Viena, ciudad con alma

Viena, fin de siglo. La ciudad era hermosa. La antigua Viena de Mozart y Beethoven, la Viena de Rilke y de Hauptmann, la Viena de Franz Lehár y del vals; la Viena donde el joven Freud se enfrentaba al conflicto entre el ego y el ser erótico y donde el aún más joven Hoffmannsthal daba los últimos toques a El Aventurero y la cantante; la Viena de los dimes y diretes entre Karl Kraus y Theodor Herzl, de los cambalaches de corte y de salón en torno al anciano emperador; la Viena, en fin, de la larga paz de Francisco José, era hermosa. Era la luminosa Viena embellecida por el arte, era la ciudad de los dos millones de habitantes, pero también era la sórdida Viena del Mayrhofer, donde Schubert, hacía mucho tiempo, había muerto pobre. A pesar de la derrota frente a la Prusia de Bismarck, a pesar de que la emperatriz Sissí muriera en el 98 acuchillada en Ginebra por un italiano, a pesar de que el viejo Francisco José («Lo que pasa es que tengo mala mano») se fuera quedando solo… Viena era hermosa. Las orgullosas murallas medievales que la habían protegido durante siglos de la amenaza de las cimitarras habían caído por fin, y en su lugar se abría ahora una amplia explanada, una gran avenida salpicada de edificios majestuosos, representativos e imponentes que habrían de dar nombre a un estilo, el estilo del Ring. Desde los coches de caballos se contemplaba la aguja neogótica de la Votivkirche, que señalaba el lugar donde aquel sastre perturbado había intentado asesinar al emperador; más allá, Gustav Klimt pintaba los escandalosos paneles de La Medicina y la Filosofía que habrían de adornar el Aula Magna de la Universidad; en el Museo de Historia del Arte los vieneses admiraban la única obra conservada de Benvenuto Cellini —un maravilloso salero de oro y piedras preciosas con figuras de la Tierra y del Mar—, y en los entreactos del Burgtheater bebían champagne, bebida de élite, en soberbias copas talladas en Bohemia mientras comentaban los detalles del último libro de Schnitzler. El Ring rodeaba la Iglesia de San Esteban y el conjunto del Hofburg, pero en su centro, destacando como un brillante engastado entre abalorios, se alzaba el supremo orgullo de Viena, la Hofoper, la Ópera Imperial.

El teatro, inaugurado en 1869 siguiendo la estela de la Ópera de París, en estilo neorenacimiento, en principio no gustó. Poco a poco, los vieneses se fueron acostumbrando a las eclécticas trazas de Siccardburg y Van der Nüll, y a ascender por la gran escalinata observados por la hierática mirada de las alegorías de Las Siete Artes Liberales que Gasser había esculpido unos años antes. Allí, en la Hofoper, las mujeres lucían el escote mientras tejían reputaciones; los aristócratas encumbraban a unos autores en perjuicio de otros, los artistas estrenaban las obras importantes y entre sus mármoles y doraduras rebotaban los ecos de la vida cultural. La Ópera se erigía como el Versalles de las Artes en un momento en que las artes huían de cualquier centralismo, y en su carcomido trono se sentaba bostezante el rey absoluto, el Hofoperndirektor, Wilhem Jahn.

Pero algo olía a rancio entre los terciopelos y oropeles. El teatro se estancaba y empezaba a convertirse en el paradigma de la decadencia de la ciudad. Norman Lebrecht narra como «hacia 1896 las condiciones de la ópera de la Corte pasaron de ser graves a críticas. Su anciano Director, Wilhem Jahn, era un hombre de costumbres sedentarias del que se decía que una vez había cortado una ópera para poder terminar una partida de cartas. Los cantantes más ilustres habían pasado sus mejores años, pero nadie se atrevía a jubilarlos y los papeles menores eran interpretados de una forma deplorable. Habían transcurrido años desde el último estreno de importancia. La Ópera perdía dinero y no ganaba prestigio. La negligencia y el descuido eran evidentes en el espléndido edificio, símbolo de la Monarquía de los Habsburgo, y su decadencia era considerada como una metáfora del desmoronamiento del Estado. Aunque sólo fuera por este motivo, la ópera debía ser reanimada con urgencia.

En 1896, el «asunto Mahler» dividía la ciudad. Los rumores que apuntaban a su inminente nombramiento habían corrido como la pólvora y Joseph Bezecny, el intendente del Teatro, tenía claro que sólo un joven de ideas e impulso podía conseguir que la Ópera recuperara parte de su esplendor. El propio Mahler se había esforzado por obtener menciones en los periódicos vieneses y en establecer contactos, pero dos circunstancias convergían en el músico que le incapacitaban para el puesto: era judío y sólo tenía treinta y seis años.

El primer impedimento partía de una ley no escrita que prohibía a los no cristianos asumir puestos de importancia en el Imperio. En estos «últimos días de la humanidad», en expresión de Karl Kraus, la norma resultaba algo anacrónica, ya que sin el interés estimulante e incesante de los empresarios judíos, Viena se habría quedado artísticamente a la zaga de Berlín o París. No era sólo que la familia de industriales Benedickt editara con éxito el Neue Freie Presse —el principal periódico del país—; es que Karl Wittgenstein, padre del filósofo, iba a subvencionar el edificio de la Secesión, y el industrial Fritz Wärndofer, a los Talleres Vieneses (Wiener Werkstätte). Pero es más: la propia intelectualidad judía y germano-parlante habría de proporcionar, en esos días del siglo XIX, algunos de los mejores cerebros de la historia: las teorías de Albert Einstein o Sigmund Freud, como las precedentes de Karl Marx, no tardarían en mudar, para bien o para mal, la faz del mundo.

Austria no podía cerrar los ojos a la evidencia. El buen hacer del joven director hablaba por sí solo y su ejemplo musical iba paulatinamente consiguiendo que la realidad se impusiera a los criterios xenófobos. William Ritter escribió en un periódico de Praga: «Por mi parte yo no renuncio a impugnar nada porque yo estoy atrapado por Mahler como lo fue por Heine la emperatriz Isabel. En todo tiempo estos pequeños israelitas salamandras, que viven de la pasión y cuyos fuegos artificiales desarman a sus más irreductibles adversarios, son, no por ellos mismos ni por su raza, sino por el espíritu y la obra de disolución de esta raza sobre la nuestra, un verdadero peligro. Pero hoy, de buen grado o por la fuerza, y seguramente más por la fuerza que de buen grado, yo acepto el genio de Mahler. Estas páginas son el acto por el que yo católico, yo tradicionalista, yo antisemita, rindo mis armas ante la obra de este brujo judío nietzscheano.[…] Este nigromante del frac mal cortado, este hombrecillo negro de labios delgados y afeitado, que tiene la fisonomía de un mal sacerdote, la calma fantástica del encantador de serpientes ante sus cobras y un mechón de crin en lo alto de un cráneo dolicocéfalo, pasma a una orquesta loca, pálida de atención, casi tan sólo con sus ojos negros, agudos como lenguas de víbora y teniendo a raya, ora excitándoles, ora apaciguándolos, a los dragones desencadenados desde el extremo de la pequeña batuta. Me rebelo contra él, pero lo admiro».

Arnoldo Liberman recogió también, entre una pluralidad de anécdotas sobre Mahler, esta chanza ocurrente: «De joven fue rechazado de un teatro a cuenta de su “nariz judía”. Cuando años después y a raíz de su fama creciente el mismo teatro le ofreció el puesto de director, Mahler telegrafió negándose con este simple texto: “Rechazo ofrecimiento stop nariz sin cambios”».

El segundo impedimento tenía relación con su edad. «La juventud —relata Zweig— constituía un obstáculo para casi cualquier carrera y tan sólo la vejez suponía una ventaja. […] Todo aquel que quería prosperar tenía que disfrazarse lo mejor que pudiese de persona mayor. […] Todo lo que hoy nos parece un don envidiable —la frescura, el amor propio, la temeridad, la curiosidad y la alegría de vivir típicas de la juventud— se consideraba “sospechoso” en una época cuyo único afán e interés se centraban en lo sólido».

Bezecny era consciente de que la elección iba a ser polémica y estaba seguro de que los guardianes de la tradición musical vienesa se le iban a echar encima, pero al menos quería probar. Además, había mucho camino arado: a los contactos de Mahler con Richard Strauss, Rosa Papier y el propio Brahms había que sumar ahora el encuentro mantenido en enero de 1897 con el mismísimo y anciano Jahn, en que se había postulado como su ayudante. Pero Hans Richter, que iba a vivir muy de cerca el trabajo de Mahler en su condición de titular de la Filarmónica de Viena —orquesta estable de la Ópera todavía a día de hoy—, se oponía tajantemente. El antisemita Richter se sentía inquieto ante la posibilidad de ver a Mahler en su podio y, sobre todo, en un puesto muy por encima del suyo. Estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa para evitar que un judío se pusiera al frente de la Hofoper.

Mahler, que siempre supo valorar tanto a amigos como a enemigos, intuía esta animadversión. Poco antes de acceder al codiciado puesto, en marzo del año 1897, marchaba a Moscú a dirigir un concierto con obras de Beethoven y Wagner para la Sociedad Imperial de Música Rusa. En abril, dirigió una carta a Hans Richter, a la Institución Imperial, ya que deseaba a toda costa congraciarse con el viejo maestro para evitar posibles fricciones. En su carta, Mahler le declaraba su ferviente admiración y el deseo de una óptima colaboración. Richter replicó al músico de forma arrogante y altanera, aunque educada. Sus diferentes personalidades, sumadas al abismo generacional, dificultaban la comunicación. Pero el futuro depararía a Mahler la sucesión del maestro que se le oponía, algo que ya había ocurrido en Hamburgo con otro Hans, von Bülow.

A finales de ese 1896, los éxitos musicales de Mahler hicieron caer por su propio peso el argumento de la edad, y los partidarios a su favor se convirtieron en mayoría. Richter había conseguido atraer a las filas de los detractores a la influyente Cósima Wagner con el argumento del indeseable origen de Mahler, pero ni siquiera Cósima, que recordaba muy bien los éxitos wagnerianos de otro judío, Hermann Levi, pudo dejar de rendirse a su genio. Quedaba por resolver el escollo de la religión. El propio Mahler zanjó la cuestión haciéndose bautizar en la fe católica en la Kleine Michaelskirche de Hamburgo el 23 de febrero de 1897. ¿Mera conveniencia oportunista? Sí, en cierta medida, pero no como causa última. Si el convertirse al catolicismo habría de facilitarle la vida, él sería católico. Pero esto no significa que fuera ajeno al cristianismo; desde tiempo atrás dedicaba muchas horas al estudio de la figura de Cristo porque le fascinaban su integridad ante el martirio y su profunda humanidad. El asunto se cocía dentro del puchero de sus obsesiones desde los tiempos de la Sinfonía Resurrección. Como hombre de teatro, amaba además el espectáculo católico: los cantos gregorianos, el olor del incienso, el brillo de los retablos dorados, las procesiones. Esto no significa, además, que no estuviera lleno de ideas platónicas, que no pensara en que Todo está en Uno y Uno está en Todo. La asunción de una nueva fe no iba en absoluto en contra de su metafísica. Alma recuerda que dijo una vez a Mahler que, en su opinión, Platón superaba a Cristo. La airada respuesta que obtuvo de su marido no deja lugar a las dudas: «Yo, una católica de nacimiento —comentaba ella—, discutiendo con un judío empeñado a ultranza en la defensa de Jesús».

