Un doctor de los cuentos de Hoffmann
Bernhard Baruch Pohl, que había italianizado su nombre por el de Bernard Pollini, había llegado a la Ópera de Hamburgo en 1873 tras una corta carrera como tenor y estaba considerado uno de los empresarios más listos y con menos escrúpulos de Europa. Al igual que Angelo Neumann, en Praga, era un hombre emprendedor y autoritario cuyas características dictatoriales y comerciales le habían procurado el mote de «Monopollini» y a su teatro, el de «Polliniclinik». Tenía un único objetivo: aumentar los beneficios del negocio; y para ello seguía la política de contratar a los más importantes artistas de su tiempo en calidad de invitados. Hasta la llegada de Mahler, había tenido a von Bülow como responsable de un ciclo de óperas mozartianas, pero, aunque la relación laboral había terminado mal, Bülow mantenía un estrecho contacto con la Ópera a través de los conciertos sinfónicos de abono, actividad que repartía entre Hamburgo y Berlín.
Las continuas peleas con von Bülow habían forzado a Pollini a fijar la mirada en la estrella del momento, Gustav Mahler, y con su incorporación pretendía echar leña al fuego. Al poner a Mahler en el podio, la opinión pública no podría evitar las comparaciones, asistiendo en masa (previo pago) al enfrentamiento, mientras Pollini abonaba el terreno para la llegada del flamante director titular. El trato pactado con Mahler era simple: se encargaría de la reestructuración del teatro a todos los niveles a cambio del dos y medio por ciento de los beneficios brutos de la caja. A los treinta y un años, Mahler estaba en el apogeo de sus facultades interpretativas y en el alba de su cénit como compositor. Aceptó el generoso y casi plenipotenciario contrato ofrecido por Pollini y marchó contento a su nuevo destino. El empresario, que tenía puestas todas sus esperanzas en Mahler y deseaba profundamente atraerlo hacia el grupo de sus correligionarios, recibió al nuevo director en su propia casa, donde el músico permaneció en los primeros días.
Pollini pretendía que sus artistas trabajaran a destajo. Mahler debía dirigir ciento cincuenta funciones en su primera temporada —una distinta cada noche—, cosa que no iba a ser tarea fácil si pretendía alcanzar las cotas de perfección logradas hasta entonces. La primera decepción llegó al comprobar in situ que el fulcro de la palanca artística se apoyaba primariamente en lo vocal, en cantantes como la soprano Katharina Mafsky, la contralto Ernestine Schumann-Heink o el tenor Max Alvary, considerados primeras figuras wagnerianas de la época. Por el contrario, la orquesta y el coro de Hamburgo pedían a gritos una ardua remodelación. Tampoco en las producciones había lugar para las luces, el vestuario o la innovación técnica. Dentro de la lucrativa filosofía empresarial de Pollini, todos estos detalles eran considerados suplementarios. Pero la llegada de un músico con la dedicación, la entrega y el ansia de arte total de Gustav Mahler iba sin duda a suponer un auténtico enfrentamiento de intereses en aquel teatro; un choque cuyos primeros resultados artísticos no tardarían en aparecer.
Mahler comenzó a trabajar con su estajanovismo habitual. El 26 de marzo de 1891 llegó a Hamburgo. Tres días más tarde, sin un solo ensayo, dirigió su primera representación, el Tannhäuser de Wagner. La recepción fue unánimemente entusiasta, y el comentarista del Correspondent, Josef Sittard, llegó a calificar al músico de «¡director genial, que electrizó literalmente a la audiencia!». Tres días después, el 1 de abril, reincidió en Wagner con Sigfrido, la tercera parte de la tetralogía El anillo del Nibelungo. Aquí los comentarios críticos se dispararon, hablando del mágico poder que emanaba la personalidad del nuevo director.
El enfrentamiento tan cuidadosamente planeado por Pollini entre Mahler y von Bülow salió mal. El día de la representación de Sigfrido, von Bülow se encontraba en el patio de butacas. El espectáculo le entusiasmó tanto que, pocos días después, escribió a su hija en los siguientes términos: «Hamburgo tiene, desde ahora, un director de ópera de primera clase, Gustav Mahler, un judío de Budapest serio y enérgico, que, en mi opinión, está a la altura de los más grandes maestros, Mottl, Richter, etc. Recientemente, he escuchado Sigfrido bajo su dirección, y siento la más profunda admiración por la forma en que, ¡sin un solo ensayo con la orquesta!, obligó a esos bribones a bailar a su aire». El autor de este encomiástico texto no relacionaba (o no quería relacionar) al nuevo y soberbio director de la Ópera de Hamburgo con el novato «segundo Kapellmeister» que tan apasionada e ingenuamente le escribiera tras sus actuaciones en Kassel ocho años atrás. Tampoco hacía ninguna referencia al autor de la orquestación de Die Drei Pintos. De repente, Mahler vio cerrarse todas las antiguas heridas y von Bülow no dejó de manifestarle, hasta su muerte, el más absoluto fervor, llegando a llamarle el «Pigmalión de la Opera de Hamburgo».
Al término de la primera temporada, Mahler había dirigido además Don Giovanni, La Flauta Mágica, Fidelio, Euryanthe, El Cazador Furtivo, Caballería Rusticana, Asrael, y todas las óperas de Wagner. Con el éxito de Los Maestros Cantores y Tristán, consiguió la aquiescencia de Pollini para levantar todos los cortes tradicionales y ofrecer las partituras completas, tónica interpretativa que siguió toda su vida. Como centro de operaciones, eligió instalarse como inquilino en un apartamento perteneciente a la distinguida viuda Adele Marcus, seis años mayor que él y con la que establecería una inmediata relación afectiva. Y al llegar el verano, se permitió emprender un extenso viaje de vacaciones por Escandinavia, que le llevaría a Dinamarca y Noruega. En Oslo coincidiría en el hotel con el célebre dramaturgo Henrik lbsen, al que admiraba profundamente, pero —típico rasgo de la contrastada personalidad mahleriana, extremista en la humildad y el orgullo— no se atrevió a acercarse al literato ni a dirigirle la palabra.
Durante el otoño de 1891, el músico se concentró en la nada agradable tarea de renovar la plantilla orquestal y los efectivos corales. A pesar de esta amenaza, que pendía sobre las cabezas de los músicos de atril, consiguió un gran número de simpatizantes entre ellos. El 22 de noviembre, en una carta que dirigió a su hermana Justine, que en Viena se ocupaba de los estudios de Otto y Emma, Mahler relataba los detalles de su nueva labor: «Aquí la orquesta me quiere mucho, algo que nunca me había ocurrido con anterioridad. ¡Esto es mucho más agradable que Budapest! Casi lo mismo puedo decirte del coro, pero los cantantes están divididos: la mayoría me detesta, pero una minoría, que incluye a los más importantes, está de mi lado».
