de Imagen de tu huella -ciclo de sonetos, según algunos críticos, inmediatamente anterior a El rayo que no cesa- y, por otro, de trece de los veintisiete sonetos incluidos por Hernández en el citado libro. En consecuencia, la lectura final de este largo párrafo puede provocar escalofrío si aceptamos lo expuesto hasta ahora, toda vez que vendría a significar que Maruja Mallo, la excéntrica pintora de aquel Madrid de irrepetible efervescencia cultural, fue, en gran o total medida, la razón y la causa de, al menos, dos de los libros más significados de la poesía española del siglo XX (ambos producto de una crisis sentimental): Sobre los ángeles, de Rafael Alberti, y El rayo que no cesa, de Miguel Hernández.
Hasta aquí, y tras este largo paréntesis que hemos creído necesario incluir, conviene recapitular lo afirmado hasta ahora con el fin de recomponer el laborioso proceso amoroso y literario de Hernández que no es otra cosa que una depuración del componente religioso de su poesía hacia metas más libres y, sobre todo, el detallado testimonio de una crisis sentimental que deriva en una crisis de identidad de mayores proporciones. Queda claro, pues, que hacia el mes de junio de 1935, tras un copioso epistolario dedicado a Josefina Manresa y una serie de sonetos pastoriles inspirados en ella, el poeta comienza a dar señales de un severo cambio de actitud. El reproche se impone entonces a la melancolía provocada por la ausencia de la novia, y las tribulaciones pueblerinas que antes fueron juegos inocentes, manifestaciones de pudor femenino frente al deseo del amado, se convierten ahora en el gesto ridículo de una falsa moral que el poeta no está dispuesto a seguir alimentando. En cualquiera de las composiciones inspiradas por Josefina es perfectamente distinguible el sujeto al que van destinadas: la amada es siempre símbolo y prueba de castidad, ingenuidad, sencillez, pero también la encarnación de un ser capaz de convertir el natural instinto masculino en razón de pecado y lujuria. Sólo la humilde costurera será capaz de elevar a la categoría de drama el infructuoso intento de Miguel por besarla inocentemente en la mejilla. Así lo manifiesta el soneto «Te me mueres de casta y de sencilla»: «Y sin dormir estás, celosamente, / vigilando mi boca ¡con qué cuido! / para que no se vicie y se desmande.» Ante el cerrado puritanismo de Josefina, el beso toma la forma de gesto «delincuente». Y el deseo erótico vuelve a estrellarse contra la barrera que impide su realización. El amor del joven, su ansiosa calentura, se convierte ante ella en prueba de voraz malicia, y acaba inhibiéndose, apagando su fiebre, ante el rechazo intransigente de la amada que retrata en el poema «Me tiraste un limón, y tan amargo»: «Se me durmió la sangre en la camisa, / y se volvió el poroso y áureo pecho / en picuda y deslumbrante pena.» Queda claro que, a los ojos de Josefina, aceptar el beso de Miguel hubiera significado una enorme y verdadera deshonra. Así lo reconocía la propia muchacha en una carta dirigida al hispanista Dario Puccini en 1971. Sin el menor titubeo y pese a los treinta y siete años transcurridos, Josefina Manresa escribía: «Para mí un beso del novio era perder el honor y en esa actitud siempre fui dura, además que yo lo quería demasiado y procuré tenerlo siempre con la misma ilusión, para nuestra felicidad».155
Los demás sonetos atribuibles al influjo de la novia aldeana -hasta sumar diez, como ya anticipamos- están regidos por el mismo aliento: la melancolía del enamorado, el sentimiento dolorido y la pena que genera el deseo erótico no realizado, el anhelo que se estrella una y otra vez contra la barrera de una moral estrecha que impide el contacto físico y el gozo. Pero quizá el soneto de mayor valor testimonial sea el que comienza con el verso «Una querencia tengo por tu acento». El poeta lo creó, como la mayoría de composiciones dedicadas a Josefina, durante el noviazgo, esto es, entre 1934 y los primeros meses de 1935; sin embargo, tras someterlo a ciertas variantes, logró adaptarlo al estado anímico (vacilante, dubitativo) en que quedó sumido tras la aparición otra mujer que le anima a saciar su anhelo vital y erótico. Miguel es consciente de que esa otra amada le está tentando poderosamente y de que su instinto masculino le empuja a cometer una infidelidad. El poema da fe de esos últimos intentos por recuperar a la novia que se aleja, a la muchacha que encarna su pasado inocente y provinciano. Su crisis afectiva pasa ahora por una dolencia