En cualquier caso, es innecesario señalar a estas alturas la dedicación con que Mahler sedimentaba su arte. Si en Budapest había afanes independentistas, él trataba de aprender húngaro; si era necesario representar una mala ópera para mejorar sus relaciones públicas, él la defendía hasta el final; si debía trabajar catorce horas para cumplir un compromiso, a él no le resultaba un esfuerzo. «Se identificaba tan completamente con toda obra que estudiaba que la amaba sin reservas y libraba por ella furiosas batallas».[21] Por suerte nunca fue designado Kapellmeister del partido socialcristiano de Karl Lueger: de haber sido así, puede que hubiera escrito el más brillante himno antisemita de la historia. La entrega con que Mahler se consagraba al trabajo era el pilar sobre el que asentaba sus exigencias futuras.

Por fin, el 8 de abril de 1897, a los treinta y siete años, cinco días después de la muerte de Brahms y tras largas negociaciones, Gustav Mahler pudo asomar la cabeza en la Ópera y ser nombrado nuevo Kapellmeister; un puesto menor desde donde iniciaría una ascensión imparable y fulgurante hasta la cima. Él, consciente de su carácter y de las particularidades de Viena, sabía que la tarea iba a resultarle fácil. Ese mismo año escribió a Arnold Berliner: «Que éste sea el lugar adecuado para mí es algo que sólo el tiempo podrá decidir. En cualquier caso, puedo prepararme para al menos un año de violentas hostilidades por parte de aquellos que no podrán o no querrán cooperar (las dos cosas por lo general van juntas). Hans Richter, en particular, está levantando un infierno contra mí. Pero voy a volver a mi patria y pondré fin a una vida vagabunda».

Sin poder salir de su asombro, toda Viena atronó con los comentarios sobre el nuevo nombramiento, «un hombre tan joven», olvidándose de que Mozart había concluido su vida a los treinta y seis años y Schubert a los treinta y uno. El día 11 de mayo de ese año, Mahler debutó en su nuevo puesto con una representación de Lohengrin. Público y prensa saludaron su llegada con asombrado reconocimiento. Hasta su designación como Director Adjunto de Wilhem Jahn, el 13 de julio, Mahler hizo La Walkiria, La flauta mágica y El holandés errante. El 14 de agosto, una interpretación de Las bodas de Fígaro, que entusiasmó al personal de la Ópera, le entronizó como Director Titular. Al fines de ese mes, Josef Freiherr von Bezecny y Eduard Wlassack, Intendente de la Ópera y Director de la Cancillería Imperial respectivamente, se dirigieron al Mariscal de Corte, el Príncipe Montenuovo, solicitando la firma del Emperador en favor del «Kapellmeister Gustav Mahler, joven cristiano austríaco de 37 años, […] que ha dado prueba de su genio y capacidad como músico y hombre de teatro, […] para que, considerando la integridad de su carácter, se coloque en sus manos la dirección artística de la Ópera, con total garantía de éxito». El 8 de octubre, tras un verano sin descanso, marcado por la ansiedad, Montenuovo notificó a Mahler que el Emperador Francisco José había firmado su designación como sustituto de Wilhem Jahn.

Los poderes del nuevo director eran absolutos y rayaban en la frontera de lo dictatorial. Era a la vez jefe artístico, administrativo, gerente y director de orquesta. Todas las decisiones le correspondían. Sólo tenía que rendir cuentas ante Francisco José, a través de su Mariscal. Inmediatamente empezó a imponer sus reglas. Como hombre, podía adaptarse a las exigencias ajenas, abrazando una nueva fe. Como músico, el que dictaba las leyes era él. A partir del 24 de agosto, se hizo cargo de las representaciones de la Tetralogía de Wagner, ofrecidas sin cortes por primera vez. Fue sólo el principio. Levantó todos los cortes de las óperas —tanto de Wagner como de Mozart— que un maestro tan reputado como Hans Richter había aceptado sin renuncia, castigó a los retrasados y les prohibió la entrada a la sala una vez comenzada la función, («Después de todo, el teatro debería ser un placer», exclamaría el mismísimo Emperador), bajó las luces al subir el telón, impidió los aplausos entre los movimientos de las obras («Queréis honrar a un artista con vuestros gritos» —dijo a un público enfervorizado que rompió a vitorear a un divo— «y lo que hacéis es destrozar una obra de arte»), desbarató la claque pagada por los cantantes, retiró las entradas de prensa (obligando a los críticos a pagar), reavivó el repertorio, impuso a los divos la asistencia a los ensayos, creó una compañía propia en donde no había lugar para protagonismos, llamó a Viena a Von Milderburg y a Selma Kurz, sometió a la orquesta y a los cantantes a ensayos agotadores, sustituyó a los intérpretes de más edad por otros más jóvenes, corrigió una y mil veces las particellas plagadas de errores[22] y modernizó la infraestructura del teatro. Bajo el mandato de Mahler, la Ópera de Viena conocería la etapa más fructífera de toda su historia.

En 1898, estos poderes iban a acrecentarse aún más. Un día, Hans Richter se negó a ensayar con la Filarmónica una de sus representaciones del Anillo después de comer. Al poco tiempo la cosa fue a más cuando Richter, en palabras de Mahler, se puso al frente de Los Maestros Cantores y dirigió «el primer acto como un maestro, el segundo como un maestro de escuela y el tercero como un maestro remendón». Los músicos acudieron a votar a su Director Titular, y ante un Richter estupefacto, que tuvo que marchar a Inglaterra donde siempre era bien recibido, se decidieron por Mahler. Con esta agrupación, el joven director estrenaría las sinfonías Quinta y Sexta de Bruckner, La paloma del bosque de Dvorak, Aus Italien de Richard Strauss y su propia Sinfonía Resurrección —ya dada a conocer por Strauss en versión incompleta en Berlín, tres años antes.

El músico componía muy poco en esta época. La tensión originada por los esfuerzos diplomáticos para llegar a la dirección de la Ópera de Viena y la actividad frenética eran la causa de que su ímpetu creativo, tan encendido en los años de Hamburgo, se amortiguara durante las dos primeras campañas vienesas. Por otra parte, apenas se incorporó a su puesto, se enfrentó a un nuevo conflicto con Hugo Wolf, su antiguo compañero de la adolescencia. El éxito no había acompañado a su amigo, y éste acudió a pedirle que estrenara en la Hofoper su Corregidor, pieza lírica sobre el tema de Pedro Antonio de Alarcón. Como antaño ocurriera con el proyecto de Rübezahl, un comentario de Mahler referido a la ópera de Rubinstein El Demonio, desató las iras de Wolf, que abandonó el despacho de su antiguo camarada en un acceso de rabia. Pocas horas después, Wolf fue detenido cuando recorría la ciudad gritando que Mahler había sido expulsado de la Ópera y que acababan de nombrarle a él. Poco después ingresaba en un sanatorio para enfermos mentales, donde moriría en 1905. Al año siguiente, Mahler estrenó El Corregidor, en la Hofoper, sin éxito.

Además de las obras de Wolf y Rubinstein, admira recorrer la lista de los estrenos de Mahler en sus diez años en Viena: Eugenio Oneguin, La Dama de Pique y Iolanta de Tchaikovsky; Djamileh de Bizet, La Bohéme de Leoncavallo, Lo Speziale de Haydn, Donna Diana de Reznicek, Érase una vez de Zemlinsky, Fedora de Giordano, Los cuentos de Hoffmann de Offenbach, Feuersnot de Richard Strauss, Zaïde de Mozart, Louise de Charpentier —cuya presencia describirá Alma con peculiar gracejo— La Bohéme y Madama Butterfly de Puccini, Die Rose von Liebesgarten de Pfitzner, y Sansón y Dalila de Saint-Saëns, además de páginas menos representativas.

El mayor evento compositivo del 97 fue la publicación impresa de las Canciones de un camarada errante. En junio de ese año Mahler sufrió un serio ataque de faringitis y no escribió nada durante el verano, que pasó por los pueblos y lagos del Imperio. Al año siguiente, sólo completó dos lieder del Muchacho de la Trompa Mágica: el 6 de junio sufrió una segunda operación de hemorroides (dolencia que se había ido agravando en los últimos años) y Natalie Bauer-Lechner, con un conmovedor pudor, anotó en sus crónicas que Mahler no pudo disfrutar del principio de las vacaciones por «dolorosas circunstancias personales». Cuatro días antes de la operación, su hermana pequeña, Emma, contrajo matrimonio con el violonchelista Eduard Rosé, y poco después marcharon los dos a América, contratado él por la Orquesta Sinfónica de Boston. Otro motivo de preocupación en 1898 fue descubrir el romance entre su hermana Justine y el hermano de Eduard, Arnold Rosé, concertino de la Filarmónica de Viena.

En el verano de 99 Mahler, Justine, Arnold Rosé y Natalie se desplazaron a la Villa Serl en Aussee, en la zona del Salzkammergut (Salzburgo), donde el compositor retomó sus actividades favoritas: el alpinismo, la natación en el lago y la composición. Pero las vacaciones no se desarrollaron en paz: la casa era fría, el músico estaba incómodo y no podía concentrarse por el acoso de los turistas. Además, una banda tocaba diariamente bajo su ventana y Mahler era incapaz de componer. En esta situación, comenzó a plantearse en serio la posibilidad de comprar un terreno tranquilo donde pasar los veranos, cuya búsqueda encargó a Justine y a Natalie. Anna von Mildenburg, oriunda del Ducado de Carintia, al sur del Tirol, les recomendó fervientemente esa zona de la baja Austria y cuando Mahler llegó al lugar, un inmenso paraje montañoso y plagado de lagos de aguas tranquilas y transparentes, exclamó: «Es demasiado hermoso. Nadie debiera permitirse algo así». Sin dudar, adquirió unos terrenos junto al lago Wörther, y encargó la construcción de una casa a Algred Theuer, un arquitecto local, cuyo proyecto le llenó de ilusión de cara al futuro. En abril del siguiente año, Mahler visitó sus nuevos terrenos en Carintia, cercanos a la península de Maria Wörth, y se reunió con Theuer. La residencia principal se elevaría en tres pisos, estaría coronada con tejados tiroleses, tendría marquetería de flores y una amplia vista sobre el lago. También proyectaron, evidentemente, la construcción de una nueva casita en sus inmediaciones, similar a la de Steinbach, donde Mahler dispondría de la soledad y el retiro necesarios para componer. El músico quedó impresionado por la belleza del lago en esa época del año y se aseguró la promesa del arquitecto de que al menos la casita estaría preparada para el siguiente verano.

