La trilogía final

Dos Sinfonías y una Sinfonía-Canción (Lied-Symphonie). Éste es, esencialmente, el inventario que agrupa estas tres obras finales, escritas a partir de 1907, el año trágico de la vida de Mahler —aunque más trágico, en el terreno personal, fue 1910—, obras que, según la tradición, expresan los lóbregos sentimientos de un creador «in articulo mortis».

En primer lugar, Mahler —como la inmensa mayoría de los seres humanos— no pretendía morirse a fecha fija. Tampoco se puede afirmar que viviera los últimos años de su existencia abrumado por la idea de la muerte. Era cierto que la «vieja dama» —como diría Javier Alfaya— le había obsesionado durante toda su vida, entre otras razones porque la había visto pasar muchas veces a su lado, llevándose a sus seres queridos —primero los hermanos y hermanas que ve fallecer de niño, después su propia hija— o amenazándole directamente en no pocas dolencias. Pero Mahler era un luchador nato, y se rebelaba contra la idea de una mortalidad cercana, aunque no es menos cierto que los signos de sus cuatro últimos años dan idea de una vecindad que al artista no se le podía ocultar.

Muerte y regeneración. Más que «Muerte y transfiguración», patrimonio de Richard Strauss, Mahler apunta en La canción de la tierra hacia un tránsito (Der Abschied, La despedida, el título del último movimiento de la pieza) y un renacer panteísta, «La amada tierra (…) reverdece por doquier». Tránsito que se hace más dramático, más inmediato, en el primer tiempo de la Novena Sinfonía, en el que Berg veía la presencia de la muerte como una constante. ¿Despedida es también el Finale de esta obra? No es tan evidente. «Triunfo del espíritu», apuntaba Carlo Maria Giulini sobre esta conclusión, clausura en la que Karajan veía dolor y rabia, pero no pesimismo. ¿«Trilogía del adiós», como Deryck Cooke la bautizara? Sí, pero, ¿adiós a la vida? ¿Es eso lo que refleja la inconclusa Décima? Su primer tiempo, el único completado por el autor, arranca del Finale de la Sinfonía precedente, pero, hondos —terribles— lamentos de amor al margen, ¿es resignación cristiana, pesimismo mortuorio, aceptación oriental de la venida de la guadaña lo que apunta el amplísimo esquema dejado por Mahler en sus últimos días de vida? No está tan claro, porque acaso el perennemente inquieto Mahler atisbaba nuevos caminos, humanos y musicales, dignos de ser transitados. Casi a su lado, Schönberg escribía citando a Stefan George, «Ich fühle die Luft von anderen Planeten», «Presiento el aire de otros planetas». No es improbable que Mahler también hubiera empezado a percibirlos.

Trilogía, sí, de adiós y despedida a una vida, trilogía de crisis, trilogía de tránsito, trilogía de regeneración y renovación. Trilogía que, como escribiera Pedrell en el fatídico 1907, en vida de Mahler, nos deja puño en alto pidiendo «¡Más!», con el hambre de ignorar el «después» de esta música.

17. LA CANCIÓN DE LA TIERRA: LA NOVENA INNOMINADA

Das Lied von der Erde (La canción de la Tierra): (Sinfonía) para tenor, contralto (o barítono) y orquesta, según poemas de autores chinos, recopilados y vertidos al alemán por Hans Bethge en Die Chinesische Flöte (La flauta china).

Das Trinklied vom Jammer der Erde. (Canción báquica por la miseria de la tierra).

Der Einsame im Herbst. (El solitario en otoño).

Von der Jugend. (De la juventud).

Von der Schönheit. (De la belleza).

Der Trunkene im Frühling. (El borracho en primavera).

Der Abschied. (La despedida).

Composición: 1908.

Estreno: Munich, 20 de noviembre de 1911; Sarah Jean Cahier (contralto), William Miller (tenor). Dirección: Bruno Walter.

Primera edición: Universal Edition. Viena, 1911.

I. Canción báquica por la miseria de la tierra (Li-Tai-Po) [Li Bai]

Schon winkt der Wein im gold’ nen Ya refulge el vino en las copas de oro,
Pokale, pero no bebáis aún. ¡Tengo que
Doch trinkt noch nicht, erst sing’ ich entonar una canción!
euch ein Lied! El canto de la aflicción,
Das Lied vom Kummer soll auflachend que entre risas resonará en vuestras
n die Seele euch klingen. almas.
Wenn der Kummer naht, liegen würst Cuando la aflicción se acerca,
die Gärten se marchitan los jardines del alma,
der Seele, se ahogan y mueren la alegría y el
Welkt hin und stirbt die Freude, der canto.
Gesang. Sombría es la vida, también lo es la
Dunkel ist das Leben, ist der Tod. muerte.
Herr dieses Hauses! ¡Señor de estas mansiones,
Dein Keller birgt die Fülle des tus bodegas rebosan
goldenen Weins! de vino dorado!
Hier diese Laute nenn’ ich mein! ¡Aquí, reclamo para mí este laúd!
Die Laute schlagen und die Gläser Tocar el laúd y vaciar los vasos,
leeren, esas son cosas para hacerse juntas.
Das sind die Dinge, die zusammen ¡Un cáliz lleno de vino en el momento
passen. adecuado
Ein voller Becher Weins zur rechten vale más que todas las riquezas de esta
Zeit tierra!
Ist mehr wert als alle Reiche dieser Sombría es la vida, también lo es la
Erde! muerte.
Dunkel ist das Leben, ist der Tod. El firmamento es siempre azul, y la
Das Firmament blaut ewig und die tierra
Erde se fortalecerá largo tiempo para
Wird lange fest steh’ n und aufblüh’ n im florecer en primavera. Pero tú,
Lenz. hombre, ¿cuánto vas tú a vivir?
Du aber, Mensch, wie lang lebst denn ¡Ni cien años posees para gozar
du? todas las corruptas fruslerías de esta
Nicht hundert Jahre darfst du dich tierra!
ergötzen ¡Mirad allí abajo! ¡En el claro de luna,
An all dem morschen Tande dieser entre las tumbas,
Erde! se esconde una forma salvaje,
Seht dort hinab! Im Mondschein auf espectral!
den Gräbern ¡Es un mono!
Hockt eine wild-gespenstische Gestalt. ¡Oíd cómo sus gruñidos
Ein Aff’ ist’ s! Hört ihr, wie sein desgarran el dulce aroma de la vida!
Heulen ¡Tomad ahora el vino!
Hinausgellt in den süssen Duft des ¡Ya es el momento, compañeros!
Lebens! ¡Apurad vuestras copas doradas
Jetzt nehmt den Wein! Jetzt ist es Zeit, hasta el fondo!
Genossen! ¡Sombría es la vida, también lo es la
Leert eure gold’ nen Becher zu Grund! muerte!
Dunkel ist das Leben, ist der Tod!

II. El solitario en otoño (Chang-Tsi) [Quian Qi]

Herbstnebel wallen bläulich überm Las nieblas del otoño cubren de azul el
See; lago;
Vom Reif bezogen stehen alle Gräser; de escarcha cubiertas están las hierbas.
Mann meint, ein Künstler habe Staub Parece que un artista hubiera
von Jade espolvoreado de jade
Über die feinen Blüten ausgetreut. los tenues pétalos.
Der süsse Duft der Blumen ist El dulce aroma de las flores se ha
verflogen; disipado.
Ein kalter Wind beugt ihre Stengel Un viento frío encorva ahora sus finos
nieder. tallos.
Bald werden die verwelkten, gold’ nen Pronto, agostadas
Blätter las hojas doradas
Der Lotosblüten auf dem Wasser zieh’ n. de los lotos,
Mein Herz ist müde. Meine kleine flotarán sobre el agua.
Lampe Mi corazón está cansado. Mi lamparita
erlosch mit Knistern; es gemahnt mich se apagó con un chisporroteo,
an den Schlaf. convocándome al reposo.
Ich komm’ zu dir, traute Ruhestätte! ¡Voy hacia ti,
Ja, gib mir Ruh, ich hab’ Erquickung acogedor retiro!
not! ¡Sí, dame descanso, necesito solaz!
Ich weine viel meinen Einsamkeiten. Lloro mucho en mi soledad,
Der Herbst in meinem Herzen währt zu el otoño se prolonga demasiado en mi
lange. corazón.
Sonne der Liebe, willst du nie mehr Sol del amor, ¿no has de volver
scheinen, a brillar,
Um meine bittern Tränen mild para secar mis amargas
aufzutrocknen? lágrimas?

III. De la juventud (Li-Tai-Po) [Li Bai]

Mitten in dem kleinen Teiche En medio de la laguna
Steht ein Pavillon aus grünem se alza un pabellón de verde
Und aus weissem Porzellan. y blanca porcelana.
Wie der Rücken eines Tigers Como el lomo de un tigre
Wölbt die Brücke sich aus Jade se curva el puente de jade
Zu dem Pavillon hinüber. hasta el otro lado del pabellón.
In dem Häuschen sitzen Freunde, En la casita, sentados los amigos,
Schön gekleidet, trinken, plaudern, vestidos con gusto, beben, platican,
Manche schreiben Verse nieder. algunos escriben versos.
Ihre seidnen Ärmel gleiten Sus mangas de seda se deslizan
Räuckwärts, ihre seidnen Mützen hacia atrás, sus sedosos casquetes
Hocken lustig tief im Nacken. caen airosos sobre el cuello.
Auf des kleinen Teiches stiller En la apacible superficie
Wasserfläche zeigt sich alles de la laguna todo esto se refleja
Wunderlich im Spiegelbilde. como en un caprichoso espejo.
Alles auf dem Kopfe stehend Todo se ve del revés en el pabellón
In dem Pavillon aus grünem de verde y blanca porcelana.
Und aus weissem Porzellan; Como una media luna permanece el puente,
Wie ein Halbmond steht die Brücke, invertido su arco. Los amigos,
Umgekehrt der Bogen, Freunde, vestidos con gusto, beben, platican.
Schön gekleidet, trinken, plaudern.

IV. De la belleza (Li-Tai-Po) [Li Bai]

Junge Mädchen pflücken Blumen, Jóvenes doncellas recogen flores,
Pflücken Lotosblumen an dem Uferrande. recogen lotos a la orilla del río.
Zwischen Büschen und Blättern sitzen sie, Entre arbustos y hojas se sientan,
Sammeln Blüten in den Schoss und rufen agrupan pétalos en su regazo y se llaman
Sich einander Neckereien zu. entre sí con burlas.
Gold’ ne Sonne webt um die Gestalten El dorado sol envuelve sus formas,
Spiegelt sie im blanken Wasser wider. las refleja en el agua fúlgida,
Sonne spiegelt ihre schlanken Glieder, el sol refleja sus esbeltos talles
Ihre süssen Augen wider. y sus ojos delicados, y el céfiro
Und der Zephir hebt mit Schmeichelkosen acaricia con ternura la tela
das Gewebe de sus mangas, esparciendo la magia
Ihrer Ämel auf, fürth den Zauber de sus fragancias por el aire.
Ihrer Wohlgerüche durch die Luft. Oh, ved como se divierten los jóvenes
O sieh, was tummeln sich für schöne Knaben allí, junto a la ribera, sobre briosos caballos,
Dort an dem Uferrand auf mut’ gen Rossen? centelleando a lo lejos como los rayos del sol;
Weithin glänzend wie die Sonnenstrahlen, bajo las ramas de los verdes sauces
Schon zwieschen dem Geäst der grünen brota de un lado a otro la juvenil bandada.
Weiden Relincha exultante el corcel de uno de ellos,
Trabt das jungfrische Volk einher! recela, da un respingo y galopa de nuevo,
Das Ross des einen wiehert fröhlich auf sobre flores y hierbas balanceando los cascos,
Und scheut und saust dahin, que trituran en impulsiva tempestad
Über Blumen, Gräser, wanken hin die Hufe, los pétalos pisoteados.
Sie zerstampfen jäh im Sturm die ¡Hey! ¡Cómo agita en torbellino sus crines,
hingesunk’ nen Blüten, humeando hirvientes sus ollares!
Hei! Wie flattern im Taumel seine Mähnen, El dorado sol envuelve las figuras,
Dampfen heiss die Nüstern! las refleja en el agua fúlgida.
Gold’ ne Sonne webt um die Gestalten, Y la más bonita de las muchachas les mira
Spiegelt sie im blanken Wasser wider. largamente, llena de anhelos.
Und die schönste von den Jungfrau’ n sendet Su compostura altiva sólo es fingida:
Lange Blicke ihm der Sehnsucht nach. en el centelleo de sus ojos grandes,
Ihre stolze Haltung ist nur Verstellung, en la oscuridad de sus ardientes miradas vibra
In dem Funkeln ihrer grossen Augen, aún, como un lamento,
In dem Dunkel ihres heissen Blicks el desasosiego de su corazón.
Schwingt klagend noch die Erregung
ihres Herzens nach.

