El ciclo sinfónico (A)
La idea sinfónica en Mahler
No es exagerado afirmar que la sinfonía, como forma reina de la música occidental desde Haydn y Mozart en el terreno instrumental, llega a su posición de máxima expansión y grandeza —entendida como grandiosidad y grandilocuencia— a través de las creaciones de Mahler. A la inversa, si la sinfonía ha conocido un aniquilador o ángel exterminador —término acuñado por Chapa Brunet—, éste sería también él. Porque el sinfonismo clásico-romántico conoce las últimas exacerbaciones posibles de forma y sintaxis no en los edificios musicales de Bruckner, sino en los conglomerados y tractati de Mahler, que no son sino pronunciamientos filosóficos y expresiones de su propia existencia. Para este planteamiento, la forma tradicional le resultaba insuficiente: se ve, pues, obligado a crear la suya propia. Cuando estaba dedicado a la composición de la Tercera Sinfonía, escribió a Natalie Bauer-Lechner: «Para mí, la palabra “sinfonía” significa construir un mundo con todos los medios a mi alcance». Y ya cerca del final de su vida, en la primera década del siglo XX, confesará a Jean Sibelius, en el único encuentro entre ambos artistas, que «la Sinfonía debe abarcarlo todo».
La gran e irónica paradoja del siglo XX será que en esa centuria, en que la orquesta sinfónica se consagraría como el instrumento hiperperfecto y fascinante de expresión musical (nunca antes había llegado a tal nivel de virtuosismo), la sinfonía se considera ya acabada y agotada. Por ello, el siglo XX terminará configurando su propio sinfonismo, como respuesta al reto de la aporía.
Toda la producción sinfónica de Mahler transmite la sensación de discontinuidad: el compositor parece perseguir, casi como ideal, el hacer siempre algo distinto de lo anterior. Y cierto es que después de Mahler el término «sinfonía» perdió su significado secular. La actitud antitradicional surgida al amparo de la Novena de Beethoven llegó con Mahler a sus últimas consecuencias. Si Brahms había sido la culminación del sinfonismo ortodoxo, Mahler fue la del heterodoxo, los dos con el mismo punto de partida. Los sinfonistas del siglo XX estarían obligados a construirse sus propias bases.
Para Mahler la Sinfonía no es un modelo formal, ya que él lo rechazaría y desintegraría en varias de sus composiciones. Pero tampoco es un medio programático, un poema sinfónico estrictamente hablando: yendo a la raíz romántica de la fe, para Mahler, como él mismo dice, la Sinfonía será un Todo posibilístico, la única manera en que el compositor puede dar cabida a sus aspiraciones internas e inquietudes espirituales. En él, la trama de la narración será la Summa Filosófica, la confesión se convertirá en psicoanálisis y la ampliación de los medios y de la forma se tornará cosmología: «Imagine que todo el universo comienza a sonar. Ya no son sólo voces humanas, sino planetas y soles girando en tomo a sus órbitas», dirá el compositor a Mengelberg acerca de la Octava Sinfonía.
La Novena de Beethoven, punto de mira, caleidoscopio y canon del sinfonismo mahleriano, llega al paroxismo en las once obras de Mahler (incluyendo la inconclusa Décima y La canción de la tierra, apellidada Sinfonía). Como señala Wilfrid Mellers, sus obras son verdaderos «experimentos de autobiografía espiritual». Para Mahler, sus Sinfonías debían ser el reflejo de sus experiencias humanas, tanto en lo alegre como en lo trivial, en lo trágico y en lo profundo. Las Sinfonías constituyen, pues, un mundo interior propio, con sus propias leyes de nacimiento, desarrollo y extinción.
La aportación mahleriana al sinfonismo comienza por lo más externo: la duración de las obras. Las Sinfonías de Bruckner presentaban tamaños normales hasta la Tercera, contando como anteriores las dos previas a la catalogación bruckneriana —la Sinfonía en Fa y la Sinfonía «Cero»—. A partir de la Tercera, la Cuarta, Sexta y Séptima tenían unas proporciones ligeramente superiores a la media, en torno a la minutación de la Novena beethoveniana: más o menos sesenta minutos. Pero las Sinfonías Quinta y Octava entraban de lleno en el ámbito de lo desusado, con duraciones en torno a los ochenta minutos. Esta amplitud horaria de Bruckner, sin embargo, quedaría desbancada frente al grueso de las Sinfonías de Mahler: las Sinfonías Quinta y Décima, —esta última según el manuscrito preparado por Deryck Cooke— tienen una duración media de setenta y cinco minutos; los «aparatosos» ochenta minutos de la Octava bruckneriana son igualados por Mahler en sus Sexta, Séptima y Octava Sinfonías, la Novena vendrá a durar entre ochenta y cinco a noventa minutos, la Segunda abarcará una hora y media y nada menos que ciento cinco minutos tendrá como hábitat horario la Tercera.
Respecto al programatismo, al seguimiento de un programa descriptivo concreto dibujado a partir de la misma indicación de los movimientos (también una idea de Beethoven, que estrenaría en la Pastoral), Mahler parece aceptarlo sin tapujos en las primeras cuatro Sinfonías, para luego rechazarlo abruptamente a partir de la Quinta. Desde otro ángulo, el primer movimiento de la Segunda, seguramente a causa de la influencia de Richard Strauss, maestro en esta forma musical, nace como un poema sinfónico sin referente detallado, con el único título de Totenfeier (Ritos de la muerte). Es, quizás, el único caso dentro del sinfonismo mahleriano de «programa sin programa», sólo como título. Desde el punto de vista de la referencia literaria, al menos dos obras, las Sinfonías Tercera y Octava, tienen un origen extramusical: la Tercera es un reflejo personalísimo del Zarathustra de Nietzsche y la Octava es una transcripción, en su segunda parte, del final del Fausto II de Goethe.
Mahler exprimió la estructura del sinfonismo ortodoxo y evolucionó a partir de éste, consciente de que también Beethoven había roto con la estructura de cuatro movimientos en la Pastoral, que dividió en cinco. Las Sinfonías Primera, Cuarta, Sexta y Novena de Mahler conservarán la disposición tradicional en cuatro. El número de movimientos pasará a cinco en el caso de la Segunda, la Quinta, la Séptima y también la esbozada Décima. La Tercera sumaría seis. Finalmente, la Octava se dividirá sólo en dos secuencias. Virtualmente, todos los primeros tiempos de las Sinfonías —con todas las salvedades que se quiera en el caso de la Tercera, la Quinta, la Octava y la Décima— siguen la forma Sonata. Siguiendo a antecesores como Liszt o Bruckner, Mahler anota en los desarrollos temas no enunciados en la exposición o incluye la repetición de la introducción en las recapitulaciones.
Aunque Mahler no ha sido el primer sinfonista que ha concluido una obra en una tonalidad distinta de la de origen —ese honor corresponde a Carl Nielsen, que cierra en Do mayor su Sinfonía núm. 1 en Sol menor, de 1892—, sí ha sido el máximo cultivador de esta técnica en una serie sucesiva. La Segunda Sinfonía parte de Do menor para terminar en Mi bemol mayor, la Tercera va de Re menor a Re mayor (lo cual no es tan inusual, sólo varía la modalidad de la clave), la Cuarta comienza en Sol mayor y concluye en Mi mayor, la Quinta nace en Do sostenido menor y concluye en Re mayor, la Séptima marcha de Mi menor a Do mayor y la Novena lo hace de Re mayor a Re bemol mayor. La canción de la tierra debuta igualmente en La menor para concluir en Do mayor, y la Décima, en Fa sostenido, comienza en modo menor para cerrar su curso en diáfano modo mayor. Robert Simpson utiliza para esta evolución el calificativo de «tonalidad progresiva», diferenciándolo de la «tonalidad expansiva», que reserva, con buen acuerdo, para Nielsen.
Por último, Mahler continúa haciendo uso de la voz como un instrumento dentro de la propia orquesta, a partir de la idea que Beethoven —¡otra vez!— había desarrollado en la Novena. Es cierto que Mahler se sumerge desde sus primeras composiciones en obras con un componente vocal (cantata, canciones, e incluso esboza óperas), pero es cierto también que la voz tiene en sus Sinfonías Segunda, Tercera, Cuarta, Octava, y Canción de la tierra un papel protagonista dentro del conjunto instrumental.
El estudio de las Sinfonías mahlerianas se abordará en tres grupos: las cuatro primeras, todas en torno al ciclo de poemas del Muchacho de la Trompa Mágica, que tanto influyó sobre el artista, las Quinta, Sexta, Séptima y Octava y, por último, la Trilogía Final (Novena, Canción de la tierra y Décima).
9. SINFONÍA n.º 1 EN RE MAYOR («TITÁN»)
Primera versión:
(Parte I)
- Langsam, Schleppend. Wie ein Naturlaut (Lento. Arrastrando. Como un sonido de la naturaleza).
- Blumine (Floral [o Capítulo de flores]) —Andante. Allegretto.
- A toda vela.
(Parte II)
- Marcha fúnebre al estilo de Callot.
- Dall’Inferno al Paradiso.
Versión revisada:
- I. Langsam, Schleppend. Wie ein Naturlaut - Im Anfang sehr gemächlich (Lento. Arrastrando. Como un sonido de la naturaleza. Al principio muy pausado).
- II. Kräftig bewegt, doch nicht zu schnell —Trio. Recht gemächlich (Con movimiento vigoroso, pero no demasiado rápido. Adecuadamente cómodo).
- III. Feierlich und gemessen, ohne zu schleppen (Solemne y mesurado, sin arrastrar).
- IV. Stürmisch bewegt (Con movimiento tempestuoso).
Composición: 1884-89
Boceto: «I Sinfonía» (1885).
Estreno: «Poema sinfónico en dos partes» – 20 de noviembre de 1889, Budapest; dir.: Mahler.
- 1.ª revisión, sin «Blumine». Enero de 1893.
- 2.ª revisión, con «Blumine». 16 de agosto de 1893: «Sinfonía (Titán) en 5 movimientos».
- 2.ª interpretación: «Titán, poema sinfónico en forma de Sinfonía» – 27 de octubre de 1893, Hamburgo; dir.: Mahler.
- 3.ª revisión: sin «Blumine», 1894.
- 3.ª interpretación: «Titán, Sinfonía», sin «Blumine»; 3 de junio de 1894, Weimar: dir.: Mahler.
- 4.ª interpretación: «Sinfonía en Re mayor»; 15 de marzo de 1896, Berlín; dir.: Mahler.
Última revisión: 1906-07.
Primeras ediciones: Febrero de 1899, Weinberger; mayo de 1906, Universal Edition.
Edición de «Blumine»: Presser, 1968.
«Estoy satisfecho de este ensayo juvenil. El hecho de dirigir mis obras es una experiencia extraña. Cristalizan en mí sensaciones de dolor y quemazón. ¿Qué universo es este en el que se reflejan estos sonidos y figuras? “La Marcha Fúnebre” y la tempestad que le sucede, ¡me dan la impresión de una requisitoria feroz contra el Creador! Y siempre, en cada una de mis obras, llega un momento en el que creo percibir una llamada que me dice: “¡Tú no eres su padre, sino su zar!”. Pero esto sólo me ocurre mientras dirijo —después, esa sensación desaparece, afortunadamente, porque si esta impresión fuera duradera, mi vida sería imposible».
Mahler hace este comentario en 1909, dos años antes de su muerte, después de haber dirigido con la Filarmónica de Nueva York su Primera Sinfonía. Y, al margen de la insistencia en ese «uno no compone, es compuesto», tantas veces repetido por el artista, es interesante constatar la satisfacción del músico maduro ante su «ensayo juvenil», redactado un cuarto de siglo antes. La obra se gestó casi a salto de mata, a partir de 1884 en las distintas ciudades donde Mahler fue haciendo sus primeros pinitos en el arte de la dirección orquestal —Kassel, Praga y Leipzig— y la concluyó poco antes de su estreno en Budapest, en 1889.
Todas estas ciudades ejercieron una influencia significativa en el Mahler veinteañero, pero Kassel y Leipzig guardan una especial relación con esta obra. En la primera localidad, donde Mahler fue contratado inicialmente como director de coro y luego como «Kapellmeister», el artista tuvo encuentros decisivos en su itinerario profesional y personal. En el primer apartado con Hans von Bülow, al que Mahler, como se ha dicho, se dirigió sin éxito para que le tomara como asistente, impresionado por sus conciertos al frente de la Hofkapelle de Meiningen; en el segundo vector, el personal, por su enamoramiento apasionado de la cantante de la ópera Johanna Richter, inspiradora del ciclo de Canciones de un camarada errante y de los primeros bocetos de la Primera Sinfonía, tan vinculada temáticamente a este ciclo.
