Otro incidente en la Ópera de Viena

Durante los últimos tres años en Viena, Mahler convirtió a la Hofoper en el referente musical del planeta y su fama empezó a precederle allí donde acudiera. Estrenó obras, reavivó el repertorio, mantuvo el control sobre el nivel de los intérpretes, cambió el concepto de escenografía y el público pudo admirar las representaciones con recursos desconocidos hasta entonces. «Parecía un motor recalentado o un corredor de carreras», contaba Alma. «Trataba de acallar su débil constitución por medio del trabajo frenético y de una ambición siempre al acecho. Nunca, en ninguna parte, tendría tranquilidad. Siempre estaba acosado por el temor a perder el tiempo. Le perseguía un cazador invisible: la muerte»[31]. Era cierto: Mahler intuía la presencia de la dama de la guadaña desde tiempo atrás. Pero continuaba con su ritmo desenfrenado, ausentándose de la Ópera por los compromisos internacionales y procurando tener su agenda repleta. «Debo mantenerme en las alturas —decía—, no puedo permitir que me hagan descender». Pero cuanto más crecía su reputación, mayor era su aislamiento.

Karl Kraus era un ácido periodista que en los tiempos de Ver Sacrum había fundado también una revista, Die Fackel (La Antorcha), que no tardó en ganarse el favor del público vienés. Tenía un verbo tan mordaz, rápido e incisivo que al poco tiempo contaba con el apoyo de diez mil suscriptores. Su facilidad de expresión le había valido el sobrenombre de Daumier de la palabra, en referencia a las satíricas caricaturas del pintor francés. Kraus destacaba por una capacidad de indignación infinita y por un escepticismo constante hacia el mundo intelectual. Sus sátiras hirientes a menudo se basaban en rumores, trapos sucios, fracasos y corrupción, métodos que no resultaban nada habituales para la época y que le crearon innumerables enemigos. Pero él tenía que romper con lo establecido. Consideraba éxitos personales el derribar del poder a los ídolos del momento y lanzaba cada cruzada con una vehemencia encendida. Socialista y vanguardista, apoyaba en música a Schönberg, en pintura a Kokoschka y en arquitectura a Loos. Sus artículos le llevaron varias veces a pleito pero, cuando Hanslick murió, en 1904, Kraus le sustituyó en Viena como árbitro extraoficial del arte. Las broncas del Hofoperndirektor en la Ópera llegaron a sus oídos e inmediatamente encontraron espacio entre sus páginas. El titular «Otro incidente en la Ópera de Viena» empezó a ser recurrente y Mahler no pudo dejar de sentir sus efectos. Además, en los últimos años del XIX y principios del XX se produjo el génesis de una ola de antisemitismo sin precedentes que desembocaría, cuatro décadas más tarde, en el holocausto judío. Dos factores sirvieron para destapar la Caja de Pandora: el Caso Dreyfus y la publicación y distribución masiva de Los Protocolos de Sión.

El caso Dreyfus se gestó en París en 1894. Un judío, capitán francés de artillería, llamado Alfred Dreyfus que trabajaba en el Ministerio de la Guerra, fue acusado, juzgado y condenado por haber entregado al extranjero los planos del freno hidroneumático del obús de 120 mm. Dreyfus negó cualquier relación con los hechos, pero fue degradado públicamente y deportado a la Isla del Diablo. Tres años más tarde, una nueva revisión del caso, orquestada por un coronel del ejército llamado Picquart (que llevó a éste a la cárcel por un corto período de tiempo) demostró con pruebas irrefutables que el verdadero culpable había sido un comandante, Estarhazy, pero al juzgar a éste, se le absolvió de los cargos. La ola de indignación sacudió al pueblo de Francia, que se dividió entre projudíos y antisemitas. Entre los defensores estaba Georges Clemenceau, en cuyo periódico L’Aurore Emile Zola publicó un manifiesto, J’accuse, en el que acusaba con nombres y apellidos al tribunal de haber tergiversado los hechos. En 1899, Dreyfus fue trasladado a París para un nuevo juicio, esta vez con la confesión de aquellos que habían falsificado las pruebas en su contra, pero ni aun así se consiguió un veredicto de inocencia, y fue nuevamente condenado a diez años de prisión, pena que le fue por fin indultada por el Presidente de la República en persona. El Tribunal Supremo reconoció, finalmente, a Esterhazy como culpable y restituyó a Dreyfus todas sus prerrogativas tras ascenderle de grado, pero el caso sirvió para mostrar el verdadero talante de los europeos hacia los judíos, que quedaba al descubierto en el país más declaradamente liberal y tolerante del viejo continente.