Maiernigg, frente al lago Wörther, sería el lugar ideal para la vuelta a la creatividad. Durante los dos años siguientes, relanzado a la composición, bosquejaría allí la lírica Cuarta Sinfonía, cuyo final está diseñado como una visión del cielo a través de los ojos de un niño, una idea tomada de uno de las Canciones del Muchacho de la Trompa Mágica, Das Himmmlische Leben (La vida celestial). La obra, concebida en esa maravillosa ubicación natural de paz y tranquilidad, es la más feliz y menos atormentada de sus composiciones sinfónicas, aunque no por eso deja de tener un poso de amargura. Como bien señala Deryck Cooke, en ese mundo pastoral e idílico, las figuras «parecen moverse tras un oscuro velo que oculta su desnudo horror y las hace aparecer como las bestias de los libros de cuentos de hadas».

Aunque la salud de Mahler había sido buena desde su llegada a la Ópera Imperial, el 24 de febrero de 1901 volvió a sufrir un serio percance a raíz de un nuevo ataque de hemorroides. Tras dirigir un concierto de la Filarmónica por la tarde y una interpretación de La flauta mágica por la noche, tuvo un colapso y una peligrosa hemorragia, que necesitaron de una nueva operación de urgencia, la tercera, una semana más tarde. El artista tuvo que pasar un período de convalecencia en Abbazia, en el Adriático, donde permaneció durante todo el mes de abril. Pero otra molestia aquejaría desde entonces a Mahler: las afecciones de garganta, manifestadas en repetidos procesos de faringitis, que le dejarían una infección latente de fatales consecuencias. Durante el período de reposo, los médicos le recomendaron que no se presentara a la elección de Director de la Filarmónica y él decidió seguir sus consejos. Mientras se definía al sustituto, fue necesario que le reemplazaran en los conciertos más inmediatos y uno de los elegidos fue el mediocre Joseph Hellmesberger, hijo de su antiguo Director en el Conservatorio. La crítica se volcó con sus interpretaciones, clásicas y ortodoxas, y poco después, los músicos convirtieron a Hellmesberger en su nuevo Titular. Mahler asumió la destitución de buen grado: dispondría de algo de tiempo para sí mismo, estaba cansado y podría dedicarse a componer.

A principios de junio llegó a Maiernigg donde estrenó su nueva casa. En su pequeña Hauschen, descubrió la obra del poeta Friedrich Rückert, al que la muerte de sus dos hijos, Ernst y Luise, había inspirado uno de los más bellos ciclos poéticos jamás escritos. Mahler, profundamente sensible hacia estos temas, había experimentado en sus propias carnes el dolor de contemplar como sus hermanos fallecían uno tras otro en la casa familiar de Iglau. Se lanzó a trabajar en tres de las Canciones a la muerte de los niños (Kindertotenlieder), y eligió también otros textos del poeta a los que puso música, los llamados Rückert-Lieder. Escribió también la última de las Canciones del Muchacho de la Trompa Mágica y los tres primeros movimientos de la Quinta Sinfonía, obra que iba a completar durante el verano de 1902.

Dos semanas después preparó con Max Kalbeck la edición traducida al alemán de Las Bodas de Fígaro, de Mozart, para su representación en la Ópera de Viena. Kalbeck era uno de los más importantes críticos vieneses, amigo y biógrafo de Brahms. En una carta fechada en Maiernigg, Mahler no pierde ocasión de expresar sus convicciones metafísicas, siempre presentes y hasta obsesivas en las etapas finales de su vida:

«Querido Señor Kalbeck, he estado de vacaciones las últimas semanas, y recibí ayer su amable carta. Me alegra de veras que encuentre usted la obra digna de consideración, y ahora me siento doblemente contento al haber abandonado en el último momento Los Cuentos de Hoffmann —que es, en cualquier caso, poco más que una prosa rimada— en favor de La Dama de Pique, que me parece la obra de Tchaikovsky más madura y la más sólida artísticamente. […] La escarlatina no es especialmente notoria aquí, junto al lago; y aunque así fuera, j’e reste! Como puede ver, eso también es para mí un artículo de fe; aunque sea de conocimiento general que los enemigos auténticos del hombre no están fuera, sino dentro de él. Realmente no puedo comprender cómo usted —con alma de músico-poeta— no posee esa fe-conocimiento. ¿Qué es, entonces, lo que le deleita cuando escucha música? ¿Qué le hace optimista y libre? ¿Es el mundo menos complicado si usted lo construye eludiendo ese tema? ¿Hay alguna explicación que pueda derivarse de su visión del universo como una interacción de fuerzas mecánicas? ¿Qué es fuerza, energía? ¿Quién realiza esa acción? Usted cree en la “conservación de la energía”, en la indestructibilidad de la materia. ¿No es eso también inmortalidad? Cambie el problema a cualquier plano que usted desee —al final llegará usted siempre a un punto en el que “su filosofía” comience a “soñar”».[23]

Al regresar a Viena en septiembre, Bruno Walter, de veinticuatro años, se convirtió en su asistente en la Ópera. Semanas más tarde, Felix Weingartner estrenó por fin en Múnich su Cuarta Sinfonía. El músico estaba en la cima de su carrera. Llevaba la vida de una estrella internacional, la gente le felicitaba por la calle y su caché continuaba subiendo. Pero temía que Justine, enamorada de Rosé, terminara por dejarle solo. Él era un desastre para los asuntos domésticos. Además, no estaba bien visto que el Hofoperndirektor siguiera siendo soltero.

AL ARTE, SU LIBERTAD

Alma y Grete Schindler eran las dos hijas de un pintor y académico vienés, Emil Jakob Schindler, y de una alegre cantante, Anna Bergen, que había renunciado a su carrera por el matrimonio. Schindler, un artista romántico preocupado por los efectos de luz, era el paisajista de corte de los Príncipes de Liechtenstein y habitaba el palacete de Plankenberg, en las afueras de Viena. Consideraba que el privilegio de rodearse de fabulosas antigüedades, de una espléndida biblioteca y de un amplio jardín con tilos centenarios compensaba con creces la falta de dinero en metálico. Y no le faltaba razón.

Los padres trataron de educar a sus hijas en el marco de la sofisticación ilustrada: Emil les inculcó la sensibilidad hacia las artes plásticas y Anna el amor a la música. Las niñas crecieron llevando una vida llena de estrecheces económicas, mientras absorbían una educación humanista que no dejaba de lado los objetivos matrimoniales. En la casa primaba la fe cristiana, el gusto exquisito y la devoción por el arte. Había profesores particulares de música y filosofía, se leía a Goethe y a Schopenhauer y los artistas de la época acudían a sus generosas y copiosas cenas, donde nunca faltaba el vino ni la conversación. En 1892, Schindler se desplomó y murió durante una estancia en Westerland, en la isla de Sylt. Alma tenía trece años. Tras el período de luto, su madre se volvió a casar con el discípulo de su marido, un gigante rubio llamado Carl Moll, que se hizo cargo del taller. La niña aborreció a su padrastro, pero no podía imaginar que sería éste precisamente quien habría de colocarla, casi desde la adolescencia, en el núcleo de las vanguardias artísticas de Viena.

El año de la llegada de Mahler a la Ópera Imperial, se había fundado en Viena la revista Ver Sacrum (Primavera Sagrada), órgano de la llamada Secession, un innovador grupo artístico que, al igual que los franceses en el Salón de los Rechazados, pretendía estimular y difundir una sensibilidad ajena al academicismo vienés. El estilo pomposo y grandilocuente del Ring empezaba a sobresaltarse con la llegada de las máquinas y la velocidad, y el mundo requería nuevas formas de expresión. Por las amplias avenidas, los tranvías y automóviles alternaban con los caballos y las farolas alumbraban empezando a desvelar las intenciones del nuevo siglo. En las artes plásticas, la luz se descomponía, dando paso a las vanguardias. En América, nacían los rascacielos.

La Secessio Plebis, como señalaban sus críticos, era un grupo de artistas que se reunía a menudo en casa de los Moll para enfrentarse a las encorsetadas hipocresías de la decimonónica Viena y plantear un arte desnudo y sin tapujos. Seguían una estética modernista y ecléctica sobre una base ideológica agresiva y rompedora asentada en la música de Wagner y en las sentencias de Nietszche. «Hay que aprender a hacerse odiar», se leía en el primer número de Ver Sacrum, «el vienés sólo siente respeto por aquellos que no puede tolerar de algún modo»[24]. El presidente del grupo era el pintor simbolista Gustav Klimt, que había llamado a su círculo a Koloman (Kolo) Moser —por entonces profesor en la Escuela de Artes y Oficios—, y al propio Moll, interesado en el post-impresionismo. También estaban los ideólogos Max Burckhardt y Hermann Bahr, y los arquitectos Josef María Olbrich, Josef Hoffmann y Adolf Loos, a los que más tarde se sumaría el decano de todos ellos, Otto Wagner. Eran algo más de cuarenta creadores de todas las disciplinas que trataban de organizar exposiciones, intercambiar cuadros, comprar arte, darse a conocer y sobre todo, escandalizar y agitar a la decimonónica Viena intentando, además, ganar dinero con ello. Sus postulados rebotaban entre los grandilocuentes edificios del Ring: ¡Llega el siglo XX! ¡Wagner habló de Arte Total! ¡Hagamos una Obra con nuevos materiales, con nuevas formas, con nuevos colores! ¡Estará hecha por artistas, desde el principio, como en la Edad Media, pero será moderna, tendrá luz cenital y tabiques móviles y lo englobará todo, porque todo allí será arte: los ceniceros, los vasos, las mesas, los muros, el aire! ¡Puede hacerse, hoy es fácil! Para la segunda exposición, la de noviembre de 1898, Olbrich tenía listo un edificio desnudo y blanco, a base de volúmenes prismáticos colocados unos sobre otros alrededor de cuatro pilares sobresalientes, que sostenían una esfera de dorado laurel. Klimt pasó horas pintando los frescos mientras Moser encajaba las vidrieras y terminaba las esculturas. En el muro de fachada, Ver Sacrum. Sobre el dintel de la puerta, una inscripción en letras de oro: «A cada época su arte, al arte, su libertad».

