Un golpe de platillos de Wagner
Gustav Mahler pasó cuatro años (de 1876 a 1880, de los quince a los veinte) estudiando en Viena, integrándose en su vida musical y artística. Fueron tiempos de gran penuria económica, pero de vital importancia para su formación. Se sumergió en un desenfrenado ritmo de dinámicas lecturas, composiciones, conciertos y aprendizaje. Al término del primer curso había completado con éxito los estudios con Epstein y fue admitido en el Concurso de Piano del Conservatorio. Ganó el primer premio por unanimidad, después de interpretar el primer movimiento de una Sonata en La menor de Schubert[14]. Animado, el 1 de julio de ese mismo año se presentó al Concurso de Composición, que ganó también con el primer movimiento de un supuesto Quinteto con piano (en realidad, de su Cuarteto con piano en La menor), la única obra de su primera juventud que conservaría el resto de su vida.
La confianza que estos premios aportaron en el ánimo de Mahler sirvió de acicate para que se presentara de nuevo al año siguiente y volviera a ganar el Concurso de Piano, esta vez por su versión de la Humoreske de Schumann. En cambio, no optó al de Composición por algo que se mantuvo oculto durante décadas: había suspendido en contrapunto. Según un escrito de 1912 de Robert Hirschfeld al crítico Ludwig Karpath —amigo y admirador de Mahler—, el suspenso era «un secreto […] celosamente guardado por los “chicos de Mahler”, que nadie había revelado». Pero las anotaciones del libro de escolaridad del joven confirman que Hirschfeld decía la verdad. En el curso 1875-76, Mahler superó sin problemas la asignatura, impartida por Franz Krenn; pero en el 76-77, no pasó las pruebas. La anotación marginal indica claramente que «no se le permitió participar en el Concurso de Composición».
Él fue consciente toda su vida de sus lagunas técnicas en esta materia. El propio Mahler habla de estas carencias en las cartas a su amiga Natalie Bauer-Lechner cuando le refiere: «Ahora comprendo por qué, tal como sabemos, Schubert trató de estudiar seriamente contrapunto poco antes de su muerte. Era consciente de lo que le faltaba en el aspecto técnico. Y puedo imaginarme muy bien lo que sentía, pues yo mismo tengo deficiencias en esta materia, ya que, durante mis años de estudiante, perdí la oportunidad de adquirir unas bases sólidas en este aspecto. Ciertamente, el intelecto sale en ayuda del compositor en un caso como el mío, pero el derroche de energías que se necesita para paliar esta descompensación es desproporcionado».
Mahler sabía que sus aptitudes le llamaban hacia la música, y puso mucho de sí mismo para completar su formación, combinando los elementos y técnicas que requerían el modelado de su personalidad artística. Seleccionaba entre las distintas disciplinas y elegía las que mejor se adaptaban a sus cualidades y aspiraciones, pero iba también haciendo descartes. A poco de llegar al Conservatorio, asistió al ciclo íntegro de las Sonatas de Beethoven brindado a los alumnos por Anton Rubinstein, y, tras la serie de conciertos, comprendió que el camino del virtuosismo pianístico no era el suyo. A pesar de que a menudo era requerido en los teatros y salas de Moravia para dar recitales, supo que jamás podría superar un determinado nivel. Decidió orientar su carrera por otros derroteros y aquel curso no asistió a las clases de Epstein. Sin embargo, incentivado por la presencia de Anton Bruckner como conferenciante de Armonía en la Universidad de Viena, se matriculó en ese centro durante cuatro semestres, desde 1877 hasta abril de 1880.
Su trayectoria como universitario fue irregular. Es lógico: la dedicación de Mahler al Conservatorio fue plena, mientras que en la Universidad hubo asignaturas a las que ni siquiera se presentó. Amaba sobre todo la música, pero tenía también curiosidades humanistas, sobre todo una inclinación evidente hacia el arte antiguo, que le proporcionaba historias, mitos y leyendas sobre las que componer. Para el primer curso de educación superior escogió Historia del Arte Griego, Literatura Antigua, Estudios de Filología Medieval Alemana (sobre el Parsifal de Wolfgang von Eschenbach) e Historia General. En abril de 1878, eligió Escultura Clásica, Historia de la Pintura Holandesa y Filosofía de la Historia de la Filosofía (¡sorprendente materia disciplinar!).