Leipzig, donde Mahler actuó como segundo Maestro de Capilla —el primero era nada menos que Arthur Nikisch— desde el otoño de 1886 hasta el verano de 1888, marcó, como se ha señalado en la primera sección de este texto, el encuentro del artista con la familia Weber, con la tarea de reconstrucción de la ópera Die Drei Pintos, del autor de Der Freischütz, y la relación amorosa que se estableció entre el joven músico y Marion, esposa del nieto del compositor germano. Pese a la posterior ruptura, los primeros meses de la relación entre el joven músico y la esposa de Carl von Weber depararon a ambos instantes de felicidad y elevada comunicación espiritual, fruto de los cuales sería, no sólo la ópera sobre Los Tres Pintos, sino la Sinfonía iniciada en Kassel y continuada en Praga: el segundo movimiento de la versión original de la pieza, titulado «Blumine» («Florido» o «Capítulo de flores»), cuyo manuscrito quedó ultimado en Leipzig, ostentaba una peculiar inscripción del compositor: «En las horas más felices», Mahler suprimiría, sin embargo, este movimiento tras la segunda interpretación de la obra —que tuvo lugar en Weimar—, dejando la partitura en su disposición hoy habitual de cuatro tiempos, con lo que, de una parte, aunque revisaría concienzudamente la partitura toda en 1897, terminaría por retornar al primigenio diseño que podríamos llamar «esquema de Kassel», y de otra procedería a un curioso exorcismo musical de su relación con Marion von Weber eliminando la parte del conjunto más vinculada a la Baronesa.
El compositor no abordó la Sinfonía hasta que hubo concluido los primeros tres ciclos de Lieder, forma que utilizó en los Lieder und Gesänge aus der Jugendzeit (Canciones y tonadas de la juventud), que integró en la formidable cantata de los dieciocho años Das klagende Lied (La canción del lamento), y a la que volvió en las Canciones de un camarada errante, cuyo último Lied está tomado, en una curiosa síntesis, de su única cantata. Los primeros esbozos realizados por Mahler para su Primera Sinfonía oficial datan de 1884, fueron trazados en Kassel y son contemporáneos del ciclo del camarada errante. Aunque Mengelberg o Stefan parecen avalar la existencia de trabajos sinfónicos anteriores, como se ha dicho, ninguna de estas partituras primerizas ha llegado hasta hoy.
Hemos de aceptar la voluntad de Mahler en el sentido de considerar a esta página su Primera Sinfonía «ortodoxa», ya que el músico ha procurado (y conseguido) eliminar toda traza de sus trabajos anteriores para la orquesta, de los que se ha hablado al principio de este texto, y que, mientras las investigaciones no demuestren lo contrario, debemos dar por definitivamente perdidos, tal como sucede con las óperas juveniles mahlerianas (Rübezahl, Ernst von Schwaben o Die Argonauten). Página, por otra parte, con faz bifronte, que por un lado mira hacia el Lied como fuente de inspiración y de otra busca el mundo más a la orden del día, esto es, el poema sinfónico, que está a punto de conocer nueva y venturosa vida a través de las composiciones de Richard Strauss. Es el Lied, sin embargo, quien presenta, en esta primera gran creación sinfónico del músico, una prepotencia melódica absorbente, en dirección tripartita: el ya citado ciclo Lieder eines fahrenden Gesellen, el previo conjunto de los Lieder und Gesänge aus der Jugendzeit (Canciones y tonadas de iuventud) y la formidable cantata, escrita a los dieciocho años, Das klagende Lied (La canción del lamento), de la que Mahler toma el más bello tema de la obra —el Trío del tercer movimiento— en una curiosa síntesis a través de la última canción del camarada errante. Pero lo singular —y lo hermoso, por el esfuerzo de auto —combate que ello implica— es que Mahler trata, en sus propias palabras, de «ser estrictamente sinfónico» en su planteamiento, a medio camino entre Liszt y Wagner, aunque, al igual que ocurrirá con sus otras Sinfonías anteriores a 1900, el artista concibe esta Primera como un «Sinfonische Dichtung», poema sinfónico, al que dota de títulos descriptivos. Bajo este ropaje fue dada a conocer la obra en Budapest en 1889. En esta alternativa inicial, Mahler dividía la Sinfonía en dos partes, llamando a la primera «Los días de juventud» y a la segunda «Commedia ummana». Posteriormente, en 1897, y después de varias audiciones de la obra, revisó drásticamente la partitura, como ya se ha indicado, decidió suprimir un movimiento completo, el anteriormente mentado Andante, llamado Blumine, así como verificar diversos reajustes en la orquestación, versión ésta que sería la base de la primera edición impresa de los pentagramas (1899), versión revisada que fue también publicada en 1906 por la Universal Edition de Viena y salvaguardada por la Sociedad Internacional Gustav Mahler, salvo leves modificaciones, para su posterior edición en 1955 del integral de la obra del compositor.
Cuando la obra llega a Viena, el 18 de noviembre de 1900, con un Mahler que ya es titular de la Hofoper, las reacciones de la crítica basculan entre el estupor y lo furibundo. El ya veterano Eduard Hanslick, con setenta y cinco años a las espaldas, fue el más madrugador a la hora de comentar la pieza: su reseña apareció dos días después del concierto, en la habitual «Neue Freie Presse», y su frase inicial se convirtió en uno de los dichos más afamados de la época: «¡Uno de los dos debe estar loco, y no soy yo!». El célebre crítico continuaba diciendo: «Claro que a lo mejor sí soy yo, pensé con genuina modestia, tras recuperarme del horroroso Finale de la Sinfonía en Re mayor de Mahler. Como sincero admirador del director Mahler, a quien la Ópera y la Filarmónica tanto deben, no quiero precipitarme al juzgar su extraña Sinfonía. Pero, de otra parte, debo ser sincero con mis lectores y por ello debo admitir que la nueva obra es la clase de música que para mí no es música. (…) La ejecución de esta novedad, escandalosamente difícil, fue admirable, y el aplauso entusiasta —al menos en la audiencia más joven, que atiborraba las localidades de pie y la galería, y que no cesaron de reclamar la presencia de Mahler en el estrado una y otra vez. En una futura interpretación de esta Sinfonía, espero ser capaz de expandir este breve comentario, que es más confesión que juicio. De momento, carezco de una apreciación plena de lo que, en ocasiones, también es carencia de este inteligente compositor, esto es, la gracia de Dios». Hanslick no tuvo oportunidad de volver a escuchar la composición, ya que murió en 1904, el mismo año en que Ferdinand Löwe volvió a interpretar la obra en la Konzertverein vienesa, el 8 de noviembre.
Nueve días después de ese concierto, apareció la recensión más enconada, en el «Pester Lloyd», firmada por Theodor Helm, que, al menos, fue muy amplia en su exposición. Ciertos elementos de la obra, como la parodia de una canción infantil o sus incursiones «naturalistas» irritaron al crítico, figura medularmente conservadora, al que perturbó especialmente un intervalo. «¿Cómo se puede tomar en consideración la presencia de un cuco, que canta constantemente, en una obra de música absoluta? Además, este cuco no canta en una tercera menor, como ocurre en la naturaleza, o incluso —como en la “Pastoral” de Beethoven o en el “Hansel y Gretel” de Humperdinck—, en una tercera mayor, ¡sino que de manera provocativa y anormal hace su llamada en una cuarta descendente, de Re a La! Quizá Nietzsche, al que debemos el término “superhombre”, habría hablado aquí de un “supercuco”, de haber incluido a los animales en su filosofía poética y simbólica de la vida. Pero, en la medida de lo que yo sé, Zarathustra no habló de esto». Helm, cuyo texto no estaba exento de cierto humor, concluía en forma de sentencia: «Y resulta obvio que la colosal violencia de los clímax (de esta obra) sólo puede ser la expresión de una tremenda urgencia creativa que busca el reconocimiento a toda costa».
Ya en épocas más modernas, Gerhard von Westerman denominaba a esta obra Natursymphonie, Sinfonía Naturista o de la Naturaleza, apelativo nada descabellado si nos atenemos a las indicaciones de «tempo», intensidad y acotaciones marginales inscritas en la partitura misma. Similares indicaciones para los movimientos (poco prácticas a la hora de fijar el tempo concreto) ya fueron utilizadas por Beethoven en la Sinfonía Pastoral, y Mahler recogió el testigo con alegría. Pero sería injusto limitar a la obra al calificativo de Naturista, ya que la Naturaleza no sería más que el escenario donde habría que situar al hombre, al titán que da nombre a la pieza. El título fue tomado por Mahler de la novela homónima del escritor Jean Paul, una obra en la que el protagonista, el héroe, hacía frente a un mundo pernicioso mediante la fortaleza de espíritu y los sentimientos nobles. Tanto la música como el planteamiento de fondo ofrecen una concepción utópica de la vida en la que el bien triunfa frente al mal y en el que todo esfuerzo tiene su recompensa.
El primer movimiento, «como un sonido de la naturaleza», era denominado por Mahler, en la primera versión de los pentagramas, «Primavera sin fin», y el original inmovilismo de la Introducción (sesenta y un compases), con la pedal que da en armónicos toda la cuerda, constituye un efecto extraño y mágico, que nos conduce a una de las primeras características del lenguaje sonoro de Mahler, lo que Theodor W. Adorno llamara «suspensión», situación estática opuesta a otra de movilidad y acción, contraste prototípico, patente en casi todas las obras de Mahler, hasta erigirse en una de las «coordenadas» de su escritura. Pero más que «suspensión», sería correcto hablar de suspense, ya que el resultado formal evoca un paisaje abierto y campestre donde se espera la aparición de algo o de alguien. Sobre este imperturbable La de la cuerda, piccolo y flauta entonan la base motívica de esta sección, un sencillo intervalo de 4.ª (La/Mi), otra de las «firmas de la casa», que configuran el tema de esta sección y que evocan el canto de un cuco, ese que tanto perturbara a Theodor Helm en el estreno vienés, con su llamada en 4.ªs.
A esta escueta célula responde en la distancia una fanfarria, que Mahler anotó para trompetas y trompa en la primera redacción de la obra, pero que, con arte de fabuloso orquestador, pasó a los clarinetes en la versión definitiva. El canto del cuco enunciado da paso a una melodía de violonchelos y contrabajos que se configurará como tema principal del movimiento, dentro de una construcción sonatística bastante ortodoxa; y, en el hermoso paisaje, el hombre da los primeros pasos en armonía con su entorno, mezclándose entre los distintos elementos, enriqueciendo a unos y jugando con otros. La melodía del tema proviene del segundo Lied («Ging heute Morgen», «Cuando crucé esta mañana los campos») de las Canciones de un camarada errante. El tema se cierra con un pasaje protagonizado por las trompas, que supone transición inmediata a la sección de desarrollo. Este se inicia con una referencia a la Introducción dada por los armónicos de violines y violas, acordes del arpa y una «pastoril» frase de la flauta. El centro de la secuencia, extremadamente simple desde el punto de vista del material empleado, lo forman pasajes «cantabile» de las maderas sobre el fondo del trémolo en «pp» del timbal, y frases de abandonada laxitud de las cuerdas, evocadoras de un cierto «eslavismo». En el horizonte aparecen los primeros enfrentamientos, nacidos de la propia vida, de la propia naturaleza, pero ante los que el supuesto protagonista se levanta en un «crescendo» progresivo que desemboca en un «fortissimo» de la orquesta al completo, rematado con una fanfarria de trompas y trompetas, tras lo cual da comienzo la reexposición, en donde vuelve a escucharse el tema del Camarada errante. La Coda, tras una nueva peroración de los metales, se produce a gran velocidad y fuerza contagiosa, interrumpida en tres ocasiones por golpes en cuartas de los timbales, que parece indicar que el héroe ha salido más fuerte de sus aventuras y emprende confiado su siguiente destino.
El ritmo de 3/4 de la cuerda grave establece el aire típico del Laendler, el Vals rural austríaco. Sobre este ritmo, violines primero y maderas después trazan una briosa melodía, no exenta de elegancia, cargada de resonancias populares. La danza, la música, han llegado por fin a la vida del protagonista. Especialmente memorables son los compases 107 al 120 de esta sección, en La mayor, durante los cuales los violonchelos y contrabajos evocan el 3/4, albergando una entrada en ‘pianissimo’ de los violines. El Trío de este «a modo de Scherzo» se anuncia con difíciles notas tenidas del trompa solista: también tiene esta sección media, en Fa mayor, forma de Vals, y su conclusión enlaza de nuevo con el vigoroso Laendler. Mahler, en su primera redacción de la obra, tituló este movimiento «A toda vela».