Los Protocolos de los Sabios de Sión aparecieron por primera vez en 1905, en Tsarskoe Selo, un lugar de veraneo cerca de San Petersburgo, en la todavía Rusia imperial del Zar Nicolás II. Originalmente eran un simple apéndice a la segunda edición de un libro titulado Velikoe y Malom (Lo Grande en lo Pequeño) cuyo autor, Sergei Alexandrovich Nilus, fue sucesivamente abogado, juez y monje griego-ortodoxo. Como era habitual, el texto llevaba también otro título, en este caso bastante tremebundo: Y el Anticristo como una posibilidad política cercana. El argumento desarrollado era que los judíos conspiraban para controlar todos los gobiernos del mundo, destruir la civilización cristiana y convertirse en los amos de la tierra. Proporcionaban también detalles sobre los métodos que serían empleados para alcanzar estos objetivos y convertían a la francmasonería en la herramienta utilizada por los Sabios de Sión para engañar a la humanidad y luego dominarla. Todo un verdadero contubernio judeomasónico.

Uno de los rumores más frecuentes decía que los Protocolos eran en realidad las actas secretas del Primer Congreso Sionista convocado en Basilea en 1897 por Theodor Herzl. Herzl era el intelectual judío que estaba a cargo del suplemento cultural de la Neue Freie Presse, el periódico vienés propiedad de otro judío, Moritz Benedikt. Seguía una línea moderada y monárquica y contaba entre sus colaboradores con figuras como Stefan Zweig, Anatole France, Gerhart Hauptmann, G. B. Shaw, Emile Zola, Ibsen o Strindberg. Herzl había estado en París cubriendo el asunto Dreyfus y había vivido, con pánico y asombro, la ola de antisemitismo que corría entre el pueblo francés. Convocó su Congreso Sionista y, lejos de hablar de la dominación del planeta, planteó por primera vez una idea que probablemente trajo a los suyos más problemas que los propios Protocolos: la posibilidad de crear un estado propio en Palestina, en la tierra de Israel. Kraus, que también era judío, no pudo dejar de ridiculizar la iniciativa en Una corona para Sión, y Herzl murió algo más de un lustro después, en 1904, un año antes de que los Protocolos vieran la luz.

Las aguas políticas de Viena estaban turbias. La convivencia que se había prolongado durante años estaba comenzando a fragmentarse para más tarde evolucionar hacia una clara y directa acusación. Desde 1897, la alcaldía, a pesar del rechazo inicial del propio Francisco José —que detestaba la xenofobia—, estaba ocupada por el antisemita Karl Lueger. Era un sentimiento todavía moderado, nacido del lema «Hay que ayudar al pequeño», slogan con el que Lueger había sido capaz de arrastrar a la burguesía y a la irritada clase media a unos nuevos planteamientos ideológicos, ofreciendo a los descontentos pequeño-burgueses un adversario palpable que desviaba su odio por los grandes terratenientes y la riqueza feudal. Pero Lueger, educado en la cultura del espíritu, se comportaba con nobleza y su antisemitismo nunca le impidió mostrarse deferente y bienintencionado con sus antiguos amigos judíos. No en vano, era el hombre más admirado de Viena después del Emperador, apodado «El bello Karl» por su suave y poblada barba rubia y su aspecto imponente. Su administración se mantuvo relativamente justa y no arrebató privilegios a ningún ciudadano: «Soy yo quien decide quién es judío», llegó a decir. No se aprovechó de su situación política para sacar ventaja personal alguna y se dedicó, sobre todo, a embellecer la ciudad. Pero su campaña electoral no caería en saco roto. En esos años primeros del siglo XX, un muchacho adolescente, dos veces suspendido en el examen de ingreso de la Academia de Bellas Artes de Viena, un admirador de Mahler que pululaba por las calles sin encontrar cabida, escucharía las consignas que habían conseguido llevar a Lueger a la alcaldía de la capital del Imperio. Era un joven oscuro y circunspecto llamado Adolf Hitler.