V. El borracho en primavera (Li-Tai-Po) [Li Bai]

Wenn nur ein Traum das Leben ist, Si la vida es sólo un sueño,
Warum denn Müh’ und Plag’ ? ¿A qué vienen la angustia y el
Ich trinke, bis ich nicht mehr kann, esfuerzo?
den ganzen, lieben Tag! Yo bebo hasta no poder más,
Und wenn ich nicht mehr trinken kann, ¡bebo todo el santo día!
Weil Kehl’ und Seele voll, Y cuando no puedo beber más
So tauml’ ich bis zu meiner Tür pues garganta y alma están saciadas
Und schlafe wundervoll! ¡voy vacilante hasta mi puerta
Was hör’ ich beim Erwachen? y duermo maravillosamente!
Horch! Qué escucho cuando despierto?
Ein Vogel singt im Baum. ¡Silencio!
Ich frag’ ihn, ob schon Frühling sei,- Canta un pájaro en un árbol.
Mir ist als wie im Traum. Le pregunto si la primavera ha venido,
Der Vogel zwitschert: Ja! Der Lenz, todo me parece un sueño.
Ist da, sei kommen über Nacht! Gorjea el pájaro: ¡Sí, la primavera está aquí,
Aus tiefstem Schauen lauscht’ ich auf, vino durante la noche!
der Vogel singt und lacht! Yo le oigo en profundo éxtasis,
Ich fülle mir den Becher neu ¡el pájaro se ríe y canta!
Und leer’ ihn bis zum Grund, Lleno de nuevo mi copa
Und singe, y la apuro hasta las heces,
bis der Mond ergläntz y canto hasta que la luna reluce
Am schwarzen Firmament! sobre el negro firmamento.
Und wenn ich nicht mehr singen kann, Y cuando no puedo cantar más,
So schlaf’ ich wieder ein. me quedo otra vez dormido.
Was geht mich denn ¿Qué tiene que ver conmigo la
der Frühling an? primavera?
Lasst mich betrunken sein! ¡Dejadme ser un borracho!

VI. La despedida (Mon-Kao-Yen y Wang-Wei) [Mong Hao-Ran] (Las palabras y versos anotados en cursiva fueron escritos por Gustav Mahler)

a) Esperando a un amigo
Die Sonne scheidet hinter dem El sol desaparece tras las montañas.
Gebirge. En los valles cae la tarde
In alle Täler steigt der Abend nieder con sus sombras cargadas de frío.
mit seinen Schatten, die voll Kühlung ¡Olí, mirad! Cómo un barco de plata
sind. canta melodioso, el arroyo entre las
O sieh! Wie eine Silberbarke schwebt sombras: las flores palidecen en el
der Mond am blauen Himmelsee ocaso. La tierra respira en busca de
herauf. Ich spüre eines feinen Windes sueño y descanso.
Weh’ n hinter den dunklen Fichten! Flota la luna sobre el mar azul del
Der Bach singt voller Wohllaut durch ciclo.
das Dunkel. ¡Siento el temblor de una suave brisa
Die Blumen blassen im tras los oscuros abetos!
Dämmerschein. Todo anhelo se transforma en sueño.
Die Erde atmet voll son Ruh’ und Los hombres cansados regresan al
Schlaf. Alle Sehnsucht will nun hogar, ¡para de nuevo
träumen, die müden Menschen geh’ n aprehender
heimwärts, um un Schlaf vergess’ nes en el sueño la felicidad y juventud
Glück und Jugend neu zu lernen! olvidadas!
Die Vögel hocken still in ihren Los pájaros se acurrucan en sus ramas
Zweigen. en silencio.
Die Welt schläft ein! El mundo duerme…
Es wehet kühl im Schatten meiner Atraviesa las sombras de mis abetos
Füchten. Ich stehe hier und harre un viento frío.
meines Freundes; Ich harre sein zum Aquí estoy, esperando a mi amigo;
letsten Lebenwohl! Ich sehen mich, o le aguardo para darle un último adiós.
Freund, an deiner Seite die Schönheit Deseo, ¡oh, amigo!, disfrutar a tu lado
dieses Abends zu geniessen! la belleza de este atardecer.
Wo bleibst du? Da lässt mich lang ¿Dónde estás? Hace ya tanto que me
allein! dejaste solo.
Ich wandle auf und nieder mit Vago de un lado a otro con mi laúd
meiner Laute auf Wegen, die von por senderos henchidos de tierna
weichem Grase schwellen. gleba.
O Schönheit! O ewigen Liebens-, ¡Oh, belleza! ¡Oh, eterno mundo
Lebens trunk’ ne Welt! embriagado de amor y de vida!
b) Despedida del amigo
Er stieg vom Pferd und reichte ihm den Él desmontó de su caballo y ofreció
Trunk des Abschieds dar. Er fragte ihn, la bebida de la despedida.
wohin er führe und auch warum es Le preguntó a dónde
müsste sein. se dirigía y por qué había de ser así.
Er sprach, und seine Stimme war Él le habló, su voz estaba velada:
umflort: «Du mein Freund, ¡Amigo mío, la suerte no me fue
mir war auf dieser Welt das Glück propicia en este mundo!
nicht hold! ¿A dónde voy? Voy a vagar por las
Wohin ich geh? Ich geh’, ich wandre in montañas.
die Berge. Busco reposo para mi corazón
Ich suche Ruhe für mein einsam Herz. solitario.
Ich wandle nach der Heimat, meiner ¡Vuelvo a mi patria, a mi hogar!
Stätte. Nunca volveré a alejarme de ellos.
Ich werde niemals in die Ferne schweifen. Tranquilo está mi corazón y aguarda su hora:
Still ist mein Herz, und harret seiner Stunde! ¡La amada tierra florece en primavera
Die liebe Erde allüberall por doquier y
blüht auf im Lenz und grünt reverdece nuevamente! ¡Por todas partes y
Aufs neu! Allüberall und ewig eternamente refulge azul el horizonte!
blauen licht die Fernen! Eternamente… Eternamente…
Ewig… Ewig… Ewig Eternamente… Eternamente…
Ewig… Ewig… Ewig…» Eternamente… Eternamente…

«En la conmemoración mahleriana de Viena, Karajan reservó para una sola sesión La Canción de la Tierra y esa sesión tuvo lugar no en la gran sala de conciertos, sino en la Ópera. No fue capricho ninguna de las dos cosas. La Canción de la Tierra dura tanto como una sinfonía larga y Mahler las quería largas para que, paradójicamente, no lo fueran (…). Bien escogido lo de la Ópera, no sólo porque allí trabajase Mahler, sino porque La Canción de la Tierra no es sinfonía, ni Lied, ni drama, pero está llamando a una decoración singular». Estas palabras de Sopeña son la introducción ideal para empezar a abrirnos camino hacia la que es, por consenso unánime, la obra más hermosa de su autor, esto dicho con el ánimo de la más escueta reasunción del concepto de «hermosura».

El 9 de diciembre de 1907, como ya sabemos, Gustav y Alma Mahler abandonaban Viena. En la estación, para despedir al músico que se dirigia a Cherburgo con la intención de embarcar hacia Estados Unidos, se hallaban Arnold Schönberg, Alexander van Zemlinsky, Alfred Roller y Bruno Walter. A mediados de diciembre Mahler y su esposa llegaron a Nueva York. El primero de enero de 1908 el ya mítico compositor-director debutaba en su nuevo puesto del Metropolitan neoyorquino con una de sus partituras predilectas, Tristán e Isolda. El éxito fue enorme: Richard Aldrich, el crítico del New York Times, se refería a la función hablando de «un latido de dramática belleza». ¿Era todo esto la culminación de una carrera, el cenit del triunfo? Quizás externamente, pero no en el mundo interior de su protagonista.

Mahler había abandonado Europa con el estigma del fracaso. Su labor ingente, impagable, al frente de la Ópera de Viena, de la que había sido rector sumo durante diez años, había quedado truncada por su irrevocable dimisión a causa de las intrigas, los recelos, la suspicacia antisemítica y la envidia. Su música seguía sin conocer el refrendo popular, aunque él continuase dedicado a su actividad creativa animado por la confianza de sus íntimos y, sobre todo, por su inquebrantable fe en un reconocimiento póstumo. La mayor de sus hijas, «Putzi» (María), había muerto inesperadamente al principio del verano sin haber cumplido siquiera cinco años. A él mismo se le diagnosticaba, semanas más tarde, el principio de una enfermedad de corazón que podía ser a la larga mortífera. Incluso su misma vida matrimonial iniciaba un proceso de crisis que culminaría dos años más tarde para restablecerse sólo en los últimos meses de la vida del compositor.

En este estado emocional, Mahler recibió, cerca ya del final del verano de ese amargo 1907, un regalo de su amigo y admirador Theobald Pollack: el libro Die chinesische Flöte (La Flauta China), una antología de antiguos poemas chinos traducidos al alemán por Hans Bethge. El músico se identificó inmediatamente con el espíritu de las poesías y concibió la adaptación de algunos de los mismos de cara a la composición de un nuevo ciclo de canciones. De este modo germinó esta «Lied-Symphonie» o «sinfonía-canción», donde el músico regresó a la forma Lied por última vez para darle la vuelta y componer toda una sinfonía sobre su base. Sin embargo, aunque Alma asegura que llegó a realizar algunos bocetos, los acontecimientos de aquel año no le permitieron concentrarse en la tarea, y a la vuelta del Tirol (tras la muerte de Putzi, la familia Mahler, compuesta ahora por Gustav, Alma y Anna —Gucki— había abandonado Maiernigg y se había establecido en Schluderblach, cerca de Toblach) el Sommer-Komponist (Compositor de verano), como él acostumbraba tildarse, regresó a Viena sin ningún fruto creativo.

En mayo de 1908 volvió Mahler a Europa. Su primera actuación europea fue en Wiesbaden, para dirigir su Sinfonía n.º 1. Al iniciarse el verano de 1908, volvieron a Toblach, entonces en el Tirol austriaco (y tras la Primera Guerra Mundial, encuadrado en el mapa italiano bajo el nombre de Dobiacco), donde se dispusieron a pasar sus vacaciones dedicados a sus actividades habituales. Los primeros días del estío fueron angustiosos para el músico: los síntomas de su dolencia cardíaca se habían agudizado y los médicos le obligaron a someterse a un riguroso régimen de vida. Debía llevar en todo momento un podómetro, atender a sus pulsaciones y latidos, reducir los ejercicios físicos y evitar cualquier intensidad emocional. Mahler, fanático como había sido de los largos paseos por las montañas, las excursiones en bicicleta o la natación, llegó a obsesionarse con tales trabas fisiológicas, convirtiéndolas en un tormento. Bruno Walter le sugirió en una de sus cartas un viaje al norte de Europa como remedio espiritual. La contestación de Mahler a su amigo fue airada y trágica:

«¿Qué es toda esa tontería acerca del alma y su enfermedad? ¿Y dónde crees que debo ir para curarme? Para encontrarme a mí mismo debo quedarme aquí solo. Desde que siento este terror he tratado de dirigir mis ojos y oídos a cualquier parte, pero para redescubrirme debo aceptar los horrores de la soledad. De ninguna manera tengo un pánico hipocondríaco a la muerte, como tú supones. Siempre he sabido que debo morir […], pero ahora he perdido la serenidad y confianza que había adquirido».

Pero a medida que transcurría el verano, empezó a operarse un cambio en su actitud, y optó por desahogar sus preocupaciones sobre la partitura hasta que paulatinamente se fue sumergiendo en la creación de la obra que había concebido el año anterior, inspirada en los textos del libro de Bethge. La superstición musical de que su muerte llegaría tras terminar la Novena Sinfonía le obligó a buscar otro nombre. Sería una canción, una canción inmensa, la canción que dedicaría al mundo: «La Canción de la Tierra». Y esta inmersión en una nueva actividad compositiva, que había fracasado en el verano anterior, fue comportando una extraña transformación en su estado espiritual. Tanto Walter como Schönberg nos han dejado impresiones coincidentes acerca de la indefinible serenidad que Mahler parecía irradiar en septiembre, terminada ya la partitura, y que le acompañaría casi permanentemente hasta su muerte en 1911: «Nunca podré olvidar —escribe Bruno Walter— su expresión cuando me dijo cómo, con motivo de una excursión campestre a Moravia, había sentido que el mundo era mucho más hermoso que nunca y con qué particular felicidad había aspirado el olor de la tierra y de los campos».

Podría titularse este ensayo según el lema de la hermosa película de John Huston, A Walk with love and Death (Paseo con el amor y la muerte). La muerte, y el texto lo da a entender en varias ocasiones, es un tema clarísimo de esta «sinfonía para tenor y contralto». Pero en la misma medida lo es el amor, ya no en abstracto, como lo fuera en la Tercera Sinfonía (Lo que me dice el amor, se llamaba el movimiento final), sino concretado en ese afecto entrañable a la «amada tierra», y por ende al mundo todo que a ese enfermo del corazón se le puede escapar de las manos inesperadamente. Deryck Cooke ha expresado esta bipolaridad admirablemente: «punzante conciencia dual de la amargura de la mortalidad y del dulce y sensitivo éxtasis de estar vivo».

Por ello, ¿resulta incoherente esta Canción de la Tierra, en la evolución de su autor, tras la monumental Octava, también llamada por Cooke La canción de los cielos? No, al contrario. Mahler había sublimado no poco de su inconsciente al hacer suyos los versos finales del Fausto de Goethe («… el Eterno femenino / nos impulsa»). Al concebirla como su obra más afectiva, Mahler llegaba a algo que sólo podría expresarse volviendo otra vez al cine, citando unas líneas de Norberto Alcover sobre Gritos y susurros de Bergman: allí, como en Das Lied, «el psicoanálisis asume positivamente el sentimiento femenino de forma absoluta».