de melancolía, por una última llamada a la novia ausente, la única capaz de salvarle del tormento en que se ha convertido el deseo que le arrastra hacia otro vientre y otra boca. Reclamar la urgente presencia de Josefina es como pedir una última voluntad o quemar el último cartucho antes de ceder al pecado, antes de dejarse vencer por la tentación de la carne. En el primer terceto del citado soneto, en su versión primitiva, se podía leer: «¡Ay querencia, dolencia y apetencia!: / me falta el aire tuyo, mi sustento, / y no sé respirar, y me desmayo.» Sin embargo, en el poema definitivo, con los cambios realizados, lo que nos sugiere el autor es que le urge recurrir al antídoto de los besos que siempre le negó Josefina para no caer rendido en los brazos de la pintora que ahora ocupa su pensamiento: «¡Ay querencia, dolencia y apetencia!: / tus sustanciales besos, mi sustento, / me faltan y muero sobre mayo.» El guiño nos parece claro y revelador: «mayo/Mallo». Él sabe, pese a su distanciamiento del catolicismo, que Josefina es la voz de lo sereno, lo puro, lo ajustado a esa moral religiosa que aún late en un lugar de su conciencia. Maruja Mallo es, por el contrario, lo dinámico, la tormenta que ahora sacude su vida, el rayo que ha venido a desbaratar su tranquilo amor juvenil con la muchacha de Orihuela. La última estrofa parece clamarlo en toda su extensión: «Quiero que vengas, flor desde tu ausencia, / a serenar la sien del pensamiento / que desahoga en mí su eterno rayo.» También aquí llama la atención comprobar que en la versión primera, maniatado todavía por esa dicción ascética que el poeta acabará eliminando de su discurso poético, invocara a Dios -«Que venga, Dios, que venga de su ausencia»-, y que éste, en justa coherencia con su crisis religiosa, fuera eliminado del poema definitivo, ya sea por su reminiscencia católica ya como testigo de una nueva concepción amorosa. «La oración a Dios se cambia en súplica y alabanza a la amada», apunta al respecto Marie Chevallier.156
Serán, pues, diez los sonetos inspirados en Josefina que pasarán la criba para ocupar un lugar en El rayo que no cesa, la obra que consagraría a Hernández algunos meses después. Por el contrario, la destinataria de las nuevas composiciones que Miguel escribió entre mayo y septiembre de 1935 no parece ser otra que Maruja Mallo. Sobre este punto es de cita obligada la conversación que Gabriele Morelli mantuvo en 1964, en plena realización de su tesis doctoral sobre el poeta, con la viuda del autor oriolano. En ese primer encuentro, Morelli comenzó preguntando a Josefina «por los poemas del libro El rayo que no cesa que Hernández le había dedicado, aunque el propio Aleixandre -confiesa el hispanista italiano- me había señalado que Josefina no era la musa inspiradora de todos los textos. Tampoco yo en aquella época conocía las relaciones verdaderas o supuestas que Miguel tuvo antes con María Cegarra y luego, con más intensidad y pasión, con la pintora Maruja Mallo. A través de ella sintió la experiencia plástica de la Escuela de Vallecas, que la crítica ha conocido en época posterior. Pero Josefina silenció en parte mi pregunta, reconociendo que sólo algunos de estos poemas estaban dedicados a ella».157
El profesor Morelli nos ayuda a recordar que Miguel, tras su etapa aldeana, ha dado un paso decisivo en su poesía. La experiencia madrileña (estética y humana) le ha alejado del conservadurismo, del gusto por lo clásico, de sus lecturas del Siglo de Oro, de una lírica enraizada en la tradición, y ahora crea unos sonetos donde adquieren pleno sentido -con palabras de Cano Ballesta- «las osadías de la expresión impura y desgarrada».158 Los versos abandonan el melancólico tono del lamento y se tiñen de pasión y de sentido grave y profundo, de expresión, viva y desatada, de una experiencia amorosa honda, sincera e irreprimible. El poeta es ahora un ser tenso, engañado y herido que recurre a un verbo también hiriente y enérgico. Son sonetos armados con una poderosa vibración existencial que alcanza dimensiones trágicas. «La pena -señala de nuevo Cano Ballesta- ya no es ese “cardo”, “zarza”, “arado” (o no lo es solamente), que va hurgando en las entrañas; se convierte en “huracán de lava”, “rayo”, “carnívoro cuchillo”... Lo que antes era sólo melancolía de enamorado, sentimiento dolorido, es ahora pasión, explosión volcánica. El crescendo del sentimiento va hallando su presencia en la imagen cada vez más directa y vigorosa».159 Y puestos a escoger esa imagen rotunda, simbólica