EL CIELO SE VEÍA ROJIZO

En 1905 los Mahler y los Strauss asistieron al Festival de Estrasburgo, donde se reunieron con Paul y Sophie Clemenceau —llegados desde París—, el matemático y político Paul Painlevé —amante de Sophie—, y dos generales franceses: Lallemand y Picquart. Picquart, héroe desde su defensa de Dreyfus, era un melómano furibundo que había jurado hacer una peregrinación a todas las residencias de Beethoven y ver un Tristán dirigido por Mahler mientras estaba en prisión. Era encantador, hablaba alemán, tenía profundos conocimientos artísticos y, como Mahler, era aficionado a las excursiones. Entre ambos surgió una inmediata corriente de profunda simpatía que se prolongaría durante años. Picquart, Alma y sus amigos franceses habían ido a escuchar a Mahler dirigiendo una Novena Sinfonía de Beethoven que hizo delirar al público y que Alma calificó como «la más hermosa interpretación que he oído en toda mi vida». Mahler fue acosado en el camerino por docenas de admiradores exacerbados que casi le matan, pero fue alcanzado por Picquart y Clemenceau, quienes lo introdujeron a empujones en un coche que rodó por las calles de la ciudad hasta una pequeña taberna, donde celebraron ruidosamente el éxito. Un año más tarde, en Viena, Picquart estaba sentado en su butaca de la Hofoper junto a los Zuckerkandl, asistiendo por fin al ansiado Tristán, cuando llegó un telegrama para Berta. Estaba firmado por Georges Clemenceau y decía: «Te ruego informes a Picquart de que acabo de nombrarle Ministro de la Guerra. Que regrese inmediatamente». Picquart maldijo en arameo, se arrebujó en su asiento y tras escuchar el primer acto de la ópera corrió a toda prisa a la Estación del Oeste para subir al tren que le llevaría de regreso a París.

Una tarde, Richard Strauss acompañó al matrimonio a un almacén de pianos donde les interpretó y cantó su nueva ópera, Salomé, basada en un libro del enfant terrible de las letras británicas, Oscar Wilde. Los Mahler escucharon entusiasmados la partitura inconclusa: la Danza de los Siete Velos no estaba todavía escrita, y Strauss solía decir que «lo que importa de una obra es cómo empieza y como termina. Lo que ocurra en el medio da igual». Mahler, cautivado por el dramatismo de la partitura, se comprometió a estrenarla en la Hofoper. Pero a su regreso a Viena en otoño, se enfrentó bruscamente con el Censor Imperial que tras ver la obra completa, se negó a autorizar el estreno. La picante interpretación de Wilde de los textos bíblicos era demasiado para los estómagos vieneses, que no estaban preparados para la contemplación de un striptease. Y no sólo retiró la obra, sino que llegó a sugerir a Mahler que fuera discreto con la prensa, lo que indignó también a Strauss, que se puso furioso y echó pestes de la institución. Para el Hofoperndirektor la afrenta fue una bofetada a su cada vez más minada autoridad en el teatro y entró en cólera. Pero fue inútil. Salomé se prohibió y Strauss tuvo que dirigir él mismo el estreno en Graz, en mayo del año siguiente. Mahler asumió el estreno en Viena de otra ópera de Strauss, Feuersnot, ante los miembros de la Sociedad de Música Alemana que presidía el propio compositor. Pauline, que había estado en el palco con Alma durante la función, fue testigo de los abucheos del público, dirigidos, sobre todo, a su marido. Lo que ella consideró como una humillación pública desató su ira y tras la función increpó al músico: «¡Calaña de ladrón! ¿Cómo te atreves a presentarte ante mí después de esto? ¡Si quieres venir conmigo deberás andar diez pasos por detrás!». Y Strauss, ante el estupor de los Mahler, obedeció sumiso a su mujer.

Al terminar la temporada 1904/05, Mahler partió para Maiernigg, dispuesto a dedicar el largo verano a componer. Durante los primeros cinco primeros años de vida matrimonial, los diarios de Alma reflejan un gran desconcierto y una enorme soledad, sobre todo durante las vacaciones. No es raro. La reina de Viena estaba recluida en un enorme y oscuro caserón, tratando de imponer silencio y pasaba sola largas horas mientras Mahler se dedicaba a su música. El entusiasmo y la admiración por su marido de los primeros tiempos se habían convertido en un grito de frustración que plasmaba en sus diarios: «Debo volver a tomar lecciones de piano, ya que no puedo componer. Quiero volver a vivir una vida intelectual íntima, como lo hacía antes. Es una desgracia para mí no tener ya amigos. Pero Gustav no quiere ver a nadie y no permite que nadie me visite durante su ausencia. He vuelto a leer mi diario. ¡Cuánto acontecía antes en mi vida! […] ¡Si Hans Pfitzner viviera en Viena! ¡Si pudiera ver a Zemlinsky! También Schönberg me interesa como músico… Ha llegado Bruno Walter, Gustav toca para él su Quinta Sinfonía. Le permite a Bruno Walter mirar en su alma. Hasta ahora la obra me había pertenecido a mí. Yo la copié, y juntos cantamos los temas. Ahora pertenece a los hombres».