La profunda gama sensitiva que alberga La Canción de la Tierra puede hacernos perder de vista las abundantes dosis de cerebralidad con que Mahler ha escrito su obra: el control del material sonoro al que Mahler había accedido en la etapa última de su carrera es tan formidable que da impresión de espontánea sencillez lo que es veraz tarea de alquimista. Tras la pirueta técnica de la Sinfonía de los Mil, compuesta en un verano, Das lied von der Erde muestra un dominio de recursos aún mayor (aunque los medios sean numéricamente inferiores) que en la obra precedente. Si bien la escala pentatónica (Re-Mi-Sol-La-Do), empleada ya en la Cuarta Sinfonía, puede entenderse como concesión de la pieza a lo «chinesco», en la presente obra Mahler sigue fiel a sus características de estilo: el contrapuntismo melódico, el esquema de la variación permanente, sus intervalos de cuarta descendente y tercera ascendente, y la ya tradicional ampliación numérica (como en las sinfonías Segunda, Tercera, Quinta y Séptima) de los cuatro movimientos tradicionales, seis en este caso. Como en la Tercera Sinfonía, también de seis movimientos, también panteísta en su ideario, el tiempo final es un largo Adagio.

El primer movimiento, Allegro pesante, «Canción báquica por la miseria de la Tierra», nos propone una desesperada invocación en favor de la bebida como consuelo a la fugacidad artificiosa de la vida. Cada «stanza» del poema de Li-Tai-Po concluye con el terrible refrán «Sombría es la vida, también lo es la muerte», que en cada aparición se eleva un semitono (Sol menor, La bemol menor, La menor). Quizá nunca como en esta canción alcanzó Mahler los niveles de lo absolutamente genial en la orquestación, con una fusión única de tremendismo (la aparición del simio entre las tumbas) y exquisitez (la descripción del azul del firmamento).

El segundo movimiento, «El solitario en otoño», es un tiempo lento en Re menor. Su estructura se basa en un símil poético: las nieblas otoñales que cubren el lago al comienzo se contraponen a las lágrimas del hombre para quien «el otoño se prolonga demasiado en mi corazón», actuando como bisagra del esquema un verso que Mahler subraya deliberadamente, con no poco de doliente subjetividad: «Mi corazón está cansado».

Los tres movimientos siguientes, más breves, cumplen función de intermedios, aunque el último de ellos prepara el camino para el tiempo final. «De la juventud», en Si bemol mayor, es, a pesar del empleo de la escala pentatónica, radicalmente vienés en su abandonado languidez. Su sección central, que hace referencia al reflejo «como en un caprichoso espejo» del pabellón de porcelana en el lago, evoca musicalmente una obra que Mahler ya conocía en esa fecha, Salome de Richard Strauss. «De la belleza» (Sol mayor) acentúa las conexiones con la Tercera Sinfonía: la primera parte del poema, que describe el jugueteo de las muchachas a la orilla del río recogiendo flores, se vincula temáticamente con el segundo tiempo de aquella sinfonía, «Lo que me dicen las flores del campo»; la deslumbrante aparición de los jinetes, otro de los grandes momentos orquestales de Mahler, no es ajeno al siguiente movimiento de la misma obra, «lo que me dicen los animales en la pradera». El final del poema, tratado como una intimista canción de cuna, es un portento de finura tímbrica. «El Borracho en Primavera», quinto movimiento, en La mayor, es un nuevo himno de Li-Tai-Po a las ventajas de la bebida; la estridencia de los pasajes extremos se compensa aquí con el despertar del bebedor que interroga a un pájaro (melodía del piccolo) sobre la llegada de la primavera.

Hasta este momento, Das Lied ha durado aproximadamente media hora. El movimiento que resta va a durar otro tanto; en él, «Der Abschied» («La despedida»), Mahler ha reunido en una dilatada estructura dos poemas de autores diferentes, Mong-Kao-Yen y Wang-Wei, que ha sometido a pequeños, pero muy importantes, variantes semánticas, y a los que ha añadido unos versos propios que van o funcionar como Coda del movimiento. «Der Abschied» es, para muchos, la cima expresiva de la lingüística de Mahler, y la perfección redonda, fríamente calculada, de su entramado es perfectamente equiparable a la de sus dos grandes pasajes sinfónicos, el Finale de la Sexta Sinfonía y el Andante inicial de la Novena.

Henri Louis de La Grange, en su formidable análisis de este tiempo, lo estudia como una forma sonata «sui generis»; prefiere ver en él un esquema de variaciones, desde luego no monotemáticas. Creo que ambas visiones son compatibles. La estructura rítmica, aunque sujeta a diversas alteraciones, es esencialmente la de una marcha, como también lo será el citado Andante de la inmediata Novena.

La forma en que Mahler inicia esta marcha puede haber sido modelo perfecto para Alban Berg: un Do grave entonado al unísono por violonchelos, contrabajos, arpa, contrafagot, trompas y gong. Sólo esta unidad tímbrica basta para crear una ambientación fascinante. Enseguida, el que habrá de ser uno de los motivos conductores, un quejumbroso grupetto de seis notas que entona el oboe. El esquema de variaciones empieza a irradiar con la entrada de la voz (otro Do grave doblado por los cellos), transfiriéndose la melodía del oboe a la flauta. El texto describe el principio del atardecer, «con sus sombras cargadas de frío». Otro motivo básico, una frase tremolada de dos clarinetes, cierra esta variación, ceñida a los tres primeros versos. La segunda se constituye en el momento más estremecido de la obra: la contralto en una melodía ascendente inolvidable, describe a la luna «como un barco de plata (…) sobre el mar azul del cielo»; el Fa agudo sobre la primera sílaba de «Silberbarke» es como la culminación de un deseo que, enseguida, se recogiera sobre sí mismo. Este pasaje es tan visceral que la emoción descriptiva del propio Mahler se nos transmite en esos acelerados latidos—‘pizzicato’ que acompañan la melodía.

En el verso «Siento el temblor de una suave brisa» cita Mahler, con las cuartas Sol-Do, una frase de Urlicht («… iba por un largo camino…»), el Lied de la sinfonía Resurrección. Como antes los clarinetes, son ahora los violonchelos quienes trazan una especie de punto y como antes de la tercera variación-sección. Esta plantea una ambigüedad tonal, subrayada la cantilena de la voz por terceras de clarinetes y arpa que preceden a la reaparición del grupetto del oboe. El poema nos habla del canto del arroyo y de la respiración de la tierra. Las texturas de la orquesta vuelven a simplificarse, en un proceso de eterización, para crear un ritmo ondulante del arpa en cuartas secundado por una mandolina. Al llegar al verso «todo anhelo se transforma en sueño» las cuerdas incorporan un nuevo tema, esencial ya hasta el final de la pieza: se trata de la melodía del Lied «Ich bin der Welt abhanden gekommen» («Me he vuelto un extraño para el mundo»), también empleado por Mahler en el famoso Adagietto de su Quinta sinfonía.

Aquí tiene lugar uno de las transformaciones operadas por el músico sobre los versos originales. El texto de Mong-Kao-Yen decía: «los trabajadores vuelven a su casa anhelando dormir». El verso tuvo que provocarle a Mahler una inesperada conexión con su pasado. En 1884, a los veinticuatro años, Mahler había escrito en el séptimo de sus poemas dedicados a Johanna Richter estas palabras: «Y los hombres cansados cerraron sus ojos para reencontrar en el sueño la felicidad perdida». Al confrontarse con el poema chino, Mahler decidió adaptarle las líneas de su poesía de juventud, dejando estas frases que son acompañadas por el tema del «anhelo» («Ich bin der Welt») y por una cita en el clarinete de la Sexta Sinfonía: «Los hombres cansados regresan al hogar, ¡para de nuevo aprehender en el sueño la felicidad y juventud olvidadas!». Nunca estuvo Mahler más cerca de Schönberg y su Pierrot Lunaire que en esta secuencia. La sección se cierra con la frase «El mundo duerme…».

La cuarta variación («Aquí estoy, esperando a mi amigo») es una repetición casi literal de la primera; el tema del «anhelo» reaparece como «punto y coma» tras la voz «Lebewohl» («Adiós»). La siguiente sección, siempre con el tema de Ich bin der Welt como sustrato, tratado ahora en la escala pentatónica al empezar el verso «Vago de un lado a otro con mi laúd», concluye con una interjección de intimidad incomparable: «¡Oh, eterno mundo embriagado de amor y vida!».

La sexta variación es un intermedio instrumental entre los dos poemas. En ella se barajan los tres motivos esenciales (grupetto del oboe, frase de los clarinetes, tema del «anhelo») en una atmósfera de puro expresionismo y con una imaginación tal que hacen de este pasaje el segmento musical más asombroso creado por Mahler. Como premonición, termina la secuencia con la voz de los trombones «mit Wut» («con furor»), tal como habrán de escucharse en la Novena Sinfonía.

La primera stanza del poema de Wang-Wei Despedida del amigo repite el módulo de las variaciones primera y cuarta. La octava variación, al recoger las palabras del camarada esperado («¡Amigo mío, la suerte no me fue propicia en este mundo!», modula al modo mayor. En la variación siguiente cita Mahler su propio Lied Um Mitternach («A medianoche») al decir el protagonista de la partida que va a buscar «reposo para mi corazón solitario». La décima y última variante acoge el tema del «anhelo» en la misma forma en que había aparecido en el tercer pasaje: «Vuelvo a mi patria, a mi hogar (…) Tranquilo está mi corazón y aguarda su hora».

Comienza así la insólita Coda, con palabras debidas al propio compositor. Es un recurso de inusitada belleza el que las primeras palabras, «¡la amada tierra florece en primavera…!», se oigan con el tema final de la Segunda Sinfonía, el de la Resurrección. Cuando la contralto, en el seráfico Do mayor de fondo, repite las palabras «eternamente…», la música parece disolverse imperceptiblemente en un ‘pianissimo’ infinito. Y esta invocación al oyente, sin paralelo en la historia de la música, no es sólo resignación ante la muerte, ni tampoco emblema de resurrección, es algo que en cierta medida se conecta con la idea del «eterno retorno», el deseo de permanecer, de perdurar más allá de la existencia misma, ser en el futuro. Casi es ciencia-ficción musical, pero parece que Mahler nos estuviera diciendo: «Quiero estar siempre con vosotros y quiero estar a través de mi obra».

Cuando el músico, poco antes de su muerte, preguntaba a Bruno Walter, que estrenaría póstumamente la obra, «¿Crees que es soportable? ¿Crees que hará ir a las personas más allá de sí mismas?», era consciente de que había logrado expresar en ella su apasionado anhelo por la Vida.

18. NOVENA SINFONÍA: EL CANTO DE LA EXTINCIÓN

  • I. Andante comodo.
  • II. Im Tempo eines gemächlichen Ländlers (A tempo de un Ländler tranquilo).
  • III. Rondo-Burleske (Allegro assai. Sehr trotzig) (Muy terco [obstinado]).
  • IV. Adagio (Sehr langsam und noch zurückhaltend) (Muy lento y bastante reservado [íntimo]).

Composición: Toblach, 1908-09.

Estreno: Viena, 26 de junio de 1912. Dirección: Bruno Walter.

Primera edición: Universal Edition. Viena, 1912.

Valles que ríen por doquier,

flores flotando en el aire,

¿por qué yacéis en mi agotado corazón?

¡Oh, cómo suspiran mis labios sedientos!

¿Por qué reposáis, mis pies cansados?

¡Viajad, compañeros de mi pena silenciosa!

Debo recorrer toda la belleza

que existe sobre la verde, verde tierra.

(Gustav Mahler, de un poema a Johanna Richter. Kassel, diciembre de 1884).

¡Qué impresionantes resultan esos poemas de juventud en los que Mahler canta, casi vive, su propia muerte treinta años antes de que ésta se produzca! Sopeña recuerda que en Mahler «se da plenamente el sueño romántico de que, en la estructura de su música, vida y obra sean inseparables».

Supersticiosamente, Mahler no quiso numerar como «Sinfonía número 9» la partitura que había redactado en el verano de 1907, La Canción de la Tierra, a pesar de haberla subtitulado «Sinfonía para tenor, contralto y orquesta», pensando que así escaparía a la maldición de los grandes sinfonistas del XIX, Beethoven, Schubert, Dvorak, Brückner, que no habían conseguido pasar en sus catálogos de la Novena Sinfonía: si escribía una nueva obra en el género —la que por fin iba a denominar Novena Sinfonía— que, en realidad sería la décima de su inventario, nada le impediría continuar el ciclo con obras nuevas. La realidad es que Mahler dejó ultimadas diez sinfonías y sin concluir una undécima, pero la maldición se cumplió en el sentido de que la última obra que efectivamente terminó fue la que él denominara Novena.

La Novena, una suerte de Requiem de esta generación, es la antesala del verdadero final. «El primer movimiento es lo más extraordinario que ha escrito», comentó mucho más tarde Alban Berg a su esposa Helen. «Veo ahí la expresión de un amor extraordinario hacia esta tierra, el deseo de vivir en paz en ella, de disfrutar con plenitud de los dones de la naturaleza antes de que la muerte le sorprenda. Porque se siente que ésta se aproxima inexorable y todo el movimiento está impregnado de signos precursores de muerte».