El optimismo no podía durar, y antes de fin de año se produjeron dos episodios que entristecieron profundamente al artista. El primero vino tras dirigir El Demonio, de Anton Rubinstein (ópera hacia la que sentía particular inclinación), que obtuvo del público una respuesta tan fría que provocó su retirada tras el estreno. Y el segundo, a finales de septiembre, supuso una bofetada anímica al Mahler compositor, ya que procedía de alguien en quien había vuelto a confiar: Hans von Bülow.
Animado por el entusiasmo del viejo maestro hacia su labor como director, Mahler le había pedido permiso para mostrarle algunas de sus partituras. Ojalá no lo hubiera hecho, porque la reacción de Bülow ante la interpretación que el propio Mahler efectuó al piano de su Rito de la Muerte (Totenfeier) —que, corregido constituiría el primer movimiento de la Sinfonía Resurrección— fue algo más que negativa. En medio de la obra, el compositor se volvió para mirar la expresión de von Bülow, y lo encontró pegado a la ventana, tapándose los oídos con las manos. Al término de la sesión, el comentario, tras un embarazoso silencio, fue: «Si lo que acabo de oír es música, debe ser que no entiendo nada sobre ese arte». Y añadió: «Tristán es una Sinfonía de Haydn al lado de esto». Mahler, desesperanzado, escribió a Richard Strauss:
«En cuanto a mis partituras, querido amigo, estoy a punto de guardarlas para siempre en un cajón de mi mesa. ¡No se puede imaginar el rechazo constante que experimento! En esta larga caminata, ya no resisto a esos caballeros que se caen de las sillas y me explican que tocar mis obras sería algo increíblemente presuntuoso. ¡Ese agotador e inacabable peregrinar de puerta en puerta! Hace una semana, Bülow casi se murió mientras interpretaba mis obras para él. Usted nunca ha experimentado algo así, y no puede comprender que uno termine por perder la fe. ¡Dios bendito, el mundo puede seguir su camino sin mis obras!»[18].
A pesar la opinión de Bülow sobre la música de Mahler, las deferencias del primero hacia la labor del segundo en el podio entraban en el terreno de lo extraordinario. «Si me siento en la primera fila» —relataba a Justine—, «siempre me señala los más bellos pasajes de las obras que interpreta. Tan pronto como me ve, me saluda con una ostentosa inclinación de cabeza. Algunas veces, ha llegado a hablarme desde el podio. Y cuando está dirigiendo una obra desconocida, me tiende la partitura, para que pueda seguir la interpretación».
El 30 de noviembre de 1891, von Bülow dirigió en Hamburgo un programa característico de la desmesura de la época: la Obertura de El Rey Lear de Berlioz, la Segunda Sinfonía de Beethoven, el Concierto para piano n.º 4 de Saint-Saëns, la Obertura de Sakuntala de Goldmark y la Fantasía húngara para piano y orquesta, con la parte del piano a cargo de la venezolana Teresa Carreño. Mahler se encontró con la sorpresa de la presencia en la sala de Johannes Brahms, momentáneamente de visita en su ciudad natal. El viejo maestro, un día contrincante en las banderías estudiantiles wagnero-brucknerianas, era ahora un acérrimo defensor de Mahler. Convertido en admirador desde el Don Giovanni de Budapest, se interesó afablemente por la brillante estrella y le invitó a cenar después del concierto. Mahler ya había desechado sus antiguos prejuicios y le consideraba ahora una de las piedras angulares de la música germana. «Después he ido a cenar con Brahms a un restaurante» —escribiría el músico a Justine— «ya sabes que es famoso por su ironía y es muy poco corriente que tome a otra persona, en particular a otro músico, seriamente, y que le muestre tanta cordialidad y afecto como a mí me ha manifestado…».
En diciembre, Mahler abordó una nueva interpretación de la pieza que le había granjeado la estima de Brahms, el Don Giovanni de Mozart. Un mes más tarde, en enero de 1892, se hizo cargo de un compromiso adquirido con Tchaikosvky, y asumió la preparación de los ensayos para el estreno en Hamburgo de Eugene Onegin, que estaría a cargo del propio músico ruso. En efecto, el 18 de enero Tchaikovsky llegó a la capital hanseática: «Un caballero entrado en años, muy agradable, de finos modales, que parece bastante rico». El ruso se hizo cargo del último ensayo y por la noche acudió a la representación de Tannhäuser, dirigida por Mahler. A la mañana siguiente, escribió a su sobrino: «Por cierto, el director local no es la habitual mediocridad de todos estos casos, sino un auténtico genio que se muere por dirigir el estreno». Horas más tarde, cedía a Mahler la batuta de su obra con el pretexto de que él se perdía en los cambios.
En el mismo mes, Mahler escribió a su hermano Otto pidiéndole detalles acerca del estreno en Viena del poema sinfónico Don Juan de su amigo Richard Strauss, cuyos pasos seguía muy de cerca. Las noticias fueron alentadoras: había sido un éxito morrocotudo. Animado por las buenas nuevas, Mahler se volcó otra vez en la composición y completó, en apenas un mes, cinco canciones del ciclo del Muchacho de la Trompa Mágica, a las que dio el título genérico de Humoresken.
Mahler y Strauss habían mantenido, durante años, una amistad de camaradería, dimanada de la solidaridad que les producía el ser los dos enfants terribles de la vida musical austro-germana: ambos compositores, ambos geniales, ambos directores de orquesta y ambos estrellas del momento. Sus personalidades, empero, no podían ser más antagónicas: Strauss franco, directo, alegre, confiado, seguro de sí mismo y sin miedo a la vulgaridad, pero a la vez algo timorato y condescendiente; Mahler, la potencia condensada y convertida en nervio, los defectos modelados a base de trabajo, la concentración hasta la crisis depresiva, la integridad como epicentro del alma. Pero mientras Mahler iba ahora por delante de Strauss como director, el autor de Zarathustra consiguió relativamente pronto el respeto a su obra y la popularidad entre la audiencia. Eso hacía sentir a Mahler profundamente inseguro sobre sus propias creaciones. Además, Strauss dejaba de lado sus escrúpulos artísticos mientras le pagaran bien y se enfrentaba a la composición con una frivolidad y una facilidad de gesto que producían en Mahler un absoluto asombro y un total alejamiento conceptual. Strauss, al contrario que Mahler —para el que la vida era una lucha titánica—, no tenía dudas sobre sí mismo y se planteaba el futuro como un natural reconocimiento de sus méritos, que le llegaba a cambio de su trabajo como músico, en cualquiera de sus dos facetas. Las imágenes que han llegado al público del Strauss-director muestran un rostro despistado, la mano izquierda metida en el bolsillo, la expresión de «a ver si acaba esto» y, con la batuta, un gesto ahorrativo. No en vano, diría: «Yo sólo dirijo la Heroica y la Novena de Beethoven. Para el resto, me basta con marcar».