Aquel verano Mahler completó su Séptima Sinfonía, una obra en la que por primera vez el músico parece abstraerse de sus experiencias personales para sumergirse en un universo musical desconocido. El resultado es una fiesta para los oídos donde el fantástico y caleidoscópico mundo del compositor se muestra detrás de una orquestación plagada de nuevas sonoridades y armonías. Cuando Schönberg la escuchó, fue salvajemente preso de esta nueva sonería nacida del caos de la naturaleza, ruidosamente dominada por fanfarrias, trompetas y danzas populares, un camino que Mahler, por primera vez, había emprendido con la cabeza y no con el corazón. Al verano siguiente, en ocho semanas, concibió la monumental Octava. En ella hizo uso de un gigantesco contingente orquestal (ocho solistas, tres coros, órgano y orquesta) cuya enormidad supuso a la obra el sobrenombre de Sinfonía de los mil. La sinfonía representaba la suma de todas sus aspiraciones: sólo el poder de la luz espiritual podía elevar a la humanidad de las profundidades de sus fracasos, equivocaciones y desesperación, a través de los ideales cristianos de hermandad, esperanza y amor. «Ven, espíritu Creador», es el primer grito lanzado al vacío. Mahler se hallaba en el cenit de sus poderes creativos.

Además del ritmo frenético de la Hofoper y de las composiciones estivales, era cada vez más requerido en el extranjero. En marzo de 1906 regresó a Amsterdam para dirigir la Quinta —ya estrenada en Colonia—, La Canción del Lamento y las Canciones a la Muerte de los Niños en el Concertgebouw. Su música empezaba a ser conocida más allá del Atlántico y desde América comenzaron también a solicitar sus partituras. Esto también le causaba problemas en la Corte, pero el director cada vez hacía menos concesiones. Cuando su mentor, el príncipe de Montenuovo, le recomendó que contratara a la soprano Ellen Forster Brandt, amante del Emperador, cuya voz se había echado a perder, para un papel protagonista, Mahler reaccionó airadamente, añadiendo que se negaría a presentar su nombre en el programa de mano. Montenuovo le advirtió que el Emperador pagaba a la cantante de su propio bolsillo ya que se había comprometido con ella, a lo que Mahler respondió diciendo q ue imprimiría también en el programa las palabras «por orden superior de su Majestad». El príncipe cedió, pero la tensión aumentó. En enero de 1907, la opinión pública comenzó a reprocharle sus repetidas ausencias, la inclusión de sus propias obras en los conciertos y el durísimo trato al que sometía su personal: «Podríamos soportarlo de uno de los nuestros —decían los músicos—, pero nunca de él». Kraus inició una campaña tachándole de «artista presuntuoso y de naturaleza enfermiza», y convirtió al director en el blanco de sus iras. Mahler tuvo que hacer frente a la evidencia: el señor Hofoperndirektor ya no estaba de moda. Se encontraba en el centro de una campaña de descrédito que le llegaba desde varios frentes: la corte, la prensa y los antisemitas. Las tirantes relaciones entre Mahler y Montenuovo —que equivalía al propio Emperador— terminaron por minar su poder. Sólo faltaba que la bomba estallara.

Además, ese año comprendió que la enfermedad se extendía por su cuerpo. Llevaba tiempo con brotes de hemorroides y faringitis, pero el ejemplo de superación de Beethoven le había ayudado a combatirlos y a olvidar, a base de trabajo, paseos y disciplina. Lo cierto es que sentía cómo su salud se resquebrajaba y la posibilidad de una crisis final empezó a preocuparle en serio. A principios de enero sintió presiones en el pecho y determinados signos de arritmia que, desde un principio —y con fatal clarividencia—, asoció con una posible lesión del corazón. Inmediatamente consultó a su médico, el doctor Blumenthal, que no dio importancia a los síntomas, aunque no dejó de hacerle una pormenorizada descripción de un infarto. Días más tarde, desde Frankfurt —donde interpretaba la Cuarta Sinfonía—, el músico explicaba a Alma los detalles: «Ya ves, Almschi, no se muere uno de eso —¡fíjate en mamá con su corazón!—, simplemente vas andando a toda velocidad y, de golpe, se acabó todo». Mahler no volvió a ocuparse del asunto hasta más tarde, ahogado como siempre en su absorbente trabajo.