El título dado al tercer movimiento es el que más se ha divulgado, de entre los de la primera versión de la Sinfonía: «Marcha fúnebre al estilo de Callot». La contemplación de un grabado austríaco, en el que un cazador —un guardabosques, según otras versiones— es llevado a su última morada por los animales del bosque, unida a la admiración que Mahler sentía por el cuadro del pintor Jacques Callot «Las tentaciones de San Antonio», constituyen el sustrato creativo de esta extraña marcha funeraria de soterrado humor. Pero creo que la aceptación, conocida y repetida, de estos hechos, hace acaso perder de vista la especial concepción mahleriana de la pieza. Empecemos por algo que hoy nos es aún menos conocido que en la época de Mahler —donde tampoco lo era mucho—, esto es, quién fuera el citado Callot, cuyo «estilo» pretende evocar la música: grabador y aguafuertista francés, Jacques Callot (1592-1635), parte de cuya obra se puede contemplar en la calcografía del Louvre, cultivó un estilo directo y realista que podríamos (musicalmente) llamar «verista», dotado de genio para la caricatura y la descripción grotesca —su serie de «Mendigos» y «Jorobados»—, pero también para la documentación de los horrores de la guerra, muy en especial la de los Treinta Años —«Las miserias de la guerra»—, de la que fue cronista pictórico soberbio. Y aquí vemos una serie de elementos que comienzan a cuadrar perfectamente con ese mundo de Gustav Mahler, que hoy nos es bastante más conocido (aprehendido) que el del propio Callot: la simpatía por lo grotesco unida a lo sublime —como sucede en el decurso musical de esta misma Marcha—, o la misma referencia a esa Guerra de los Treinta Años que tantas páginas de la colección literaria «Des Knaben Wunderhorn» engloba —otra sabida fuente de inspiración mahleriana—, con lo que la idea básica de ese «al estilo de Callot» termina por resultar ejemplar en su plasmación; un celebérrimo tema/tonada infantil (=Wunderhorn) francés «Frère Jacques» (¿Homenaje al pintor?) desfigurado (caricaturizado) por el contrabajo, que, sin embargo, exhibición impresionante de maestría musical, termina por convertirse en un fantástico canon que, de manera «estrictamente sinfónica», recorre toda la orquesta. Aquí el avance firme y marcial se ha vuelto triste y cansado. García del Busto ve en esta marcha el precedente de los Kindertotenlieder o Canciones a la muerte de los niños.
Tras repetir el tema dos veces, el oboe entona una rítmica melodía dotada de un profundo sentido irónico. El insistente batir del timbal en 4/4 con el «contrasujeto» de la irónica melodía que inserta el oboe, forman el «bajo» de esta sensacional página. Con gran sencillez se produce un segundo tema que es presentado igualmente por el oboe. La secuencia se cierra con una reminiscencia del primer tema, acompañado igualmente por un obsesivo ritmo marcado por el timbal. Notas en corcheas del arpa abren una sección, a manera de Trío, en la cual, los primeros y segundos violines exponen, casi antifonalmente, un bellísimo tema, de hondo lirismo, también entresacado por Mahler de las Canciones de un camarada errante. Este Trío nos lleva al otro lado del espectro, a la sublimidad, con esa inefable melodía, aunque Mahler ya hizo uso de ella en 1880, en la primera parte —descartada posteriormente— de Das klagende Lied (La Canción del Lamento), con una misma idea literaria en las dos obras, la muerte/sueño al pie de un tilo.
La aparición del ritmo ostinato del timbal lleva de nuevo a la primera sección, donde se repiten el primero y segundo tema con una interrupción de fuerte carácter folklórico regida por el ritmo de los címbalos. El movimiento se extingue sobre el tema del Frère Jacques y dos secos golpes del bombo dan por terminada esta curiosa e imaginativa pieza.
El arranque del último tiempo, cuya vehemencia era brutal novedad en el momento histórico en que la obra se redactaba, parece dar fe de ese comentario del Mahler de 1909, «requisitoria feroz contra el creador», acaso ya explicitado en el título que el autor diera al movimiento en su primera versión, «D’all Inferno al Paradiso». Para muchos oyentes, acaso sea este el tiempo que mejor expresa ese contenido «titánico» de la obra, cuyo título ha tomado Mahler de un célebre texto de Jean Paul. Pero, una vez más, será bueno que nos detengamos en lo que hoy, de seguro, forma «parte de nuestra incultura», o sea, Jean Paul y «Titán»; y es que en nuestro tiempo —no sólo en España— serán muchos los que sepan, exclusivamente, de la existencia de Jean Paul Richter a través del apodo de la Primera Sinfonía de Mahler. Johann Paul Friedrich Richter (1763-1825), cuya admiración por Jean-Jacques Rousseau le llevó a adoptar el seudónimo literario de «Jean Paul», practicó, a través de una amplia obra novelística, una síntesis entre el humorismo desenfadado, el cuadro realista y la ensoñación idílica, avanzando, a lo largo de su carrera, desde la primera postura hasta la dominancia de la última; «Titán», en cuatro volúmenes, se sitúa en medio de tal itinerario, y su título no deja de poseer un talante irónico, toda vez que el literato contrapone el humanismo y la modestia de personajes sencillos a la grandilocuencia de encarnaciones supremas del primer romanticismo —la obra está redactada entre 1800 y 1803—, con algunas de las creaciones de Goethe como punto de mira. ¿Dónde está, pues, la relación del (supuesto) heroísmo e incuestionable grandeza de la Sinfonía mahleriana con la temática de la obra que ha dado sobrenombre a la partitura? Quizá en la idea global del texto de Jean Paul, que es el desarrollo del hombre a través de la experiencia total de la vida. No olvidemos, además, el tema del humor y del ensueño, tan presentes en los pentagramas del joven Mahler. Incluso el título del descartado segundo tiempo, «Blumine», deriva de Jean Paul, de la colección de ensayos denominada «Herbst-Blumine» («Flora otoñal»).
Este movimiento final, un Allegro tempestuoso, surge como un revulsivo, como una decisión firmemente asumida, como una convicción de los méritos propios que convierten al protagonista en un personaje capaz de luchar solo contra el mundo. Posee seguramente la más violenta introducción escrita hasta esa fecha: Mahler relataba entre risas los sustos del público el día del estreno al iniciarse el feroz y expansivo ataque de los platillos secundados por la percusión. La tonalidad inicial es Fa menor y el ritmo de 2/4. Tras la brutal y dificilísima introducción, que exige a los violinistas verdaderas exhibiciones de ligereza, se inicia la exposición con un tema en blancas encargado a siete trompas, quedando éstas divididas en cuatro grupos. Este tema concluye en un agonizante «ritardando», que da paso al segundo tema, una dulce cantilena en Re bemol mayor, confiada a los violines y violonchelos durante cincuenta compases, que recupera parte del componente melódico de dicho «Blumine» y la totalidad de su atmósfera idílica. Tras ella, los trémolos de las cuerdas y el amenazante «crescendo», anuncian la llegada del desarrollo, que nos transporta a un «titanismo» más directo, explosivo, con un «fortissimo» de metal y madera en pleno. En medio de éste se introduce un importante tema que volverá a escucharse al final del movimiento, un momento de inquietud surgido en medio de la tranquilidad, que es enunciado por las trompetas y luego, al incorporarse el total de la orquesta, es repetido nuevamente por las trompas.
Al término de esta sección, Mahler nos retrotrae a la Introducción misma de lo Sinfonía, a ese «Sueño invernal» —¡Tchaikovskyano título!— con el que denominara, en el primer manuscrito, a la determinante «suspensión» que abre la pieza. Aquí obtiene el artista un momento de particular «magia», tras confiar la fanfarria de apertura a las trompetas, y, mediante un silencio de blanca, articular una (aparentemente) simple modulación, de Mi a Sol, que transforma, con la más alta concentración y expresiva belleza, el continente sonoro de la secuencia. La recapitulación, después de una cita del tema del Fahrenden Gesellen del primer movimiento, se produce en orden inverso: pasamos del segundo tema al primero con el «Wild» («Salvaje») de las violas, y así se escucha primero la recapitulación del segundo tema culminada con un ‘fortissimo’ de la orquesta; las violas trazan un diseño rítmico por medio del cual aparece el primer tema, expuesto ahora por los primeros violines. El ritmo se acelera progresivamente, la tensión aumenta por acumulación (al revés de lo que va a ocurrir en las obras del último período) y, finalmente, en el compás 625 nace la Coda con un estallido en redondas de toda la orquesta. Tras oír nuevamente el tema del desarrollo sobre una formación de metales aumentada, dotado de una brillantez y solemnidad impresionantes, la Coda cobra velocidad vertiginosamente hasta desembocar en un grandioso Finale en Re mayor, tonalidad base de la Sinfonía, que se cierra con dos notas negras descendentes enmarcadas en el batir frenético de la percusión.
Mahler clausura su, así querida, Primera Sinfonía, con una doble demostración, de fuerza expresiva y de dominio del material musical. La siguiente Sinfonía confirmará con creces este diagnóstico.
10a. TOTENFEIER
(Funerales [o Ritos de la muerte]).[39]
«¡Soy el dueño! ¡Alzo mis brazos, hasta los cielos incluso! Poso mis manos sobre las estrellas, como si fueran las ruedas de cristal de la “harmónica”. Ahora rápido, ahora lento, como mi alma lo desee, hago girar las estrellas. Las convierto en arco iris, en armonías. ¡Siento inmortalidad! ¡Creo inmortalidad!» (Adam Mickiewicz).
Es tanta la costumbre de hablar de Totenfeier como la primitiva versión del primer movimiento de la Segunda Sinfonía que se tiende a olvidar que fue una obra que, durante años, tuvo vida independiente y propia como poema sinfónico. Mahler lo escribió en 1888, apenas cerrada la partitura de la primera versión de la Sinfonía Titán. Como motivo de inspiración tomó un poema del escritor polaco Adam Mickiewicz, nacido en Zaosie, entonces parte del imperio ruso y hoy Bielorrusia, y fallecido a causa del cólera en 1855 en Constantinopla (Estambul), entonces imperio otomano y hoy Turquía. En él, un hombre sensible comete suicidio tras ser abandonado por su amada y ve condenado su espíritu a vagar errante cerca de ella. Mahler se inspiró también en un mórbido sueño de sí mismo «yaciendo desnudo bajo un manto de flores» tras haber estrenado con éxito la ópera Die drei Pintos. Mahler terminó este gran Poema Sinfónico en Kasel, en 1888 y no volvió a pensar en él hasta 1891, cuando lo tocó al piano para Hans von Bülow en Hamburgo. Totenfeier difiere del primer movimiento de la Segunda Sinfonía en aspectos pequeños pero relevantes. En los dos años siguientes, el compositor repasó la obra eliminando algunos compases y refinando la orquestación de una manera tan sutil que el oyente casual advierte pocas diferencias.
10b. SEGUNDA SINFONÍA: RESURRECCIÓN
Para soprano, contralto y coro mixto
- I. Allegro. Maestoso. Mit durchaus ernstem und feierlichem Ausdruck (De un lado a otro, con expresión grave y solemne).
- II. Andante moderato. Sehr gemächlich. Nie eilen (Muy moderado. Sin acelerar).
- III. In ruhig fliessender Bewegung (En un movimiento tranquilo y fluido).
- IV. Urlicht (Luz prístina). Sehr feierlich aber schlicht. Choralmässig (Muy solemne pero humilde. Moderado a manera de coral).
- V. Im Tempo des Scherzo. Wild herausfahrend. (A tempo de Scherzo. Como una explosión violenta.)
Composición: 1888-94.
Estreno de los tres primeros movimientos: 4 de marzo de 1895, Berlín; dir.: Mahler. Estreno: 13 de diciembre de 1895, Berlín; Josephine von Artner, Hedwig Felden, Orq. Filarmónica de Berlín; dir.: Mahler.
Primeras ediciones: Diciembre de 1895, Hofmeister (versión para dos pianos); 1897, Hofmeister; abril de 1906, Universal Edition.