Alma tenía por entonces diecisiete años y, según narra ella misma, acudía al edificio de la Secession a diario, incluso cuando estaba en obras. Por entonces ya medía casi 1’78 de estatura, tenía una cabellera larga y sedosa, un busto generoso y acogedor, y unos ojos claros y expresivos, de mirada limpia, cargados de inteligencia y sensibilidad. Todavía no se había quitado el luto, usaba apretados corsés que la ceñían el talle y hacía poco había empezado a ponerse moño. Sabía escuchar, entendía de filosofía, pintura y música, era apasionada, curiosa, sexualmente irresistible y alardeaba de ideas propias (a veces, francamente irreverentes). «La exposición era buena», dijeron algunos el día de la apertura de la muestra secesionista, «pero Alma era lo mejor». Con su exquisito gusto y ansias de libertad, hacía sentir a los hombres como los auténticos reyes de un imperio en el que ella resplandecía con fulgor de emperatriz. Al fin y al cabo, ella era Alma, el alma de la Secesión.

Gustav Klimt había cumplido treinta y cinco años y ya presumía de un larguísimo y promiscuo pasado sentimental. Los que le conocían bien decían que era un salvaje, un hombre sin moral, una personalidad desbocada, guiada por los impulsos sexuales cuyo trato sólo podía tolerarse por la arrolladora fuerza de su pintura. Se rumoreaba que mantenía relaciones simultáneas con su cuñada y con otras dos mujeres, y disfrutaba de una reconocida posición en la que se sucedían los encargos. Alma estuvo enamorada de él durante tres largos años, y la atracción, en principio, fue mutua. Las feromonas de Klimt se alteraban ante la presencia de la joven, que lo buscaba en las fiestas y encuentros. Pero los Moll se encargaron de poner a su hija al tanto de todo lo referente a la reputación del pintor, y decidieron marchar a Italia en busca de paisajes. Se llevaron a Alma con ellos, pero Klimt apareció de repente. Entre las obras de Miguel Angel y Botticelli se sucedieron las citas furtivas: hubo roces, caricias y algún beso largo y estremecedor. Cada vez que él se acercaba, la joven temblaba como una hoja, y el pintor se divertía cortejándola, haciéndola enrojecer. Ella le rechazaba aludiendo problemas morales y él la envolvía con su encanto, turbados los dos ante la presencia de tanta belleza. Una tarde en Florencia, mientras admiraban los frescos de Ghirlandaio en la capilla Sasseti, él le susurró al oído: «por fin juntos ante un altar»[25]. A los pocos días llegaba más lejos: «sólo nos queda una cosa: consumar la unión física». Alma se sentía desbordada y no cedió a los impulsos. Tomando su ejemplar del Fausto, respondió con dignidad: «De este libro he sacado mi lema: no hagas favores sin un anillo en el dedo»[26]. Durante los días siguientes, él continuó rondándo la con insistencia, desnudando el alma, haciéndose el miserable, recurriendo a la piedad. Los Moll llegaron a enterarse, y Klimt, que valoraba esta amistad por encima de los amoríos con Alma, renunció a la joven, pidió disculpas y siguió con su agitada vida. Ella le lloró a menudo y le consideró un traidor. En los tres años inmediatos hizo por olvidarlo, pero su sólo recuerdo hacía que se hundiera todavía más en una profunda melancolía que a veces terminaba en un torrente de lágrimas. «La buena educación destruyó mi primer encanto de amor», escribiría en Mein Leben. «Me comporté como una niña ingenua, ajena a la vida». Algunos dicen que tras el casco de la Palas Atenea, la diosa de las Artes y el Pensamiento, pintada por Klimt en 1898 se esconde el rostro de Alma; pero ella nunca visitó el taller: podría ser una foto o podría ser cualquier otra. Cuando Klimt murió, en 1918, seguía soltero. No escribió nada sobre sus cuadros y reconoció hasta cuatro hijos naturales. A su muerte, surgieron diez más.

Aún en el ambiente artístico y progresista de finales del siglo XIX, en Europa los impulsos sexuales eran considerados unos instintos vergonzosos que era necesario esconder. Los análisis de Freud todavía no habían sido difundidos (aunque sería en Viena donde verían la luz), y la mujer caminaba escondiendo su cuerpo en corsés y faldas largas que la hacían parecer un maniquí carente de pies que se deslizaba por el suelo sobre ruedas invisibles. El auge del socialismo entre las capas más avanzadas de la sociedad y sus innovadoras ideas en materia del amor libre abrió una pequeña ventana a los instintos ahogados, pero todavía sólo dos tipos de mujeres se atrevían a dar rienda suelta a sus pasiones: las proletarias, que no pertenecían a un grupo social con reglas morales, y las queridas. La falta de higiene de las primeras (sólo había cuartos de baño en los hogares adinerados) y su abierta ignorancia y zafiedad, con escasas excepciones, hacían que pocos hombres respetables se atrevieran a mostrarse con ellas en público. Los hombres se desahogaban con un ejército de prostitutas, amantes, o cortesanas, el otro grupo femenino sexualmente liberado de la época. El matrimonio era la única manera de asegurar un porvenir socialmente aceptado y las mujeres de buena familia llegaban a este estatus con el himen intacto.

Klimt era, en el fondo, uno más de la larga lista de pretendientes de Alma. También estaba Max Burckhardt, amigo de su padre y veinticinco años mayor que ella, director, a la sazón del Bughtheater. Burckhardt le enviaba flores, partituras y libros; la llevó al Festival Mozart de Salzburgo y la inició en Nietzsche y la filosofía. Jamás pasó de un decoroso beso en la mano, pero estaba, como tantos otros, silenciosa y desesperadamente enamorado. Ella disfrutaba con los coqueteos: «Los hombres venían a mí como los mosquitos a una bombilla. Yo me sentía como una reina, orgullosa e inalcanzable, intercambiando con cada uno apenas unas pocas palabras frías»[27].

El verdadero sucesor de Klimt en el corazón de la joven fue el músico Alexander von Zemlinsky, su profesor de música, campo en el que ella deseaba brillar a toda costa y al que se dedicaba con pasión. El profesor cayó fulminado ante el atractivo de la alumna y a punto estuvieron de llegar a un encuentro sexual que tampoco se consumó. Era un artista desconocido, pobre y «horriblemente feo», casi sin barbilla y con ojos saltones. Esto último nunca sería un impedimento para Alma, quien mantenía que «un hombre feo tiene que domar su mente como un caballo lipizano. Son los hombres más audaces, más inteligentes y fascinantes: vencen sus debilidades y defectos y se convierten en genios porque no tienen más alternativa». El salir con hombres feos tenía, además, otra ventaja: reducía el número de rivales. Ella quería ser amada en exclusiva, con adoración y sin contemplaciones, porque era patológica y profundamente celosa, con unos celos retroactivos, irreales e histéricos. Se estaba con ella o contra ella. En aquel momento, decía amar a Zemlimsky y se sentía atraída por su arte, su fuerza y su juventud, pero todavía no había llegado su momento. Estaba esperando a un príncipe azul que no tardaría en aparecer.

JUNTAR EL FUEGO CON EL FUEGO

En 1900, Mahler había estado en la Exposición Universal de París, dirigiendo su transcripción para orquesta del Cuarteto número 11 en Fa menor, Op. 95 de Beethoven con la Filarmónica de Viena. La Exposición había sido un éxito. Los visitantes se contaron por millones y el Art Nouveau se consagró como la nueva tendencia artística. En el recinto estaban los últimos inventos, las obras más excepcionales y los mejores conciertos. El pabellón japonés asombraba a propios y extraños y Emile Gallé, el increíble artesano del vidrio, mostraba sus piezas con el orgullo de un padre. Terminado el concierto, Mahler recibió la visita de dos admiradores: Paul y Sophie Clemenceau. Paul era hermano de Georges Clemenceau, el insigne médico, político y periodista que posteriormente sería nombrado diputado, senador, ministro de Interior y, finalmente, Presidente del Consejo de Ministros de la República Francesa. Clemenceau había alcanzado tan altos honores a consta de defender un noble ideario: la amnistía de los insurrectos de la famosa Comuna de París; la abolición de la pena de muerte y los consejos de guerra; la instrucción primaria laica, obligatoria y gratuita, y la separación de la Iglesia y el Estado. Por entonces se mantenía alejado de la política y había fundado un periódico en París, L’Aurore, al que no tardaría en seguir otro, Le Bloc. Era uno de los hombres más influyentes de Francia y mantenía muy buenas relaciones con su hermano Paul y con su cuñada Sophie, quien, a su vez, tenía una hermana, Berta, casada con el neurólogo vienés Emil Zuckerkandl.

Las hermanas Berta y Sophie habían conseguido reunir en torno a sí a los mejores cerebros del momento. Sus respectivos salones de Viena y París funcionaban como un puente cultural y político, donde la buena sociedad de ambas ciudades intercambiaba anhelos e inquietudes. Las cartas de presentación y recomendación eran habituales, y los amigos germano-parlantes de Berta, entre los que estaban Albert Einstein, Stephan Zweig, Hugo von Hofmannsthal, Richard Strauss o el propio Mahler, alternaban con los artistas franceses asiduos al salón de Sophie (Rodin, Ravel, Debussy o Gide). A su regreso a Viena, Berta se puso en contacto con Mahler.

En 1901 Josef Hoffmann, que empezaba a adquirir una notable reputación como arquitecto y decorador, diseñó una colonia de artistas en Viena, la Hohe Warte, y en una de sus llamativas residencias, una gran casa con dos viviendas gemelas de varios pisos, de una elegancia desornamentada y vertical, se instalaron los Moser y los Moll. Intelectuales y artistas aparecían a menudo, aunque para Alma el nivel de las recepciones hubiera descendido drásticamente y llegara a comentar con horror como «un día se tuvo incluso el mal gusto de servir una proletaria sopa de pan en el dinner». A pesar de esto, pasaba muchos días allí, leyendo a Spinoza y componiendo Lieder al piano. Era joven, bella, inteligente y apasionada e intuía que por sus poros emanaban efluvios irresistibles. Aunque los testimonios que han quedado son infinitos y contradictorios (empezando por sus propios libros), el conjunto sólo revela parte del carácter de su figura. Para algunos fue una aprovechada, infiel y ambiciosa mujer que devoraba a los hombres tras envolverlos con su encanto. Para otros, la musa de las Cuatro Artes. Las feministas dicen que era una compositora extraordinaria que quedó frustrada por un marido opresor. Los judíos, una antisemita ninfómana con brotes de locura. Los ignorantes cuentan que escribió una ópera y cien canciones. Los católicos, que sedujo a un cura. Los hay que afirman que su matrimonio con Mahler no fue feliz. Los hay que dicen que lo fue. Pero en lo que todos parecen coincidir es en que era la mujer más impresionante de Viena.