Los acontecimientos dentro del teatro tampoco sirvieron para mejorar su salud. La crisis definitiva en la Hofoper estalló poco antes de la Semana Santa, a causa del montaje de La Muette de Portici, de Daniel Francois Esprit Aubert, con escenografía de Roller. Roller había acaparado al ballet y dejado sin bailarinas al coreógrafo oficial, Hassreiter, que elevó una protesta a Montenuovo. Mahler tomó partido por Roller y Montenuovo no dejó pasar el incidente: «Es la primera vez que usted aprueba una irregularidad, y no podemos pasarlo por alto». Además, colgaron en el panel del teatro el anuncio de que el músico había vuelto a ausentarse de Viena en Pentecostés para dirigir unos conciertos en Roma. Al regreso, un Mahler harto puso su puesto a disposición de Montenuovo. Éste, que no tenía todavía un sustituto de nivel, le pidió que esperara un poco. Mahler aprovechó el ínterin para empezar a mover las piezas necesarias que le asegurarían un trabajo igual o mejor que la Hofoper. Viajó a Berlín para encontrarse con Heinried Conried, director del Metropolitan de Nueva York, e inició negociaciones. Conried trataba de tentarlo con un contrato a cuatro años, pero Mahler ni podía ni se atrevía a comprometerse por un período tan largo, en un lugar tan lejano. Acordaron un compromiso por cuatro meses, renovable, durante los cuales se haría a cargo de la temporada alemana y percibiría un fenomenal salario de 20 000 dólares al año, (que en 1910 llegaría a los 30 000): la suma más alta jamás pagada hasta entonces a un Director de Orquesta. Mahler aceptó permanecer en la Hofoper hasta diciembre a cambio de una importante compensación económica que comprendía un finiquito de 20 000 coronas y una dispensa especial del Canciller para que Alma tuviera derecho a una pensión de viudedad en caso de su muerte. Con el anuncio hecho, pero sin sucesor en la Hofoper, en verano de 1907 la familia se trasladó a Maiernigg, donde Mahler intentaría olvidar las tensiones y dedicase a componer.

Pero lo peor estaba por llegar. Alma lo recuerda mejor que nadie: «Al tercer día de nuestra llegada al campo, la mayor de las dos niñas (María) presentaba síntomas alarmantes. Se trataba de escarlatina complicada con difteria, y desde el primer momento no hubo esperanza. Pasamos quince días en una angustiosa agonía; vino entonces una recaída, con el peligro de una muerte inminente por sofoco. El tiempo era aterrador, con truenos intermitentes, y el cielo se veía rojizo. Mahler adoraba a esta criatura; todo el día lo pasaba encerrado en su habitación, despidiéndose de la niña en el fondo de su alma. La última noche, cuando se decidió practicar una traqueotomía, ordené a su criado que permaneciera en la puerta de su habitación por si el ruido le molestaba; pero durmió toda la noche. La nodriza inglesa y yo preparamos la mesa de operaciones y pusimos a dormir a la pobre niña. Mientras se efectuaba la operación, corrí hasta la orilla del lago, gritando donde nadie podía oírme. El médico me había prohibido entrar en la habitación; y a las cinco de la mañana la nodriza vino a decirme que todo había terminado. Entonces la vi. Estaba acostada, ahogándose, con sus ojos grandes completamente abiertos. Su agonía aún duró otro día entero. Después, todo concluyó».