Al contrario que Strauss, Mahler era llamado «el pulpo», o «el hombre de los mil brazos». Las caricaturas —no existen imágenes en movimiento, sólo fotografías— le muestran frenético, controlando cada detalle, dirigiendo la orquesta como si fuera un circo, con ojos inquisidores y atentos, dejándose la piel en cada concierto. Amaba la música por encima de todo y debía escribirla, interpretarla, darla a conocer. Era su esclavo porque sólo a través de la música se olvidaba de la muerte. Tenía el deber de llevar al público a la catarsis que les abriría las puertas de la redención. Con su experiencia, ayudar a ese objetivo era posible. Mahler también cambió la colocación de la orquesta. Basándose en su propia experiencia del foso, decidió retomar la oposición antifonal (estereofónica, se podría decir ahora), enfrentando violines primeros y segundos, que desde la etapa beethoveniana y los montajes de Mendelssohn en Leipzig se había ido arrumbando en favor de la ubicación consecutiva, de izquierda a derecha del director, de las dos secciones. Mahler mantuvo la disposición central de violas y violonchelos como voces media y grave, y la alineación de los contrabajos, base armónica del conjunto, en fila, al fondo del grupo. De igual manera, los metales adquirían referencia contrapuesta, con las trompas enfrentadas a trompetas y trombones, de nuevo en dispositivo antifonal. (Esa colocación mahleriana de «su» orquesta ha sido, en la pasada centuria, raramente respetada por los directores: caso especial fue el de Rafael Kubelik, lo ha sido —parcialmente— el de Christoph von Dohnányi, y lo es el de Simon Rattle, Daniel Barenboim y Edo de Waart).
Los resultados de Mahler y de Strauss sobre el podio siempre fueron magníficos. Nadie será nunca capaz de delimitar qué es lo que «hace» a un director, qué extraña cualidad consigue que seres humanos de distinta personalidad consigan convertir el manantial de sonidos que constituye una orquesta en auténtico arte; si se debe a la prodigalidad o la parquedad del gesto, si es el movimiento o la inexpresión. Pero existe algo innato en un director, una cualidad, un carisma que los músicos de atril perciben en un maestro apenas sube al estrado.
Durante el mes de marzo, el estreno de la ópera Le Rêve, del francés Alfred Bruneau ocupó la mayor parte del tiempo de Mahler. Bruneau era a la vez un mediocre compositor y un relevante crítico, pero era importante porque disparaba sus infalibles dardos desde las columnas del rotativo Le Figaro. Mahler, consciente de la presencia del galo en sus estrenos, se dedicó con intensidad a esta nueva tarea, en la que convergían la labor musical y la de relaciones públicas. El esfuerzo se vio una vez más recompensado y Bruneau —que con toda la caradura del mundo habló de sus propias obras en términos superlativos— dedicaría un interesante comentario a Mahler, en el que por primera vez es citado primero como compositor y luego como director de orquesta: «Mahler no se contenta» —escribe Bruneau— «con componer las vastas y flamígeras sinfonías que todos hemos aplaudido[19], además es un director de rara vivacidad e inteligencia. [… ] Cuando dirige, transmite una fe comunicativa e irresistible, que no reserva sólo para sus obras, sino que hace de ella beneficiarios a sus colegas. Sus gestos bruscos y autoritarios, el movimiento de sus piernas, las gafas saltando sobre la nariz aguileña, todo esto hace de él una especie de doctor extraído de los cuentos de Hoffmann».
Ni la crítica ni el público de Hamburgo fueron tan amables con la obra del propio Bruneau: sólo se representaría dos veces, y las calificaciones fueron de «armónicamente monstruosa» a «aflictiva para el sistema nervioso». Le Rêve significó, sin embargo, un gran acicate para la autoestima de Mahler. Agradecido, el músico dirigiría en 1895 otra de las óperas de Bruneau, L’Attoque du Moulin.
EL PÚBLICO ESTABA INMÓVIL
Sir Augustus Harris, empresario del Drury Lane Theater desde 1879, y responsable del Covent Garden desde 1888, había montado en el primero una temporada de ópera alemana en 1882. Diez años después decidió repetir la aventura en las dos salas con la idea de representar completa la Tetralogía de Wagner contando con los más famosos cantantes de Hamburgo y de Bayreuth, frente a una orquesta británica dirigida por Hans Richter, la estrella de la Ópera de Viena. Richter no había podido esquivar sus compromisos laborales y, tras una apretada negociación con Pollini y el propio Mahler, Harris le puso al frente del ciclo, que se celebró en Londres entre el 8 de junio y el 23 de julio de 1892. Mahler, altamente interesado en el éxito final, intentó, a pesar de lo mal que se le daban los idiomas, asumir el esfuerzo de aprender inglés. En el mes de abril, y a marchas forzadas, se puso manos a la obra ayudado por su amigo, el físico Arnold Berliner. Las clases comprendían prácticas constantes y Mahler, diccionario en mano, daba largos paseos con Berliner tratando de hablar todo el rato en esta lengua.
El 8 de junio, se abrió por fin la serie del Covent Garden con Sigfrido. El éxito fue tan clamoroso que Harris solicitó al músico que repitiera la obra cinco días más tarde, en el Drury Lane. El crítico del Sunday Times, Hermann Klein, se mostró asombrado por el hecho de que Mahler se supiera las partituras de las óperas de Wagner prácticamente de memoria, subrayando igualmente —dato nada extraordinario— que, en los pasajes de especial dificultad, el músico hacía ensayar a la orquesta por familias separadas. «Tiene ahora 32 años» —decía Klein—, «y es más bien pequeño, delgado, de complexión media y sus pequeños ojos brillantes se clavan en el interlocutor con expresión arisca a través de grandes gafas doradas. Me pareció un músico extraordinariamente modesto, si se consideran sus insólitos dones y su conocida reputación. Cuando trabaja, no consiente hablar de sí mismo o de sus obras, entregado como está a la música que dirige; de otra parte sus esfuerzos por hablar en inglés, incluso con aquellos que dominamos fluidamente el alemán, son encomiables y hasta divertidos, ya que tienden a prolongar la conversación minutos y minutos, hasta que Mahler consigue encontrar la palabra inglesa con la que hilar su discurso».
Mahler dirigió, en total, dieciocho representaciones en Londres que cubrían el Anillo completo, Tristán y Tannhäuser, más el Fidelio de Beethoven. Entre el público inglés las versiones de Mahler hicieron arquear más de una ceja, ya que en muchos casos era la primera vez que escuchaban estas obras en su idioma original. Además, Mahler se atrevía a modificar la orquestación de Beethoven. Entre los presentes estaban un ácido George Bernard Shaw y dos músicos que, a partir de entonces, serían tan fieles seguidores de Wagner como de Mahler: Henry Wood y Ralph Vaughan Williams.