Textos cantados: Cuarto movimiento Urlicht (Luz Prístina)
O Röschen roth! | ¡Pequeña rosa roja! |
Der Mensch liegt in grösster Noth! | ¡El hombre yace en la mayor miseria! |
Der Mensch liegt in grösster Pein! | ¡El hombre yace en el mayor dolor! |
Je lieber möcht’ich im Himmel sein. | ¡Cuánto más no anhelaría yo hallarme en el |
Da kam ich auf einen breiten Weg; | cielo! |
Da kam ein Engelein und wollt’ micht | Iba caminando por un largo sendero |
abweisen; Ach mein! Ich Hess mich nicht | cuando un ángel quiso apartarme de allí. |
abweisen. | ¡Ah, no! Yo no dejé que me apartase. |
Ich bin von Gott und will wieder zu Gott! | Pertenezco a Dios |
Der liebe Gott wird mir ein Lichtchen | y a Dios quiero volver. |
geben, | El buen Dios me dará su luz, |
Wird leuchten mir bis in das ewig selig Leben! | ¡me alumbrará hasta la eterna vida celestial! |
Quinto movimiento (Oda a la Resurrección, de Friedrich Kloppstock)
Aufersteh’ n, ja aufersteh’ n | Resucitaréis, sí, resucitaréis |
Wirst du, mein Staub, nach kurzer Ruh! | cenizas mías, tras breve reposo. |
Unsterblich Leben! Unsterblich Leben | Vida inmortal te dará quien te llamó. |
Wird der dich rief dir geben. | Fuiste sembrado para florecer de |
Wieder aufzublüh’ n wirst du gesät! | nuevo, |
Der Herr der Ernte geht und sammelt | el Señor de las cosechas |
Garben | reúne las gavillas |
Uns ein, die starben. | de nosotros, los que morimos. |
O glaube, mein Herz, o glaube: | Ten confianza, corazón mío: |
Es geht dir nichts verloren! | ¡Nada perderás! |
Dein ist, dein, ja dein, | Tuyo es, sí, tuyo |
Was du gesehnt! | cuanto anhelaste. |
Dein, was du geliebt, was du gestritten! | Tuyo cuanto amaste; por lo que |
O glaube: du wardst nicht umssonst geboren! | luchaste. |
Hast nicht umsonst gelebt, gelitten! | Créeme: no naciste en vano. |
Was entstanden ist, das muss vergehen! | No has vivido ni sufrido en vano. |
Was vergangen, auferstehen! | ¡Todo lo que nace debe perecer, |
Hör’ auf zu beben! | todo lo que muere resucitará! |
Bereite dich zu leben! | ¡Deja de temblar, prepárate! |
O Schmerz! Du Alldurchdringer! | ¡Prepárate a vivir! |
Dir bin ich entrungen! | De ti, dolor, que todo lo atraviesas |
O Tod! Du Allbezwinger! | de ti, muerte implacable, |
nun bist du bezwungen! | me he liberado. ¡Ahora has sido vencida! |
Mit Flügeln, die ich mir errungen, | Con las alas, que yo mismo conseguí |
In heissem Licbesstreben | en ardiente empuje de amor, |
Werd’ ich entschweben | me elevaré hacia la luz |
Zum Licht, zu dem kein Aug’ | que ninguna mirada |
Gedrungen! | ha traspasado. |
Sterben werd’ ich um zu leben! | ¡Moriré para vivir! |
Aufersteh’ n, ja aufersteh’ n | Resucitarás, sí, resucitarás |
Wirst du, mein Herz, in einem Nu! | corazón mío, en un instante. |
Was du geschlagen | ¡Lo que has derrotado |
Zu Gott wird es dich tragen! | te guiará hasta Dios! |
Mahler empezó a trabajar en lo que sería su Segunda Sinfonía en 1887, cuando se ocupaba en Leipzig del «rescate» de la ópera Los tres Pintos de Carl Maria Van Weber. Por entonces, el músico, al igual que ocurriera con su Primera Sinfonía —todavía no estrenada por esas fechas, y repasando aún el artista el manuscrito de tal obra—, concebía su nueva creación como página más afincada en el terreno del poema sinfónico que en el de la Sinfonía propiamente dicha. En 1888, Mahler pasó a ocuparse de la dirección de la Ópera de Budapest, ciudad en la que permanecería hasta 1891 y en la que daría a conocer su «Titán» en 1889.
Como sabemos por la previa sección biográfica, desde abril del 91 Mahler se responsabiliza, como primer Kapellmeister, del Teatro Municipal de Hamburgo, que regenta como Intendente Bernhard Pollini (Bernhard Baruch Pohl de nombre real). El primer día de abril, Mahler dirige en su nuevo teatro una representación del Sigfrido wagneriano que provoca una entusiasta, encendida reacción de la crítica y una no menos triunfal recepción por parte de la audiencia, que vitorea al nuevo director. Ese día se halla en el teatro un espectador particularmente enfervorizado por el espectáculo, hasta el punto de escribir, pocos días después, una carta a su hija en estos términos: «Hamburgo tiene, desde ahora, un director de ópera de primera clase, Gustav Mahler, un judío de Budapest (sic) serio y enérgico, que, en mi opinión, está a la altura de los más grandes maestros». El autor de este encomiástico texto se llamaba Hans von Bülow, y ocho años antes había despedido al joven Mahler de su hotel de Kassel, sin dignarse recibirle, como igualmente se ha relatado en la primera parte de este volumen.
Bülow había ofrecido en ese mismo año 1887 un ciclo de óperas mozartianas en el Teatro de Hamburgo, y había comandado en el mismo teatro la primera representación de la Carmen de Bizet: el antiguo pionero de las obras wagnerianas, en esas fechas vinculado a la línea estética propugnada por Brahms y Joachim, mantenía un estrecho contacto con Hamburgo a través de la ópera y de los conciertos sinfónicos de abono, actividad que el afamado artista repartía entre Berlín y la villa homónima, tras haber cedido en 1885 la dirección de la Orquesta de Meiningen —con la que Mahler lo había visto por vez primera en Kassel— a su protegido Richard Strauss. Resulta evidente que Bülow no relacionaba al nuevo, brillante titular de la Ópera de Hamburgo con el novato «segundo Kapellmeister» que le escribiera, tan apasionada como ingenuamente, en los días de sus conciertos en Kassel, pero lo cierto es que Mahler vio cerrarse en Hamburgo las viejas heridas que la actitud despreciativa del famoso maestro le produjeran, ya que el veterano artista —contaba entonces sesenta y un años— no dejó de manifestarle, hasta su muerte, el más dedicado elogio en lo interpretativo —llegaría a llamarle «el Pigmalión de la Ópera de Hamburgo»—, aunque no en lo creativo.
Recordemos, igualmente, que Mahler, animado sin duda por el entusiasmo del Bülow hacia su labor directorial, le rogó autorización para mostrarle algunas de sus partituras; la reacción de Bülow ante la interpretación que el propio Mahler efectuó al piano de su «Totenfeier» —un día llamado a ser primer movimiento de la nueva Sinfonía, entonces sólo poema sinfónico autónomo— resultó, como sabemos, algo más que negativa. Al término de la «sesión», el comentario de Bülow, tras un embarazoso silencio, fue éste: «Si lo que acabo de oír es música, debe ser que no entiendo nada sobre este arte: “Tristán” es una Sinfonía de Haydn al lado de esto». Desesperanzado, Mahler escribió, en octubre, a Richard Strauss: «Hace una semana, Bülow casi se murió mientras interpretaba mis obras para él. Usted nunca ha experimentado algo así, y no puede comprender que uno termine por perder la fe».
De otra parte, Mahler procuraba estar al corriente del devenir de la forma que, en esos días, parecía llamada a gozar del mayor afecto del público, el poema sinfónico. En enero de 1892 escribió a su hermano Otto pidiéndole detalles acerca del estreno en Viena del Don Juan straussiano. Acaso excitado por la reacción derivada de dicho concierto, se volcó nuevamente en la composición, aunque haciendo una pausa en la obra que ya se perfilaba como Sinfonía, para completar en apenas un mes cinco canciones sobre textos del Knaben Wunderhorn, a las que dio el título genérico de Humoresken.
A principios del 94, Mahler obtuvo uno de sus más señalados éxitos en la ciudad con La novia vendida, de Smetana: la preparación de esta pieza le permitió trabajar intensamente con la excelente soprano Bertha Laureter y con su marido, el compositor checo Forster. Éste sería, desde el principio de su amistad con Mahler, uno de los más fervientes defensores de su música; de hecho, Forster dio al artista la oportunidad de vivir «del revés» la anécdota acaecida con Bülow: enfrascado un día de conversación con Forster, terminó por tomar asiento ante el piano, tocando para su colega la reducción pianística del «Totenfeier». Al concluir la interpretación, el músico checo, incapaz de articular palabra y visiblemente afectado, se limitó a estrechar la mano de Mahler: conmovido el propio creador, narró a Forster cuán diferente efecto había causado esta música a Hans von Bülow. Precisamente en esos días, el respetado Bülow sufría un colapso en la terraza de su hotel en El Cairo a donde había acudido por motivos de salud, aconsejado por Richard Strauss a causa del clima favorable. El 11 de febrero Bülow falleció en la capital egipcia a consecuencia de un tumor cerebral.
El 26 de febrero se celebró en Hamburgo un concierto dedicado a su memoria; inicialmente se ofreció la dirección del mismo a Richard Strauss; pero éste declinó el honor, ya que no quería indisponerse con Cósima Wagner, que había sido la primera esposa del fallecido director de orquesta. Por ello, Mahler asumió la dirección, para interpretar una Sinfonía Heroica de Beethoven, que el crítico Sittard calificaría como «enteramente digna del desaparecido maestro».
El 29 de marzo de 1894, en la Michaeliskirche de Hamburgo, tuvieron lugar las honras fúnebres de Bülow: el coro de la iglesia interpretó fragmentos de La Pasión según San Mateo de Bach, del Requiem Alemán de Brahms, y varios corales: el último de estos, seguramente en la versión cantada de Karl Heinrich Graun, fue el «Auferstehn» («Resucitarás») del poeta Friedrich Kloppstock. A la salida del templo, Mahler, que había estado presente en la ceremonia, dirigió con la orquesta de la Ópera —al pasar el cortejo mortuorio ante el edificio— la «Marcha fúnebre» de El ocaso de los dioses de Wagner. La audición del coral de Klopstock iba a tener una trascendental repercusión en la Sinfonía que entonces ocupaba a Mahler, y cuyo final no conseguía diseñar, hecho que había comentado a Forster: éste había asistido igualmente al servicio funerario de la Michaeliskirche, y por la tarde acudió a visitar a Mahler; nada más ver a Forster, Mahler le dijo: «¡Ya lo tengo!», contestando el músico checo: «Lo sé, “Auferstehn”…». Por asombroso que pudiera parecer, los dos habían tenido la misma idea, que el himno de Kloppstock era el único final posible de la compleja partitura.
Mahler, posteriormente, resumiría dicha impresión en sus propias palabras: «Cuando Bülow murió, asistí a su servicio fúnebre. El estado de ánimo en que me encontraba, pensando en el difunto, correspondía exactamente al de la obra que me preocupaba sin descanso. En un momento dado, el coro entonó la oda de Kloppstock “Resurrección”. Yo me sentí iluminado. Todo se hizo claro para mí. Sólo me restaba transportar a la música esta experiencia».
Pocas obras de arte pueden presumir de tener un libro consagrado a ellas, en exclusiva: la Segunda mahleriana es una de esas obras, porque a la partitura y a las circunstancias de su composición dedicó Theodor Reik su obra literaria The Haunting Melody[40]. El profesor Rof Carballo glosó entre nosotros el interés periodístico-médico-musical de esta amena y apasionante composición de «psicoanálisis musical», como el propio autor subtitulaba a su obra.
Establece Reik un itinerario psicológico entre la creación de la Sinfonía y la relación de Mahler con Hans von Bülow. Éste, figura de características «paternas», escucha el primer movimiento de la pieza y queda asustado, rechazando «esa música»; es como si el «padre» hubiera negado al «hijo» la posibilidad de ser compositor —y ha de observarse que Reik, al redactar su libro, desconocía el incidente previo de Kassel, con la carta de Mahler a Bülow—. Mahler, en su subconsciente, habría podido decir: «Seré compositor a pesar de ti, y mi Sinfonía se completará y conocerá el éxito». Cuando Bülow muere, y Mahler se halla precisamente estancado en el Finale de su obra, el servicio fúnebre en la Michaeliskirche le «revela» el camino a seguir.
El «padre» ha muerto, el «hijo» asiste a su «celebración de la muerte» («Totenfeier) o “exequias”, y el subconsciente pronuncia la nueva enunciación: “Porque tú has muerto —o gracias a tu muerte—, yo acabaré mi obra y será una pieza maestra”. Tal es la sugestiva hipótesis de Reik.