Para Mahler la Sinfonía Trágica y las Canciones a la Muerte de los Niños se convirtieron en una horrible realidad. La muerte de su hija sembró la desolación entre la oscuridad de aquellas paredes mientras él se debatía entre el martirio y la debilidad. El dolor llenaba todas las habitaciones, sumiendo a los padres en infinitos silencios y reproches: «Mahler, entre lágrimas y sollozos, iba una y otra vez a la puerta de mi dormitorio, en el que estaba la niña; después se alejaba hasta quedar fuera del alcance de cualquier sonido. Era mucho más de lo que él podía soportar. Telegrafiamos a mi madre, que vino enseguida. Los tres dormimos esa noche en la habitación de Mahler. No podíamos estar separados ni siquiera una hora. Nos angustiaba lo que podría suceder si uno de nosotros abandonaba la habitación. Éramos como pájaros asustados en medio de una tormenta, aterrados por lo que pudiera ocurrir en cada momento, ¡y cuánta razón teníamos al mostrar tanto temor! […] Al día siguiente, Mahler nos rogó a mi madre y a mí que bajáramos hasta la orilla del lago; y allí, súbitamente, ella tuvo un ataque cardíaco. Conseguí improvisar unas compresas frías con el agua del lago, que le apliqué sobre el corazón. Entonces apareció Mahler, bajando desde la casa por el sendero. Su cara parecía deformada, y cuando levanté la vista hacia él vi, en el camino de arriba, cómo colocaban el pequeño ataúd en el coche fúnebre. Comprendí qué era lo que había causado el desvanecimiento de mi madre y el porqué de las facciones contraídas de Mahler. Él y yo estábamos tan desvalidos, tan derrotados, que casi era una alegría caer en el desmayo».

Alma, agotada por los acontecimientos, apenas podía mantenerse en pie y sufrió un desvanecimiento que fue tratado por Blumenthal, su médico de cabecera. Pero esta visita tendría también tristes consecuencias para Mahler, ya que supuso, como narra Alma, la confirmación de sus más terribles sospechas:

«El doctor Blumenthal vino a verme: mi corazón estaba exhausto y se me había ordenado reposo absoluto. Mahler, queriendo sobreponerse y tratando de distraerme un poco con alguna broma, le dijo al médico: “Venga, doctor, ¿no se anima a examinarme a mí también?” Blumenthal así lo hizo. Después le miró seriamente, con preocupación. Mahler se había tumbado sobre el sofá y Blumenthal, que le había auscultado de rodillas, se levantó y le dijo con ese tono benigno que adoptan los médicos cuando diagnostican una enfermedad fatal. “Bien, no tiene usted muchos motivos para enorgullecerse de un corazón como el suyo”. “Este veredicto marcó para Mahler el principio del fin”.

Los dos se miraron aterrados. Coincidieron en que era necesario un segundo diagnóstico y decidieron acudir al doctor Kovacks, un especialista en cardiología que pasaba consulta en Viena. Mahler fijó una cita con el médico mientras Alma quedaba a cargo de la venta de la casa de Maiernigg, donde los tristes recuerdos se amontonaban frente a ellos haciéndolos sentir culpables. Ella encontraría otra cerca de Toblach, una casa de once habitaciones, dos galerías y dos cuartos de baños con una hermosa vista, mientras esperaba noticias de su marido. Allí, lejos de Maiernigg, de Viena y del recuerdo de la niña muerta se instalarían en los tres años siguientes y allí, en el curso de los tres últimos veranos de su vida, Mahler escribiría La canción de la Tierra, la Novena y el Adagio de la Décima. Al igual que ocurrió con las muertes de sus otros seres queridos, Mahler no exteriorizó el dolor por la pérdida de su hija. Virtualmente ignoró el tema en su correspondencia. Como en tantas otras ocasiones anteriores, lo guardó para sí; sólo se avino a compartir con el mundo su estado de ánimo a través de la música. Exteriormente, trató de mantener la calma y permanecer cerca de su mujer y de su suegra, pero por dentro sufrió una conmoción que sólo es posible comprender a través de la trilogía de sus obras finales.

A los pocos días, Mahler telegrafió a Alma diciendo que Kovacks había encontrado un ligero defecto de válvulas que estaba enteramente compensado, no daba importancia al tema. En esencia, vino a decir lo mismo que Blumenthal, pero de manera más tranquilizadora. Pero el veredicto marcó para Mahler el principio del fin. Nada de deporte ni de largos paseos, debía reducir las tensiones, realizar los mínimos esfuerzos y llevar siempre consigo un podómetro para calcular sus pasos. Para Mahler fue un trauma. Todas sus actividades favoritas, los encuentros con la naturaleza que tanto habían dado a su música, el ejercicio, la vida al aire libre… todo quedaba prohibido y cada uno de sus pasos sometido a la observación y al análisis. Tendría que enfrentarse a su futuro con un espíritu muy distinto al que había adoptado hasta entonces, opuesto a la superación beethoveniana que daba prioridad al arte frente a la enfermedad y que cincelaba el cuerpo a base de carácter. Esto implicaba también la modificación de sus maneras en el podio. Él, a quien la prensa llamaba pulpo. Él, que señalaba con firmeza y rapidez cada entrada y cada silencio. Él, que dirigía programas de más de siete horas y no perdía detalle de la escena o de la orquesta. Él, el más dinámico director de todos los tiempos, estaba limitado a frenar sus gestos. Y no sabía quedarse quieto, no era capaz de reprimir sus fuerzas.