Los Diarios-1898/1902 de Alma Mahler son veintidós cuadernos numerados, parte del conjunto total de los manuscritos de Alma, que ella conservó hasta su muerte. A lo largo de su vida sólo había dejado que algunos estudiosos como Donald Mitchell o La Grange —y siempre bajo su ojo inquisidor— les echaran un tímido vistazo, aún a sabiendas de que ella corregía y modificaba los textos una y otra vez según le interesara hacer públicos ciertos escabrosos detalles. Parte de sus diarios son la base de su Mein Leben y de su Gustav Mahler, recuerdos y cartas. Están escritos con una letra paleográfica, incomprensible casi para cualquiera excepto los íntimos que, como Kokoschka, podían entenderla porque comprendían su ritmo. A su muerte, pasaron a Anna, la única hija superviviente del músico, que también los guardó celosamente. A fines del siglo XX, una de las dos hijas de Anna, Marina Fistoulari-Mahler, autorizó la edición definitiva de esos cuadernos a un musicólogo soberbio, Antony Beaumont, inglés afincado en Alemania.

Tras la lectura del libro se llega a sentir el embrujo del personaje, por utilizar palabras de La Grange, se pasa a ser «uno más de los subyugados por los hechizos de Alma Mahler». Alma empieza su diario el 25 de enero de 1898 y es ya asombroso el nivel de sus conocimientos a esa edad: su desparpajo innato (pinta y dibuja con gracia), su formación, sus gustos, su competencia musical, global y particularizada y, sobre todo, su forma (aunque trate a veces los temas más sórdidos) de escribir, de redactar, que revela a una persona con capacidad de condensación e inteligencia desusada. El elemento más asombroso de todo el texto, amplísimo, es, como no, su relación con Mahler, pero lo es sobre todo porque da la vuelta a lo que la propia Alma narró en sus Recuerdos y en su autobiografía, Mein Leben. Hasta nuestros días, los estudiosos —La Grange y Mitchell incluidos— habían bebido de esas dos únicas fuentes a la hora de narrar el encuentro, el enamoramiento y matrimonio posterior de los dos.

A pesar de lo que Alma dijera en sus libros primeros, la vida amorosa de Mahler hasta su matrimonio no había sido precisamente casta. Para desahogar sus instintos, había recurrido a lo que más a mano tenía: cantantes o mujeres casadas, con las que nunca pensó en desarrollar una relación seria. En 1901 mantenía un discreto affaire con la cantante Selma Kurz, del que todo el mundillo cultural vienés hablaba en los cafés.

La historia tradicional del encuentro entre Mahler y Alma cuenta que tuvo lugar en una cena en 1901. En teoría, ella sólo le había visto una vez en la Ópera y él se sintió atraído por ella desde aquel primer encuentro oficial, a partir del que comenzó a escribirle, a mandarle poemas y a llamarla por el entonces pionero teléfono hasta llegar al famoso paseo nocturno del 28 de noviembre en el que él se declaró. Pero no. Fue ella la que se enamoró de él mucho antes de llegar a conocerlo. Fue Alma la que quedó presa de su influjo, viéndole dirigir, primero en la Musikverein, luego en la Ópera. La primera vez que lo cita en su diario, el 11 de febrero de 1898, aún no había cumplido dieciocho años y es con motivo del Sigfrido, advirtiendo que había eliminado todos los cortes de la obra y que a ella no se le había hecho nada larga. Días más tarde, escribió: «Es mi ídolo, lo admiro, lo respeto, no se deja dominar por el público sino que es él quien impone la norma: tengo que conocerlo». A partir de ahí, y todo ello combinado con las infinitas historias amorosas intermedias que pasan por Klimt y por Zemlinsky, Mahler es recurrente y, según qué páginas, omnipresente en el diario. Ella asistía a muchos de sus conciertos con la Filarmónica de Viena y anotaba reflexiones sobre cada velada, acudía infinidad de veces a la Ópera para verle trabajar y no paraba de dejarse ver. Había conseguido una postal firmada por él y, en julio de 1899 había vuelto a cruzarse con él en Gosaumülle, en un paseo en bicicleta. Pero el encuentro aún no se había producido.

Berta Zuckerkandl intentó montar una cena en su casa, pero no se celebró y tuvo un rapto de furia que reflejó en su diario. El último día de 1898, hizo una anotación bellísima, sobrecogedora, en su cuaderno: «¡Esperanza, hazme encontrar a alguien que me comprenda instintiva y completamente, que nuestras almas caminen juntas y resuenen a coro, en hermosa armonía. Oh Dios, Naturaleza, eterna, grandiosa, misteriosa, rica en vida y amor… concédeme este único deseo!». Todavía, en agosto de 1900, confesó a su diario: «Ayer Lilli prometió presentarme a Mahler el próximo invierno. Iré, desde luego. Hay que aprovechar las oportunidades cuando se presentan». Por fin, el 4 de noviembre de 1901, tramó la cena con Burckhardt en casa de una de las pocas personas de la sociedad vienesa a las que Mahler respetaba: Berta Zuckerkandl.

Sophie Clemenceau estaba en Viena visitando a su hermana y sólo su presencia consiguió hacer que Mahler acudiera a una reunión de sociedad, las cuales detestaba desde los tiempos de Bad Hall. Mahler prometió asistir a regañadientes, tras advertir a Berta que sólo comía pan integral y manzanas reinetas. Alma, avisada de la presencia del músico, puso en marcha todo el juego de seducción que llevaba años preparando: resplandeciente, se sentó entre sus pretendientes Klimt y Burckhardt, y mantuvo con ambos una conversación sazonada de risas que consiguió captar el interés del director de la Hofoper. Se mostró aguda, vehemente, brillante, inteligente y culta; habló de las nuevas tendencias sin opiniones timoratas, halagó al Hofoperndirektor y éste se sintió halagado. A la salida, mientras se ponían los abrigos, ella le reprochó el poco caso que él hacía de las obras de Zemlimsky y él (después de argumentar que lo consideraba una basura [sic]) le prometió ocuparse del tema. Se despidieron. El músico propuso acompañarla a casa, pero ella prefirió volver en taxi. Quedaron en pasar por la Ópera a la mañana siguiente. La estrategia de Alma funcionó: de regreso, Mahler comentó a Burckhardt: «Esta joven es interesante e inteligente. Al principio me parecía algo antipática y yo la había tomado por una especie de muñeca. Por regla general, no suele tomarse en serio a muchachas tan jóvenes y tan bellas». Y Burckhardt, con el tono de un propietario celoso, respondió: «Quienes conocen a la señorita Schindler saben quién es. Los otros, no tienen por qué saberlo».

Al día siguiente por la mañana, las hermanas Berta y Sophie acompañaron a Alma a ver al ensayo en la Hofoper. El director sólo se ocupaba del abrigo de la joven mientras apenas podía articular palabra, hecho un manojo de nervios. Hubo un tenso silencio, interrumpido por las palabras del músico:

—«Señorita Schindler, ¿ha dormido bien?

—Muy bien. ¿Y usted?

—No he dormido».

Alma recibió aquella noche un anónimo, un poema de amor. A partir de ese instante, el compositor convirtió a la Hohe Warte en su paseo favorito y se sucedieron las visitas. La cortejó formalmente, porque además de belleza poseía todas cualidades que Mahler admiraba y necesitaba. Era joven, alegre, cristiana y rebosante de salud. Pertenecía a la aristocracia intelectual y conocía las dificultades de la creación artística. Alma, por su parte, idolatraba al director, a la estrella, pero desconocía al hombre. La consideración más profética sobre su enamoramiento la haría el propio Mahler a su hermana Justine: «¿No será un crimen que yo, otoño, encadene junto a mí a la primavera, sin dejarla que conozca el verano?».

Y para algunas personas, era un crimen. En el entorno familiar de la muchacha comenzaron a inquietarse ante la naturaleza de su trato con el Hofoperndirektor, un judío de orígenes desconocidos. Pero para ella este hecho no significaba nada. Hablaba de los judíos, sí, y mucho: eran parte de su hábitat, la palabra judío no tenía connotaciones de ningún tipo. Había música judía como podía haber música turca, alemana o china. Es más: los consideraba «la sal de la tierra». En parte por celos y en parte por miedo, los antiguos pretendientes de la joven, las examantes del músico y todos los allegados a la pareja mostraron su disconformidad.

Un jueves, Mahler se presentó de improviso en la Hohe Warte y la criada irrumpió en la habitación. «“¡Está aquí Gustav Mahler!” (Era una celebridad hasta para los criados)», cuenta Alma. Moll invitó al músico a quedarse a cenar con el anuncio de que «habría pollo con paprika y vendría Buckhardt» y Mahler, tras responder que no le gustaba ni lo uno ni lo otro, aceptó. Pero antes tenía que ir a la oficina de correos a llamar por teléfono a casa y avisar a Justine. El músico y Alma anduvieron por las calles nevadas en silencio, tímidos ante una situación que ninguno de los dos había vivido antes. Alma evoca el momento: «El paseo de ayer fue maravilloso, a pesar del viento y de la nieve. Al principio no sabíamos qué decir. Después me contó cuánto había pensado en mí y lo preocupado que estaba por el carácter transitorio de su vida. Sólo su arte —y ahora sus pensamientos— eran otra cosa. También dijo esto: que debía mantener una completa libertad de acción. Su hermana le había apoyado siempre. Hasta entonces, le había dado igual poner una dimisión sobre la mesa, pero si había otra persona, la situación cambiaría. “Y bien”, dije yo, ¿“qué pasaría si ese alguien tuviera una módica sensibilidad artística?” […] “Debemos conocernos mutuamente, los dos deseamos que así sea. Mis pensamientos son sólo para él. Los recuerdos de los demás van desapareciendo”.

Al regreso, ya en casa de los Moll, Gustav habló de su matrimonio con naturalidad, como si se tratara de una cosa evidente, como si todo estuviera arreglado por esas simples palabras lanzadas a borbotones durante un corto paseo. Todavía, en un ataque de sinceridad, Alma reconocía en su diario que Mahler no terminaba de atraerle. Ni su olor, ni su forma de cantar, ni la manera en que pronunciaba las erres. Y además, estaba enfermo. Moll se lo confesó antes de anunciar la boda. Alma se llenó de tristeza y de aprensión: «Le cuidaré como a un niño. Mi amor por él es profundamente tierno. (Qué pena que no sepa pronunciar las erres) […] Tengo tanto miedo de quedarme sola que no puedo ni pensarlo. Me lo imagino en un charco lleno de sangre». Se hizo público el compromiso y mantuvieron un frustrante primer encuentro sexual: «Me dio su cuerpo y yo dejé que me tocara. Su miembro estaba duro y rígido. Me llevó al sofá, me tumbó con dulzura y se puso sobre mí. Entonces, al sentirme penetrada, perdió toda la fuerza. Puso la cabeza en mi pecho, casi llorando de vergüenza». ¿Se debió este «gatillazo» a los nervios de la novedad? ¿O fue más bien a la inexperiencia de Alma? ¿Padecía Mahler problemas de impotencia? No lo parece, dadas las conquistas precedentes. Sea como fuere, poco después ella quedaba embarazada.