El primer movimiento de la obra, «Allegro Moderato», se corresponde con el revisado poema sinfónico original cuyo título era «Totenfeier» («Ritos de la muerte»). Constantin Floros ha señalado la importancia que el «programa» tiene en esta Segunda Sinfonía. Aunque a partir de 1901, Mahler decide prescindir por completo de toda indicación literaria respecto al contenido de sus obras, no deja de ser cierto que las cuatro primeras Sinfonías, sobre todo la Segunda y la Tercera, han nacido a partir de un programa muy determinado. Floros cita una carta enviada por el compositor a su esposa, Alma Maria Schindler, en la cual expone las líneas maestras de cada movimiento. Concretamente dice Mahler del Allegro inicial: «Nos sentimos apenados por la muerte de una persona amada. Su vida, su lucha, sus sufrimientos e intenciones pasan, por última vez, delante de nuestros ojos. Y ahora, en estos solemnes y profundos momentos, cuando intentamos alejarnos de las distracciones de la vida cotidiana, una voz inquietante llega a nuestro corazón, una voz que no habíamos oído jamás en medio del ruido que normalmente nos circunda: ¿Qué ocurrirá ahora? ¿Qué es la vida? y ¿qué es la muerte? ¿Existe alguna continuación para nosotros? ¿Es todo esto un puro sueño, o esta vida y esta muerte tienen un significado? Y nos vemos forzados a contestar a esta pregunta si queremos seguir viviendo».
El movimiento es una gigantesca forma sonata, estructurada rítmicamente como una marcha. Sobre un trémolo en «fortissimo» de violines y violas, los violonchelos y contrabajos expanden un tema basado en cuartas descendentes de tremenda potencia y virilidad; una escala de corcheas descendentes nos lleva a un descomunal «fortissimo», apoyado por la percusión. Pocos arranques sinfónicos igualan en arrebato y capacidad de captación del oyente a esos compases iniciales de la partitura.
Tras esta sección se escucha el segundo tema, de carácter más lírico, dado en la tonalidad de Mi y confiado a las cuerdas, clarinete y trompas. Antes de iniciarse el desarrollo se produce una repetición de ambos temas, con una importante transición del primero al segundo a través del arpa. Tras estas dos melodías, el corno inglés enuncia en el número 8 de la partitura un motivo de carácter pastoril que posee entidad propia. El desarrollo tiene dos secciones, de tremenda fuerza dramática la primera, construida casi toda ella sobre el primer tema. La segunda, ampliamente gobernada por la percusión, se inicia en Mi bemol menor y parte de motivos fraccionados. En el número 20 de la partitura comienza la reexposición sobre ataques de la orquesta que, lentamente, apacigua su ímpetu inicial para confiar los temas a las cuerdas y a las trompas. Las arpas y los bajos inician la Coda en forma de marcha, a las que se unen poco después trompas, trombones y platillos, formando una equívoca sucesión de acordes mayores y menores que dejan indefinida la tonalidad por unos momentos. Una feroz escala descendente en corcheas de los instrumentos graves nos lleva irremisiblemente a un Do en «pizzicato» de las cuerdas que cierra el movimiento.
Segundo movimiento, Andante Moderato. En palabras de Mahler, debía «seguir una pausa de, al menos, cinco minutos. Después del primer tiempo, el segundo no resulta contrastado, sino inadecuado. Este movimiento interrumpe en forma indebida el curso implacable de los acontecimientos». El autor exageraba: este movimiento, aparte de ser una de las mejores páginas del autor, enlaza maravillosamente con el resto de la obra. Su función es similar a la del Adagio de la Novena beethoveniana y para Mahler es «un momento de la vida de la persona desaparecida y un recuerdo de su juventud y su perdida inocencia», con un planteamiento de estructura casi idéntica a la de Beethoven, una curiosa combinación de Rondó y Variaciones, fórmula casi permanente en los tiempos lentos de las obras de Mahler, cuya secuencia (A-B-A’-B-A’’) se abre con una sección rítmica en 3/8 para las cuerdas divisi. Una nota del arpa introduce la sección B, dominada por una cascada de violines y una bellísima frase confiada sucesivamente a flauta y clarinete. La sección final, tras un ataque de los timbales, parte de un «pizzicato» iniciado por los segundos violines, al que se unen los demás arcos. Piccolo, flauta y arpa puntean este diálogo. Punto a considerar: todo el movimiento está hecho en bonito, a lo descaradamente «mono». Y, sin embargo, el desprecio (el de Adorno en cabeza) hacia la pieza es exagerado: no es casual que el conjunto sea así, tras el tremendo Totenfeier y ante toda la morbosa ironía tímbrica del Scherzo que se avecina. No puede olvidarse cómo, en más de una ocasión, en medio del canturreo beatífico de esa melodía que habría podido envidiar Tchaikovsky, Mahler deja escaparse a los contrabajos en interrupciones alucinantes, descarnadas, ilógicas, las causas de la «inocencia perdida». Estamos ante eso que tan sensitivamente, con acierto, no sólo literario, sino psicofísico, ha llamado Federico Sopeña «misterio terrible y dulce». Más terrible y más dulce, más cálidamente desamparado parece este Andante en su final, que no quiere acceder a la tónica, que trata, en vano, solitariamente, de crear una suspensión en una Sinfonía donde no cabe la pacificación, si no es como catarsis tras la tragedia.
Dos estampidos atronadores del timbal abren el Scherzo sobre el tema de «San Antonio de Padua predicando a los peces», de las Canciones del muchacho de la Trompa Mágica, quizás uno de los más sutiles e irónicos Lieder del autor. El curso de la misma es interrumpido en tres ocasiones por llamadas conjuntas de una fanfarria de metales, respondidas por la orquesta en pleno: «El espíritu de la incredulidad de ha apoderado del hombre; contempla la confusión de las apariencias y pierde el candor de la infancia y el apoyo firme que sólo da el amor. Se desespera de sí mismo y de Dios». La primera fanfarria se produce en el número 37 de la partitura. La segunda intervención, número 39, nos lleva a un vals, número 40, tocado por la trompeta y acompañado de dos arpas. Tras reaparecer el tema de «San Antonio», el número 49 trae la tercera entrada de la fanfarria, esta vez dada por metal y percusión en pleno, que directamente conduce a una colosal explosión del ‘tutti’ orquestal, anticipo del «Juicio Final» del último movimiento. «El mundo y la vida se convierten en un barullo fantasmal. La repugnancia por todo lo existente y naciente se apodera de él con puño de hierro y le lleva a un grito de desesperación». Un glissando de las dos arpas retrotrae la acción al tema principal, que extingue la pieza en una atmósfera inquietante.
El cuarto movimiento, «Urlicht» («Luz prístina»), es una trascripción textual del Lied del mismo título de las Canciones del Muchacho de la Trompa Mágica, para voz de contralto y acompañamiento de cuerdas, arpa y madera, con levísimas prestaciones del viento-metal: «La luz conmovedora de la fe inocente resuena en nuestros oídos: ¡Yo pertenezco a Dios!». Es una canción transparente, etéreamente instrumentada y que contrasta singularmente con los tiempos que la flanquean.
Antes de adentrarnos en el quinto movimiento, conviene hacer una recapitulación del material instrumental que Mahler precisa para el mismo. Es éste: cuatro flautas (dos piccolos), cuatro oboes (dos cornos ingleses), tres clarinetes en Si, dos clarinetes en Mi bemol, un clarinete bajo, tres fagotes, un contrafagot, seis trompas y seis trompetas en Fa, cuatro trombones y tuba, platillos, bombo, gong, tres timbales, campanólogo, redoble, platos suspendidos, campanas tubulares, órgano, dos arpas y las cuerdas habituales; aparte de esto, «en la distancia», Mahler prescribe otra orquesta con cuatro trompas en Fa, cuatro trompetas en la misma tonalidad, triángulo, platillos, bombo y tres timbales.
«Nos enfrentamos una vez más a todas las preguntas trascendentales y a la conclusión del final del primer movimiento», escribe Mahler. El movimiento se inicia con un arranque de los contrabajos, tras el cual se produce una explosión, idéntica a la sobrevenida en las postrimerías del tercer movimiento («se oye la voz que grita: “se acerca en fin de todo lo viviente. El Juicio Final se anuncia y el terrible horror del día de los días llega”»), dominada por rugidos de los metales, feroces ataques de los timbales y arpegios ascendentes y descendentes del arpa y las cuerdas. Lentamente, la tormenta se apacigua, pero enseguida «retumban los truenos, el final de todas las cosas vivas se avecina, el juicio final está sobre nosotros y todo el terror de ese Día entre los días nos atenaza; la tierra tiembla, las tumbas se abren, los muertos se levantan y avanzan en procesión interminable. Los grandes y los pobres de la Tierra, los ricos y los mendigos, los sabios y los ignorantes, todos van juntos, gritando piedad y emitiendo gemidos de tristeza que conmueven nuestros oídos. Las voces implorantes aumentan más y más de modo terrible y nuestros sentidos son conscientes de que el Espíritu Eterno se aproxima», todo esto en palabras del propio Mahler. Las seis trompas dejan oír un tema al unísono relacionado con la idea de la resurrección. Son contestadas por los glissandi del arpa. Una trompa, a solo, expone un meditativo tema y el oboe lo contesta con una lírica cantilena. Intervienen en escala descendente los instrumentos de madera sobre un fondo en pianissimo del timbal. Se hace un silencio. El viento-madera expone en blancas las cuatro primeras notas del Dies Irae medieval; tras él, los violines introducen el tema del Auferstehn (Resucitarás) de los coros. El trombón se superpone a la cuerda. Intervenciones en diálogo de trompa, oboe y corno inglés; más tarde, el primer fagot inicia una peroración en la que es sucedido por el clarinete y la flauta. Los segundos violines, acompañados por los bajos trazan un trémolo sobre el cual flauta y corno inglés entonan el tema del O glaube (Ten confianza) que cantará la contralto. Una frase de la flauta en su región más aguda conduce a un «forte» presidido por las trompas. Nuevos trémolos de las cuerdas y nuevo silencio. De modo solemne, contrafagot, trombones y tubas entonan en coral el motivo del Dies Irae, aumentando progresivamente su intensidad. Violas y violonchelos responden en «pizzicato»; los violines, sobre un levísimo chasquido de un platillo sobre otro, mantienen una nota de pedal. Por fin, el coral de los metales desemboca en un monumental «crescendo» con un bellísimo y desesperado ataque de los violines. A éstos se añaden diseños ascendentes de la flauta y escalas del arpa, sobre llamadas poderosas de trompas y trompetas. Poco después el arpa evoca seis notas graves y tras ellas, sobre fondo del gong, la percusión en pleno abre paso a un nuevo tema de trompetas y trombones. Las cuerdas inician una marcha en «staccato», a la que se unen el resto de los instrumentos.
El tema del Dies Irae reaparece en los instrumentos de madera y una terrible convulsión, en el número 20, lanza todas las familias de instrumentos a una huida desesperada. Se inicia aquí la sección denominada por Mahler «La Gran Llamada»: «Las trompetas del Apocalipsis resuenan; en el inquieto silencio acertamos a oír el lejano canto de un ruiseñor (solo de la flauta en medio de las intervenciones de la orquesta en la distancia), último eco de la vida terrena. Un coro de santos y bienaventurados se escucha quedamente: “resucitarás, sí, resucitarás”; ¡aparece la Gloria de Dios! una luz maravillosa llena nuestros corazones, todo está ya bendito. Y, atención, no hay Juicio, no hay pecadores, no hay justos, no hay grandes ni humildes, no hay castigos ni recompensas. Un glorioso sentido del amor nos penetra con el conocimiento de sabernos salvados». Las palabras del propio Mahler son más informativas que cualquier otra manifestación sobre el contenido del magnífico Finale de la Sinfonía. Sí hay un dato formal que resulta revelador: la Resurrección, como realidad, como hecho (pero hecho de futuro, nunca inmediato) a través de una muerte ante la que el hombre se rebela, no se produce en un clima de aullidos, de griterío, sino casi en silencio. La entrada del coro, en un ‘pianissimo’ casi inaudible (al que Mahler volverá al iniciar la ascensión final del «Chorus Mysticus» en la Octava Sinfonía), no sólo es un hallazgo tímbrico de primera categoría, sino una manifestación de intuición religiosa que se está dando literalmente de bofetadas con todas las Misas de Difuntos del siglo XIX. Es muy importante esta trascendentalización vivificante del «después» de la muerte dentro del ciclo de Mahler; porque ese recorrido «a posteriori» de la extinción terrena, volverá a darse, pero con un matiz: el elemento diferenciador entre las dos vidas (la de aquí y la de allá). La muerte como separación, está aún muy lejos del ánimo de Mahler en la presente obra. El esquema, de otra parte, es simplísimo: doble presentación (con intermedios instrumentales) del coral Auferstehn (Resucitarás) por el coro y la soprano, el hermosísimo solo de la contralto O glaube (Ten confianza), repetida la melodía por la soprano, la magistral modulación del coro a Mi bemol mayor y, por fin, la ascensión en «crescendo» dinámico, grandioso (pero no grandilocuente), iniciada por los solistas, secundada por el coro y culminada por la orquesta, añadidos repiques de campana y trepidantes pedales del órgano, siempre en un Mi bemol mayor perfecto, luminoso por la sobriedad de la armonía en contraste con el aparato orquestal.