Es la Novena una obra de amor. En ella se materializa instrumentalmente la letanía de amor cantada en Das Lied von der Erde. Pero en estas dos obras el amor no se enfoca hacia Alma, o mejor, no lo centraliza la esposa. En un arco casi sideral vuelve Mahler a sus comienzos (por eso la transcripción del poema juvenil) y despliega su capacidad de expresión en un abrazo a la existencia como mundo, como universo, con mucho de iluminado panteísmo.

Los orígenes de la Novena Sinfonía hay que buscarlos en 1907, en la muerte de la hija mayor de Gustav y Alma, María (Putzi), y en el diagnóstico de su propia enfermedad letal, lo que, según palabras de Alma, marcó para Mahler «el principio del fin». Se puede decir que la sinfonía es personal, pero desde luego no es ni biográfica ni confesional. Se trata de música abstracta, como si surgiera independientemente de la voluntad de su autor, al margen de su subjetividad. Y pese a las ocasionales explosiones del primer movimiento y las ásperas disonancias del tercero, constituye una página serena, honda y nostálgica. Por lo demás, es la Sinfonía menos directamente armónica del autor —el acorde, como exponente de la función armónica, tiene una mínima y escueta utilización en la obra—. El dibujo es lineal, prescinde de las líneas verticales, y la escritura contrapuntística cumple aquí funciones que los grandes clásicos reservaban a la armonía. Ese contrapunto propio, que el propio músico señalara por su heterodoxia, llega aquí a su más consumado exponente; en sus dos últimas sinfonías, Mahler ha tentado dos experimentos o procesos diferentes de elaboración sinfónica, o mejor, de elaboración de una Sinfonía en función de dos procedimientos avecindados, aunque funcionalmente diversos: el sonido en su estado o latencia inicial, y la linealidad de una sucesión de sonidos en su expresión más desnuda y descarnada.

Fue Deryck Cooke quien, al hablar de La Canción de la Tierra, anotó la sentencia de Hazlill: «no hay hombre joven que crea que morirá alguna vez». Estas reflexiones pueden sernos de utilidad a la hora de entrar en contacto con la penúltima obra del ciclo sinfónico de Mahler. Como en Das Lied von der Erde, como ocurrirá también en la inconclusa Décima Sinfonía, se parte del tema de la muerte, una idea que ha permanecido anclada en la obra de Gustav Mahler desde sus primeras páginas creadoras. Se puede hablar de una muerte como «cuento» en las obras primerizas (Das klagende Lied, los primeros lieder). En las llamadas «Sinfonías Wunderhorn» hallaríamos una muerte como tránsito a la «transfiguración» (especialmente en la Segunda Sinfonía «Resurrección»). En la trilogía central de Sinfonías instrumentales y el ciclo de Canciones a la muerte de los niños, se presentaría la muerte como posibilidad desagradable, como injusticia irreparable, como transgresión de lo justo. Sólo en la trilogía final (Das Lied, Novena y Décima Sinfonías) va a sentirse la muerte como realidad, como vivencia previsible a corto plazo. Se puede, por ello, hablar de un doble nivel en este tema de la muerte dentro de la cosmología mahleriana: el ideal, que presidiría las tres etapas citadas en primer lugar, y el real, que dominaría la trilogía «de la despedida», según otra denominación feliz de Cooke. De hecho, el Mahler de 1907 a 1911 se sabe amenazado por la enfermedad cardíaca que los médicos le han diagnosticado, la «endocarditis lenta» como entre nosotros ha señalado el Profesor Rof Carballo, y ha visto cumplirse la profecía de los Kindertotenlieder al morir su hija María. De ahí, como primer fruto, el largo canto de amor, despedida y anhelo de permanencia que es La Canción de la Tierra, que Mahler escribe entre 1907 y 1909. Apenas concluida la creación de esta obra, este Mahler, que se obstina en vigilar el ritmo de sus pulsaciones y en llevar constantemente un podómetro en sus paseos, inicia la composición de su Novena Sinfonía (que era de hecho su Décima, ya que a Das Lied lo había llamado Sinfonía).

Se puede decir así que la Novena empieza donde Das Lied termina, y la alusión no se hace sólo en términos de cronología. De hecho, el célebre motivo de cuatro notas que entona el arpa al comienzo de la Sinfonía, se encontraba en las voces del oboe y la flauta que acompañaban los «Ewig» finales de la La canción de la Tierra, con lo que Mahler establecía una, consciente o inconsciente, relación temática entre ambas obras.

Quizá esta tesis de la continuidad entre la obra cantada y la Sinfonía meramente instrumental resulta atacada si se recuerda que, años atrás, Mahler había expresado que siempre llegaba a un punto en sus obras en el que percibía la necesidad de la palabra para poder seguir adelante. Así, el tránsito vital del «protagonista» de la Sinfonía «Titán» se expresaba por medio de los versos del coral de la resurrección de Klopstock («He llevado aquí a la tumba al héroe de mi Primera Sinfonía», decía Mahler). También, tras la visión instrumental «humana» de las Sinfonías Quinta, Sexta y Séptima, venía la visión coral «divina» de la faústica Octava. Empero, el caso vivido en La Canción de la Tierra era extremo: Mahler había llegada a una identificación tan íntima y personal con los poemas de Li-Tai-Po, Wang-Wei, Mon-Kao-Yen y Chang-Tsi, que era casi imposible que pudiera hallar otros textos equiparables para expresar el curso de sus sentimientos. Por este motivo, tenía que volver a una música «solo música», exclusivamente orquestal, sin ayudas de textos literarios, tenía, en fin, que volver a una música abstracta para proseguir su discurso sobre la vida, el amor y la muerte. Acaso si Mahler hubiera vivido algunos años más y hubiera entrado en conocimiento con la poesía de Rilke, no seria aventurado imaginarle poniendo música (o mejor, haciendo suyas musicalmente) a las Elegías de Duino.

Habría, además, otra causa para este retorno a lo instrumental; en Das Lied, Mahler, que no había dejado óperas, había llevado la voz humana a unos determinados límites de expresividad: sería lógico que el sempiterno sinfonista volviese ahora a su terreno para continuar la peroración en la forma y en el género que mejor dominaba y que más queridos le eran. Con estos razonamientos se quiere significar que una nueva página vocal o coral era prácticamente imposible en el proceso cíclico de Mahler, tanto por la dificultad casi insalvable de hallar un texto poético idóneo como por motivos interiores de paulatina introspección. Por lo demás, y volveríamos con esto a aludir al resistente hilo que une a Das Lied con la Novena, esta obra reviste unas calidades vocales evidentes. He aludido antes a la «horizontalidad» de la escritura de la Novena en contraposición a la «verticalidad» de otras obras del autor, que implica dejar en segundo plano la armonía y ceder el primero a la melodía. Ninguna otra página mahleriana de corte sinfónico-instrumental es tan «cantabile» como la Novena: los mismos temas básicos del primer movimiento, Andante comodo, y del último, Adagio, anteriormente reproducidos, poseen una entidad melódica que muy pocos pasajes del compositor han tenido previamente. La voz ha sido reemplazada por la orquesta, una orquesta cuyos recursos «vocales» son aún más amplios que los del mismo medio fonatorio, como muy bien ha señalado Holbrook.

En la Novena se plantea Mahler un conflicto dialéctico común a toda la trilogía final, la disyuntiva entre el «ser» y el «dejar de ser»; entre que todo tenga sentido o nada lo tenga; entre la fe religiosa y la duda racional; entre el amor y la ausencia de amor. Todas estas alternativas se entrecruzan y ramifican. Mahler había llamado al último tiempo de su Tercera Sinfonía «Lo que me dice el amor» y le había dado un sentido religioso explicando que «sólo Dios es amor». Había establecido, además, unas inquebrantables declaraciones de fe en sus Sinfonías Segunda y Octava, contrapuestas, la de la Sinfonía «Resurrección» a la «muerte sin resurrección» de la Sexta Sinfonía, y la de la «canción de los cielos» de la Octava a la «canción de la tierra» de Das Lied. Vida, fe, amor, de una parte; muerte, duda, desamor, de otra. La misma crisis matrimonial que Mahler vivía por las fechas de composición de la Novena agravaba, incluso filosóficamente, el conflicto experimentado por el artista: Mahler había dedicado su Octava Sinfonía, su gran proclamación de fe, a su esposa, y en ello había sublimado sus luchas de las obras precedentes, buscando un pan-amor humano y celeste. Todo ello se tambaleaba ahora y se sometía a interrogante. En La canción de la tierra había hecho su aparición un dramático sentimiento de desesperanza, de desarraigo, confrontado con un cariño inefable hacia todo el entorno circundante, podríamos decir que hacia todas las «verdades» anteriores en las que Mahler había confiado. Al final la obra se resolvía en un «infinito anhelo» de permanencia y perdurabilidad. Y con este matiz comienza la Novena. Este enfermo busca dónde agarrarse, y no le basta la fe tan duramente adquirida. Hay en la obra, claro es, connotaciones personales, lo que podríamos denominar, parafraseando a Deryck Cooke «Trilogía de los desarraigos»: desarraigo de Viena y de Europa al cesar en la dirección de la Ópera Imperial; desarraigo afectivo, tras la muerte de su hija mayor y el inicio del desamor de su mujer; desarraigo de la vitalidad, al conocer los primeros síntomas de una lesión cardíaca. Pero es necesario intentar, por una vez, sin prescindir u obviar estos factores —¿qué harían sin ellos los biógrafos, los autores de notas de programa y/o los que no tienen nada que decir de Mahler?— centrarse en lo puramente musical de una estructura-escritura asombrosa, que llegó a conmocionar profundamente —Schönberg, Berg— a quienes ya iban por delante de Mahler en la hora de la ideación musical. Por ello reviste un máximo interés el examen del recorrido de los cuatro movimientos de la Sinfonía, para saber hasta dónde llego Mahler en su exploración, hecha con escalpelo y sin compasión, de la «verdad de las verdades». Mahler, con un corazón que le funciona a espasmos, arrítmicamente, busca un asidero. La fe no le basta. Le falta el soporte de un afecto estable. Busca, pues, algo que él mismo no sabe a ciencia cierta lo que es, pero que le permitirá, en 1911, llegar en su Décima Sinfonía a la aceptación de la muerte en medio de una asombrosa y apacible serenidad. Sigamos, pues, su camino.

En esta obra, preludiando (un preludio veinte veces mayor que su postludio) lo ensayado por Alban Berg en, precisamente, «Preludium», la primera de las Tres piezas para orquesta Op. 6, se procura partir de un sonido único, casi el latir de un corazón, el La de los violonchelos, contestado más de mil compases después por el La de las violas, que abre y cierra la obra, como elemento generador y motriz de una estructura sinfónica, irradiador de los otros dos elementos motívicos sustanciales de la composición, el «grupetto» Fa sostenido-La-Si-La del arpa y el a modo de suspiro Fa sostenido-Mi-Fa sostenido-La de los violines, todo esto en la primera hoja de la partitura. En la Décima Sinfonía, el elemento generadormotriz será la línea («Reihe» en alemán, o sea, «serie») de las violas al comienzo de la obra, en un experimento aún más innovador que el anterior, cuyo trazado hemos podido conocer (aunque no «aprehender» tal como el compositor hubiera finalmente redactado) a través de «versiones ejecutables» como la de Deryck Cooke.

Alguna vez se ha sugerido que las primeras notas de la Novena Sinfonía representan el quebrado ritmo del pulso del compositor: digamos que «puede ser», sin más compromiso. Programáticamente o no, el La/latido inicial llevado hasta la última página, donde Mahler ha escrito un sobrecogedor ersterbend (agonizando), indica un itinerario de vida y muerte, versión ampliada —diez veces el original— del Von der Wiege bis zum Grabe (De la cuna a la tumba) de Liszt[52]. Después, una marcha fúnebre —la más gigantesca escrita desde la de la Heroica de Beethoven—, un primer Scherzo en donde los Ländler de las primeras obras del músico se agigantan a modo de «Summa», un segundo Scherzo (Rondó-Burleske) que desata con mordacidad cáustica todas las tensiones que el primer movimiento había expuesto y que el segundo disimulaba, y un Adagio conclusivo en el que, jugando con la inversión de los motivos iniciales de la obra, la Sinfonía, que ha ido creciendo hasta el paroxismo, se resuelve desintegrándose temática, dinámica e instrumentalmente hasta retornar a su latido primario, pero éste regresa entrecortado, dominado por amplísimos silencios que llegan a ser más penetrantes que el sonido mismo.

Es ya más significativa la vecindad del tema básico, la melodía de los violines, con el «Leit-motif» de la Sonata n.º 26, Op.81 a, de Beethoven, que lleva el expresivo título de «Les Adieux» y sobre cuyas primeras notas había escrito el autor de Fidelio las palabras «Lebe wohl», la poética expresión alemana de despedida.

No tenía nada de casual la elección de esta música como punto de referencia: en 1875, cuando Mahler contaba quince años de edad, una audición de la mencionada Sonata beethoveniana le había abierto las puertas de la clase de Julius Epstein en el Conservatorio de Viena. Mahler citaba la página que más unida estaba al comienzo de su vida musical. El subtítulo «Les Adieux» es esencial, pues la página que había cerrado La Canción de la Tierra se llamaba «Der Abschied», o sea, «La Despedida»: con ello se evidenciaba aún más la conexión entre este primer movimiento de la Sinfonía y la obra precedente.