Algunos de los amigos de Mahler con dudas sobre la pareja (Lipiner, Arnold Rosé y la misma Mildenburg), organizaron una cena de confraternización. Alma sabía de los amoríos de su prometido y estaba dispuesta a no dejarse intimidar. Sintiéndose acorralada, adoptó una postura altiva y se ausentó de la conversación general, para sólo interrumpir a veces con un lenguaje brusco y opiniones escandalosas: «Guido Reni es un mal pintor», sentenciaba a lo bruto. Mahler seguía la broma (parecía harto de las mujeres sumisas) mientras su novia era sometida a un interrogatorio acerca de sus preferencias artísticas hasta que, en un momento dado, le preguntaron qué obra de su marido le gustaba más. «Conozco muy pocas y las que conozco no me gustan», respondió. El silencio y la consternación invadieron la mesa; Mahler rompió a reír, y no dijo nada. Aunque era instintivamente consciente del rechazo de su prometida hacia su música, para combatirlo, había empezado a escribir el más hermoso de los regalos de boda: el Adagietto de la Quinta Sinfonía. Todavía, cuando el músico ofreció la segunda interpretación vienesa de La Canción del Lamento, con Mildenburg como soprano solista, el círculo de amistades se esforzó por hacer ver a Mahler la abnegación de la cantante, que no había renunciado a interpretar sus obras. Los esfuerzos resultaron en vano: Mahler quería casarse.

Ellos dos eran, en la comparación del propio Mahler, Eva y Hans Sachs, con un amor a la desesperada que el músico cuarentón expresaba en cartas de un conmovedor lirismo: «Todo lo que soy es tuyo de ahora en adelante, y así abrazo todo lo que tú eres con toda mi alma. ¡Oh, Dios!, hoy, con la incertidumbre angustiosa y el deseo que siento hacia ti, vida mía, te estoy hablando como Walther von Stolzing y olvido la otra mitad, al pobre viejo Hans Sachs, que, después de todo, merece aún más tu amor». Su pasión estaba desbocada. No sería fácil unirse a un hombre como él, exigente, delicado de salud, ambicioso, colérico, perfeccionista, maniático, hipersensible y consciente de su genio. Pero tampoco a una mujer poderosa y de carácter como Alma. Burckhardt había dado, tiempo antes de la boda, un diagnóstico interesado pero exacto: «es como unir el fuego con el fuego».

Ni siquiera Justine se mostró excesivamente contenta con el matrimonio de su hermano. Aunque ella misma fuera una pésima y derrochadora ama de casa cuyos conocimientos de economía doméstica estuvieron a punto de llevar al músico a la quiebra, desde la partida de Emma a América había sido la única mujer en su vida y rechazaba por instinto cualquier invasión de su territorio. El compromiso con Alma significa también el final de las crónicas de Natalie Bauer-Lechner. El manuscrito de esta fiel testigo concluye abruptamente en enero de 1902, tras comentar el estreno en Viena de la Cuarta Sinfonía. El texto se cierra con una escueta referencia a Mahler: «Anunció su compromiso con Alma Schindler hace seis semanas. Si tuviera que discutir este hecho, me encontraría en la posición de un médico obligado a tratar a vida o muerte a la persona que más amara en el mundo. ¡Queden las consecuencias de esto a cargo del Hacedor Supremo y Eterno!». Por su parte, la única observación que Alma dedica a Natalie revela la ignorancia y el desprecio que sentía por el personaje; los apellidos aparecen al revés: «Iba con esa mujer, Lechner-Bauer…».

¡TRADICIÓN ES ABANDONO!

Alma y Gustav se casaron en la intimidad un lluvioso 9 de marzo de 1902: sólo los Moll, Justine y Arnold Rosé fueron testigos en la sacristía de la Karlkirche. Al día siguiente, Justine haría lo mismo y contraería matrimonio por fin con su concuñado, el concertino y virtuoso Alfred Rosé, con cuyo hermano Eduard había marchado Emma unos años antes.

Los Mahler vivieron su luna de miel en San Petersburgo, donde el músico tenía que dirigir tres conciertos y el estado anímico de Alma pasó de la angustia por embarazo prematrimonial al alivio por haberse casado. Al volver a Viena se instalaron en un moderno edificio construido por Otto Wagner en la Auenbruggergasse, y cuando el apartamento vecino quedó libre, los Mahler lo alquilaron y lo unieron al suyo para disponer así de seis habitaciones. Al regresar de su luna de miel, Alma se encontró con la desagradable tarea de tener que hacer economías. Mahler se ganaba muy bien la vida, pero estaba acostumbrado a no privarse de nada y se había empeñado hasta las cejas en la construcción de la residencia de Maiernigg. Ella confeccionó un presupuesto de gastos y realizó un plan de amortización de deudas a cinco años. Ahorró, pero mantuvo el elevado nivel de vida de su marido. Mientras ella no acudía a una cena por no tener un sombrero, a Mahler le seguía calzando el mejor zapatero inglés. En compensación, Kolo Moser creaba para ella una serie de audaces túnicas a la clásica, de vivos colores, ideales para el embarazo, con los que llamaba poderosamente la atención. Al fin y al cabo, había pasado la adolescencia vestida de negro.

El matrimonio con Alma significó para Mahler la pérdida de algunos de sus viejos amigos, pero le abrió de par en par las puertas de la Secession, que continuaba reuniéndose en casa de los Moll/Moser para organizar las actividades de su sala. En 1902, año del 75 aniversario de la muerte de Beethoven, el grupo proyectaba otra de sus obras de Arte Total. El escultor Max Klinger llevaba quince años trabajando en una gigantesca estatua del compositor, un símbolo a la obra y al músico, en la que había empleado mármol, granito, alabastro, bronce y marfil que se merecía una presentación sensacional. Los secesionistas pensaron en colocar la estatua en el centro de la sala principal del edificio de Olbrich y rodearla de pinturas murales realizadas por sus mejores artistas. Klimt pintaría en el friso y las paredes laterales una alegoría de la Oda a la Alegría de Schiller, plasmando el rostro y el espíritu de Mahler en El ansia de felicidad encuentra su culminación en la poesía, un caballero con armadura que libra sus batallas contra viento y marea. Pero también habría obras de Moser o de Alfred Roller, también pintor secesionista y también pluridisciplinar. La presencia de Mahler y de la Filarmónica de Viena interpretando el Finale de la Quinta Sinfonía de Beehoven resultaba imprescindible: sería la guinda de un pastel en el que los artistas ensalzaban a un artista que a su vez rendía homenaje al genio del arte.

Mahler siempre había soñado con llevar estas ideas a la ópera, condensar las distintas disciplinas y dejar al público cautivo e inerme, atrapado entre la belleza. Participó activamente en esta muestra secesionista, la decimocuarta, que los vieneses todavía recuerdan con admiración, y también en tantas otras más. Pero el contacto le brindó, a su vez, la posibilidad de que sus nuevos amigos tomaran parte en los montajes de la Hofoper.

La colaboración surgió en una cena. Una noche, Roller alabó las bondades del Tristán, lamentando que la belleza wagneriana se viera escondida tras las paupérrimas producciones vienesas, y diciendo que una obra de ese nivel necesitaba una aproximación más expresiva. Mahler pidió ideas, aprobó los planteamientos y al día siguiente, tras una nueva conversación, le encargó la escenografía de su siguiente Tristán, el punto de partida de las producciones de ópera de hoy, que tanto han degenerado. Mahler asumió su tarea como un trabajo mesiánico, ya que, como único heredero de Beethoven, creía tener derecho a romper las normas, a enfrentarse a lo establecido y a superarse. Siempre apostaba por la innovación, por la técnica. Se burlaba de los esquemas cómodos y detestaba la rutina: «Lo que vosotros, gente de teatro, calificáis de tradicional es en realidad comodidad y abandono». Tradition ist schlamperei![28].

Roller era arquitecto y pintor, pero la bidimensionalidad del lienzo le quedaba pequeña porque buscaba «espacio, no cuadros». Poseía un sentido innato de la monumentalidad y, como buen secessionista, era también profesor en la escuela de Artes y Oficios. Creía en los avances y el progreso, y si no existían los medios, los inventaba. Podía diseñar de un tenedor a un rascacielos. Para Mahler, en ópera, la música no podía supeditarse a nada, era lo demás lo que servía de complemento. Sólo la música podía acoger bajo su abrazo a todas las demás artes y elevarlas: la ópera era lo más adecuado para el Arte Total; más incluso que la arquitectura. Se pusieron de acuerdo y cuenta Alma que hicieron un Fidelio memorable: comenzó a sonar la obertura Leonora III al empezar el último cuadro, mientras la música mostraba el camino desde la sombría prisión, a través de la oscuridad y las sombras, en el primer fortissimo surgía de repente, tras un telón, la silueta de la Bastilla completamente iluminada por la más famosa innovación de Roller: las Rollertürme, las torres de focos. El efecto dramático era indescriptible. El binomio Roller-Mahler generaría otras seis producciones magistrales: Tristán en 1903, El Oro del Rin y Don Giovanni en 1905, Las Bodas de Fígaro en 1906, y La Walkiria e Ifigenia en Aulide en 1907.

Mientras tanto, los Mahler iban aprendiendo a conocerse. Salían poco o casi nada, pero disfrutaban escapándose de vez en cuando para, sin que nadie los viera, correr a ver las operetas de Lehàr y regresar los dos cantando alegres. Un día, olvidaron el tema de una canción y tuvieron que entrar en una tienda de música, leer la partitura y salir sin ella, porque eran demasiado serios como para comprar aquella frivolidad. Eran dos niños tratando de beberse la vida a grandes sorbos, un equipo con una intimidad y confianza nacida casi desde el momento en que se conocieron. Por fin Mahler podía hablar con intimidad y libertad, y no sólo de música, sino de pintura, de arte, de libros. Era tan simple como eso: por fin tenía alguien con quien hablar.

Aunque la presencia de Roller en la Ópera era motivo de enfrentamiento entre Mahler y sus superiores, estancados en la rutina y la tradición (algo que de ninguna manera podía soportar), la labor del arquitecto en la Hofoper no pasó inadvertida para músico tan volcado en el teatro como Richard Strauss. En 1901, a los treinta y siete años, mientras Mahler dirigía la Ópera Imperial de Viena, Strauss hacía lo propio en la Sociedad General de Música de Alemania. Strauss recabaría la colaboración de Roller para las producciones de obras como Elektra, El caballero de la rosa o La mujer sin sombra y también dirigiría con frecuencia la música de Mahler.

El autor de Zarathustra estaba ahora casado con una cantante, Pauline Von Ahna, alegre, dominante, escandalosa y algo vulgar a la que Alma no podía ver. Von Ahna no dudaba en ridiculizar a su marido en público, permanecía acostada a veces durante todo el día, y relataba chistes eróticos o escatológicos para provocar. Alma cuenta como fue una vez a mediodía a casa de los Strauss y encontró a Pauline en la cama; Strauss, que tenía un estreno, se acercó a su adormilada mujer y, tras abrir una caja con un formidable anillo de diamantes, dijo: «¡Y ahora deberías levantarte!».