Para Wood, la interpretación de Mahler del Anillo del Nibelungo fue una verdadera una revelación. En sus memorias narra cómo salió del Covent Garden en estado extático y cómo sólo después de pasear durante horas por las calles de Londres pudo conseguir tranquilizar su alma. Fue cuando tuvo una idea: crear una serie de conciertos donde el público pudiera pasear mientras escuchaba la música. De ahí nacieron los English Promenade Concerts, los célebres Proms.
El eco de estas óperas fue tan grande que Sir Augustus Harris trató de tentar a Mahler durante los veranos de los años inmediatos, llegando a ofrecerle sumas verdaderamente altas. Jamás volvió. El músico ya había conseguido establecerse económicamente y podía mantener dignamente a su familia. El dinero no le compensaba. Rechazó con firmeza la propuesta de Sir Augustus Harris y decidió seriamente que los veranos los dedicaría a componer. Por fin estaba saboreando largamente las mieles de un éxito que se había labrado solo y se encontraba en situación de poder elegir.
Por esos días, su repertorio sinfónico y operístico era casi infinito y su proyección internacional, inmejorable. Había sabido rodearse de los más prestigiosos músicos de la época, aprendido con los mejores directores, era reclamado en el extranjero y comenzaba a conseguir una cierta atención como compositor. Mucho hubiera tenido que decir el carretero ilustrado, el tabernero judío, de los resultados obtenidos por el niño que otrora aporreara un piano en una granja de un pueblo moravo.
Concluido el paréntesis londinense de aquel verano de 1892, inició el verano agotado, tras diez meses de fértil actividad en Hamburgo. Berchtesgaden fue el lugar escogido para pasar unas vacaciones que dedicó al montañismo y a dar largos paseos por el campo. El 26 de agosto emprendió el regreso, se detuvo en Múnich para ver a su amigo Krzyzanowski y el día 27 llegó a Berlín. Allí, el barítono Theodor Bertran le advirtió que el cólera se había declarado en Hamburgo y que la ciudad se hallaba dominada por el pánico y la epidemia. La fiebre se había iniciado en el puerto —no lejos de donde vivía Mahler— expandiéndose a velocidad vertiginosa. Mahler optó por retornar a Berchtesgaden, donde se reunió con sus fieles admiradoras Justine, Natalie Bauer-Lechner y su propia casera, Adele Marcus.
A su regreso a la ciudad, se encontró con el teatro abierto. Bernhard Pollini, para el que mantenerlo cerrado significaba una seria merma en sus ingresos, decidió iniciar la temporada obligando a sus artistas a reincorporarse al trabajo, pese a que la epidemia aún no estaba controlada. Mahler, mientras tanto, permaneció en el campo, pendiente de los informes alarmantes que llegaban desde Hamburgo: diecisiete mil personas habían enfermado y ocho mil seiscientas iban a morir. A mediados de septiembre, marchó a Múnich y de allí a Berlín, desde donde partió hacia Hamburgo, a donde llegó el 21 de ese mes.
En Hamburgo encontró a un Pollini colérico. Su asistente, Hentschel, había tenido que hacerse cargo de las representaciones desde el 15 de septiembre y el enfurecido empresario amenazó a Mahler con una sanción de doce mil marcos, lo que equivalía a un año completo de sueldo. Aunque las aguas terminarían por serenarse, este incidente iba a minar decisivamente las relaciones entre los dos.
El 25 de octubre recibió una descorazonadora carta de Hans von Bülow: a pesar del devastador juicio de éste tras la interpretación pianística del Rito de la Muerte, Mahler había enviado al veterano maestro varias de sus canciones con el ruego de que dirigiera una interpretación en concierto. Bülow, fiel a su ideario estético, replicó que «los numerosos intentos realizados por penetrar en el extraño estilo de estas tonadas (“Gesänge”) han probado ser en vano, y es imposible que yo asuma la responsabilidad de dirigirlas». Sin embargo, fiel igualmente a la devoción que sentía por Mahler como intérprete, le invitaba a ser él mismo quien las dirigiera en el próximo concierto de abono. Los acontecimientos iban a jugar esta vez en su contra ya que, debido al deterioro de su salud, von Bülow había pedido a Mahler que se hiciera cargo de sus conciertos del 12 de diciembre en Hamburgo. Por un azar del destino, la cantante Amalie Joachim había decidido interpretar ese mismo día dos de las Humoresken (Der Schildwache Nachtlied y Verlor’ne Müh’) de Mahler en esa ciudad, con la Filarmónica de Berlín, y había pedido al autor que los dirigiera. Atento a su compromiso con Bülow, Mahler renunció a dirigir sus propias canciones, y optó por sustituir a su amigo enfermo.
A principios del 93, Mahler dirigió el estreno en Alemania de otra ópera de Tchaikovsky, Iolanta, a la que siguió el estreno en Hamburgo de una nueva producción italiana, L’Amico Fritz, de Mascagni. Pero la rutina laboral no tardaría en romperse pronto porque en los meses de primavera, las relaciones de Mahler con sus hermanos entrarían en situación de abierto deterioro: Otto abandonaba el Conservatorio en Viena sin obtener calificaciones o títulos, y Alois, perseguido por sus deudores, trataba descaradamente de obtener dinero a través suyo. Escribió a Justine deplorando la situación y preguntándose si el servicio militar servirá para enseñar a Otto sus responsabilidades en la vida: «Se habrá de enseñar a sí mismo», concluía. Opina de Alois que es un caso perdido y le dedica una de sus frases lapidarias: «Cuando ya no puedes creer a alguien, pierdes interés en esa persona».
El Viernes Santo de 1893 dirigió en Hamburgo el Te Deum de Bruckner con un enorme éxito. Tras los aplausos, se apresuró a contárselo a su viejo maestro: «Al término de la interpretación he sido testigo del mayor triunfo que una obra puede obtener. El público ha permanecido inmóvil, y, sólo cuando el director y los intérpretes han empezado a abandonar el estrado, ha roto a aplaudir con la fuerza de un trueno». Casi al mismo tiempo, escribió a Justine estableciendo un paralelismo profético entre él y Bruckner: «Realmente es muy duro tener que esperar setenta años para ser interpretado y a menos que los hados cambien de signo, mi destino no será diferente del suyo».