Las palpitaciones que Mahler había experimentado eran el síntoma de una infección que se estaba asentando en las paredes de su corazón. La enfermedad que apenas tres años después terminaría con la vida del artista era, como ha indicado el Profesor Rof Carballo, la endocarditis lenta o viral. Se trata de una patología que arranca de una infección desarrollada en algún lugar del organismo y evoluciona a través de un proceso cardíaco. En el caso de Mahler, sus recurrentes afecciones de faringitis y hemorroides señalan un foco latente que debió aquejar al músico durante muchos años. El proceso, que hoy día es inoperante gracias a los antibióticos, se prolongaba entonces durante años: la debilidad y las fiebres aumentaban progresivamente y la infección se expandía por los conductos del cuerpo hasta degenerar en una septicemia mortal.

A la desesperación por la pérdida de Marie y los problemas de salud de Mahler se sumaría, en aquel terrible 1907, la tensión de su situación en la Ópera. Por fin Montenuovo tenía sucesor. Los candidatos al puesto habían sido Schuch, Nikisch, Mottl y el itinerante y ario Félix von Weingartner, un alumno de Liszt que acabó haciéndose con el puesto. A finales de agosto, escribió a Mahler a Toblach, anunciándole que le habían nombrado su sucesor. Días más tarde se daba la noticia al público vienés.

Mahler regresó a Viena en Septiembre y en las siguientes semanas cumplió con sus compromisos en Rusia y Helsinki, donde mantuvo su único encuentro con Jean Sibelius. Los dos músicos hablaron pero no se entendieron. Sus diferencias estéticas se revelaron irreconciliables. Para Sibelius, la sinfonía se limitaba al rigor y al estilo. Para Mahler, debía abordarlo todo, era la expresión no sólo del alma humana, sino del alma del mundo, eran los silencios, los matices y hasta el público: «El tempo correcto es el que aporta a cada nota su valor», decía. «Si una frase no puede ser captada porque las notas se atropellan, es que el tempo es demasiado rápido». Mostrar la claridad de la obra era otro de los trucos para conseguir efectos nunca logrados antes: «El límite extremo de la claridad es el tempo correcto para un presto. Más allá de él, ya no tiene efecto». Tampoco los tiempos lentos tenían secretos para él; eran su especialidad y sabía cómo sacarles el mayor partido: «Si un adagio no causa efecto en el público, retarda el tempo en lugar de acelerarlo».

De regreso a Viena, le esperaba una grata sorpresa. Alfred Roller le había preparado un concierto de despedida en la Musikverein (no en la Ópera) y le pidió que se pusiera al frente de su sinfonía Resurrección. Allí estaba toda Viena. Las ovaciones fueron interminables y Mahler fue reclamado treinta veces. Al día siguiente, escribió una nota de despedida que hizo pública en la Hofoper donde daba su adiós: «[…] Dejo atrás algo incompleto y fragmentario a lo que el destino parecía haberme destinado. Por el momento, sólo puedo decir que he hecho todo lo que he podido y he dejado alto el listón […]. Aceptad mis sinceros buenos deseos para vuestras carreras y la del Teatro de la Ópera, cuya suerte seguiré siempre con el más vivo interés». Las palabras no sirvieron para calmar los ánimos. Fueron arrancadas y hechas trizas. A principios de diciembre, los Mahler partieron hacia París, desde donde viajaron a Cherburgo para coger el barco que los llevaría al Nuevo Continente. Gucki se quedaría en la casa familiar de la Hohe Warte, mientras el matrimonio se enfrentaba a la aventura americana. Todavía se produciría una última sorpresa: cerca de doscientas personas, entre las que se encontraban Klimt, los Moser, los Moll, Schönberg, Berg, Webern, Walter, Roller y Zemlinsky acudieron a despedirlos a la estación de Viena. La conquista de Nueva York estaba a punto de empezar.