Mahler se ha mostrado a lo largo de su carrera compositiva como un hombre de «cuarta descendente», su intervalo predilecto. Subsiste esta preferencia en la Novena, pero matizada. En los dos primeros movimientos de la obra es el intervalo de 2.ª el que regula el devenir de las secuencias, mientras que la 4.ª domina el curso en la segunda mitad de la partitura. Nada más iniciarse la obra, plantea Mahler el conflicto entre 2.ª menor, en el importante motivo del arpa, y 2.ª mayor, en la melodía principal. No se puede prescindir aquí del sustancial estudio de Deryck Cooke sobre las relaciones interválicas. La 2.ª menor «presupone una tensión semitonal que tiende a la tónica. En un esquema de modos menores plantea una situación de angustia y configura un contexto finalista». «La 2.ª mayor raramente se encuentra aislada como tensión expresiva. Es una nota neutral, común a los dos modos mayor y menor, puente entre la tónica y la tercera. Desde principios de siglo, sin embargo, no es raro que aparezca aislada, realizando una función equivalente a la de la 6.ª mayor: su agria disonancia en relación con el acorde mayor engendra una condición de anhelo, similar a la de la 6.ª mayor en relación a la dominante». Tensión entre anhelo y angustia, tal es el enfoque que conforma el primer tiempo de la obra.

Todo el movimiento, como Alban Berg expresara, está dominado por la idea de la presencia de la muerte, que determina la misma estructura formal (marcha fúnebre) y que se presenta en cierto momento «con la máxima potencia». Pero esta confrontación con la muerte, con la extinción física, se produce con mínima rebeldía. No hay aquí la lucha denodada, titánica, de las fuerzas positivas y negativas que se generaba en el movimiento final de la Sexta Sinfonía. En la Novena hay una resignación a duras penas, una aceptación no benevolente, pero en última instancia no hay un potencial positivo que se levante contra el clima general. Por eso el movimiento, tras una secuencia de voces que no se encuentran ni se escuchan (cadencia de trompa, flauta y violonchelos), termina como no queriendo molestar, buscando el silencio como reposo. Si la Sinfonía terminara en este punto, estaría ante una «muerte sin esperanza», ante un estadio de amargura aún más hondo que el marcado por La canción de la tierra, y, además, sin el apasionado anhelo de permanencia que estallaba en el final de aquella obra. Este movimiento representa el grado de pesimismo más alto alcanzado por Gustav Mahler hasta ese instante.

La secuencia de segundas persiste en el segundo movimiento, ahora en escalas ascendentes (primer tema del movimiento), pero creando una situación de descanso, dado que la tónica se alcanza al final de todas las interpelaciones. En este tiempo, un Ländler o vals lento austríaco de corte rústico, la desesperanza del primer movimiento se mantiene ante las alegrías de que hace gala el mundo circundante. Se intenta forzosamente una sonrisa que se termina transformando en mueca cuando se trata de sentir el ritmo imperante. Nada lejos queda este movimiento en su aspecto funcional del Vals que Tchaikovsky imponía como segundo tiempo de su Sinfonía «Patética», una pieza cuyas concomitancias estructurales con la Novena mahleriana son enormes. De alguna forma, Mahler se va momentáneamente al mundo de las Sinfonías Primera a Cuarta, donde «las verdades» eran firmes y proporcionaban seguridad, y trata de repetir, de retomar ese ambiente sin especial éxito. El momento de los Landlers vitales y fogosos ha posado definitivamente.

El tercer movimiento, Rondó-Burleske, propone otra alternativa, que en el fondo es la huida: la ironía, el sarcasmo. «Si las viejas ideas no han dado resultado, probemos a reírnos de ellas y de todo lo demás», así parece hablar Mahler en este tiempo sarcástico, en el que imperan la duda como sistema, la inseguridad, el miedo y el frenesí. El Ländler previo se transforma en grotesca pirotecnia contrapuntística, donde todo se cuestiona, incluso la propia capacidad creativa. Y así Mahler no vacila en parodiar la Marcha del verano del primer movimiento de su Tercera Sinfonía en la parte central del Rondó: la propia facultad creadora es puesta en duda con escapismo similar al que llevaba a «El borracho en primavera» de Das Lied a consumirse en la bebida.

Es Deryck Cooke, una vez más, quien ha analizado la compleja relación interválica. «La 4.ª aumentada —escribe Cooke— crea aquí un sentido de explosión, de desencadenamiento de fuerzas. Se trata de una nota que busca la modulación hacia la dominante: es la imagen de una aspiración activa, realizable. Su uso en estado simple, sin conexiones, como en el caso de la Novena, es una llamada a la antítesis, a la negación de algo y, en suma a la rebeldía, casi como satanismo»[53].

Se llega aquí a la mayor de las desesperaciones: a ocultar la desesperación. Llegados a este punto pareceríamos abocados al síndrome de la máxima tragedia. Podría darse un final alucinado y enloquecido, elevando al cubo lo que era simple exponente en la página conclusiva de la Séptima Sinfonía. Pero no va a ser así, porque este viaje a las «regiones negras» del alma ha supuesto una introspección reveladora. Mahler ha buceado en las simas más oscuras de su interioridad, que es la de cualquier ser humano sometido a unas circunstancias adversas, y ha vuelto purificado del viaje. Y no sólo porque el enfrentamiento con los fantasmas de la mente suponga una liberación psicoanalítica de los mismos, sino también por la piedad que ello suscita. Mahler cierra entonces su Sinfonía con un Adagio, largo y cálido, de voz grave y de tono tranquilo, aunque la pasión dulce que recorría La Canción de la Tierra haga esporádicamente aparición en el discurso. Mahler, forzado por los acontecimientos, ha hallado algo que buscaba ignorante y que suelen conocer los hombres más viejos, quienes llegan a las edades más avanzadas, y que él, aún joven, a los cuarenta y nueve años, ha intuido quemando etapas: el valor de la vida humana vivida, que a él se le revela a través del descubrimiento-asunción de un sentimiento nuevo y humanizador, la compasión. Al recatar la Octava Sinfonía había pensado llamar al pasaje lento que introduce la escena final del «Fausto II» de Goethe «Adagio-Caritas». Esta «caridad», que ahora se hace vivencia, se resume en una palabra anteriormente enunciada: piedad. No descubro nada al hablar de «piedad» en este movimiento final de la Novena, pues hace ya varios años Federico Sopeña anotaba estas palabras, comentando esta obra en el concierto: «Es ahora, al final de estos tiempos lentos, cuando Mahler, mucho más que en los bancos de la universidad, se siente discípulo de la piedad de Bruckner»[54].

Regresando, una última vez a Cooke, anotemos que el tema inicial del movimiento plantea desde el principio el empleo de la cuarta, «expresión del “pathos” en un modo menor, preservación del “status quo” en modalidad neutra, siempre en busca semitonal de la tercera, pero resignada si el encuentro no se produce». Asumidas la mortalidad y el sufrimiento, Mahler preserva su humanidad y la autenticidad del «ser» frente al «dejar de ser», gracias al «haber sido». El infinito amor de Das Lied, que va a alcanzar su cima en la Décima, retorna en este Adagio signado por una confianza distinta de la religiosa a secas: porque el que escribe los pentagramas se está dando a los otros con lo que tiene y con lo que puede ofrecer, su confianza brota del encuentro con el hombre mismo. En una hermosa secuencia, en dócil asunción autobiográfica, evoca Mahler el cuarto Lied de las Canciones a la muerte de los niños, el mismo que apareciera en el tiempo lento de la Sexta Sinfonía con la música de las palabras «¡El día es hermoso en aquellas alturas!», cerca ya del final del movimiento.

Es La Grange quien, en sus relevantes conferencias en Harvard del año 1987, ha insistido en que, acaso, el tema último sobre la muerte que impregna toda la obra no sea la «profecía» de la extinción propia —así «cantada» por el propio Mahler—, sino más bien el «recuerdo» de la muerte en carne propia, esto es, el fallecimiento de la pequeña María Mahler, la hija mayor de Alma y Gustav. El músico, lo recuerda el mismo La Grange, literalmente borró de su entorno toda referencia a la trágica desaparición de su hija, al principio del verano de 1907, y ni siquiera cita el triste tema en su correspondencia. De otra parte, posadas las angustias por la salud propia de ese año 1907 y parte del siguiente —podómetro, vigilancia de la tensión, ausencia de toda actividad deportiva—, Mahler retornó entre 1908 y 1910 a su vieja hiperactividad —que le lleva, a sólo medio año de su muerte, a dirigir cuarenta y ocho conciertos en América entre noviembre y diciembre de 1910—; por ello, no es absurdo pensar que, en 1909, en un acto de purificación y, recordémoslo una vez más, de piedad, sean los pentagramas de esta Novena Sinfonía los que asuman la muerte de María Mahler. La cita, justamente, de ese Lied, el ya anotado en la Sinfonía en La menor, «¡A menudo pienso que sólo han ido a dar un paseo!», cobra una trascendencia emocionante, casi sobrecogedora. Y es que Mahler cita precisamente la música unida a los versos más «transfigurados» del poema de Rückert, «los alcanzaremos en aquellas alturas, a la luz del sol, ¡el día es hermoso en aquellas alturas!». Es difícil no evocar, con turbación, aquella otra «transfiguración», la del paraíso «soñado» del final de la Cuarta Sinfonía, frente a esta otra catarsis ante el hecho de la herida que la muerte ha dejado en el alma.

En fin, en los mismos compases de cierre, aquellos en que la música debe ir «agonizando» según la expresiva acotación del pentagrama, un motivo de cuatro notas !Fig. 1 C) parece elevarse como respuesta postrera a las cuatro notas del comienzo !Fig 1 A.L) reafirmando el anhelo de Das Lied. Ha explicado Carlo María Giulini cómo para él, si la Primera Sinfonía representa el triunfo del hombre, la Novena Sinfonía supone «el triunfo del espíritu del hombre»; cuando en La Canción de la Tierra los «Ewig» («Eternamente») de la voz parecían traducir un «Quiero quedarme siempre con vosotros», la conclusión de la Novena mahleriana podría significar esto otro: «Sé que mi espíritu se ha de quedar con vosotros».

19. DÉCIMA SINFONÍA: PURGATORIO (O INFIERNO) Y FIN

Sinfonía n.º 10 (en Fa sostenido mayor).

  1. Andante. Adagio.
  2. Scherzo I.
  3. Purgatorio (oder Inferno) (Allegretto moderato. Nicht zu schnell) (No demasiado rápido).
  4. Scherzo II: Der Teufel tanzt es mit mir (El diablo baila conmigo) (Allegro pesante. Nicht zu schnell) (No demasiado rápido).
  5. Finale (Langsam, schwer. Ein wenig fliessender, doch immer langsam) (Lento, pesante. Un poco más fluido, pero siempre lento).

Composición: Toblach, Nueva York 1910-11.

Estreno: Andante. Adagio y Purgatorio: Vienna, 1924.

Reconstrucción de Deryck Cooke:

  • a) primera versión, con los Scherzos incompletos: Londres, trasmisión del Tercer Programa de la BBC, 19 de diciembre de 1960; Orchestra Philharmonia, director Berthold Goldschmidt.
  • b) versión completa, en colaboración con Berthold Goldschmidt: Londres, Royal Albert Hall («Henry Wood Promenade Concerts» (PROMS) de la BBC), 13 de agosto de 1964; London Symphony Orchestra, director Berthold Goldschmidt.
  • c) revisión, en colaboración con Berthold Goldschmidt, y David y Colin Matthews): Londres, Royal Festival Hall, 15 de octubre de 1972; New Philharmonia Orchestra, director Wyn Morris.
  • d) revisión de Denis y Colin Matthews: 1989.

Reconstrucción de Clinton Carpenter: 1946-1966; primera interpretación, 1983, Chicago Civic Orchestra, Gordon Peters.

Reconstrucción de Joe Wheeler: 1945-1977, cuatro versiones: 1958, 1964, 1966 y 1977; primera interpretación de la versión de 1966, Orchestra of the Manhattan School of Music, director Jonel Perlea, 1966.

Reconstrucción de Remo Mazzetti Jr.: a) primera versión, 1989; Saint Louis Symphony Orchestra, Leonard Slatkin (1994); b) versión revisada, 1997; Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña, Jesús López Cobos, 1999.

Reconstrucción de Rudolf Barshai: 2000; San Petersburgo, diciembre de 2000, director Rudolf Barshai.

Reconstrucción de Nicola Samale y Giuseppe Mazzuca: 2001-2008. Estrenada el 22 de septiembre de 2008 en Perugia, Italia, por la Sinfónica de Viena y Martin Sieghart.

Reconstrucción de Yoel Gamzou: 2009. Estrenada por la International Mahler Orchestra y Yoel Gamzou el 5 de septiembre de 2009, Berlín.

Primeras ediciones:

  • a) Facsímil: Zsolnay, Viena 1924.
  • b) Andante. Adagio y Purgatorio: Ed. Krenek-Schalk-Zemlinsky, Associated Music Publishers, New York 1951.

Reconstrucción de Deryck Cooke: Associated Music Publishers, New York, y Faber Music Ltd, Londres 1976.