LUZ PRÍSTINA
El verano pacificó la situación familiar, y Otto se reunió con Gustav, Justine, Natalie Bauer-Lechner y la hermana pequeña, Emma, en Steinbach, un pueblecito del Salzkammergut junto al lago Atter. El compositor estaba decidido a ganarse el puesto que se merecía en la historia de la música y ansiaba retomar su actividad creativa. En aquel momento estaba inmerso en las Canciones del Muchacho de la Trompa Mágica, tenía frente a él la partitura completa de la Sinfonía Titán, había empezado a trabajar en dos movimientos de la Segunda Sinfonía y pensaba que para terminarla necesitaba silencio. Steinbach probaría ser ese refugio ideal, tantas veces soñado por Mahler, que le permitiría concentrarse en su propia obra. Aquel año, la familia y Natalie se alojaron en una fonda local, pero el compositor encargó para el siguiente la construcción de una casita (Häuschen) de una sola habitación, alejada de la residencia, donde se refugiaría para dedicarse a su labor como «Sommer-Komponist» (Compositor de verano), apodo que se dio a sí mismo a partir de entonces. Ese verano Mahler establecería la rutina que le guiaría en todos los siguientes. Se levantaba sobre las 6:30, pasaba la mañana en la casita y regresaba al grupo para hacer una comida frugal y abstemia. Después pedía a Natalie que le desenvolviera un puro y, según narraba su amiga, «su cara bastaba para saber cómo le había ido la mañana».
El proceso creativo era algo absolutamente individual, que Mahler apenas comentaba: el ruido más pequeño se convertía en molestia y hasta los sonidos de la naturaleza (donde encontraba tanta inspiración) interrumpían su tarea. Para el artista que una vez dijera «no compongo, soy compuesto», el arte llegaba de lo más profundo del alma, la música era la manifestación involuntaria del espíritu, a la que debía someterse. Cualquier otra cosa fuera del fuego de la creación quedaba relegada a un segundo lugar. «Todos los que viven conmigo deben aprender esto», escribió. «Cuando estoy componiendo no me pertenezco a mí mismo. No puede ser de otro modo. El creador debe dedicar muchas horas a la soledad y la ausencia, durante las cuales está perdido en sí mismo y ha cortado cualquier comunicación con el mundo exterior». En aquellos tres meses de verano, Mahler se sumergió en una profunda crisis existencial que abarcaba los misterios de la salvación y la inmortalidad. ¿Dónde está el lugar del hombre sobre el mundo? ¿Cuál es la finalidad de la existencia? La vida espiritual del músico se revela desde los primeros bosquejos de la Segunda Sinfonía. Sus creencias le abocan a un cuestionamiento integral de cualquier religión, no sólo de la judía. Dios es presencia e inmanencia, pero no finalidad. La vida es, para el Mahler de este momento, una amalgama de acontecimientos sin ningún orden. «Estoy seguro de que si preguntan a Dios por el programa del mundo que Él ha creado, sería incapaz de proporcionarlo», escribiría más tarde a Alma. Inmerso en un ambiente acogedor, el músico redactará los movimientos centrales de la nueva sinfonía (concretamente, el Andante y el Scherzo, pero en orden inverso, según Natalie), además de orquestar otro Lied con el mismo fondo, Urlicht, que terminará por incluir también en su nueva obra como etéreo preludio al gigantesco Quinto Movimiento. Pero la conclusión de la Sinfonía Resurrección, la respuesta al problema de la muerte, todavía iba a resistirse bastante más.
En septiembre, ya en Hamburgo, Mahler se mudó a un pequeño apartamento de dos habitaciones en la Fröbelstrasse, más acogedor y tranquilo que su anterior domicilio en la Bundesstrasse, céntrico pero ruidoso. Al volver a la Ópera y entre los ensayos de las nuevas producciones de El Cazador Furtivo y Los Maestros Cantores, se encontró de nuevo con Tchaikovsky: el ruso regresaba a su país después de su gira por América y Mahler decidió asistir a una representación de Iolanta en Hamburgo. Pero sería el último contacto entre los dos artistas. Tchaikovsky, apenas semanas después de su último encuentro, iba a morir el 6 de noviembre, oficialmente de cólera, y extraoficialmente por su propia mano, obligado, tras haber mantenido relaciones homosexuales con el primo del zar.
Casi al tiempo, Mahler, que había literalmente escapado de la epidemia del año anterior, se vio afectado por un brote tardío de la enfermedad, que se llevó a la tumba al hijo de su casera. Justine corrió a Hamburgo para cuidar de su hermano que, tras diez días de lucha con el mal, se recuperó finalmente y reasumió de inmediato sus funciones en la Ópera. El 27 de septiembre, animado por sus progresos, dirigió un concierto de la Orquesta Laube en el que figuraban varias de sus Canciones del Muchacho de la Trompa Mágica y su Primera Sinfonía, todavía denominada «Titán, poema sinfónico en forma de sinfonía». La aventura supuso un primer éxito para el Mahler compositor: uno de los Lieder, Rheinlegendchen (Pequeña leyenda del Rhin), hubo de ser repetido, la partitura sinfónica fue recibida con fervor por el público y los músicos aplaudieron con los arcos al compositor-director. Las críticas fueron irregulares, pero por fin hubo alguien, Ferdinand Pfohl, que habló de Titán como de la «obra de un genio».
Consecuentemente crecido, Mahler se embarcó en la revisión de su juvenil Canción del Lamento, y encontró en la partitura mucho más interés de lo inicialmente previsto: sus comentarios, absolutamente inmodestos, son, sin embargo, de una gran penetración crítica. «Veo que el único progreso que he hecho desde entonces es técnico —escribe a Bauer-Lechner—, porque, en lo esencial, todo el “Mahler” que ya conoces se revela de un vistazo. Lo que más me sorprende es la instrumentación, nada hay que alterar en ella, es tan característica y nueva». A Justine le dirá: «No puedo comprender cómo una obra tan singular y poderosa ha podido salir de la pluma de un joven de veinte años».
Al concluir el año, se planteó la renovación de su contrato. La relación entre Pollini y Mahler no había mejorado mucho desde el principio de la temporada y el músico empezaba a apuntar sus cañones hacia Viena, a la Hofoper. Pero la fruta no estaba todavía madura y se vislumbraba inalcanzable. Aquel año se concentró en los ensayos y funciones de La novia vendida, de Smetana, (una obra en la que Mahler volcó todos sus esfuerzos), en estar al quite ante el paulatino empeoramiento clínico de von Bülow, (que le seguía considerando su sucesor natural) y en vigilar los contactos de Pollini con Richard Strauss, a quien el empresario había llegado a proponer que sustituyera a Mahler. A Strauss le faltó tiempo para contárselo a su amigo. El 3 de febrero, arrojando un metafórico as sobre el tapete de esta peculiar partida de póker vital, y mientras ayudaba a Mahler a presentar su Sinfonía Titán en el Festival de Weimar, Strauss le relató la propuesta de Pollini. Mahler estuvo a punto de perder los papeles: dio abiertas muestras de comprensible nerviosismo y calificó a Pollini de indeseable, aunque —eso sí— en ningún momento le pidió que desatendiera la oferta. El asunto —o mejor dicho, el suspense— apenas duró cuatro días, y el 5 de febrero Pollini renovó el contrato de Mahler por un período de cinco años.