Como no quería ser una carga para su padre, aunque estaba siempre ayudado por Epstein, tuvo que solicitar una beca a la dirección del Conservatorio. En 1876, un joven Mahler de dieciséis años dirigió una carta al órgano directivo del centro en los siguientes términos: «Al respetable Comité Escolar. Solicité el pasado año una reducción en mis cuotas de estudiante, que no me fue concedida, y ahora pido que se me exima de estos pagos. Mi padre no puede mantenerme y todavía menos está en condiciones de atender a mis honorarios académicos. Yo no puedo pagarlos, porque mi vida en Viena es cada día más dificultosa a causa de la falta de alumnos para clases particulares. Mi profesor, el señor Epstein, me ha prometido conseguirme algunos. Con extremo dolor, he de informar al Conservatorio que habré de abandonar mis estudios si mi petición no es atendida. Si mis circunstancias mejoran, pagaré de inmediato las cuotas. Con la más alta consideración, Gustav Mahler».
Mahler tenía claras sus dotes, pero también sabía llorar. Empieza pidiendo algo que ya le habían denegado antes, continúa hablando de una situación familiar francamente incómoda y termina aludiendo a Epstein, a la confianza que éste ha puesto en él. Aparece también el Mahler orgulloso, que amenaza veladamente con marcharse, dando a entender que el Conservatorio no compartirá con él los laureles de la gloria futura. Se le concedió la beca y Epstein mandó más alumnos. Continuó con sus clases particulares y sus estudios y, de alguna manera, empezó a ser capaz de llevar una vida independiente. El documento que el joven Mahler cursa a las autoridades académicas es uno de los primeros testimonios escritos que se conservan del artista. Se encuentra en la biblioteca del Conservatorio de Viena y, para los amantes de la grafología puede constituir un interesante ejemplo de determinadas características de la personalidad del compositor, con trazos en la escritura y, sobre todo, en la firma, que ya coinciden plenamente con los propios de la grafía del Mahler adulto.
REFERENCIAS PERSONALES
En las aulas del Conservatorio trabó amistad con un músico insigne, Hugo Wolf, con quien compartió habitación, aficiones y pobreza hasta que Wolf fue expulsado del centro en 1877. Otros personajes de importancia en sus primeros pasos en Viena fueron el abogado Emil Freund y el músico Anton Krisper. Freund había nacido en una villa vecina a Iglau y durante su larga amistad con Mahler llegó a ser su consejero legal en muchas ocasiones. Por su parte, Krisper fue el destinatario de algunas de las cartas íntimas del Mahler juvenil, que le eligió con frecuencia como confidente. A través de un cuarto amigo, el poeta y crítico de arte Sigfried Lipiner —una de las amistades más duraderas de Mahler—, el joven artista ingresó también en un peculiar círculo selectivo, la «Sociedad Pernerstorfer», un grupo estudiantil creado en 1867 por Engelbert Pernerstorfer, cuyos componentes manifestaban un interés especial por la vida política y los eventos culturales, teniendo como ideales estético-literarios a Nietszche, Schopenhauer y Wagner. Aún más peculiar, dada su condición de judío, es que Mahler se integrara, también vía Lipiner, en la «Sagengesellschaft», curiosa asociación juvenil que preconizaba la recuperación del espíritu germano a través de la literatura y las viejas leyendas, así como la unificación de los pueblos de habla alemana.
En sus primeros tiempos de estudiante conoció también a la precitada Natalie Bauer-Lechner, compañera del Conservatorio y futura violinista. Ella profesó una devoción hacia el músico que fue mucho más allá de lo artístico, hasta el punto de llevar un diario, meticuloso y detallado, con cada uno de sus encuentros. Se vieron por primera vez justo antes del Concurso de Composición. Mahler había presentado la partitura y sacado personalmente los materiales de orquesta de una sinfonía, hoy desaparecida. Hellmesberger, que debía dirigirla, arrojó al suelo las particellas, furibundo. Para la futura violinista, la reacción del músico ante los gritos del director fue reveladora y se identificó con el esfuerzo que Mahler tuvo que hacer por contener una furia nacida de la humillación. Este suceso marca el inicio del libro Erinnerungen an Gustav Mahler (Recuerdos de Gustav Mahler) que Natalie publicó en 1923[15], con el subtítulo de «El principio de mi amistad con Gustav Mahler». El texto es el siguiente:
«Mis primeros recuerdos de Gustav Mahler se remontan a sus años de conservatorio, cuando mi hermana Ellen y yo, habiendo completado nuestros estudios de violín[16], acudíamos a ver los ensa yos orquestales de Hellmesberger.
Le conocí justo antes del Concurso de Composición: se iba a interpretar una Sinfonía[17] de Mahler. Dado que él no podía pagar a un copista, había trabajado durante días y noches copiando él mismo las partes para todos los instrumentos y, por lógica, aquí y allá aparecían errores y faltas. Hellmesberger se puso furioso, tiró la partitura a los pies de Mahler y le gritó de la manera más desatenta: “Sus materiales están llenos de errores: ¿se cree que voy a dirigir algo así?”.