Durante el que habría de ser el último verano de su vida, el de 1910, Mahler compaginó los arduos preparativos para el estreno de su Octava Sinfonía y sus conciertos en París, Roma y Colonia, con el trabajo incansable, febril incluso, en una nueva Sinfonía: la página que, como se ha dicho, significaba supersticiosamente traspasar la «terrible» barrera de las «Nueve Sinfonías», no cruzada por Beethoven, Schubert, Bruckner o Dvorak; de hecho, la nueva composición era su undécima página dentro del género, ya que La Canción de la Tierra, aunque no numerada como tal, había sido bautizada como «Sinfonía». En cualquier caso, Mahler entendía que la partitura ahora abordada era la Décima de su ciclo. El músico nunca concluyó esta obra, un hecho que abriría una de las más encendidas polémicas de nuestra cercana historia musical, precisamente a causa de los esfuerzos —meritorios y bien intencionados todos, digámoslo por adelantado— emprendidos para dar término a la partitura o, al menos, presentarla en su estado inconcluso de manera «ejecutable».

Aunque, como habremos de ver más adelante, la «Performing Version» del británico Deryck Cooke ha terminado por imponerse en el ámbito del estudio y la —posible— interpretación de esta creación mahleriana, el propio musicólogo mencionado animó la redacción de trabajos afines al suyo, con loable sentido de investigador que no pretende estar en posesión de la verdad y entiende que ésta puede discernirse a través de ópticas diversas. Así, junto a Cooke o tras él, han marchado el compositor dodecafonista, también inglés, Joseph Wheeler, el estudioso estadounidense Clinton Carpenter, el también americano Remo Mazetti Jr. o el director de orquesta ruso Rudolf Barshai, cuyas «ediciones» completas de la partitura que nos ocupa han conocido interpretaciones públicas —Wheeler al final de los 70, Carpenter en 1983, Mazetti en el 89, Barshai en 2000—, si bien no todas han sido publicadas editorialmente. Existen, además, «soluciones» parciales, que no han abordado la reconstrucción global de la pieza, sino sólo segmentos de la misma, mayoritariamente del Finale.

El esquema concebido por Mahler para la Décima Sinfonía era similar al adoptado, en su día, para la Séptima: cinco movimientos, Adagios el primero y el último, Scherzos el segundo y el cuarto, y un breve Allegretto como episodio central. Resulta realmente triste que Mahler no pudiera completar la obra a su gusto, porque los fragmentos que nos han llegado indican que estamos ante una obra de transición, como lo era la Séptima. Pero esta transición, ¿habría sido hacia el único punto posible, esto es, hacia la escuela preconizada por el joven Schönberg y sus aún más jóvenes discípulos Berg y Webern? Es muy difícil determinarlo; se pueden detectar «direcciones» en la inconclusa partitura, tendencias, pero en líneas contrapuestas: la Sinfonía mira tanto al futuro como al pasado. Estamos ante una «obra bisagra», como el torso conocido de la partitura parece indicarnos, que acaso nos permite discernir, aprehender, por la mera vía del conocimiento, hasta qué punto había llegado Mahler en su pensamiento sinfónico.

En una primera aproximación, la desnudez tímbrica, el sincero expresionismo ambiental, el escarceo ambiguo en lo tonal —lo que Bernstein ha llamado «flirteo con la atonalidad»—, pueden sugerir una vecindad con el primer Schönberg (aclaremos: no con el pre-Schönberg de 1890-93, anterior a la Noche Transfigurada, sino con el de la Sinfonía de Cámara n.º 1, obra que parece dibujarse, a veces, entre los pentagramas de esta Décima). Pero este parentesco formal es mero accidente, puede ser comunión-simbiosis de espíritu, si se quiere, pero no posee carácter determinante. A poco que la Sinfonía se analiza en profundidad, se advierte que, «más allá de las notas» como el mismo Mahler decía, la nostalgia por el ayer, y aún más que eso, el cariño infinito por «todo» lo de antes —y este «antes» empieza nada menos que en Beethoven—, por «la gran línea del sinfonismo germánico» —frase de Bernstein, nuevamente—, es tan descomunal, tan intenso y vigoroso que resulta aventurado y desmedido concebir la Décima como la gran página vanguardista de un autor en trance de unirse a la escuela de Viena como militante. El enorme interés de la Décima radica en su expectatividad, en su posibilismo, en lo que pudo haber sido: lo que quiere decir en último término, ambivalencia, o mejor dicho, polivalencia.

Se da un problema serio —se cita muy poco— en el Mahler-compositor de los últimos años, problema que se une a las preocupaciones intensísimas del Mahler-hombre: es el sentirse preterido, saberse desfasado, frente al quehacer de los más jóvenes. Mahler, que había sido «avant garde» en Das klagende Lied, en los Ruckert-Lieder, en la Sexta, en la Séptima, en el mismo «Totenfeier» de la Segunda Sinfonía —no olvidemos aquella inefable, casi espantada, recepción de Bülow—, comprende, y él con más claridad que ningún otro, que en 1909 la música toma otros derroteros, en los que él podrá ser espectador privilegiado, sin duda inspirador, pero ya no protagonista: Mahler, que ha podido sugerir tantas secuencias del Wozzeck —timbres, ambientes, sonoridades, mundos, ideas de la composición toda—, no habría podido escribirlo, sin embargo. Esa sensación dual ha poseído, con la fuerza que casi todos los sentimientos primarios podían despertar en su endotimia, al Mahler de los años últimos y las obras finales. Tal vez por eso, el que Mahler muera en medio de la creación de la Décima, sea casi «oportuno» (dicho esto en un sentido estético, nunca histórico); acaso también importe que Mahler, el que siempre buscaba algo diferente de lo anterior, esté en la Décima volviendo a escribir en parte la Novena. «¿Habría Mahler subido la pendiente de la montaña para acampar junto a Schonberg?», se pregunta Bernstein: la fascinación de la Décima subyace en esa condicionalidad del «si Mahler…». Tal vez haya sido mejor así: nunca sabremos con certeza cómo pudo haber sido. Hasta en esto, sobre todo en esto, Mahler había de ser leyenda.

* * *

Buscar en la papelera de los compositores extintos y rescatar los papeles arrojados a la misma. Definición inmisericorde, desde luego, para lo que podríamos llamar «trabajos de reconstrucción de originales inconclusos». Pero se trata de una ley no escrita: de los grandes autores se quiere todo, hasta lo que no llegaron a escribir o, al menos, a terminar. La nómina musical de peripecias reconstructivas es amplísima, y no es de ayer: Réquiem de Mozart, Octava y Décima Sinfonías de Schubert, Novena Sinfonía de Bruckner, Tercera Sinfonía de Elgar… Pero pocos casos con tanta concurrencia de «terminaciones» como el de la Sinfonía n.º 10 de Gustav Mahler.

La historia de la obra es hoy sobradamente conocida, por lo que trataré de esbozar un recorrido telegráfico de la misma.

1910-11. Composición: Toblach, Nueva York 1910-11.

– 1911. 18 de mayo: muere Gustav Mahler en Viena.

– 1924. Alma Mahler entrega al editor Zsolnay la mayor parte del manuscrito, publicado como tal en facsímil. Ernst Krenek, con la colaboración de terceros, arregla dos movimientos (I. Andante-Adagio y III. Purgatorio) para la ejecución. Alban Berg examina el manuscrito. Octubre: Schalk dirige en Viena los dos movimientos.

– 1942. Jack Diether entrega a Dmitri Shostakovitch una copia del facsímil en la edición Zsolnay y le insta a completar la obra. Shostakovich rechaza la propuesta en 1949.

– 1946. Alma Mahler y Jack Diether piden a Arnold Schönberg que complete la obra, propuesta que es finalmente rechazada. Clinton Carpenter, en Chicago, comienza a trabajar sobre la edición Zsolnay.

– 1953. Joseph (Joe) Wheeler, en Londres, tras recibir de Diether una copia del manuscrito, comienza a trabajar en una posible versión completa de la obra.

– 1954. Hans Wollschläger, en Alemania, empieza a trabajar en una posible versión íntegra de la Décima.

– 1958. Rudolf Barshai descubre la obra a través del director de orquesta Arvid Janssons, que lleva a Rusia la grabación de Hermann Scherchen del Andante-Adagio.

– 1959. La BBC inglesa comienza a preparar unas emisiones de cara al centenario de Mahler, que se encargan al musicólogo Deryck Cooke, el cual empieza a trabajar sobre el facsímil de 1924, desconociendo la labor ya en curso de Carpenter, Wheeler y Wohlschläger.

– 1960. La BBC emite la realización parcial de Cooke. Alma Mahler prohíbe todas las interpretaciones de la obra.

– 1962. Wollschläger interrumpe su trabajo en la obra.

– 1963. Harold Byrns, Jack Diether y Jerry Bruck visitan a Alma en Nueva York y consiguen que escuche la emisión de la BBC, tras lo cual la viuda de Mahler, emocionada, decide levantar su prohibición.

1963-4. Anna Mahler y Henry-Louis de la Grange descubren otras cuarenta páginas del manuscrito, que hacen llegar a Cooke. Alma Mahler autoriza por escrito el trabajo de Cooke.

– 1964. 13 de agosto: estreno de la Performing Version, en cinco movimientos, de la Décima Sinfonía, preparada por Deryck Cooke (Berthold Goldschmidt, Londres). Erwin Ratz edita en Viena (Universal Edition, Gustav Mahler: Sämtliche Werke, Band XI) el Adagio-Andante redactado por Mahler en su versión original. Fallece Alma Mahler.

– 1965. Wheeler completa su versión, que revisará varias veces.

– 1966. Carpenter completa su versión. La versión de Wheeler es estrenada en Nueva York (Jonel Perlea, Manhattan School of Music Orchestra). Noviembre: Eugéne Ormandy interpreta y graba la versión de Cooke con la Orquesta de Filadelfia.

– 1967. La Sociedad Mahler de Viena publica una nueva versión facsímil, ahora íntegra, del manuscrito de Mahler (Gustav Mahler. X. Symphonie. Faksimile nach der Handschrift), en edición de Erwin Ratz.

– 1972. La versión de Cooke, revisada, se estrena y graba en Londres (Wyn Morris, New Philharmonia).

1974-5. Wohlschläger, tras escuchar la grabación indicada, escribe a Cooke para comunicarle que abandona definitivamente su trabajo en la obra.

– 1976. Muere Deryck Cooke. Se publica la versión revisada de Cooke, en colaboración con Goldschmidt y los hermanos Matthews (Cooke II).

– 1983. Se estrena la versión de Carpenter. (Gordon Peters, Chicago Civic Orchestra). Remo Mazzetti, en Nueva York, empieza a trabajar en una nueva versión de la obra.

– 1986. Se interpretan tres movimientos de la versión de Mazetti en Holanda (Gaetano Delogu).

– 1989. Los hermanos Mathews publican una tercera versión, revisada, de la edición de Deryck Cooke (Cooke III). Mazetti completa su versión.

– 1994. La versión de Mazzetti es interpretada y grabada (Leonard Slatkin, St. Louis Symphony).

– 1995. Primera grabación de la versión de Carpenter (Harold Farberman, Philharmonia Hungarica).

– 1997. Mazetti revisa su versión.

– 1999. Estreno de la segunda versión de Mazetti (Jesús López Cobos, Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña).

– 2000. Rudolf Barshai completa su versión y la estrena en San Petersburgo.

– 2008. Estreno de la versión de Nicola Samale y Giuseppe Mazzuca.

– 2009. Estreno de la versión de Yoel Gamzou.

* * *

Los papeles de Mahler, por otra parte, dan una idea bastante precisa de la estructura de la obra querida por el autor. Pocas semanas antes de su muerte, el músico anotó:

Sinfonía n.º 10

Andante. Adagio.

Scherzo I.

Purgatorio (oder Inferno) (Allegretto moderato. Nicht zu schnell) (No demasiado rápido).

Scherzo II: Der Teufel tanzt es mit mir (El diablo baila conmigo) (Allegro pesante. Nicht zu schnell) (No demasiado rápido).

Finale (Langsam, schwer. Ein wenig fliessender, doch immer langsam) (Lento, pesante. Un poco más fluido, pero siempre lento).

De otra parte, el esquema se complementa con una realidad: la del manuscrito que Mahler deja en poder de Alma («maravillosas palabras de amor que recibo del más allá», según anota la joven viuda en su diario, en el mes de diciembre de 1911), y que la esposa va a guardar celosamente durante trece años. En 1924, Alma se dirigió al joven compositor Ernst Krenek, entonces recién casado con su hija Anna, mostrándole el manuscrito y sugiriéndole la posibilidad de terminar la obra. Krenek se mostró pesimista al respecto y decidió «editar» los dos movimientos aparentemente más terminados, el Adagio inicial y el tercer tiempo («Purgatorio»-Allegretto moderato). Desgraciadamente, se vio «auxiliado» en su tarea editorial por voces más «avezadas», tales como las de Franz Schalk —en su día falsificador de las Sinfonías de Bruckner, ahora dispuesto a repetir su «hazaña» con los pentagramas mahlerianos—, Alexander von Zemlinsky y un alumno de Alban Berg, Otto Jokl. Años más tarde, el propio Krenek renegaría de un trabajo plagado de errores e incongruencias. Sólo en 1964, Erwin Ratz editó en Viena (Universal Edition, Gustav Mahler: Sämthiche Werke, Band XI) el Adagio tal como había sido redactado por Mahler, ya que este movimiento había quedado plenamente concluido y orquestado en el manuscrito mahleriano. En el mismo año 1924, Alma entregó al editor Zsolnay la mayor parte del manuscrito, publicado como tal en facsímil.