Entre tanto, La novia vendida obtuvo un sonoro triunfo el día de su estreno y pudo representarse un total de catorce veces en esa temporada. La preparación de esta pieza había permitido a Mahler trabajar intensamente con la excelente soprano Bertha Lauterer y con su marido, el compositor checo Josef Förster, que se convertiría, desde el principio, en uno de los más fervientes defensores de la música mahleriana. Förster dio al artista la oportunidad de vivir del revés la anécdota acaecida con Bülow a raíz de la interpretación pianística del Rito de la Muerte. Enfrascado un día en la conversación con Förster, terminó por tomar asiento ante el piano, para tocar ante su colega la reducción para teclado de la obra. Al término de la interpretación, Förster, incapaz de articular palabra y visiblemente afectado, se limitó a estrechar con fuerza la mano de Mahler.
Y ese mismo año, apenas una semana después de renovar su contrato en la Ópera de Hamburgo, el respetado van Bülow sufría un colapso en la terraza de su hotel de El Cairo. Había acudido a Egipto en busca de un clima favorable, pero no pudo terminar sus vacaciones y murió a consecuencia de un tumor cerebral. Dos semanas más tarde tenía lugar en Hamburgo un concierto dedicado a su memoria. Inicialmente se ofreció la dirección a Richard Strauss, pero éste declinó el honor, ya que no quería enfrentarse con Cosima Wagner, (piedra angular de la música alemana y exesposa del fallecido director de orquesta) a sabiendas de que no guardaba precisamente una devota memoria a su primer marido. Strauss le pasó la patata caliente a Mahler, que asumió la interpretación de la Heroica de Beethoven —entre otras obras—, en un concierto calificado por Sittard como «enteramente digno del desaparecido Maestro».
Las honras fúnebres tuvieron lugar el 29 de marzo, en la Michaeliskirche de Hamburgo. El coro de la iglesia interpretó también fragmentos de La Pasión según San Mateo de Bach, del Requiem Alemán de Brahms y varias páginas corales. La última, cantada en un arreglo coral de Karl Heinrich Graun, fue Aufersteh’n («Resucitarás») con letra del poeta Friedrich Klopstock. A su regreso a casa tras el funeral, el músico se enfrentó tristemente a los hechos. Una muerte más: hermanos, padres, amigos, todos desaparecían y sobre todo, en aquel ciclo de vida y muerte, las palabras envueltas en música: «resucitarás, alma mía, resucitarás». Förster, que había asistido también al funeral, fue por la tarde a visitar a su amigo. Nada más verlo, Mahler le dijo: «¡Ya lo tengo!». El músico checo respondió: «Lo sé, “Aufersteh’n”…». Por fin estaba claro: el himno de Klopstock era la respuesta, el único final posible para la Segunda Sinfonía. La vuelta a la vida como solución a los problemas existenciales.
En el mes de mayo, Mahler acudió a Weimar llevando consigo a su hermano Otto. En la ciudad de Goethe se celebraba el Festival de la Sociedad General de Música, en el que por fin se había incluido Titán gracias a las gestiones de Richard Strauss. El Festival incluía, además de la ópera Guntram del propio Strauss y el Hansel und Gretel de Humperdinck, una pieza que entusiasmaría a Mahler desde el primer momento. La sinfonía mahleriana fue recibida con opiniones encontradas, y Mahler hablaría de «medio éxito y medio fracaso».
VERÁ QUE NADIE LLORA
Mientras tanto, la relación de Mahler y Natalie no atravesaba sus mejores momentos. A lo largo de los años, él había acudido a ella a menudo, con la seguridad y la confianza de alguien que se sabe amado. Había tenido innumerables affaires con cantantes, coristas y mujeres casadas —las únicas féminas a su alcance—, pero cuando necesitaba desnudar el alma nadie le escuchaba mejor que su amiga, que le veneraba y jamás le hacía crítica alguna. Natalie, por su parte, abrigaba calladamente la esperanza secreta de que Mahler, conmovido por su casi conventual dedicación, la resarciera de su primer, único y fugaz fracaso matrimonial y terminara casándose con ella. Pero el músico estaba empezando a cansarse de la dedicación perruna de su amiga y, al llegar el verano, se preparó para regresar a Steinbach. Necesitaba calma. Antes de la partida, escribiría una carta a Justine cargada de serias advertencias:
«En cuanto a Natalie, no sé que vas a decidir al respecto. No olvides que, incluso entre los amigos más íntimos, aquellos con los que uno se halla en el mejor estado, estos temas han de tratarse con el mayor tacto. Desearía que llevaras este delicado asunto de forma irreprochable. Tú verás lo que es mejor, pero debo confesarte que estoy muy en contra de que Natalie venga con nosotros. Sin mencionar cierto suceso, y quizás a causa de él, no puedo aguantar su constante actitud maternal, aconsejando, inspeccionando y espiándolo todo. Este año podría volverme feroz con ella. Retrasa su llegada tanto como puedas, no le comentes nada sobre su actitud hacia mí, pero hazle comprender que no quiero comentario alguno sobre lo que hago o dejo de hacer. Y creo que lo mejor sería que no viniese para nada».
Aconsejada por Justine, Natalie no acudió en el 94 a Steinbach, pero permaneció ligada a la figura de Mahler hasta su boda con Alma Schindler. Durante años será el hombro amigo del compositor y sus memorias, detalladas y minuciosas, permitirán a la posteridad forjarse una idea de su concepto del músico. Evidentemente el Mahler reflejado por Natalie apenas se parecerá al de Alma, pero gracias a los dos testimonios, sucesivos en el tiempo, se puede intentar comprender mejor las aspiraciones, las frustraciones, las inquietudes y alguna que otra pequeña parcela más de los infinitos claroscuros que conforman la personalidad de un ser humano.
Durante aquel verano, Mahler visitó a Johannes Brahms en Ischl y siguió luego la ruta hasta Bayreuth. Cosima Wagner estaba entusiasmada por la forma en que Mahler había preparado a Birrenkoven, un tenor de la plantilla de Hamburgo, para el papel de Parsifal, y había llamado al Festival al afamado director. La invitación le fue hecha en calidad de público, jamás recibiría otro trato. La presencia de otro judío en Bayreuth era demasiado para la tranquilidad anímica de la viuda de Wagner.