Mahler añadió al texto de Kloppstock un verso propio, altamente representativo de su filosofía: «Yo moriré para vivir», una idea que no dejaba de ser concomitante con aquella otra conocida frase del compositor: «Mi tiempo aún está por llegar».
11. TERCERA SINFONÍA: NIETZSCHE Y PAN
Con contralto solista, coro femenino y coro infantil
- I. Kräftig, Entschieden (Fuerte, decidido).
- II. Tempo di Menuetto. Sehr mässig. Nicht eilen (Muy mesurado. Sin acelerar.)
- III. Comodo. Scherzando. Ohne Hast (Sin prisa).
- IV. Sehr langsam (Muy lento). Misterioso. Durchaus ppp (Siempre ppp).
- V. Lustig im tempo und keck im Ausdruck (Alegre en el Tempo y con expresión impertinente).
- VI. Langsam. Ruhevoll. Empfunden (Lento. Tranquilo. Hondamente sentido).
Composición: 1895-96.
Primera interpretación del segundo movimiento: Berlín, 9 de noviembre de 1896, con dirección de Nikisch.
Primera interpretación de los movimientos segundo, tercero y sexto: Berlín, 9 de marzo de 1897, con dirección de Weingartner.
Estreno de la obra completa: Krefeld, 9 de junio de 1902, con Luise Geller-Wolter y dirección de Mahler.
Primeras ediciones: Weinberger, julio de 1902; Universal Edition, enero de 1906.
Textos cantados: Cuarto movimiento
(Así habló Zarathustra, Friedrich Nietzsche)
O Mensch! Gib Acht! | ¡Hombre, presta atención! |
Was spricht die tierfe mitternacht? | ¿Qué dice esta medianoche profunda? |
Ich schlief, ich schlief! | ¡Estaba dormido, dormido! |
Aus tiefem Traum bin ich erwacht: | Y desperté de un profundo sueño; |
Die Welt ist tief, | El mundo es profundo, |
Und tiefer als der Tag gedacht. | más profundo de lo que creía el día. |
O Mensch! Tief ist ihr Weh, | ¡Hombre! ¡Profundo es el dolor! |
Lust tiefer noch als Herzleid! | Pero el placer es más intenso que el sufrimiento. |
Weh spricht: Vergeh! | Dice el dolor: ¡Dame paso! |
Doch alle Lust will Ewigkeit! | ¡Pero todo placer anhela eternidad! |
Will tiefe, tiefe Ewigkeit! | Anhela profunda, profunda eternidad. |
Quinto movimiento
(Es sungen drei Engel, de El Muchacho de la Trompa Mágica)
Bimm, bamm! | ¡Bim, Bam! |
Es sungen drei Engel einen süssen Gesang, | Tres ángeles cantaban una dulce canción |
Mit Freuden es selig in dem Himmel klang, | que resonaba alegre en el cielo. |
Sie jauchzen fröhlich auch dabei, | Se escucharon tantos gritos de júbilo |
Dass Petrus sei von Sünden frei! | que San Pedro quedó libre de sus pecados. |
Und als der Herr Jesus zu Tische sass, | Cuando el Señor Jesús se sentó a la |
Mit seinen zwölf Jüngern das Abendmahl ass, | mesa para cenar con los doce |
Da sprach der Herr Jesus: «Was stehst | discípulos, me dijo entonces el Señor |
du denn hier? | Jesús: «¿Qué haces tú aquí? |
Wenn ich dich anseh’, so weinest du | Cuando te miro, rompes a |
mir!». | llorar». |
«Und sollt ich nicht weinen, du gütiger | «¿Cómo podría no llorar, Dios de |
Gott, | bondad? |
Ich hab übertreten die zehn Gebot. | Quebranté los Diez Mandamientos, |
Ich gehe und weine ja bitterlich». | vago errante, llorando amargamente». |
«Du sollst ja nicht weinen». | «¡Ven y apiádate de mí!» |
«Ach komm und erbarme dich über mich!» | «No debes llorar». |
«Has du denn übertreten die zehn | «¿Así que quebrantaste los Diez |
Gebot, | Mandamientos? |
So fall auf die Knie und bete zu Gott. | Entonces arrodíllate y reza a Dios: |
Liebe nur Gott in alle Zeit! | Amarás a Dios toda tu vida |
So wirst du erlangen die himmlische Freud». | y así alcanzarás la dicha celestial». |
Die himmlische Freud, die Selige Stadt; | La dicha celestial es una ciudad feliz; |
Die himmlische Freud, die kein Ende mehr hat. | la dicha celestial no tiene límites. |
Die himmlische Freude war Petro bereit' | La alegría celestial nos la entregó Jesús |
Durch Jesum und allen zur Seligkeit | a San Pedro y a todos para nuestro regocijo. |
El día 13 de diciembre de 1895, con dirección del propio compositor, se había ofrecido en Berlín la primera audición completa de la Segunda Sinfonía de Mahler: Josephine van Artner y Hedwig Felden habían sido las solistas vocales, y el autor había tenido a su disposición a la Filarmónica de Berlín, la misma orquesta que un día tutelara, en sus pasos iniciales, Hans von Bülow, el artista que —por tan diversas y variadas razones— se hallaba especialmente ligado al nacimiento y gestación de esta amplia partitura. Mahler había necesitado casi siete años para ultimar sus pentagramas, pero el estreno de la versión íntegra se había producido con relativa rapidez desde el momento de la conclusión de la pieza (el mismo Mahler había ofrecido, en marzo de ese 1895, una interpretación fragmentaria con los tres primeros movimientos de la composición).
No tuvo la misma fortuna, en el campo del estreno, la siguiente creación del músico, que se ganaba la vida no a través de la redacción de obras originales, sino al frente de la Ópera de Hamburgo como primer director musical de la institución: hasta el 9 de junio de 1902 no se escucharía en Krefeld la Tercera Sinfonía, que quedó terminada, sin embargo, en el verano de 1896. Tampoco resultaría muy halagüeño el marco de dicha primera audición del año 1902, toda vez que Krefeld, aunque sede aquel verano del festival de la «Allgemeine Deutsche Musikverein», no era una «plaza» de primera categoría, ni contaba con una sala de conciertos adecuado, máxime teniendo en cuenta las requisitorias mahlerianas en cuanto a los dispositivos precisos. De hecho, la Sinfonía en Re menor iba a ser una de las páginas del conjunto de su autor que más tardaría en acceder a la popularidad entre los públicos. La pieza no llegaría a los auditorios americanos hasta 1922 —veinte años después del estreno—, cuando Mengelberg la dirigiera a la Filarmónica de Nueva York; en el Reino Unido sólo se escucharía en 1947, cuando Boult la presentó en Londres con un solista tan admirable como Kathleen Ferrier, en concierto de la Sinfónica de la BBC.
Hoy el colosalismo de Mahler —cien minutos de música, compuestos para formación orquestal ampliada, contralto, coro femenino y escolanía— no asusta a los públicos, ni tampoco a orquestas y directores. Y esta misma Tercera es una de las páginas más repetidas, en el concierto y en el disco, algo totalmente impensable, no sólo al principio de la centuria —cuando Mahler regía los destinos de la Ópera de Viena—, sino también en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El que una página como la Tercera Sinfonía sea hoy obra de repertorio asombraría a los coetáneos de nuestros padres y abuelos… exceptuado, naturalmente, el propio Mahler, que siempre confió en sus obras y profetizó su futura reivindicación (recordemos su frase: «Meine Zeit wird noch kommen», «Mi tiempo está aún por llegar»).
Es significativo que la Tercera sea, junto a la Octava, la única Sinfonía del ciclo no sometida por su autor a revisión —las Sinfonías Novena y Décima, por obvias razones cronológicas, no pudieron ser revisadas por su autor, que tampoco llegó a completar esta segunda obra citada—. Mientras que la Quinta Sinfonía fue objeto de revisión cuatro veces y la Primera lo fue de tres, la Tercera, tras su arduo proceso compositivo, recibió una plena aceptación de su creador, que en los siguientes quince años no alteró una sola nota de la partitura.
La Sinfonía fue redactada por Mahler entre 1895 y 1896, al final de su etapa como Director de la Ópera de Hamburgo. El compositor elaboró la pieza durante los veranos, en su refugio de estío, una casa que había adquirido en la localidad de Steinbach-am-Attersee, junto a Salzburgo. Al culminar la obra, el músico tenía treinta y seis años de edad. Raras veces podemos seguir paso a paso, casi día a día, la creación de una página famosa; con la Tercera mahleriana sí es posible tal experiencia, ya que ha llegado hasta nuestros días el diario de una privilegiada testigo que, durante los veranos de 1895 y 1896, permaneció al lado de Mahler y de su hermana Justine en la residencia veraniega de Steinbach.
En 1923 se publicaba en Viena un libro singular, prologado por el primer biógrafo de Mahler, Paul Stefan. El volumen, editado por Tal Verlag, se titulaba Erinnerungen an Gustav Mahler (Recuerdos de Gustav Mahler), y su autora era una intérprete de viola, solista en tiempos del famoso cuarteto femenino Soldat-Roger, Natalie Bauer-Lechner. Nacida en 1858, dos años antes que Mahler, Natalie había sido compañera de estudios del músico en el Conservatorio de Viena, en la década de los setenta. En los años ochenta apenas se vieron, aunque entre Natalie y Mahler subsistió una buena amistad epistolar. Pero en 1890, al naufragar su matrimonio, Natalie escribió a Mahler, aceptando una invitación que el artista le había hecho en el sentido de visitarle en Budapest, en donde dirigía, desde septiembre de 1888, la Ópera Real. Desde ese viaje, la vieja relación de fraternidad entre Bauer-Lechner y Mahler renació, pudiendo decirse sin temor a error que Natalie fue, en la crucial década de los noventa, una de las personas más íntimamente cercanas al compositor, sujeto de muchas de sus confidencias. No olvidemos que entre 1890 y 1900 Mahler pasó de la Opera de Budapest a la de Hamburgo —en 1891—, y de esta a la de Viena —en 1897—, que en esa «década prodigiosa» conoció a Hans von Bülow, a Nikisch y al jovencísimo Bruno Walter, y que durante ese período compuso las Sinfonías Segunda, Tercera y Cuarta, así como la mayor parte de los Lieder aus des Knaben Wunderhorn.
Durante todos estos años, en los que compartió con Mahler y su hermana Justine las vacaciones de verano en varias ocasiones, Natalie llevó un diario en el que, movida por su ilimitada admiración hacia el músico, fue anotando palabras, incidentes y obras referidos al personaje. El manuscrito de Natalie, titulado Mahleriana, fue la base del libro de 1923, editado dos años después de la muerte de su autora; el texto original se halla, en la actualidad, en poder de Henry-Louis de La Grange. Natalie sobrevivió a Mahler diez años, pero sus recuerdos del músico se cortan abruptamente cuando este contrae matrimonio con Alma Maria Schindler.
Alma ni siquiera aparece en el texto de Natalie —aunque, según ha revelado la Grange, las últimas líneas del original, no publicado completo en 1923, hacen una discreta referencia a la boda del artista—, que en su relación con el autor de La canción de la tierra siempre mantuvo una encomiable reserva de juicios de valor. Alma, en cambio, trató a Natalie con franca descortesía y hasta desprecio en sus escritos; en su Tagebuch (Diario) se refiere a ella cambiando el orden de sus apellidos, con las palabras «esa mujer Lechner-Bauer», y en Gustav Mahler: recuerdos y cartas relata con crudeza y hasta mal gusto cómo Natalie estaba secretamente enamorada del compositor e interrogaba a Justine Mahler acerca de los sentimientos de su hermano.
En el verano de 1895, Natalie llegó a Steinbach-am-Allersee «justamente cuando Mahler comenzaba a trabajar en su Tercera Sinfonía». El día de su llegada, el músico, refiriéndose al trabajo recién iniciado, le hizo un comentario que alcanzaría especial notoriedad: «Para mí, la palabra “sinfonía” significa construir un mundo con todos los medios técnicos a mi alcance». De hecho, en sus dos Sinfonías «homologadas» —parecen haber existido, como sabemos, trabajos sinfónicos previos, desgraciadamente perdidos— Mahler había construido ya mundos singulares. La Primera Sinfonía en Re mayor, subtitulada «Titán», según la novela de Jean Paul Richter, proponía un romántico conjugado panteísta de naturaleza y sentimientos. La Segunda, «Resurrección», intentaba una primera investigación, en la obra del músico, acerca del tránsito al más allá. Al abordar su Tercera Sinfonía, Mahler pretendía realizar un imponente recorrido cosmologista que iría de la inanimación a la divinidad. «(…) utilicé la palabra y la voz humana en la Segunda Sinfonía justamente en el momento en que los necesitaba para hacerme entender», explicó Mahler a Natalie en ese verano de 1895, «¡qué lástima no haber obrado así cuando escribí la Primera! Pero en la Tercera no tendré ya dudas al respecto. Voy a basar las canciones de los dos movimientos más cortos en textos del Knaben Wunderhorn y en un glorioso poema de Nietzsche». En efecto, tomaría Mahler de la famosa colección de cantos populares e infantiles de Arnim y Brentano la tonada «Tres ángeles cantaban», y del Así hablaba Zarathustra nietzschiano el poema que cierra «La otra canción de la danza», en el último capítulo de la tercera parte, que se inicia con las palabras, «¡Oh, hombre, presta atención!».