Durante los años siguientes, se escucharon fuertes críticas —entre ellas la de Alban Berg— contra la edición de lo que, aparentemente, «era» la Décima Sinfonía de Mahler. En los años 30, Richard Specht, uno de los primeros estudiosos de la obra de Mahler —que había aconsejado a Alma la publicación del manuscrito en 1924—, sugirió a la esposa del músico la posibilidad de ir más allá de lo hecho por Krenek y asociados en torno a la Décima; tal como Susan M. Filler relata en Artistic Morality versus Musical Reality, Specht recomendó a Alma dirigirse a «algún músico de verdadera estatura, devoto de Mahler y familiarizado con su estilo», proponiéndole el nombre de Arnold Schönberg. La llegada del nazismo, la marcha de Schönberg a Estados Unidos y el largo peregrinaje de Alma y Franz Werfel por Europa durante la guerra iban a desbaratar todos estas planes. En 1942, según revela el propio interesado, el musicólogo canadiense Jack Diether trató de interesar a Shostakovich en el tema manteniendo casi siete años de correspondencia con el compositor soviético —obviamente, como Schönberg, músico de altura, apasionado mahleriano y gran conocedor del estilo—, cerrados en 1949 con una definitiva negativa del autor de Lady Macbeth de Mtsensk. Diether se entrevistó con Alma, cercana ya a los setenta años: el nombre de Schönberg volvió a mencionarse, y ahora, tanto el compositor como la viuda de Mahler (ya entonces viuda también de Werfel) vivían en Estados Unidos, lo que facilitaba las cosas. Schönberg, finalmente, se reunió con Alma y con Diether, y durante más de una hora examinó el manuscrito. Su respuesta fue, como la de Shostakovich, negativa: contaba entonces setenta y cinco años y padecía graves problemas de la vista que le dificultaban el trabajo incluso en su propia música. Así, Schönberg, que ya había rechazado años atrás la tarea de completar la Lulu de Berg, denegaba la oferta de dar forma interpretativa a la Décima de Mahler.

Por los mismos años, el musicólogo inglés Deryck Cooke, nacido en Leicester en 1919, empezó a examinar el facsímil editado en 1924 por Zsolnay: algunos años más tarde, en 1960, la BBC —a cuyo cuerpo asesor pertenecía— le encargó un amplio estudio sobre el tema de la inconclusa Décima de cara al centenario de Mahler. Cooke retornó al facsímil y, paulatinamente, llegó a la conclusión, en sus propias palabras, de que «Mahler no había dejado un ‘pudiera ser’, sino un ‘casi es’». Cooke preparó así para su interpretación en la BBC el Adagio y el «Purgatorio» editados en el 24 —pero expurgando las impurezas editoriales—, más el Finale, ampliamente elaborado en el facsímil según el sistema de cuatro pentagramas conjuntos que Mahler solía emplear en la preorquestación de sus obras, así como una versión incompleta de los dos Scherzos. Las reacciones ante la audición incitaron a Cooke a continuar su investigación, tratando de reconstruir más cuidadosamente los dos Scherzos, movimientos segundo y cuarto de la obra, de los que igualmente aparecían numerosas acotaciones orquestales en el facsímil, aunque incompletas. Sin embargo, Alma, advertida por Bruno Walter —ambos con más de ochenta años en 1960—, prohibió drásticamente a Cooke y a la BBC la difusión de la versión realizada por el musicólogo de la obra: ni Walter ni Alma habían llegado a oír la transmisión de la BBC.

En 1962 fallecía Bruno Walter. Harold Byrns, también director de orquesta, consiguió finalmente convencer a Alma para que escuchara una cinta con la interpretación realizada por Berthold Goldschmidt en 1960 para la BBC, audición preparada técnicamente por Jerry Bruck: entre lágrimas, Alma reconoció, al oír la música, que «nunca había pensado que hubiera tanto de Mahler en ese manuscrito». De inmediato, escribió a Cooke la siguiente carta:

«Querido señor Cooke:

El señor Byrns me ha visitado hoy en Nueva York. Me ha leído sus excelentes artículos sobre la Décima Sinfonía de Mahler y su autorizada partitura. Tras ello, le expresé mi deseo de escuchar, finalmente, la cinta de la BBC de Londres. Me emocioné tanto con esta interpretación que en seguida le rogué al señor Byrns que volviera a poner la cinta. Entonces comprendí que había llegado el momento de que yo reconsiderara mi decisión previa impidiendo las interpretaciones de esta obra. He decidido, por tanto, de una vez y para siempre, darle mi total autorización para que haga interpretar su edición de la obra en cualquier parte del mundo.

Sinceramente suya,

Alma Maria Mahler».

Asimismo, Alma hizo llegar a Cooke las páginas del manuscrito no dadas en su día para publicación y que venían a rellenar las lagunas de los Scherzos. Alma falleció en Nueva York en 1964, apenas unos meses después de haber dado su permiso a la edición de Deryck Cooke, pero no llegó a oír la versión ejecutable de toda la obra, estrenada poco antes en Londres, el 13 de agosto de 1964. Al final de los sesenta, cuando aparecieron las páginas del manuscrito que Anna Mahler facilitó asimismo a Cooke, el musicólogo revisó escrupulosamente su edición con la colaboración de Colin y David Mathews, y publicó la «edición definitiva de la versión interpretable de la obra», estrenada también en Londres el 15 de octubre de 1972. Cooke fallecería cuatro años más tarde.

Voces muy diversas se han alzado contra el trabajo de Cooke, en actitud no del todo justificada tras la carta, antes transcrita, de Alma Mahler: citemos los casos de Bernstein, Solti, Boulez, Klemperer, Ratz o Tennstedt, así como, en el área mediterránea, las posturas de Vignal o Sopeña. La honestidad de Cooke —la partitura se ha publicado en edición facsímil del manuscrito íntegro en 1976, con expresa indicación de que se trata de la «versión interpretable de la obra en el estado en que fue dejada por su autor»— y la seriedad de su trabajo, en cualquier caso, han hallado amplio eco internacional, y en el momento de publicarse este texto existen catorce versiones fonográficas de la partitura y toda una nueva hornada de directores (Sanderling, Inbal, Levine, los fallecidos Martinon y Ormandy, Rattle, Morris, Wyss, Chailly, Wigglesworth, Sokol, Hauser) interpreta la pieza con regularidad. Señalemos igualmente que otras ediciones o reconstrucciones del manuscrito (Wheeler, Carpenter, Wollschläger, Mazzetti, Barshai) no han tenido, hasta el momento, la aceptación generalizada que la realización de Deryck Cooke disfrutara.

Como muy bien señala Donald Mitchell, la Décima nos revela que el Mahler final había pasado «de la resignación de la Novena Sinfonía y de La Canción de la Tierra a una reconciliación»: el cambio operado por Mahler sobre el plan tonal de la obra es bien significativo, ya que, en origen, el músico había planeado concluir la obra en Si menor, mientras que en el manuscrito optó por cerrar la Sinfonía con una apasionada Coda en Fa sostenido mayor, que, por otro lado, recoge su vital intensidad en un clima de profunda serenidad espiritual.

Una larga melodía cromática de las violas en solitario inicia el primer movimiento en Fa sostenido menor. Trombones, clarinetes y trompas se unen al total de las cuerdas; en una tercera sección las cuerdas se suceden en un diálogo arcos-pizzicato. Las violas inician de nuevo su cantinela y las secciones precedentes se repiten. Sobre las cuerdas se escucha la voz de la flauta; clarinete, fagot y oboe se incorporan más tarde sobre el trémolo de las cuerdas. Un pasaje en semicorcheas de los clarinetes conduce a una nueva confrontación entre las dos familias. El oboe traza trinos sobre las frases de los violines, clarinetes y fagotes entonan un breve coral respondido por el solo del violonchelo y el arpa. Las violas inician nuevamente su melodía para pasar a un nuevo diálogo arcos-madera con expresivos solos del violín, la flauta y la viola. Los trombones acompañados por flauta se unen a la melodía en negras de las cuerdas. Las maderas vuelven a aparecer para dejar solas a las cuerdas que desarrollan su melodía acompañadas en algunos momentos por los trombones. Los violines, en el n.º 25, inician una melodía solitaria que parece extinguirse lentamente. De súbito, tétrico clímax, un inesperado ‘fortissimo’ de toda la orquesta construye una estremecedora disonancia sobre el silencio anterior. El fortissimo se repite en el número 28, compás 208, citando diez grados de la escala cromática. Los violines entran al tiempo sobre una nota sobreaguda; sólo le han faltado a Mahler dos notas para enunciar la totalidad de la escala cromática en forma de acorde, aunque esas dos notas restantes se escuchan por resonancia armónica, lo que origina un insólito «cluster», nada menos que en 1911, culminando en un desesperado La de las trompetas. Tras esta tempestad, el movimiento recobra la calma y avanza decididamente a su final. Largos pasajes a solo de las cuerdas con leves intervenciones de los vientos. Una amplia cadencia etéreamente instrumentada, devuelve el discurso musical a una atmósfera de sutileza dinámica, aunque muy distinta en su anhelante expectativa de lo que fuera el comienzo de la obra. Los compases finales recuerdan inconscientemente las últimas notas del adagio de la Cuarta Sinfonía; blancas mantenidas de las maderas sobre largos pedales de los violines. Una escala ascendente del arpa conduce a un «pianissimo» de los violines y las flautas en su región más aguda. Un pizzicato de las cuerdas graves cierra el movimiento.

El primer Scherzo, en Fa sostenido menor, debuta con acordes extremos en el registro, que hoy día se asocian con las obras de Bernard Herrmann: el tono violento, delirante, es hermano en el sentido del Rondó-Burleske de la Novena. El tercer movimiento, empero, va a alterar lo que parecía secuencia repetitiva. Mahler escribió en el manuscrito Purgatorio o Infierno, pero tachó la última palabra… o la tachó Alma, ya que, como Colin Matthews ha estudiado exhaustivamente, la tinta de la tachadura es distinta de la del resto del manuscrito. Aparentemente se trata de un breve intermedio en Si bemol menor, íntimamente relacionado con el Lied del La trompa Mágica «Das irdische Leben». Mahler ha anotado en el pentagrama expresiones como «¡¡Piedad!!», «¡¡Oh, Dios!!, ¿por qué me has abandonado?», «¡Muerte!», y al final del movimiento «Hágase tu voluntad».

Al comienzo del segundo Scherzo, Mahler escribió: «El diablo baila conmigo, / ¡locura, poséeme, maldito de mí!, / ¡destrúyeme para que pueda olvidar que existo!». En contraposición, se escucha un tema rápido y otro lento, este último una especie de vals irónico y leve, como música de café vienés, que se intercala con citas del Purgatorio y del primer movimiento de La Canción de la Tierra. La música va desintegrándose lentamente, hasta que un golpe seco, fortissimo, en un gigantesco tambor militar corta la secuencia. Sobre este golpe, Mahler ha escrito: «¡Ay, sólo tú sabes lo que significa! ¡Adiós, mi lira!». La persona aludida es Alma, y la clave del momento está, precisamente, en el libro de Recuerdos, escrito mucho antes de la versión de Cooke.

«Marie Uchatius —escribe Alma del invierno de 1908, en Nueva York—, una joven estudiante de artes me visitó un día en el Hotel Majestic. Al oír un ruido confuso, nos asomamos por la ventana y vimos una larga procesión por la ancha calle que bordeaba el Central Park. Era el cortejo fúnebre de un bombero, de cuya heroica muerte nos habíamos enterado por los periódicos. Los que encabezaban el cortejo estaban casi directamente por debajo de nosotros cuando la procesión se detuvo y el maestro de ceremonias avanzó y pronunció una breve alocución. Desde la ventana de nuestro undécimo piso sólo podía conjeturar lo que decía. Hubo una breve pausa y luego un golpe sobre un tambor enfundado, seguido de un silencio de muerte. Luego la procesión siguió su camino y todo terminó. La escena nos arrancó lágrimas y miré ansiosamente hacia la ventana de Mahler. También él se había asomado a la ventana y por su rostro corrían las lágrimas. El breve golpe de tambor le impresionó tan profundamente que lo usó en la Décima Sinfonía».

El mismo golpe seco enlaza con el Finale, la más siniestra música escrita por el compositor. Por cinco veces, la música intenta avanzar y su curso es cortado por el latido del gran tambor cubierto. El metal grave cita el motivo del Purgatorio. Paulatinamente, por medio de un emotivo solo de flauta, una onda melódica empieza a irradiarse desde la tonalidad de Re menor hasta Fa sostenido mayor. Transplantado el protagonismo a las cuerdas, la música comienza a elevarse anhelante, como al final del Adagio inicial, pero los golpes intermitentes del funesto tambor rompen el proceso ascendente. En el centro del movimiento, los temas del Purgatorio adquieren un carácter grotesco, constituyendo otro «a modo de desarrollo» —como en el primer movimiento—, que se va a cerrar con el mismo clímax de diez notas escuchado en la secuencia de apertura de la obra. Pero tengamos en cuenta otra parte del estudio de Colin Matthews sobre el manuscrito: el acorde cuasicluster lo escribió Mahler primero en el Finale —todo parece indicar que ese auténtico alarido surgió al conocer el “affaire” con Gropius—, y al hacer la versión orquestal del primer movimiento lo transplantó al clímax de ese tiempo, táctica que ya había empleado otras veces en su música (por ejemplo, con los dos golpes de timbal que abren el tercer movimiento de la Segunda Sinfonía, tomados de un pasaje posterior de ese mismo tiempo). Resuena ahora el tema de las violas que iniciara la Sinfonía, pero inesperadamente la melodía se transforma, como indica Michael Kennedy, en un «ardiente canto de vida y amor». La música se expande, renace, crece, todo ello desde una olímpica paz: los motivos de los movimientos precedentes cobran nueva vida, a la luz del insistente Fa sostenido mayor. Y al fondo de esta música está Alma, en un inmenso canto de amor labrado por el hombre que, de este modo, hace su ofrenda última al mundo todo, y se personifica ahora, finalmente, «fáusticamente», en el ser amado. Cuando, ya desvaneciéndose, las maderas puntúan el tenue hilo conductor de la música, anota: «¡Vivir por ti! ¡Morir por ti!», y en los últimos compases, cuando de súbito los violines se elevan octava y media en fortissimo, antes de que los sonidos se detengan, un nombre cruza de un lado a otro la página: «¡Almschi!». Como Alma anotara en Mein Leben poco antes de morir: «Todo hombre puede todo, pero debe estar también dispuesto a todo».