Al retornar a Hamburgo, volvió a cambiar de residencia y se mudó a un amplio piso en el Parkallee que, por fin, le permitía organizar veladas caseras de música y trabajar a gusto. Nada más incorporarse al teatro, Mahler se encontró con un nuevo repetidor pianístico, un joven de diecisiete años llamado Bruno Schlesinger, más tarde conocido como Bruno Walter. Había tenido noticias de Mahler tras el escándalo de Titán y, desde entonces, había hecho lo posible por conocerle y trabajar a su lado. Su devoción hacia Mahler era comparable a la que el joven Gustav había sentido por von Bülow y es obvio que ambos músicos judíos tenían en común la perseverancia y ciertos gustos intelectuales que incluían a Schopenhauer o Dostoyevski. Con el paso del tiempo, y bajo el apellido de Walter, el repetidor llegaría a ser uno de los discípulos predilectos de Mahler y una de las luminarias de la dirección de orquesta de la primera mitad del siglo XX. El propio Walter cuenta, en la biografía que dedicó al compositor, su encuentro con Mahler en Hamburgo en 1894:
«Vuelvo a ver, en mi recuerdo, mi primer encuentro con Mahler. Tenía yo sólo dieciocho años. En junio de 1894, el estreno de su Primera Sinfonía (llamada entonces “Titán”) en el Festival de la Sociedad Musical de Weimar, arrancó de la prensa local clamores de indignación; los críticos volcaron toda su bilis sobre la obra, que les pareció a la vez estéril, trivial y de una excentricidad monstruosa. La “Marcha fúnebre al modo de Jacques Callot” fue particularmente rechazada con furibundo desprecio. La curiosidad y la impaciencia con las que yo devoré todos estos artículos me dejaron un recuerdo muy vivo; me maravillaba el singular valor del desconocido que había compuesto esta marcha y deseaba ardientemente conocer al autor de una obra tan poco común. […] Pocos meses después fui presentado a Pollini, al que me recomendaban para un puesto de director adjunto en la Ópera de Hamburgo, donde este mismo Gustav Mahler, cuya obra me había entusiasmado tanto, era el primer director de orquesta. Cuando salí de mi primera entrevista con Pollini, estaba él allí, en las oficinas del teatro: de pequeña estatura, pálido y delgado, con una frente alta y despejada y cabellos negros como el jade; detrás de sus gafas brillaban dos ojos extraordinarios; arrugas de tristeza y de humor surcaban su rostro alargado en el que se sucedía una asombrosa variedad de expresiones mientras hablaba a las personas que le rodeaban. Era la encarnación viva de Kreisler, aquel director de orquesta insólito, inquietante, demoníaco, como lo hubiera podido imaginar cualquier joven lector de los cuentos fantásticos de Hoffman. Se interesó con amistosa amabilidad por mis calificaciones y aptitudes; yo contesté, al parecer a su entera satisfacción, con una mezcla de modestia y de seguridad. Me dejó estupefacto y turbado».
Es el mismo Walter quien legará a la posteridad cuidadas descripciones acerca de la forma de dirigir de su maestro, tanto en el período inicial de su amistad en Hamburgo como en los años finales: «En esta época su intensa vitalidad se traducía exteriormente por una extremada gesticulación. Lo rememoro aún en un ensayo de orquesta de El ocaso de los dioses, saltando del podio y precipitándose hacia las trompetas y los trombones para estudiar con ellos un fragmento determinado de la “marcha fúnebre”; o haciéndose con el taburete de un contrabajo y subiendo a la escena, para dar desde allí las indicaciones que desde su podio hubieran sido demasiado largas y difíciles —por ejemplo, algo relativo a la gradación del volumen de un coro entre bastidores o de un conjunto instrumental en escena».
Mientras actuaba de esta manera, la orquesta esperaba en silencio, como hipnotizada por el encanto de aquel hombre, tan enérgico como un balón de oxígeno, arrastrado por su propia visión de la obra. «Ni una sola vez durante los dos años que pasé al lado de Mahler en Hamburgo», continúa, «o de los seis años en Viena, vi romperse ese encanto. Estaba en continua actividad, y esa atmósfera de alta tensión, que era su elemento natural, acababa imponiéndose en todo y contra todo».
En Mahler, la tensión se hacía evidente. En una Walkiria, durante la admirable escena del Todesverkündigung (Anuncio de la muerte) del acto segundo, el público se quedó maravillado al escuchar sólo la armonía de fondo, sin que llegara a sonar la voz de la tuba. Al parecer, para dar la entrada había mirado con tal intensidad al músico que, aterrado, no había podido articular sonido alguno. Richard Specht narra también que al comenzar la representación con el tempestuoso preludio, cuando en la sala aún se oían voces y ruidos, Mahler detuvo la ejecución y, apoyándose en la barandilla del foso orquestal, se volvió al público —que había quedado en silencio, petrificado— y exclamó: «¡Sigan, sigan, yo no tengo prisa!».
1895 sería un año especialmente duro. En la primera semana de febrero, su vida familiar sufrió un terrible golpe cuando su hermano pequeño, Otto, se quitó la vida, disparándose un tiro en la cabeza en casa de una amiga, Nina Hoffmann-Matscheko, en Viena. El suicidio de Otto será un tema recurrente en las conversaciones de Mahler durante los años siguientes, ya que solía decir que consideraba a su hermano más dotado aún que él. Se sentirá responsable y dirá a menudo que la culpa fue suya, pues Otto aseguraba que le había ido prestando cada vez menos atención para terminar por relegarlo a una situación de completo abandono. Jamás volvería a dirigir La Canción del Lamento, cuyo libreto de rivalidad fraternal le produciría terribles pesadillas.
A fines de la temporada 94-95, en la que dirigió ciento treinta y cuatro funciones, Mahler decidió cerrar el ciclo de conciertos con su instrumentación de la Novena Sinfonía de Beethoven, en la que modificaba determinados pasajes. La plantilla orquestal se había triplicado desde los tiempos del genio de Bonn, y para mantener el equilibrio musical ante una enorme sección de cuerda, Mahler optaba por doblar también la de viento. El músico, que sentía un enorme respeto por la obra ajena y una particular devoción por la de Beethoven, jamás se atrevió a tocar una sola línea melódica o armónica de una partitura, y se limitó a la orquesta, arte en el que era todo un maestro, amén de ser también un director plenamente consciente de las necesidades instrumentales de una obra. Aun así, la osadía de «corregir» la partitura del Maestro provocó que los puristas le tacharan de bárbaro y le granjeó una enorme oposición a lo largo de toda su vida. Pero él, lejos de evitar la confrontación y seguro como estaba del resultado, mantuvo las modificaciones en sus interpretaciones casi hasta su muerte. Para el concierto de la Novena, se hizo construir un podio especial, más alto de lo normal, que le permitía dominar coro y orquesta de un solo vistazo. El día del concierto, al trepar arriba, advirtió que el carpintero se había pasado en la altura y casi se cayó a causa del vértigo. Se controló, penetró en la música y dirigió triunfalmente la obra.