Si la relación Mahler-Strauss fue de admiración y comprensión, la de sus respectivas mujeres fue de aborrecimiento instantáneo. No podía ser de otra manera: Pauline pertenecía al gremio de las cantantes, el más odiado por Alma (que sabía de las relaciones de su marido con las sopranos aunque éste se empeñara en negarlo), y ella no podía permitir, además, que ningún otro animal del sexo femenino captara la atención de nadie. Cuando los Strauss tenían enfrentamientos y Pauline montaba escándalos, insultaba a su marido y explotaba ruidosamente. «Es un poco violenta, pero a mí me gusta», suspiraba él. Además, estaba la permanente rivalidad artística entre los dos cónyuges que, si para ellos constituía un acicate y casi una diversión, ellas se tomaban de manera mucho más personal. Para los Strauss, la vida era una sucesión de dádivas, juegos y premios de los que había que sacar la mejor tajada. Para los Mahler, una consagración al arte que merecía cualquier sacrificio. Pero ambos estaban en la cima, los dos se respetaban, mantenían su mutua admiración e intercambiaban ideas, amigos y conversación.

Cuando Mahler dijo a Alma que no era fácil casarse con un hombre como él, no se equivocaba. Antes del matrimonio, había plasmado en una carta los requerimientos que exigía a su futura esposa, admoniciones que deberían haberla puesto sobre aviso: «Debes entender que no soporto la vista de una mujer desarreglada, despeinada o de apariencia descuidada. Debo admitir también que la soledad me es esencial cuando compongo. Como artista creativo lo necesito incondicionalmente. Mi mujer deberá estar de acuerdo cuando yo me mantenga apartado de ella, posiblemente a muchas habitaciones de distancia, y tener puertas separadas. Deberá aceptar compartir mi compañía sólo en ciertos momentos, decididos de antemano y entonces yo esperaré que ella esté perfectamente vestida y arreglada. Finalmente, no deberá ofenderse o interpretar como desinterés, frialdad o desdeño si, a veces, no deseo verla. En una palabra, necesitará cualidades que ni siquiera la mejor y más devota de las mujeres posee».

La vida cotidiana se organizaba como un reloj. Él se levantaba a las siete y se instalaba en su mesa donde desayunaba y trabajaba. A las nueve menos cuarto salía hacia la Ópera. Alrededor de la una, llamaba a su casa para avisar que estaba de camino. Un cuarto de hora más tarde, el timbre en la puerta de servicio sonaba y la cocinera iba sirviendo la sopa mientras el Hofoperndirektor subía los cuatro pisos pisando los escalones de dos en dos. Al llegar a casa atravesaba todas las habitaciones cerrando de un portazo las puertas tras de sí, se lavaba las manos y se sentaba a la mesa, donde ella esperaba. Tras una breve siesta, el matrimonio salía a dar un paseo, a pie o en coche y a las cinco regresaban a casa para el té. Sobre las seis acudía a la ópera a ver la representación (dirigiera o no) donde, por la noche, le recogía su mujer. Regresaban a pie, cenaban y, como Alma seguía estudiando, comentaban sus impresiones. Los dimes y diretes de la Hofoper también daban mucho juego. A veces, leían en voz alta. Recibían pocas visitas: Klimt, los Moll, los Rosé, los Zuckerkandl y los Moser.

UN ANIMAL BICÉFALO

En junio de 1902, Alma se rindió al el talento de su marido. Fue en el Festival de Música Contemporánea de Krefeld, donde Mahler estrenaba la Tercera Sinfonía. Se alojaron en casa de un comerciante de sedas, que observaba al matrimonio con cierto recelo pues consideraban al músico como «un célebre director teatral que ha compuesto, para su propio placer, una sinfonía monstruosa». Los críticos y el público no tuvieron la misma reacción. Alma rehusó situarse entre amigos o conocidos y se sentó a escuchar. Ante ella saltaron las notas acuciantes, exigentes, y se dejó embargar por la música, consciente de que parte de aquel espíritu creador había engendrado al hijo que llevaba dentro. «Gritó y rio interiormente». Sintió su fuerza y aquella noche, rindiéndose a sus pies entre lágrimas de felicidad, le juró apasionadamente el reconocimiento de su genio, el amor que sólo quería servirle y su eterno deseo de vivir sólo para él. La impresionante e inquietante Tercera había tenido que esperar seis años en un cajón antes de ser estrenada. A partir del estreno en Krefeld, las orquestas europeas empezarían a interpretar la obra y los editores modificarían radicalmente su actitud hacia la edición de las partituras mahlerianas.

Al concluir el Festival, se instalaron en la residencia de Maiernigg para pasar el verano. Alma cayó hechizada por las vistas, pero el interior de la casa, decorada por Justine con los muebles de Mahler, le daba miedo. Ella estaba habituada a la moderna geometría de los edificios de la Secession, y en su casa había suelos ajedrezados, sillas cúbicas con motivos geométricos y en las blancas paredes colgaban alegorías de la belleza y del amor. La oscuridad de aquellas estancias decimonónicas, todavía con cortinas en las puertas y molduras en el techo, le causaba auténtico terror. Mientras él trabajaba en su «Hauschen», equipada espartanamente (una mesa de composición, una silla, el piano y unas pocas estanterías llenas de libros), ella esperaba durante horas entre los muros, manteniendo el silencio, pidiendo a los vecinos que guardaran a los perros y sin moverse, hasta que él la llamaba. El músico se encerraba por las mañanas, desde las seis, y desayunaba sobre un pretil de la ventana. Se detenía a la una, se daban un baño, tomaban el sol y paseaban en barca. Cuando regresaban a casa, la mesa debía estar lista y el almuerzo servido. Él seguía fiel a la alimentación ligera y vegetariana y Alma protestaba por estas insípidas comidas de las que tenía una opinión bien formada: «Deben hacer daño al estómago», gruñía. Después de la siesta, daban un paseo y el compositor se detenía a menudo a apuntar ideas en un pequeño cuaderno que siempre llevaba consigo.

Alma empezó a protestar. Se sentía pesada por el embarazo y no podía evitar empezar a cuestionarse su matrimonio: «Estuve sola toda la mañana, hasta que Gustav bajó de su lugar de trabajo, plenamente feliz de su labor», cuenta. «No pude contenerme y me brotaron lágrimas de envidia. Se puso terriblemente serio. ¡Ahora duda de mi amor… cuántas veces dudé yo también! Por momentos me consumo de amor. Luego no siento nada. Cuando lo amo soporto todo con facilidad… cuando no, me es imposible. Sin embargo sé que ninguna persona ha sido más íntimamente mía que él. ¡Si pudiera volver a encontrar mi propio equilibrio! Ayer me dijo que nunca había trabajado con tanta facilidad y perseverancia como ahora, y eso me colmó de felicidad. Él no debe saber nada de mis luchas internas. Día por día copio la partitura de la Quinta Sinfonía y rivalizamos en ver quién termina antes».

La actividad —presencia, dirán otros— de Alma en la creación de las Sinfonías Quinta y Sexta —y, por extensión, en toda la producción mahleriana desde 1902 hasta 1911— es evidente. Mahler había escrito las primeras cuatro en una atmósfera de independencia ambiental única, no sólo en lo que se refiere a Maiernigg, sino al hecho de que muy contadas personas tenían acceso a él en sus momentos de creatividad. Aún más, estos pocos elegidos (su hermana Justine, el violinista Rosé, el joven Bruno Walter, Natalie Bauer-Lechner y, en algunos años, Anna von Mildenburg) se limitaban a una actitud receptiva y nunca formulaban juicios ni hacían indicaciones concretas sobre la propuesta musical. Recibían pasivamente un mensaje que sólo su autor podía alterar. Sin embargo, desde su boda con Alma María Schindler (e incluso antes, durante el noviazgo), Mahler tuvo a su lado a una persona que se introdujo casi diariamente en su música por un triple motivo: de una parte, al ser su esposa, estaba presente en casi todas las manifestaciones públicas o semipúblicas de su marido (en esto, su papel no difiere de una Clara Wieck en relación a Robert Schumann); de otro, Alma tenía el suficiente carácter y confianza con él como para decirle francamente lo que pensaba de su música; y por último (y este dato es importantísimo), Alma era, por sí misma, compositora. Una compositora en ciernes desde los principios del noviazgo con Mahler, sí, pero una compositora al fin y al cabo. Durante una de las ausencias de Viena del músico, Alma, ya novia oficial, le escribió una brevísima carta explicándole que no podía prolongar la misiva porque debía terminar una obra. Mahler le replicó airadamente, exigiendo que dejara de componer para siempre, ya que no podía aceptar subordinaciones de ese estilo. Alma aceptó la imposición, pero el que dejara de ser creadora musical para dedicarse a él, le llevó, en un interesante proceso psicológico, a afirmar que era ella la coautora de las obras de su marido. Eso es incierto. Se limitó a copiar algunas partes siempre vigilada por el ojo escrutador de Mahler. Sin embargo, es lógico pensar que cuando Alma tuvo acceso a las obras de su marido se hundiera en ella toda esperanza de convertirse en creadora musical. Si Beethoven se hubiera casado con una compositora amateur que hubiera visto su música, ¿se hubiera atrevido ésta a componer ni siquiera una nana al lado de la monumentalidad magnífica y perfecta que tenía delante? En cualquier caso, cuando regresaron a Viena después del verano en Maiernigg, Mahler había puesto fin a su Quinta Sinfonía, una obra que parte de una marcha fúnebre y desemboca en el alegre triunfo de la vida.

Pero Mahler era consciente de sus propias manías y debilidades. Recordaba constantemente a Alma que se había casado con un neurasténico, con un enclenque, con un judío apátrida que padecía síntomas de decadencia física. Alma, en sus memorias, explicaría cómo a partir de sus dos personalidades consiguieron construir lo que para Lawrence Durrell sería «ese maravilloso animal bicéfalo que puede ser un matrimonio»: «Si yo me hubiera identificado con él, me hubiera hundido con él. Ignoré sus debilidades y le hice tan fuerte ante el mundo que parecía un haz de energía masiva».

La primera hija del matrimonio, María —por la madre de Mahler—, apodada íntimamente Putzi, vino al mundo el 3 de noviembre de 1902 en un parto difícil. La niña se había descolocado debido a las fatigas de la madre durante el embarazo, y el médico dijo que se presentaría de nalgas. Mahler, en un gesto de humor e ironía característico, estalló en una carcajada y dijo: «Eso demuestra que es hija mía, al mostrar al mundo la única parte de su cuerpo que merece». Lleno de remordimientos hacia su mujer, acunó horas y horas a su hijita. Aun así, ella no se sentía cómoda en su nuevo papel de madre. A los pocos días, escribió: «Hace una semana que estoy levantada. El 3 de noviembre nació mi hija María. Aún no siento un verdadero amor hacia ella».