[…] Esta escena me produjo una impresión indeleble. Todavía hoy puedo ver a aquel joven —tan por encima de su, así llamado, “superior”—, forzado a tolerar tan vergonzoso tratamiento. En un abrir y cerrar de ojos, me di cuenta de en qué manos se había colocado el genio de este hombre y lo que habría de sufrir por ello en el curso de su vida».
Parece ser que esta primera regañina a un Mahler adolescente conmovió profundamente los instintos de la muchacha. Desde entonces, y hasta el matrimonio de él, permanecería ligada al músico, con un corto paréntesis durante el que ella contrajo un breve casamiento.
En el Conservatorio estaba también Hans Rott, un artista de genio que murió sin ser reconocido como tal, en tristes condiciones, cuando todavía estaba en el umbral de su carrera. El caso de Hans Rott, como el de Wolf, tiene una especial incidencia en la vida de Mahler. Wagneriano y bruckneriano —fue alumno de órgano de Bruckner—, Rott estaba igualmente dotado para la composición y Mahler (que apreciaba enormemente su talento) le consideró siempre su igual en el terreno creativo. Ser «wagneriano y bruckneriano» —entonces términos sinónimos— implicaba automáticamente ser antibrahmsiano. En 1864, Johannes Brahms —residente en la ciudad desde 1862— y Richard Wagner se habían conocido, y el segundo había ridiculizado desde entonces al primero con excesiva ironía. Esta animadversión fue trasladada a sus seguidores, convirtiéndose, en el caso de Hugo Wolf, en directas descalificaciones. «Un golpe de platillos de Wagner vale más que toda una Sinfonía de Brahms», llegaría a sentenciar.
La manía de Rott contra Brahms lo llevaría a un trágico final. A pesar de los ataques frontales que siempre dirigía hacia el compositor del Requiem Alemán, Rott tuvo la desfachatez de acudir a visitarle un día para hablar acerca de sus obras. Brahms, molesto por las críticas, le despidió con acritud, restando valor a sus composiciones y recomendándole que abandonara la música. Rott, desesperado, tuvo un acceso de locura y sufrió la mayor crisis de su vida en un viaje en tren, tras intentar parar el convoy so pretexto de que Brahms había volado las vías. Internado en un manicomio en 1880, moriría cuatro años más tarde, a los veintiséis. Al celebrarse sus funerales en Viena, Brahms —con cierta mala conciencia por todo el incidente— acudió a las exequias. Parece ser que Bruckner, para quien la muerte de su alumno supuso un duro golpe, pensó en acusar a Brahms públicamente de la muerte de Rott, pero a última hora su carácter pacífico le hizo desistir —con buen criterio— de la idea.
Mahler había empezado a disfrutar componiendo. Durante los veranos tenía que ejercer de profesor y dar también algún recital de piano en pequeños teatros de pueblo, pero sentía cada vez más claramente cuál debía ser su misión en la vida. Siempre por el camino de la música, aprendió a desarrollar sus aptitudes hasta más allá de lo que él consideraba que eran sus propios límites. Sentía una veneración casi religiosa por Beethoven, del que se consideraba heredero, en especial de sus últimas obras. A Mahler siempre le fascinó el proceso, asombroso en su corta duración, que permitió al creador de la Sinfonía n.º 3, Heroica, en apenas veinticinco años, emanciparse de los modelos previos (Stamitz, Haydn, Mozart) y establecer unos códigos propios para la forma sinfónica que, al llegar a la Novena, quedaban, según Mahler, huérfanos. Nadie, en todo el sinfonismo del siglo romántico —Mendelssohnn, Schumann, su contemporáneo Brahms y puede que ni siquiera el respetado Bruckner— se había atrevido a quebrar esta forma musical de la manera que Beethoven lo había hecho: rompiendo la estructura de cuatro movimientos, utilizando la voz como una sección instrumental y dando a los tiempos de las obras títulos descriptivos. Él se sentía más heredero de Beethoven que nadie. Consideraba que la sinfonía era la forma ideal, la que lo permitía todo, y que sólo a él le estaba reservado ir más allá de los logros conseguidos por la Coral.
Otra de las influencias musicales de Mahler fue Wagner. Mahler no ignoraba que desde 1850 hasta 1852 el revolucionario músico de Leipzig había redactado diversos textos —De los judíos en la música, El Arte alemán y la política alemana, Consideraciones sobre el trabajo de los judíos en el arte— de marcado carácter antijudío. Pero también sabía que, al igual que otros personajes que tendrá ocasión de conocer, el antijudaísmo de Wagner era más de boquilla que práctico: no en vano, había confiado los últimos Festivales de Beyreuth y la presentación al mundo de su amado Parsifal a Hermann Levi. Para Mahler, la universalidad de Wagner estaba por encima de su germanismo. Separando el polvo de la paja, tuvo la amplitud de miras suficiente como para obviar en la literatura de Wagner todo lo que podía molestarle y concentrarse en una música que, como otros artistas jóvenes de la época, él iba a vivir como la más avanzada y revulsiva —y por ello más fascinante— de su tiempo.