* * *

Si quiera sea de manera muy escueta, parece necesario, a la luz de las recientes ediciones impresas y fonográficas de otras opciones de «realización» de la Sinfonía, hacer una referencia comparada a las varias posibilidades de conocimiento de la obra. Fijémonos en aquellas versiones de las que existe partitura editada y edición discográfica. Tomemos, para esta comparación, los primeros cincuenta compases del tiempo final, aproximadamente —según el ‘tempo’ escogido—, los 3’30” a cuatro minutos iniciales de este movimiento.

La primera nota del manuscrito es ese golpe de tambor que Mahler ha escuchado en Nueva York en 1908, y que le hace anotar «Sólo tú sabes lo que significa», acotación ya reseñada, dirigida —como casi todas las de la partitura—, naturalmente a Alma. Mahler ha escrito en su partitura «vollständige gedämpfte Trommel», o sea, «tambor completamente seco» o «sordo» o «asordinado». Cooke, en detallada nota adicional de su edición —que, insistamos en el dato, incorpora la transcripción del manuscrito mahleriano a pie de página—, señala cómo Berthold Goldschmidt y él mismo tentaron diversos instrumentos percutivos de membrana o parche para obtener ese sonido «sordo», no reverberante, buscado por el compositor, y que finalmente se decidieron por lo que el musicólogo inglés anota en el pentagrama como «grosse Militärtrommel» («gran tambor militar»), con la acotación, derivada del texto de Mahler, «immer gedämpft» («siempre sordo», esto es, «asordinado», «cubierto»). Cooke especifica en el ‘organicum’ de su edición de 1975 que el instrumento debe ser un «gran tambor militar enfundado, de doble lado, con un diámetro mínimo de 1 m 20 cms».

En los compases inmediatos, en los que el tambor resuena seis veces —hasta el c. 24—, Mahler ha anotado bajo la escala ascendente en corcheas que proviene del tercer movimiento (Purgatorio) «dos contrafagotes». Cooke pasa el motivo a la tuba baja y reserva para los contrafagotes el cierre del mismo, el Mi en blancas que marca la armonía (c. 3-4, 6-7, 8-9). La célula Si bemol – Re - Si bemol, varias veces citada, que Mahler asigna a «dos trompas», es respetada por Cooke, que confía la inmediata progresión armónica de c. 12-15 y luego 21-24 a trompas y madera grave (clarinetes bajos, fagot y contrafagotes), en segmentos del manuscrito en donde Mahler ha dejado la notación, pero sin indicación instrumental.

En el c. 28, donde comienza la hermosa línea melódica que irradia desde Re menor, Cooke vuelve a respetar la explícita acotación malheriana, que adjudica el protagonismo a una flauta. Mahler ha anotado un muy sucinto acompañamiento de redondas que Cooke asigna a violonchelos y contrabajos, y descifra, por analogía, una indicación gráfica que está presente en otros manuscritos mahlerianos, unas pequeñas líneas verticales de curso ascendente que, en otras composiciones, han hallado reflejo notacional posterior para el arpa (c. 37 y 41). Cuando la progresión arriba a Fa sostenido mayor, Mahler anota (c. 44) «violines», y Cooke sigue la indicación del manuscrito.

El británico Joe Wheeler empezó a trabajar en 1952 sobre el facsímil de 1924, es decir, varios años antes de que Deryck Cooke iniciara su trabajo en el tema, pero no concluyó su versión hasta 1966, esto es, dos años después del estreno y de la primera grabación (Eugéne Ormandy) de la labor de su compatriota. Obviamente Wheeler debe mucho a Cooke, aunque sus soluciones son globalmente más parcas, más «desnudas». Siguiendo a Cooke, pide también un tambor militar («muffled drum», «tambor sordo» o «asordinado», indica en su partitura), e igualmente confía a la tuba el primer diseño, y a las trompas el motivo más breve de tres notas. Reduce el contingente en la doble progresión de c.12-15 y 21-24 (Cooke aumenta aquí a cuatro trompas, que Wheeler deja en las dos previas, y prescinde de clarinete bajo en la madera para quedarse sólo con los contrafagotes), y confía obviamente la melodía iniciada en c. 28 a la flauta, anotando exactamente igual que Cooke las intervenciones del arpa, y engarza, también como su colega, con los primeros violines.

El americano Clinton Carpenter fue el primero de todos los mentados en plantearse una edición orquestal completa del facsímil editado por Zolsnay en 1924, e inició su investigación en 1942, pero no concluyó su trabajo, al igual que Wheeler, hasta 1966, o sea, dos años después de que se presentara la «versión ejecutable» de Cooke. Carpenter dio a conocer una versión revisada en 1982. Frente a la ya citada honestidad y seriedad de Cooke, y por contraste con la desnudez instrumental de Wheeler, Carpenter no vacila en completar, no ya el manuscrito, sino la composición en su conjunto, para lo cual toma materiales de otras Sinfonías mahlerianas y de La canción de la tierra, añade contrapuntos de su propia creatividad y expande secciones enteras «al estilo de Mahler», lo cual lleva a Theodore Bloomfield a señalar, en su comentario al Festival de Holanda de 1986, que el musicólogo de Chicago «cruza con creces la línea entre editar y componer». Se ha dicho que el trabajo en cuestión es la «Primera Sinfonía de Carpenter basada en la Décima de Mahler». La realidad es que el tratadista enmienda hasta el único movimiento completado por Mahler, el Andante-Adagio, al que añade diversos efectos percutivos. De otra parte, es innegable que Carpenter domina la técnica instrumental con virtuosismo. Yendo al arranque del Finale, la primera opción adoptada es que el tambor militar —escuetamente un bombo— suene en «piano«, y no en “forte”, como el mismo Mahler ha anotado. Carpenter lo justifica explicando que Mahler estaba en un piso undécimo y el sonido de la calle tuvo que llegarle muy amortiguado. Bien, pero entonces, ¿por qué el mismo Mahler escribió «f» en el manuscrito, y «sforzando» en las siguientes apariciones del tambor? Carpenter confía el motivo en corcheas a los contrabajos, y bajo la doble célula (seis notas y tres notas para las trompas) elabora un contrapunto de nuevo cuño en violas y violonchelos, que persiste hasta la aparición del tema en la flauta; aquí el tema es permanentemente acompañado por las arpas, con notación ideada por el musicólogo, y el mismo tema, en su tramo final pasa a clarinetes y oboes, hasta llegar a la entrada de los violines, que es respetada, aunque persiste un contracanto en la cuerda grave que tampoco ha sido redactado por Mahler y la misma línea melódica es signada con «portamenti» diversos.

Remo Mazzetti Jr., también americano, llega al tema de la Décima con posterioridad a todos los citados, aunque se reconoce deudor de Carpenter y, naturalmente, de Cooke. Su primera versión data de 1983, con revisiones en 1985 y 1986, y la segunda versión revisada se fecha en 1996. Sin llegar a los excesos de Carpenter, Mazzetti también decide enmendar la plana al propio Mahler en el primer movimiento, con la presencia adicional (eso sí, discreta) de la percusión. En el inicio del Finale, pide, como Cooke, un tambor enfundado, respetando el «forte» mahleriano, y pasa a los contrabajos la voz de la tuba anotada por Cooke, respetando la petición de Mahler de las trompas para la célula de tres notas. La progresión a modo de coral de c. doce-quince y la posterior es confiada a violas y violonchelos, y se vuelve a respetar la acotación del autor para la flauta en el tema más amplio, si bien —como Carpenter— prefiere pasar la línea, en el discurso, a otros instrumentos de madera: aquí las prestaciones del arpa se limitan a los compases señalados por Mahler, llegándose a la peroración de los violines sin añadidos compositivos.

La versión más reciente, Rudolf Barshai, año 2000, no ha sido editada hasta fechas muy recientes, pero en la nota al programa del estreno en San Petersburgo el director de orquesta decía haber basado su versión en apuntes que Dmitri Shostakovich —que, como sabemos, consideró en los años cuarenta la posibilidad de abordar la edición de la obra— le enseñó acerca de su trabajo, definitivamente no realizado, sobre el facsímil del manuscrito de Mahler. No sólo eso, Barshai ha trabajado con apuntes realizados en los años veinte por Alban Berg —que consideró también la posibilidad de completar la partitura—, y, desde luego, ha estudiado comparativamente el facsímil de 1924-1967 con la versión de Cooke. La suya es también una edición realizada con formidable competencia y seriedad, y sus soluciones son complementarias, cuando no coincidentes, respecto de la de Cooke.

Si nos atenemos a nuestro pasaje de análisis, el músico ruso recurre, como Cooke (o Mazetti) al tambor militar enfundado, en «forte», pero acompaña los golpes de los compases 1, 4, 6 y 15 por un trémolo de los contrabajos, lo que crea un inesperado efecto de (falsa) resonancia del ataque percutivo. Siguiendo a Cooke, confía el diseño ascendente grave a la tuba, pero siguiendo también a Mahler dobla su voz con los contrafagotes que el autor ha anotado en el manuscrito, y en un caso, c. 20, deja la célula de tres notas de las trompas —que emplea previamente— a los fagotes, en solitario. De modo parejo, deja el cierre de la segunda mención del coral (c. 24) a los contrafagotes en «ff», en significativo resultado tímbrico. En la sección previa a la entrada de la flauta solista —también respetada, siguiendo el manuscrito—, añade a las trompas y fagotes de Cooke la peculiar voz del corno inglés. Como el británico, apunta diseños ascendentes para el arpa y confía desde el c. 44 la melodía a los violines, anotando su acompañamiento a las violas.

Personalmente, mi respeto y devoción van hacia el trabajo de Cooke, pero no dudaría en ubicar a este estupendo «Latecomer» que es Barshai como muy honrosa segunda opción. Pero tampoco discutiría —todas las otras versiones lo adveran— que registrar la papelera de uno de los grandes es, en última instancia, una actividad enriquecedora.

20. TRANSCRIPCIONES, REVISIONES Y REORQUESTACIONES DE OTROS MÚSICOS HECHAS POR GUSTAV MAHLER

A lo largo de su brillante carrera como Director de Orquesta, Mahler dedicó parte de su tiempo a modificar, reorquestar o incluso terminar obras de otros músicos, faceta que le supuso no pocos detractores. Los motivos de tal «osadía» están parcialmente explicados en la sección biográfica de este libro (la incorporación de un mayor número de músicos a la orquesta, la petición expresa de los descendientes de otros o la mera modificación por motivos estéticos propios). Pero para realizar este subcatálogo, es necesario tener en cuenta que se trata de una sección no cerrada, ya que tal y como bien explica La Grange, a día de hoy se siguen descubriendo nuevas partituras modificadas por el músico. No todas ellas han sido grabadas en disco, pero sí existe un buen número registradas en estudios de grabación que serán enumerados en la siguiente parte discográfica.

Transcripciones

J. S. Bach: Suite de las Obras Orquestales (Obertura, Rondó y Badinerie de la Suite n.º 2; Aria y Gavota de la Suite n.º 3).

A. Bruckner: Sinfonía No. 3. Transcripción para piano a cuatro manos.

Reorquestaciones

L. V. Beethoven: Sinfonías No.1, 2, 3, 5, 6, 7, 8 y 9.

L. V. Beethoven: Oberturas Coriolano, Egmont, La Consagración del Hogar y Leonora (Nos. 2 y 3).

L. V. Beethoven: Cuarteto de Cuerda No. 11 (Arreglo para orquesta de cuerda).

A. Bruckner: Sinfonías No. 4, 5 y 6.

W. A. Mozart: Sinfonías 40 y 41.

F. Schubert: Cuarteto de Cuerda No. 14 La muerte y la Doncella. (Arreglo para orquesta de cuerda); Cuarteto No. 12 Quartett-Satz; Sinfonía No. 9.

R. Schumann: Sinfonías Nos.1, 2, 3 y 4. Obertura Manfred.

B. Smetana: Obertura de La novia vendida.

R. Wagner: Obertura de Los Maestros Cantores.

C.-M. V. Weber: Obertura de Oberón.

Revisiones de óperas con aportaciones propias

A. Zemlinsky: Es War Einmal.

C.-M. V. Weber: Die Drei Pintos, Euryanthe. Oberon.

W. A. Mozart: Las bodas de Fígaro.