Al igual que en el caso de la Segunda, Mahler concibió una introducción programática a la obra, que dio a conocer a varias personas durante el curso de la composición, cambiando los títulos o el contenido literario de los movimientos en cada comunicación. Constantin Floros se remite al índice narrativo que Mahler cursara al físico doctor Berliner, uno de sus amigos vieneses. Pero Mahler también trazó un esbozo (distinto) para Richard Strauss. Con todo, el más detallado y expresivo es el recogido por Bauer-Lechner.
«El preludio de la obra será la seducción del verano, y a renglón seguido necesito a una banda de regimiento para transmitir el efecto, rudo y brutal, de la llegada de mi marcial camarada. Será como oír a la banda militar de un desfile. ¡Un inmenso gentío circulando en masa, nunca se ha visto algo igual! Naturalmente, el verano no llega sin una lucha con su oponente, el invierno; pero éste es fácilmente derrotado, y, con toda su fuerza y poderío, pronto domina la situación el vencedor, el verano. Este movimiento, tratado como una introducción, tiene un corte humorístico, incluso grotesco».
Natalie apunta igualmente el esquema completo, con títulos, que Mahler ha planeado para los movimientos de la nueva composición. Son estos:
- Avanza el verano.
- Lo que me dicen las flores en el prado.
- Lo que me dicen los animales en el bosque.
- Lo que me dice la noche (el hombre).
- Lo que me dicen las campanas de la mañana (los ángeles).
- Lo que me dice el amor.
- Lo que me dice el niño.
«A todo este conjunto lo llamaré “Mi alegre sabiduría”, ¡porque es eso justamente!», anotaba finalmente el compositor.
Básicamente, este esquema, títulos incluidos —con un cambio en el primero—, se corresponde con el de la obra terminada, tal como la conocemos. Sólo se da una alteración sustancial: el último movimiento citado, el séptimo, fue posteriormente eliminado del contexto, en la redacción final de Mahler, y pasó a formar parte de la obra siguiente, la Cuarta Sinfonía en Sol mayor, como Finale de la misma. La decisión de Mahler de concluir la presente obra con el movimiento, puramente orquestal, «Lo que me dice el amor», probó ser acertada, pues «Lo que me dice el niño» —un Lied basado en el canto «La vida celestial», proveniente de las Canciones del Muchacho de la Trompa Mágica— suponía una innecesaria repetición ambiental del cuarto tiempo «Lo que me dicen las campanas de la mañana», tomado de la misma fuente y con expresiones paralelas. En cualquier caso, el origen común de todo este material musical resulta innegable en el momento de la audición, ya que, tanto en el segundo como en el cuarto movimiento de la versión final, podemos escuchar frases melódicas de la secuencia descartada. De otra parte, el título global «Mi alegre sabiduría» —sustituido en la versión definitiva por el de «Sueño de una mañana de verano», posteriormente eliminado al imprimirse la obra— tiene su origen en el libro de Friedrich Nietzsche Die Fröhliche Wissenschaft, usualmente traducido como La gaya ciencia, por lo que podríamos traducir el emblema mahleriano como «Mi gaya ciencia».
Natalie cuenta que Mahler empezó la obra, en el verano de 1895, por el movimiento Lo que me dicen las flores en el prado, siguiendo con los números inmediatos y dejando para el final el primer movimiento. Este tiempo fue bosquejado durante el invierno y la primavera en Hamburgo, y cuando llegó a Steinbach para componer la obra, en junio de 1896, advirtió con horror que había olvidado sus partituras en la ciudad. Natalie relata cómo, a través de terceros, consiguió que le llevaran los bocetos desde Hamburgo y cómo, durante los días que mediaron hasta la llegada del borrador, compuso una introducción al primer movimiento, página que habría de tener enorme trascendencia temática sobre toda la obra: «Apenas se puede decir que es música», comentó a Natalie, «son sonidos de la naturaleza. Es algo misterioso, se trata de la forma en que la vida va abriéndose camino gradualmente, saliendo de lo noanimado, de la materia petrificada. En algún momento he pensado llamar a este movimiento “Lo que me dicen las montañas”. Y, a medida que la vida sube de estrato a estrato, toma formas cada vez más desarrolladas: flores, bestias, hombres, hasta la esfera de los espíritus, de los ángeles».
Al organizar todos sus pentagramas —el manuscrito traído desde Hamburgo y la introducción redactada en Steinbach—, Mahler optó por sustituir el título «Avanza el verano», del primer movimiento, por el de «La procesión de Pan»; posteriormente volvió a cambiar de idea, retornando en parte al primitivo título; la introducción recibiría el nombre de «El despertar de Pan», mientras que la inmediata marcha sería «Avanza el verano». Sobre el movimiento completo, confesó a Natalie: «¡Me pregunto cómo resultará todo esto, es la cosa más enloquecida que yo haya escrito!».
La instrumentación de los pentagramas fue sencilla, ya que siguiendo el músico su práctica habitual de abocetar las obras en cuatro o cinco líneas básicas, las grandes ideas orquestales figuraban ya en la primera redacción: «(Mahler) me confió» —explica Natalie—, «su temor por haberse atrevido a incluir en la Sinfonía un instrumento infrecuente, el Flügelhorn, al que confiere dos grandes solos. Este instrumento le agradaba particularmente y se había aficionado a él escuchándolo de pequeño en las bandas militares». La traducción más aproximada de Flügelhorn sería bugle, aunque también se ha dicho que Mahler parecía querer referirse a la variante de la tuba tenor denominada en nomenclatura alemana como Althorn. En cualquier caso, en la segunda edición de la partitura, el autor sustituyó el término por el de Posthorn en Si bemol, cuyo equivalente más cercano sería nuestro fliscorno o fiscorno.
Al completar la partitura, advirtiendo la formidable duración del primer movimiento —por encima de la media hora—, Mahler acordó dividir la obra en dos partes; la primera estaría ocupada enteramente por el enorme primer movimiento, mientras que la segunda comprendería los cinco tiempos restantes. Todavía consideró Mahler la posibilidad de dar a toda la composición el nombre global de «Pan, poema sinfónico» —influido por el éxito de los poemas de Richard Strauss, como la edición de la correspondencia entre ambos creadores ha reflejado—, pero abandonó esta idea a la hora de imprimir la partitura.
Hace algunos años, Federico Sopeña intuyó una relación total de toda la Tercera Sinfonía —no sólo el cuarto movimiento— con la filosofía del autor de Más allá del bien y del mal. Hablaba Sopeña de una «Nietzsche-Symphonie»[41], idea que suscribo por entero. No olvidemos el primitivo título ideado por Mahler para la obra, «Mi gaya ciencia». Recordemos otro título barajado: «Sueño de una mañana de verano». No es circunloquio seguir el itinerario de filósofo y músico.
Entre 1881 y 1886, Nietzsche concibió la idea del Zarathustra, a partir de la frase expuesta en La Gaya ciencia «Dios ha muerto», que ya le era familiar y que había esbozado en un apunte a su primer escrito, El origen de la tragedia, de 1870: «Creo en las palabras de los primitivos germanos: todos los dioses tienen que morir». Ya antes, Hegel había dicho al final del tratado Fe y saber, de 1802: «El sentimiento sobre el que reposa la religión de la nueva época es el de que Dios mismo ha muerto». E incluso el mismísimo Blaise Pascal, había enunciado en el siglo XVII una frase tomada de Plutarco, «Le gran Pan est mort» (Pensées, 695), que entra también en el mismo ámbito. Existe entre las cuatro frases una conexión esencial, escondida en la esencia de toda metafísica: si Dios ha muerto, ¿qué queda, entonces? ¿Dónde quedan las imposiciones morales? ¿Cuál debe ser la actitud ante el binomio vida/muerte?
Cuando Mahler leyó las palabras de Nietzsche, se sumergió en una serie de lecturas y pensamientos del filósofo que le llevaron no al nihilismo, sino a una conclusión panteísta, casi budista, del Ser Supremo. Dios sería Pan, la deidad griega de la Naturaleza al que los griegos atribuían el origen del «Todo», inmanente y no trascendente, y Nietzsche le ayudaría a encontrarlo. El filósofo había hablado en Aurora de la «filosofía de la mañana», proponiendo una filosofía alegre, que, «a través del frescor de la mañana, presiente al sol que amanece». Es la teoría de la vida concebida como experimento, basada en la plena libertad del individuo, liberado de ataduras sobrenaturales y morales. Como Fink expresa, «la nave del hombre se orienta hacia mares nuevos, se aparta de todas las costas firmes y se lanza a lo infinito, que ahora no está situado ya encima del hombre como Dios, como ley moral, como cosa en sí. Ahora lo infinito se descubre dentro del hombre mismo. El hombre es el ser que se trasciende a sí mismo». Así la ciencia de este «espíritu libre» es cada vez más alegre, más «gaya». Como la vida, la ciencia es un experimento consciente y un medio de liberación: por primera vez el hombre se alza ante el mundo seguro de sí, consciente de sus grandes posibilidades.
El paralelo con el Mahler sinfonista es claro: el músico Mahler, dominador ya de todos los recursos técnicos, aquellos que le permitirán «construir un mundo» a través de la sinfonía, se enfrenta a la vida y al cosmos, y los aprehende en un proceso intelectual personal, un proceso alegre, de «gaya ciencia». Pero ese recorrido parte, como el de «Zarathustra», de lo «ultramundano», de lo inanimado y la «no-vida». Y aquí es forzosa la referencia al gran tratado-poema de Nietzsche, y no sólo por la presencia de la nocturnal «Otra canción de la danza» en el cuarto movimiento, sino para comprender el arranque mismo de la sinfonía.
En el Prólogo de Also sprach Zarathustra se nos describe al superhombre, protagonista de la odisea. Por vez primera se nos habla allí del «sentido de la tierra». El «espíritu libre», trascendido hacia sí mismo, invadido de consciencia, se vuelve hacia la tierra. En las palabras exegéticas de Eugen Fink, «la cumbre suprema de la libertad humana se vuelve hacia lo Gran Madre, hacia la tierra de anchos senos; en ello tiene el límite, el contrapeso que equilibra todas los proyecciones hacia afuera. (…) Donde se hallaba antes Dios para el hombre prisionero de su autoalienación se encuentra ahora la tierra»[42]. Con su verbo agresivo y provocador afirma Nietzsche: «En otro tiempo el crimen contra Dios era el crimen más grande. Pero Dios ha muerto y con él han fenecido tales delitos. Ahora lo más terrible es pecar contra la tierra y tener en mayor estima las entrañas de lo inexpresable que el sentido de la tierra».
La sorprendente paradoja del monumental trip (viaje) mahleriano, es que tras despegar de Nietzsche y volver a Nietzsche (cuarto movimiento, «Canción de la noche»: «Profundo es el dolor del mundo, pero el placer es aún más profundo que el sufrimiento y todo placer anhela eternidad, profunda eternidad»), sin solución de continuidad —atacca en la partitura— se pasa a Cristo, San Pedro y los ángeles-niños (¿«gaya ciencia»?) para culminar el viaje en el magno Adagio de «Lo que me dice el amor». Y aquí Mahler no puede ser más explícito: «este movimiento tiene un carácter religioso, porque su tema es el amor y Dios sólo puede ser entendido como amor». Mahler, el judío, aún no bautizado, el nietzscheano y schopenhaueriano, ha terminado resucitando a Dios partiendo de Zarathustra. El atormentado Mahler estaba experimentando la evolución vaticinada por el propio Nietzsche cuando escribió: «el temor del dolor, aun del dolor infinitamente pequeño, no puede acabar de otro modo más que en una religión del amor». Oír para creer.