En el verano del 77 empezó la composición de una ópera, Los Argonautas, de la que terminó sólo la Obertura, hoy perdida. Las historias de antiguos héroes y los cuentos tradicionales eran los favoritos del joven de dieciocho años, ya que a principios de 1878, elaboró, partiendo de una narración de Ludwig Bechstein basada en el cuento de los hermanos Grimm El Hueso Cantor, el texto de una cantata titulada La Canción del lamento (Das klagende Lied), cuyo libreto quedaría terminado en 1878. Dedicó los dos años siguientes a trabajar sobre su música, la primera que escribió con la conciencia del propio genio, y la concluyó en el 80. Las cartas del 79, de un Mahler con diecinueve años, describen unos sentimientos de poderosa unión con la naturaleza, de corte algo panteísta, a la vez que una melancolía imprevisible: «Son las seis de la mañana. He estado en el prado, sentado en el pasto junto a Farkas, el pastor, escuchando el sonido de su caramillo. ¡Ay, qué triste y sin embargo apasionado éxtasis palpitaba en esa melodía popular! El Sol me sonríe de nuevo, se va ya el hielo de mi corazón, veo otra vez los cielos azules y las flores oscilantes, y mi burlón desprecio se disuelve en lágrimas de amor. ¡Y una vez más tengo que amar a este mundo, con su oropel, su inconsciencia, su eterna risa! ¡Ay, cómo desearía ver a este mundo totalmente desnudo, sin vestidos, sin adornos, tal como yace ante su Creador!».
¿Qué mundo quiere ver Mahler que esté más desnudo que la propia naturaleza? Sus palabras no son otra cosa que un brote de histrionismo, parte también de su personalidad musical. Parece como si quisiera dar a entender que es el destino quien le empuja hacia el fasto, cuando su tendencia natural se inclina hacia el campo, como el salvaje de Rousseau. Es esa la dualidad que aparece también en su obra: por un lado barroca, llena de drama, sufrimiento y teatralidad, expresiva… y algo furibunda; y por otro galante, delicada y dulce, sensible, sencilla… y algo popular.
El texto que Mahler escribió como libreto de La Canción del Lamento es un cuento que transcurre en el campo y trata de la rivalidad entre dos hermanos que compiten por un mismo fin. En ella Mahler hace un despliegue de sus posibilidades musicales con un resultado de una monumentalidad orquestal y coral sorprendentes para un joven de esa edad. Es el reflejo de un adolescente con infinitas ideas, pero también el de alguien que sabe lo que hace y que conoce bien el oficio. El Conservatorio estaba dando sus frutos. Al buscar en esta música la impronta de la factura de Mahler, aparece ya la omnipresente influencia campestre y naturista, pero también el gusto por la sucesión de temas, y la escritura horizontal, lineal, tan presente en la música del compositor adulto.Algunos investigadores han tratado de buscar en el subconsciente de Mahler explicaciones al argumento de La Canción del Lamento, hallándolas en el enfrentamiento con su hermano Otto, el otro artista de la familia. Pero teniendo en cuenta que Otto tenía sólo cinco años cuando Mahler concluyó la obra, esta rivalidad parece más bien improbable. Nunca dio explicaciones sobre este aspecto, pero siempre se sintió satisfecho con el resultado de su gigantesco trabajo, de su primera gran composición.
Ese año se volvió a presentar a un concurso, esta vez de Lied, pero los galardones fueron a parar a un amigo suyo, Rudolf Krzyzanowski, y a un desconocido estudiante llamado Ludwig. Puede ser que la partitura original contuviera errores en el contrapunto. ¿O sería más bien una música que, aunque bien hecha, no terminaba de encajar en la Viena del último cuarto del siglo XIX? En cualquier caso, en 1934, Karpath relató una anécdota sorprendente en relación con esta competición: veinte años después del concurso, en 1898, siendo ya Mahler director de la Ópera de Viena, un hombre de su edad se le acercó en el Café Kremser, y vacilante le dijo: «Seguramente no se acordará usted de mí…», a lo que Mahler replicó enseguida: «Sé muy bien quién es usted. Su nombre es Ludwig y ganó usted el primer premio en un Concurso de composición de Lieder en el Conservatorio, en el que yo no gané nada. Su canción empezaba así…», y comenzó a tararearla. Tal era su capacidad mnemotécnica.