Aquel verano regresó a Steinbach con Justine, Bruno Walter y Natalie. Bien por necesitar de nuevo la adoración incondicional de su amiga tras la muerte de Otto, bien por la idea de que el joven Walter serviría para hacer más llevadera la presencia de ésta, Mahler no se negó, esta vez, a llevarla consigo. Juntos practicarán montañismo y dieron largos paseos pero, sobre todo, Mahler pasará aquellos días en un estado de efervescencia creativa.
Para el músico, el Salzkammergut nunca había estado tan hermoso como entonces. Las montañas se reflejaban en el agua del lago como en un espejo, el sol brillaba con una luz amable y los árboles extendían sus ramas buscando el cielo. Sus escaladas y paseos, sus visiones de la naturaleza, eran una analogía de los dioses Apolo y Dionisio, que surgían como fuerzas elementales de la tierra, convergiendo como «un gigantesco himno a cada aspecto individual de la creación». Bruno Walter recuerda que una mañana, estando en las montañas, le pidió que prestara atención a algún detalle y Mahler se volvió y le dijo: «No me hace falta mirar. Ya lo he escrito». Bauer-Lechner, por su parte, relata cómo una tarde, mientras andaban por el pueblo, le llamó la atención la mezcla de los sonidos del campo. «Es polifonía», dijo. «De ahí lo he sacado». Esos días empezó a componer la Tercera Sinfonía.
De vuelta en Hamburgo, en septiembre, se produjo una crisis de consecuencias inesperadas. La primera soprano, Katharina Klafsky, casada con Otto Löhse, ayudante de Mahler, se enfrentó con Pollini, rompió su contrato y marchó a América con su marido. Pollini ofreció el puesto de ayudante a Walter y contrató como primera soprano a una bella joven de 23 años, Anna von Mildenburg, enviada por la célebre profesora vienesa Rosa Papier. Pollini, acostumbrado a sopranos wagnerianas de gran grosor físico, pidió a la cantante que engordara algo más para aumentar su potencia, pero para Mahler, ella resultaba perfecta y «la exactitud era el alma del éxito artístico». Cayó subyugado por las dotes de la Mildenburg en su primer encuentro. Esta relación, nacida de la admiración mutua, terminaría por convertirse en el mayor affaire amoroso de la vida prematrimonial del músico.
El futuro artístico y personal de los dos quedó marcado desde que se conocieron. La cantante había llegado a Hamburgo llena de una natural aprensión hacia el maestro, cuyas famosas rabietas y tiránica reputación habían traspasado las fronteras de la ciudad. Pero Mahler, que sabía reconocer el talento en cuanto lo veía, entendió desde el primer momento el abanico de nuevas posibilidades dramáticas que Mildenburg ponía ante él. Según su costumbre, se dedicó a perfeccionarla. Ya en su primer ensayo juntos, el Kapellmeister le hizo recorrer tiránicamente, cual Mefistófeles, toda la parte de Brunilda del segundo Acto de La Walkiria, hasta que ella, agotada por la tensión y la inflexibilidad de Mahler, rompió a llorar. Él la insultó y luego se echó a reír. «Es bueno que llore —le dijo—, porque un día usted, como los otros, se dejará vencer por la rutina del teatro y verá entonces que nadie llora».
En el curso de los meses siguientes, la relación entre estos dos personajes rebasó la esfera de lo artístico para entrar en lo sentimental. Entre ambos nació una violenta pasión amorosa, pero sus temperamentos y las circunstancias externas lo hicieron imposible. La Mildenburg, vencidos los iniciales estados de miedo ante Mahler, se reveló celosa, posesiva y gritona; Mahler, por su parte, ansioso de amor pero obviamente egomaníaco, no estaba dispuesto a hacer concesiones en lo personal. «Ya te he dicho que estoy en medio de una gran composición. ¿No entiendes lo que eso supone para un hombre?». Por ende, la compañía de Justine, su cancerbera hermana, que vivía con él en Hamburgo, creó serios reparos morales a la relación con Anna quien, por su parte, lo contó en el teatro y puso a toda la Ópera sobre la pista de los amoríos del jefe. La relación atravesó todo tipo de situaciones. Hubo incluso un intento desesperado de Anna por provocar la boda con Mahler, y se presentó en su casa asegurando que iba a morir, acompañada por un fraile dominico dispuesto a casarla in articulo mortis. Mahler, buen conocedor del teatro y sus trucos, terminó echando a la soprano y al religioso violentamente.
La naturaleza de la relación Mildenburg/Mahler marca uno de los puntos de mayor discrepancia entre Donald Mitchell y Henri-Louis de La Grange en sus respectivos estudios biográficos: si para el primero se trató de un amor platónico e idealizado, para el segundo existió una consumación física y un trato constante en el que la soprano y el director vivieron una relevante aventura. El punto tiene una importancia nada desdeñable a la hora de entender la compleja relación matrimonial de Mahler y Alma Schindler, ya que ésta aseguró siempre que su marido «carecía de experiencia con las mujeres» dando a entender que ella había sido su único amor. Paradójicamente, el testimonio de un español inclina la balanza hacia la tesis de La Grange: Felipe Pedrell habla de una cantante de la Ópera de Hamburgo a la que conoció como ‘esposa’ de Mahler a finales del siglo XIX. Se supone que Mahler, para cubrir las apariencias, llegó a presentarla como su mujer[20].
Lo que es evidente es que la Mildenburg prestó una decisiva ayuda a Mahler, a fines de 1896, a través de su maestra, Rosa Papier. El compositor, desde la muerte de Bülow, mantenía grandes discusiones con Pollini, y tenía los ojos fijos en la Ópera de Viena, teatro que se había propuesto conquistar a toda costa. La amada y odiada Viena era la ciudad que regía los destinos musicales del mundo y el centro de la ópera europea. Solamente en Viena podían convivir las ideas más avanzadas con las más conservadoras. No podía ser otro que Viena el destino que preparaba Mahler, pues de allí había salido como un estudiante pobre y allí quería volver triunfador, en calidad de rey absoluto e indiscutible. Había pasado casi veinte años errando por Europa y ganándose una reputación: era hora de planear el asalto a la capital de la música. Viena era para Mahler y Mahler era para Viena. Pero era también un ni contigo ni sin ti, un te amo pero te odio, o aún más, porque te amo (porque te admiro), te odio. A mediados de año, empezó a hacer gestiones para entrar en la Hofoper y en el verano viajó a Ischl para tener un nuevo encuentro con Johannes Brahms, a sabiendas de que la intervención del respetado maestro podía ser decisiva para alcanzar sus objetivos. Convenció a Rosa Papier, también altamente influyente en la Corte de Francisco José y aquel año, finalmente, se decidió a librar la última batalla que iba a llevarle directamente al epicentro musical de la Europa de la Seguridad.