y perfecta que marque el cambio, la radicalización hacia ese amor nuevo y telúrico, será, por excelencia, el toro la elegida. Debido a caprichos del azar, el único trabajo remunerado que tuvo el poeta por aquel tiempo fue en una oficina de la editorial Espasa-Calpe, junto a Cossío, elaborando biografías de toreros. Según Leopoldo de Luis, «la lectura continuada de materia taurina influyó en Miguel para la adopción del tema en su poesía amorosa».160 Pero sucede que la coincidencia de esa tarea diaria con la aparición de Maruja Mallo y con el alejamiento de los postulados estéticos e ideológicos que encarnan su pasado inmediato le llevarán, con la inercia de un hallazgo imprevisto, a aprovechar el tema del toro como eje de sus nuevas composiciones, así como a elevarlo a una simbología de destino trágico, noble y viril. «Ahí va otro soneto taurino -dirá el poeta a Cossío en carta del 31 de julio de 1935-: el ambiente cornudo en el que vivo, me hace cantar tauromáquicamente a todas horas». Pero Miguel va más allá y pasa de lo taurino a lo táurico, concentra toda la cosmovisión hernandiana en una serie de sonetos que muestran el destino y el dolor de mil enamorados. «Sabemos que estos poemas se escribieron en 1935 -vuelve a señalar De Luis-. Miguel trabaja entonces activamente en el diccionario taurino, bajo las órdenes de José María Cossío, quien con frecuencia se ausentaba de Madrid. [...]. Su frecuentación del tema por mor del trabajo editorial le llevaría de la mano a resumir, como bien dice él mismo, una descripción. El siguiente paso será tornar el toro en símbolo del destino del amante e identificarlo con su pena, con su pasión, con su ímpetu. Llevar su proyección hacia la muerte en forma paralela con la condición humana».161
Tales sonetos dieron lugar a la serie de poemas taurinos que tuvieron su inicio, según sugieren José María Balcells y Leopodo de Luis162, el 14 de julio de 1935, cuando en carta a Cossío, Hernández daba cuenta de sus trabajos editoriales al tiempo que unía a la correspondencia la primera composición inspirada en la nueva simbología: «Aquí me tiene usted rodeado de cuernos por todas partes menos por una: la de los días que mando a la puñeta el trabajo [...]. También le mando un soneto, que no sé si le gustará, para su descripción del toro; lo he hecho con la mejor voluntad. Ahí va».163
La destinataria de esas nuevas composiciones, la amada, responde ahora al perfil exacto de una mujer desinhibida, libre, alocada y dispuesta a infringir cualquier ley que se interponga entre ella y sus deseos. Y para distinguir mejor este amor de la muchacha que el poeta ha dejado en Orihuela, el propio Hernández recurre al código secreto de esa iconografía que ha hecho suya tras su contacto con la Escuela de Vallecas y que comparte en su totalidad con la simbología plástica de la pintora gallega. En, al menos, cuatro sonetos de Imagen de tu huella escritos en esa primera fase de deslumbramiento y vitalismo -el poeta se muestra dichoso tras sus iniciáticos encuentros campestres con la artista-, hablan ya de tactos, de manos, de labios rojos que le llenan de dulces campanarios, de noctámbulos ardores. Ella le ha dado la dimensión de varón que tanto ansiaba, la condición masculina y plena tras consumar el rito amoroso -«mi voz sin tu tacto se afemina»164- en medio de esos campos exultantes de cosechas: «Es el tiempo del macho y de la hembra, / y una necesidad, no una costumbre, / besar, amar en medio de esta lumbre / que el destino decide de la siembra.»165 Un simple rastreo por estos cuatro sonetos, nos proporciona, por último, un manantial de semejanzas con el texto arriba firmado por Maruja Mallo y en el que narra su bucólica escapada con Miguel por las tierras de Morata de Tajuña. Desde el primer poema -en el que curiosamente trata a la amada de usted-, los términos que aparecen corresponden a esos paisajes y a ese léxico de reciente adquisición que lleva el sello inconfundible del grupo vallecano y la materia elemental de la iconografía empleada por la pintora: abismos, barrancas, vegetales, huesos, espinos, campanarios, cardos, hinojos, cumbre, relámpago, siembra, esquilas, arboledas, campos... Sólo en el libro en que culminará todo este proceso, El rayo que no cesa, el poeta variará el tono de estas composiciones para imponerles un signo trágico al sentirse burlado y seriamente herido por el desprecio indolente de la amada. Pero esta obra no verá la luz hasta enero de 1936 y todavía nos hallamos en mitad de 1935.