INFLUENCIAS MUSICALES: ¿AMIGO O MAESTRO?
En el Conservatorio, Mahler y Hugo Wolf, se convirtieron en camaradas inseparables. Deslumbrados ante la música de Wagner, cuyas apariciones en Viena en aquellos años llegaban a provocar verdaderos tumultos, los dos amigos se inscribieron en las filas de la Wagnerverein (Sociedad Wagner), que había fundado un paisano de Mahler y uno de los padres de la moderna musicología, Guido Adler. Wolf, que moriría loco años más tarde, fue quien abrió esa puerta a Mahler, a partir de la famosa representación del Tannhäuser. Escribió a Mahler que la obertura y la ópera fueron tan impresionantes que no encontraba palabras para describirlas. «Sólo puedo decir que me ha enloquecido. Después de cada acto, Wagner fue reclamado tempestuosamente. Aplaudí hasta que me dolieron las manos» cuenta el músico, para después sentenciar: «me he convertido al wagnerianismo».
Franz Walker, biógrafo de Wolf, ha escrito con acierto que «en esos años, ser joven era ser wagneriano». Como se ha dicho, Wagner suponía la ruptura de las formas y estilo frente al supuesto academicismo de Brahms, y los críticos y ciudadanos de Viena se enfrentaban abiertamente para elegir entre los dos compositores al verdadero sucesor de Beethoven. Hanslick y la Neue Freie Presse apostaban por Brahms y la música pura. La juventud, por la innovación. En esta división no había lugar para la neutralidad. Wagner implicaba la revolución formal. Brahms, consideración poco justa, era el pilar del conservadurismo.
Los jóvenes se integraron pronto en el círculo de seguidores de Anton Bruckner, entonces inmerso en las banderías musicales de Viena y convertido, a pesar suyo, en sinfonista wagneriano. La cercanía física entre Mahler y Bruckner en los tiempos de Viena es la explicación que dan los biógrafos acerca de su discutida proximidad musical, hasta el punto de hacer al primero figurar como alumno del segundo. Pero Mahler lo niega: «Nunca fui alumno de Bruckner. Todo el mundo cree que estudié con él a causa de que, durante mis años de instrucción en Viena, estuve a su lado con frecuencia, pues yo era uno de sus más grandes admiradores. De hecho, creo que tuvo una época en la que mi amigo Krzyzanowski y yo fuimos sus únicos seguidores. Esto debió de ser, creo yo, entre los 1875 y 1881».
Lo que sí está comprobado es que en el 76 ya asistía a su ciclo de conferencias sobre armonía en la Universidad. Tuvo ocasión así de frecuentar más a su admirado maestro y de asistir, en el 77, al desgraciado estreno de la Tercera Sinfonía, a cargo de la Filarmónica de Viena. En este concierto, la orquesta saboteó descaradamente la interpretación, que dirigía el propio Bruckner y al final de la audición sólo veinticinco personas permanecían en la sala. Entre ellas estaban Mahler, Hugo Wolf y Rudolf Krzyzanowski. Los tres se acercaron a consolar al desanimado artista y a hablarle de su obra en términos superlativos. El entusiasmo mostrado hizo que Bruckner confiara a Mahler y a Krzyzanowski la transcripción a cuatro manos de la sinfonía, tarea que afianzó la amistad entre los dos estudiantes. Krzyzanowski moriría el mismo año que Mahler, sólo unas semanas después, convertido en Primer Kapellmeister de Weimar. Este contacto también proporcionaría a Mahler otro amigo: el escritor Heinrich, hermano de Rudolf.
Durante décadas, Mahler y Bruckner formaron, para la imaginación calenturienta de la crítica y el público, una de esas parejas musicales del estilo Mozart-Haydn o Ravel-Debussy. La realidad es que, por origen, formación, gustos, manera de ser y frutos compositivos, sus personalidades coinciden muy poco. Bruckner pertenecía, en sus orígenes, a uno de los estratos más primitivos y bajos de la sociedad europea —el campesinado austríaco—, firmemente enraizado en la tierra, incuestionablemente obediente al Estado y a la Iglesia Católica, tal como Deryck Cooke ha estudiado. Mahler provenía de un grupo marginado y en su educación se combinan el escepticismo y la duda sobre lo institucionalizado, amén de unas inquietudes filosófico-literarias muy distintas de las que el sólido contexto católico-tomista de San Florián podía proporcionar. Ya desde muy joven, Mahler se definió como un intelectual sofisticado, algo impensable en un espíritu espontáneo y alegremente naïve como el de Bruckner.