Durante la temporada 1902/03, Mahler se desplazó con frecuencia. A partir de Krefeld había empezado a incluir una obra suya en todos los conciertos, y sus ingresos por los derechos y ediciones empezaron a crecer proporcionalmente a su prestigio. Henry Wood le apoyaba desde Inglaterra y Alfredo Casella desde Italia. En España, su foto estaba en las postales de promoción. En octubre de 1903 fue por primera vez a Amsterdam invitado por el director de orquesta Willem Mengelberg, que había asistido, impresionado, al estreno de la Tercera en Krefeld. El holandés se había erigido desde un primer momento en paladín de su música y creó una tradición única en el mundo a través de su Orquesta del Concertgebouw, que llegó al punto de brindar la Cuarta dos veces en una misma sesión, dirigida respectivamente por Mahler y por él mismo. Las interpretaciones de las partituras mahlerianas comenzaron a tener una mayor audiencia y a lo largo de ese año, Mahler interpretó la Primera y la Cuarta en Lemberg, la Segunda en Basilea y la Tercera en Amsterdam. Europa empezaba a conocer al verdadero Mahler.

Algunos jóvenes compositores y directores empezaron a acudir a él en busca de consejo y apoyo. El neorromántico Hans Pfizner, extraordinariamente impetuoso, insistente y emprendedor, apareció en Krefeld con su partitura de Die Rose von Liebesgarten con la intención de que el director asumiera su estreno en la Hofoper. Entre Pfitzner y Alma surgió una atracción inmediata que Mahler vigiló muy de cerca y que nunca tuvo consecuencias importantes, pero después de tres años de tira y afloja, el director accedió a dirigir la obra. También estaba el joven Otto Klemperer, que le había tomado como modelo, y que transcribió a piano su Segunda Sinfonía como prueba de devoción. Admirado por el talento del joven músico, Mahler le recomendó a su antiguo Intendente de Praga, Angelo Neumann, mediante una tarjeta laudatoria que Klemperer conservaría hasta su muerte, en 1973[29].

Además, en aquellos años surgió en Viena otro movimiento artístico que Mahler no podía pasar por alto: la generación de músicos que entraría en la historia con el sobrenombre de Segunda Escuela de Viena. La idea nació en abril de 1904, cuando dos viejos amigos de Alma, Zemlinsky y su alumno Schönberg, acudieron a Mahler solicitando su apoyo para formar una nueva sociedad de compositores, la Vereinigung Schaffender Tonkünstler Wiens, (Asociación Privada de Seguidores de los Empeños Artísticos de Viena) con el objetivo de acostumbrar el oído a la nueva música, y de la que querían nombrarle Presidente Honorífico. Schönberg se había convertido en admirador de Mahler tras asistir al ensayo general en Viena de la Tercera Sinfonía, y había escrito al autor una carta de fervorosa devoción:

«Respetable Sr. Director:

Para expresar la inaudita impresión que me ha hecho su sinfonía, no puedo hablarle como de músico a músico, sino como de hombre a hombre. Porque he visto su alma desnuda, completamente desnuda. Yacía delante de mí como un misterioso y agreste paisaje con sus abismos angustiosos y al lado de esto, prados soleados, alegres y graciosos, lugares idílicos de descanso. La sentí como un fenómeno de la naturaleza con sus sustos y desastres y a la vez con su arco iris plácido y radiante. ¡Qué importa que cuando después me hablaron de su programa, éste no pareciera coincidir con mis impresiones! Importa si yo interpreto bien o mal el significado de las sensaciones que en mí han sido un acontecimiento. Y creo que he sentido su sinfonía. Experimenté la lucha por las ilusiones, sentí el dolor del desilusionado, vi la lucha de fuerzas buenas y malas, vi a un hombre esforzarse angustiosamente por lograr la armonía interior, sentí un hombre, un drama, una verdad, una verdad brutal. Tengo que expansionarme, perdone, pero sensaciones débiles no se dan en mí: o fuertes o nada».

Mahler apoyó inmediatamente la idea acudiendo en la medida de lo posible a los estrenos y conciertos. Los nuevos compositores seguían los cánones estéticos secesionistas y planteaban su música como una escisión del academicismo, asegurando que eran el resultado de la progresión natural de la música del propio Mahler. Al principio, la relación entre Mahler y Schönberg fue recelosa y casi violenta, debido a diferencias estéticas. Mahler no podía tomar en serio a Schönberg cuando éste le hablaba de componer una sinfonía con una sola nota[30]. Aunque el flamante Presidente Honorífico no terminaba de entender muy bien el torrente de sonidos sucesivos que evolucionarían más tarde en la dodecafonía y nunca participara verdaderamente en sus experimentos, llegó a confesar a Alma: «No comprendo su música, pero él es más joven y, debe tener razón». Con el tiempo, se puso de su parte. La virulenta actitud de los vieneses ante lo que estaban escuchando le hizo sentir solidario, recordando bien la experiencia de sus primeros fracasos. Se esforzó en ayudar al joven compositor también en el terreno económico, y éste se lo agradeció con afecto y emoción. Alma recordaba la actitud de Mahler hacia aquello al recordar dos estrenos de Schönberg: el Cuarteto Op. 7 y la Sinfonía de Cámara n.º 1:

«La primera vez fue cuando se ejecutó el Cuarteto de Cuerda número 1, Opus 7, de Schönberg. El público, por tácito acuerdo, lo tomaba como una gran broma, hasta que uno de los críticos cometió el imperdonable error de gritar a los ejecutantes que pararan, ante lo cual se armó un escándalo y un griterío como no he oído otro igual. Un hombre que estaba de pie en el frente abucheaba a Schönberg cada vez que éste salía a escena para hacer una reverencia, sacudiendo su cabeza judía —tan similar a la de Bruckner— con la turbada esperanza de recoger alguna manifestación aislada de simpatía o perdón. Mahler se puso de pie de un salto y avanzó hacia el hombre. “Quiero ver de cerca a ese sujeto que está silbando”, dijo con aspereza. El hombre levantó su brazo para golpear a Mahler. Pero Moll, que estaba entre el público, vio eso y en un segundo se abrió paso entre la multitud y cogió por el cuello al hombre. La fuerza superior de Moll le apaciguó y fue sacado a empujones sin mucha dificultad de la Bösendorfersaal. Pero en la puerta recobró su coraje y gritó: “No se exciten tanto… ¡también silbo a Mahler!”».

«La segunda vez fue en el estreno de la Sinfonía de Cámara de Schönberg en la sala de la Sociedad de Música. La gente empezó a correr las sillas hacia atrás ruidosamente, y algunos se marchaban, protestando abiertamente. Mahler se levantó encolerizado e impuso silencio. Tan pronto como terminó la ejecución, permaneció en el frente del piso principal y aplaudió hasta que se fue el último de los perturbadores».

La Segunda Escuela de Viena se consolidaría más tarde con la salida de Zemlimsky y la incorporación de Anton Webern y Alban Berg, quien con sólo dieciséis años había irrumpido en el camerino de Mahler para hacerse con su batuta. Berg dedicará años más tarde su Wozzeck —en el que tanto hay de homenaje a Mahler— a Alma… que pagaría, por cierto, de su propio bolsillo la primera edición de la partitura.

El 15 de junio de 1904 Alma sintió los primeros dolores de parto de su segunda hija. A las cinco de la mañana despertó a Mahler y éste puso en pie de guerra a toda la casa, enviando a los criados en busca de un médico. Para mitigar su sufrimiento, la instaló en su estudio, ante su mesa de trabajo, y no se le ocurrió otra cosa que pasear por la habitación mientras leía en voz alta («para distraerme», apunta Alma con cierto resquemor) a Emmanuel Kant. Horas después trajo al mundo a una niña a la que bautizarían Anna —por Anna Moll—, pero a la que llamarían Gucki, apelativo favorito de Mahler.

En cuanto Alma se recuperó, la familia completa se trasladó al «espléndido aislamiento» —en palabras de Mahler— de Maiernigg. Retomó las Canciones a la muerte de los niños y empezó la Sexta Sinfonía. El primer título asustaba a su mujer, que no podía comprender cómo podía dedicarse a un asunto tan lúgubre mientras sus dos hijitas jugaban a su alrededor: «¡No tientes a la Providencia!», decía. Y aun así, la presencia de Alma en la Sexta, que Mahler remata con el subtítulo de Trágica, es tan grande que parece formar parte de ella. La obra nace de una concepción estrictamente clásica, pero sobre su estructura ordenada y formal estallan sonoridades indudablemente agresivas y modernas. El músico se revela como un héroe invisible que continúa avanzando entre el caos con determinación y firmeza, mientras, semioculta en la música, resuena la voz de Alma, el tema de Alma. Es como si Mahler no dejara de advertir que su imagen de seguridad y solidez escondía una tragedia de rabia y frustración evidente, tan obvia que no podía dejar de hacerse oír. El propio Mahler decía que la sinfonía fue naciendo por y para ella, a todos los niveles. Alma se emocionaba al escucharla y las lágrimas acudían a sus ojos, pero, dentro de su corazón, seguía sin considerarse realizada: «Todo en mí pertenece a Gustav. Todo fuera de él está muerto. ¡Y no se lo puedo decir! A veces tengo la impresión de que se me han cortado las alas. ¿Por qué, Gustav, has atado a ti a este pájaro colorido y alegre, si uno triste y gris te hubiera servido más? Hace días y noches que oigo música en mi interior con tanta intensidad que la siento entre mis palabras y no me deja descansar de noche […] Gustav vive su vida y yo también tengo que vivir la suya».

El Imperio se agitaba bajo el abrazo confortable de la Dinastía de los Habsburgo mientras un hormiguero de pequeñas tormentas se formaba en su interior. Era época de grandes cambios y de aún mayores movimientos sociales; las nuevas ideas se expandían como una mancha de aceite y los obreros de las fábricas empezaban a protestar por las calles. Los germano-parlantes soñaban con un imperio alemán, los pueblos, con su independencia. Los artistas transformaban el concepto de arte bello en arte útil, la vanguardia chocaba con la Academia, los pies de las mujeres comenzaban a asomar bajo las faldas y la voz femenina surgía detrás de los corsés, exigiendo el derecho al voto. La agitación social, que estaba desintegrando poco a poco la Europa de la Seguridad, reclamaba algo o alguien a quien culpar de sus miserias. En este escenario, la situación del Hofoperndirektor comenzó a hacer aguas. No sólo porque al poco de llegar un nuevo intendente, el Baron Von Plappart, hubiera sustituido a Bezecny. No sólo porque Mahler, llevado por su impulso reformista, se empeñara a toda costa en apostar por la modernidad. No sólo porque programara sus propias obras y dirigiera la Hofoper con un totalitarismo dictatorial. Fue, como diría Bruno Walter, «como antes de iniciarse una terrible tormenta, cuando el Sol emite el último de sus rayos con una gran fuerza, y luego todo se oscurece y estalla».