Las cartas del propio Mahler desvelan cómo la relación entre ambos músicos se fortaleció durante la composición de la Séptima Sinfonía de Bruckner: «Todavía hoy», dice, «recuerdo que una hermosa mañana, durante una conferencia en la Universidad, mis amigos se quedaron asombrados al oír como Bruckner me llamaba desde la calle, de forma que pudiera tocar para mí, en un piano viejo y polvoriento, el admirable tema del Adagio de la Séptima. Pese a la gran diferencia de edad que había entre nosotros, la naturaleza de Bruckner, siempre feliz, juvenil, casi infantil, hizo de nuestra relación una verdadera amistad. Gracias a ello, aprendí poco a poco a comprender su vida y sus ideales. Eso no podía dejar de influirme en mi desarrollo como hombre y como artista. Por ello pienso que quizá yo deba llamarme alumno suyo con más justicia que de otras personas, y siempre lo haré con profundo respeto y gratitud». Mahler escribió estas líneas en 1902, dirigiéndolas a August Göllerich, biógrafo de Bruckner. En ellas describe la relación entre los dos músicos en términos más afectivos que formales.
Estéticamente, el respeto de uno y la iconoclastia del otro hacia la forma provoca resultados dispares en el ámbito sinfónico, el preferido de los dos. La coherencia y permanencia de la sonata en Bruckner se convierte en Mahler en un incesante ataque. El gusto por la sinfonía es, eso sí, común a ambos, así como la devoción por la música de Wagner. En este aspecto, también se advierten diferencias. Para Bruckner, el mensaje wagneriano es el último eslabón en la cadena de grandes maestros centroeuropeos cuyo origen podría estar en Bach; por ello, dicha música es solamente el fermento y la confirmación de su quehacer personal. Para Mahler, en cambio, como para Wolf, Zemlinsky o Schönberg, el wagnerianismo es la revelación, la pista de despegue a partir de la cual nacía una estética nueva, que había de ir más allá de lo preconizado por el músico de Leipzig.
La osadía en la escritura, esencialmente en lo armónico, es también constante en la evolución compositiva de los dos, aunque nuevamente habría que matizar el tratamiento. En Bruckner, el respeto a la tonalidad, a la tríada básica representada en el acorde, tiene un sentido casi místico, no alejado de lo sagrado. Su transgresión —que el propio autor apunta en el Finale inconcluso de su Novena Sinfonía— es algo herético, infernal, y en ella puede hallarse la explicación a la incapacidad del músico para terminar su última página sinfónica. En Mahler no se da tal respeto reverencial a las reglas, y la tentación de lo atonal se vislumbra asiduamente.
Hay un último rasgo claramente diferenciador entre Bruckner y Mahler. Frente a la inseguridad del primero aparecen la arrogancia y la agresiva autosuficiencia del segundo, convencido de su valía y su genio desde la juventud. Pero como Leonard Bernstein se preguntaría al referirse a su evolución musical, es conflictivo saber si Mahler habría «subido la pendiente de la montaña para acampar junto a Schönberg», ya que, en no poca medida, el autor de La Canción de la Tierra vivía y se consideraba la evolución de una corriente destinada a la desaparición, de un camino que comenzaba en Beethoven y terminaba en él mismo. No es posible aseverar que, de haber vivido diez o quince años más, Mahler hubiera terminado escribiendo páginas atonales similares al Pierrot Lunaire de Schönberg o al Wozzeck de Alban Berg, como han apuntado algunos especialistas; para otros sería, más bien, el «Cantor de la decadencia» con el que le identifica, sin incurrir en la exageración, el crítico español Andrés Ruiz Tarazona. En cualquier caso, el camino que el propio Mahler empezó a recorrer en su inconclusa Décima Sinfonía admite, con creces, pluralidad de hipótesis.
El hecho es que la relación —amistosa, docente, etc.— entre Bruckner y Mahler, separados entre sí por treinta y seis años de edad, pasó por diversas etapas de plenitud y frialdad, pero siempre subsistió una mutua corriente de admiración y afecto. Alma cuenta que «dirigió en Nueva York todas las Sinfonías de Bruckner, una tras otra, aunque tuvieron muy mala prensa», si bien hoy por hoy sabemos que se excedía en su apreciación, ya que en Estados Unidos Mahler sólo interpretó la Cuarta. La verdad es que el montante total de las interpretaciones brucknerianas a cargo de Mahler no es muy abundante: el scherzo de la Tercera Sinfonía en Praga, en abril de 1886; el Te Deum en tres ocasiones, la Misa en Re menor y la Cuarta Sinfonía en Hamburgo (1891 a 1897); la Sexta Sinfonía —primera interpretación de la obra completa, aunque con cortes— en Viena, en febrero de 1899; en 1900 y 1901, las Sinfonías Cuarta y Quinta también en Viena, y el 21 de junio de 1900 el Scherzo de la Cuarta en París. Finalmente, en 1908, en Nueva York, también la Cuarta, la favorita de Mahler.
VUELTA AL CANIBALISMO
En julio de 1878 interpretó el scherzo de su Cuarteto con piano en su concierto de Graduación, organizado con todos los vencedores. Mahler recibió su título y comenzó a plantearse la manera en que iba a ganarse la vida. Hasta entonces, sólo había escrito un Cuarteto y abocetado La Canción del Lamento. Tenía un par de premios del Conservatorio como intérprete de piano, que no le habían traído ni fama ni reputación. Pasó las vacaciones en Moravia, en la casa familiar de Iglau y, en ciertos períodos, en la cercana villa de Seelau, con su amigo Emil Freund. Dio unos cuantos recitales de piano en los teatros locales y trabajó también como profesor de música en Teteny, cerca de Budapest. Durante esas vacaciones, conoció a la prima de su amigo Freund, una joven de su misma edad que sería el primer romance conocido del músico. Seguramente se trataba de Marie Lorenz, a la que Mahler dedicaría dos poemas en esas mismas fechas. La muchacha era una persona psicológicamente inestable que se suicidaría en 1880 a causa de otro desengaño amoroso. Su desequilibrio debió de asustar a Gustav, ya que éste cortó pronto la relación, excusándose, según su amigo, en su condición de músico sin empleo.
Al empezar el nuevo curso, regresó a Viena, donde se matriculó en su tercer semestre de universidad. Eligió Arqueología, Arte Clásico, Historia de la Filosofía, Historia del Renacimiento y Filosofía de Schopenhauer. También se inscribió en el curso de Historia de las Formas Musicales que impartía el antiwagneriano Eduard Hanslick, fanático perseguidor de Anton Bruckner y acérrimo defensor de Brahms. El hecho revela en qué medida Mahler era capaz de apartar sus prejuicios, ya que supo apreciar al gran tratadista de la estética —y primer musicólogo de la historia— que fue Hanslick, autor de un volumen tan relevante para entender la reacción antirromántica como De lo bello en la música.
En la Viena del siglo XIX, se sucedían las representaciones y los estrenos. Los conciertos sinfónicos eran generalmente dirigidos por Hans Richter, director titular de la Filarmónica, y Mahler asistía en la medida de sus posibilidades. Durante su época de estudiante en la ciudad del Danubio se representaron Lohengrin (supervisada por Wagner) y El Holandés Errante; Don Giovanni, de Mozart; Lucia de Lammermoor, de Donizetti y Los Hugonotes, de Meyerbeer. Asistió también al oratorio de Liszt, Santa Isabel, en la Musikverein, y al concierto con obras de Beethoven que dirigió Liszt para recaudar fondos destinados a la estatua que la ciudad quería dedicar al genio. Mahler asistió a estos conciertos, porque habló de ellos, años después, en términos entusiastas.
No siempre era posible para un joven con escasos recursos económicos presenciar las funciones de la ópera. Como compensación, podía acudir a los montajes que los alumnos de canto realizaban en el Conservatorio. Durante la estancia de Mahler en el centro se interpretaron —además de varias obras de Donizetti— Fidelio, de Beethoven; Fausto, de Gounod; La Africana, de Meyerbeer y La guerra doméstica, de Schubert. Paul Stefan añade a estas producciones, registradas en los libros del conservatorio, Aida, de Verdi, aunque parece más probable que Mahler escuchara esta obra en el gallinero de la Hofoper, donde también se representó.
En el último tercio del siglo XIX, se gestaron en Austria las dos grandes corrientes sociales que durante las siguientes décadas actuarían como fuerzas compensatorias de un precario equilibrio social que no tardaría en romperse: el socialismo y el antisemitismo. El primero nació de la exigencia del proletariado de un sufragio verdaderamente universal, que representara a todas las fuerzas del país y no sólo (como había ocurrido hasta entonces) a las cincuenta o cien mil personas acomodadas que tenían un derecho al voto adquirido sobre la base de haber pagado una determinada contribución. El segundo nació como contrapeso del primero y partía del grupo de pequeño-burgueses y artesanos que, asustados por el avance del proletariado y temerosos de perder sus escasos privilegios, luchaban para no convertirse en obreros y buscaban un enemigo común al que culpar de su reciente inestabilidad. Lo encontraron en los judíos. Los dos movimientos serían liderados por eminentes personajes: el socialismo por Viktor Adler y el antisemitismo por Karl Lueger.
Al igual que en el caso Wagner-Brahms, la situación en la ciudad se redujo a una bipolaridad extrema, en la que no había lugar para los términos medios. Engelbert Pernerstofer y el propio Adler formaron un círculo de simpatizantes socialistas al que se sumaron dos escritores por entonces muy amigos de Mahler: Siegfried Lipiner y Richard von Kralik. Evidentemente, el origen del músico, su predisposición hacia las nuevas ideas y su espíritu revolucionario le hicieron comulgar con Marx, y en el 79 se integró en las filas socialistas, donde militaban también el teórico Hans Emmanuel Sax, y los hermanos Braun. Lipiner fue quien introdujo a Mahler en las obras de Nietzsche, cuyas lecturas le afectarían profundamente en un principio.
El filósofo había nacido dieciséis años antes que el músico y, en ciertos sentidos, sus vidas tienen relativos paralelismos. Los dos nacieron en un ambiente rural germano-parlante, los dos se hicieron a sí mismos, los dos lucharon contra la enfermedad, los dos marcaron un antes y un después en sus respectivos campos, y los dos murieron sin llegar a cumplir los sesenta. Nietzsche pasó, además, por el trato personal y casi íntimo con Richard Wagner, aunque terminaría renegando de él en escritos posteriores encarnizadamente críticos. El filósofo, que se sabía enfermo desde joven —moriría por una sífilis que lo volvió loco— tenía una visión muy particular sobre la dieta, que expresaba en párrafos como el siguiente: «La cocina alemana en general, ¿cuántas cosas no tiene sobre su conciencia? La sopa antes de la comida, la carne cocida, las verduras grasas y harinosas, la degeneración de las tortas hasta convertirlas en pisapapeles. Si calculamos, además, la necesidad, verdaderamente animal, de beber después de las comidas, necesidad que tienen los viejos alemanes y no solamente los viejos, se comprenderá también el origen del espíritu alemán, que proviene de los intestinos perturbados. El espíritu alemán es una indigestión. No consigue hacer nada perfecto. Pero también la dieta inglesa que, comparada con la alemana y con la francesa es una especie de “vuelta a la naturaleza”, o sea, al canibalismo».
La fuerza de las palabras de Nietzsche afectó profundamente a Mahler, quien, bien por hipocondría o bien por su delicada salud, que le atormentaba ya desde joven, adoptó a partir de entonces algunas de sus costumbres. El vegetarianismo, el afán por los cuidados del cuerpo, la violenta iconoclasta, la pasión por el ejercicio y el deseo de superación serán, a partir de entonces, consustanciales en el compositor.
Los datos sobre la vida del músico en esos días parecen indicar que en sus dos últimos años de estudiante en Viena, Mahler dedicó mucho tiempo a la vida extramusical. Se mudó de casa constantemente, vivió los cafés y las reuniones político-artísticas, repasó La Canción del Lamento e impartió unas pocas lecciones. Se enamoró (ahora sí), de la joven Josephine Poisl, hija del encargado de correos de Iglau y su alumna de piano, con la que cruzó una pasional correspondencia, no descubierta hasta 1930. Gustav volvería a desnudar sus sentimientos sobre la partitura y le dedicaría tres canciones (las primeras que de él nos han llegado, a día de hoy). La joven correspondió inicialmente al amor del músico, pero la paulatina intervención de su madre preocupada, sin duda, ante el incierto futuro del joven artista, acabó por forzar una ruptura.
La profesión de Mahler en la música todavía estaba por definir. El joven no quería ser concertista de piano y ni siquiera se le pasaba por la cabeza la idea de dirigir. Su única participación en una orquesta había sido como timbalista en la del Conservatorio. No se impartían cursos de dirección. Nada, excepto la composición, terminaba de atraerle. Pero había que tomar decisiones. No podía permanecer para siempre haciendo vida de estudiante, aunque ignoraba cómo ganar dinero con la música. Sólo quería avanzar, llevado por el instinto de su arte, expresar sus ideas, demostrar que algunas cosas que le habían enseñado no eran válidas, que habían quedado obsoletas. Desconcertado, se dirigió a Theodor Rättig —el editor que había publicado su transcripción de piano de la Tercera Sinfonía de Bruckner— para pedir consejo, y este le sugirió que se buscara un agente. A principios de 1880, contactó con Gustav Löwy, que le llevaría durante diez años y aquella primavera recibió una primera carta. Se trataba de dirigir las operetas que se programaban durante el verano en el pequeño teatro de Bad Hall, un pueblo de la Alta Austria. Mahler dudó si aceptar, porque no tenía ni idea de la materia, pero Epstein le animó. Para Mahler era un empleo que iba a permitirle dedicarse a componer, su verdadera vocación. De modo que, en lo que más tarde denominó «el infierno del teatro», a la edad de veinte años, comenzó Gustav Mahler su carrera como director de orquesta.