El tema base de la Tercera Sinfonía de Mahler es, en general, el Universo, entendido como una ruta a recorrer. Esta temática metafísica tiene un sabor a Odisea, a elevación cosmológica. La ruta de Mahler en la Tercera Sinfonía es casi teilhardiana: de una pre-vida inanimada, salpicada de abrupta mitología panteísta, se pasa por una genética (plácida primero, conflictiva después) biosfera, hasta acceder, previas escalas en Arnim-Brentano y Nietzsche, a una Noosfera reflexiva e introspectiva, resuelta mediante un Adagio declaradamente religioso. Algo de lo que, en referencia a la Octava Sinfonía, podríamos llamar «sentido ascensional», tiene en esta obra (y en parte de la Segunda) su primera exposición.
Pero hay algo fundamental: todo lo anterior, tan alambicado, tan hondo, tan enorme en suma, está dicho y expresado de forma infantil. Y aquí radica el gran milagro de Mahler: que toda esta odisea, este proceso progresivo esté narrado con voz de niño, a veces susurrando, a veces sonriendo, otras a gritos, como si una y otra vez regresara al universo infantil para representar la alegría absoluta arraigada en la inocencia. Las explosiones (tremebundas) del movimiento inicial son como rabietas monumentales; la marcha de este mismo tiempo es casi música para un desfile o parada militar de soldados de plomo. Naturalmente, al llegar al centro, a Nietzsche sobre todo, la Sinfonía se hace más adulta, más severa; pero el mismo Adagio final, con toda su carga de meditación sublimada, tiene mucho de complacencia juvenil, de serena, cariñosa y sentida nostalgia adolescente. Es como si Mahler hubiese traspasado la línea de la Novena de Beethoven, tan influyente y determinante en su Segunda. Aquí también la palabra aparece por dos veces, que Mahler quería sucesivas, para ir más allá; pero después de trascenderlo todo, el «Bim-bam» infantil, palabra incluida, desborda el esquema. La obra no tiene un final-más-que-cósmico (la Octava queda para ello), sino que deja al proceso en un estado etéreo, utilizando las Canciones del Muchacho de la Trompa Mágica para equilibrar a Nietzsche. Y, tras esto, el Langsam como (¡asombrosa pirueta última!) la música que acude en auxilio de la palabra, para expresar el más allá del más allá. Todo como un juego, grande, enorme, un sueño no de una noche, sino de una mañana de verano. El sueño de un Kind (niño) que va camino de los cuarenta años.
Dadas las dimensiones de la obra, será útil ofrecer una guía telegráfica de su estructura. El texto precedente abunda en detalles concretos sobre las secciones.
- * Primer movimiento. Fuerte, decidido. Iniciado en Re menor, concluido en Fa mayor. Predominio del 4/4.
- • Introducción con cuatro temas o secciones: A- llamada inicial de las ocho trompas. B- (derivado de A) motivo de las trompetas. C- presagio de la marcha, oboe, violines. D- (derivado de C) recitativo del trombón.
- • Exposición, marcha del verano (derivado de C), en Fa mayor/Re mayor, con dos secciones, lo primera en «piano», la segunda en «forte». Conclusión sobre las secciones A y B.
- • Desarrollo, también con forma de marcha, con referencias a D (trombones, «sentimental»), C (marcha fragmentada en Si bemol menor) y A (variación).
- • Recapitulación, con cita de la introducción completa (las cuatro secciones) en Re menor y de la exposición (marcha con las dos secciones en «piano» y «forte») en Fa mayor.
- • Coda, muy breve, trece compases, en Fa mayor.
- * Segundo movimiento. Muy moderado. En La mayor y 3/4. Esquema de Lied con variaciones: A, dividido en dos temas relacionados entre sí - B, más rápido, en Fa sostenido menor - A’ - B’ - A».
- * Tercer movimiento. Cómodo, Scherzando. Do menor, en 2/4. También sigue el esquema del Lied con variaciones: A, subdividido en tres temas - A’ - B, con solo del “Posthorn”, en Fa mayor y 6/8 - A» - B’ - Coda.
- * Cuarto movimiento. Muy lento, misterioso. Re mayor/menor, en 2/4. Lied tomado del Zarathustra de Nietzsche, parte III, para contralto.
- * Quinto movimiento. Alegre. Fa mayor, 4/4. Lied extraído del Knaben Wunderhorn, para contralto, coro de mujeres y escolanía. Esquema: A - B - A.
- * Sexto movimiento. Lento, apacible. Re mayor, 4/4. Esquema temático: A-B-A’- B’- A» - Coda. (Coral sobre A). B’ y A» comportan citas de la sección A del primer tiempo.
Sobre este último movimiento: se ha reprochado a Mahler, en ocasiones, la culminación de este tiempo, en «fortissimo», al parecer «rompiendo» ese carácter religioso de la pieza. ¿Y bien? ¿No cierra Messiaen —no menos religioso, ¡sino mucho más!— su gran himno del amor, la Sinfonía «Turangalila», con una explosión de ritmo, color y vehemencia orquestal? Ambos compositores parecen querer decirnos que el amor total, la plenitud del sentimiento, humano, divino o ambas cosas, lleva de la intimidad a la exaltación o a la glorificación; es labor de los intérpretes traducir ese tránsito con la mayor coherencia.
12. CUARTA SINFONÍA: La senda de la cocina celeste.
- I. Bedächtig. (Nicht eilen); Recht gemächlich. [Deliberado. (Sin prisa); Adecuadamente mesurado.]
- II. In gemächlicher Bewegung. Ohne Hast. [En un Tempo moderado. Sin prisa.]
- III. Ruhevoll. [Tranquilo]. (Poco Adagio.)
- IV. Sehr behaglich. [Muy placentero]. (Con soprano solista.)
Composición: 1889-1900 [1. 1899-1900; 2. 1899-1900, orquestación en 1901; 3. 1899-1900, orquestación en 1900; 4. 1892, revisión en 1900].
1.ª interpretación del último movimiento: Hamburgo, 27 de octubre de 1893. Clara Schuh-Prohaska, solista, con dirección de Mahler.
Estreno de la obra íntegra: Múnich, 25 de noviembre de 1901. Margarethe, solista, con dirección de Mahler.
Revisión: 1902.
Última revisión. Julio de 1910.
Primeras ediciones: Doblinger, 1902; Universal edition, 1906.
Textos cantados: Cuarto Movimiento
(Das Himmlische Leben, de El Muchacho de la Trompa Mágica)
Wir geniessen die himmlischen Freuden, | Gozamos de las alegrías celestiales, |
d’rum tun wir das Irdische meiden. | por eso evitamos las cosas terrenas. |
Kein weltlich Getümmel | ¡Ningún ruido mundano |
hört man nicht im Himmel! | se escucha en el cielo! |
Lebt alles in sanftester Ruh. | Todo vive en la calma más dulce. |
Wir führen ein englisches Leben, | Llevamos una vida angelical, |
sind dennoch ganz lustig daneben. | y por eso somos bastante felices. |
Wir tanzen und springen, | Saltamos y bailamos, |
wir hüpfen und singen, | brincamos y cantamos, |
Sankt Peter im Himmel sieht zu! | San Pedro en el cielo nos contempla. |
Johannes das Lämmlein auslasset, | San Juan ha soltado su corderito, |
der Metzger Herodes drauf passet; | el carnicero Herodes anda al acecho, |
wir führen ein geduldig’s, | guiamos a un paciente |
unschuldig’s, geduldig’s, | inocente y paciente |
Ein liebliches Lämmlein zu Tod! | dulce corderito a la muerte. |
Sankt Lukas der Ochsen tat schlachten | San Lucas lleva el buey a la matanza |
ohn’ einig’s Andenken und Achten; | sin contemplaciones ni remilgos. |
der Wein kost’ kein’ Heller | El vino cuesta menos de una moneda. |
im himmlischen Keller, | En las bodegas celestiales |
die F.nglein, die backen das Brot. | los angelitos amasan el pan. |
Gut Kräuter von allerhand Arten, | ¡Finas hierbas de todo tipo |
die wachsen im himmlischen Garten, | crecen en la huerta celestial! |
gut Spargel, Fisolen | Espárragos, legumbres |
und was wir nur wollen! | y todo lo que deseemos. |
Ganze Schüsseln voll sind uns bereit! | Fuentes rebosantes a nuestro placer, |
Gut Äpfel, gut Bim und gut Trauben, | manzanas, peras y uvas. |
Die Gärtner, die alles erlauben! | Los jardineros nos permiten cogerlo todo. |
Willst Rehbock, willst Hasen, | ¿Quieres venado? ¿Quieres liebre? |
auf offenen Strassen | Vienen corriendo |
sie laufen herbei! | calle abajo. |
Sollt’ ein Festtag etwa kommen, | Y si llega un día festivo |
alle Fische gleich mit Freuden | los peces se acercan |
angeschwommen! | nadando alegres. |
Dort läuft schon Sankt Peter | ¡Por allí corre San Pedro |
Mit Netz und mit Köder | con sus redes y aparejos |
Zum himmlischen Weiher hinein; | hacia el estanque celestial! |
Sankt Martha die Köchin muss sein. | ¡Santa Marta los cocinará! |
Kein Musik ist ja nicht auf Erden. | No hay música en la Tierra |
die unsrer verglichen kann werden. | comparable a la nuestra |
F.lftausend Jungfrauen | ¡Once mil vírgenes |
zu tanzen sich trauen! | salen a bailarla! |
Sankt Ursula selbst dazu lacht! | ¡Hasta Santa Úrsula ríe! |
Cäcilie mit ihren Verwandten, | Santa Cecilia y sus parientes |
sind treffliche Hofmusikanten! | son magníficos músicos cortesanos. |
Die englischen Stimmen | ¡Voces angelicales embriagan los sentidos, |
ermuntern die Sinnen; | todo es alegría! |
dass alles für Freuden erwacht. | ¡Todo despierta alegría! |
Compuesta durante el verano, como era habitual en el caso de Mahler, esta obra, que cierra el ciclo de Sinfonías que giran alrededor de las Canciones del Muchacho de la trompa mágica, fue concluida en 1900 en la residencia estival que el compositor se había hecho construir en Maiemigg-am-Wörthersee, en Carintia. Junto con la Primera Sinfonía, ha sido siempre la obra más popular del autor, por su sencillez de medios instrumentales (orquesta normal, suprimidos trombones y tuba), su duración (que no sobrepasa los cuarenta y cinco o cincuenta minutos) y su mismo estilo, sin complicaciones filosóficas, con melodías fácilmente retenidas por el oído y soberana simplicidad armónica. Todo ello ha contribuido a hacer la partitura accesible a cualquier tipo de oyentes. Sin embargo, la Cuarta es una obra perfectamente relacionada con sus hermanas, tanto anteriores como posteriores. Tras las campanadas angélicas y el Adagio deísta de la Tercera Sinfonía, tras, por encima de todo, ese gran recorrido comportado por dicho obra, contado con timbre ingenuo, entre chillón y recatado, dulzón y trascendente, la visión de la vida celeste a los ojos de un alma infantil resulta una consecuencia lógica e inevitable en el universo de Gustav Mahler. Al igual que en el caso de las tres obras que le habían precedido, el autor quiso componer un poema sinfónico; Mahler pretendía, en este caso, un ciclo de canciones en seis movimientos, todos ellos vocales y/o corales. No habría de realizar este proyecto, desde otra perspectiva, hasta las sucesivas Sinfonía n.º 8 y Canción de la tierra. De todo el material proyectado por Mahler, sólo quedó a salvo el último movimiento: «Das himmlische Leben» («La vida celestial»).
Fue en 1899, durante el verano de su segundo año como director musical de la Ópera Imperial de Viena, cuando comenzó Gustav Mahler a trabajar en la obra. Pero de hecho había empezado a elaborar esta obra siete años atrás, en 1892, antes incluso de haber completado la Segunda Sinfonía, «Resurrección», y de haber iniciado la Tercera, que le ocuparía entre 1895 y 1896.
Y es que la Sinfonía empezó del revés. O, dicho de otro modo, el último movimiento de la obra fue el primero que Mahler llevó al papel pautado, en 1892, como Lied aislado. Pero pronto lo contempló como Finale de otra partitura, la Tercera Sinfonía, ultimada en 1896. Una vez completada la versión en seis movimientos de la Sinfonía en cuestión, Mahler siguió dando vueltas a la idea de cerrar una Sinfonía con Das Himmliche Leben, esa visión de los cielos a través de los ojos de un niño. Y comenzó a proyectar, ejercicio inusual en su quehacer —los tres Finales de las dos sinfonías anteriores habían nacido siempre en último lugar en el proceso creador, especialmente en el caso de la Segunda—, una nueva obra sinfónica en función de esta canción. También asumió Mahler que un itinerario que desembocara en la máxima sencillez sonora, al borde mismo del silencio, requería un proceso sinfónico diferente a lo que, hasta ese momento, había sido su «modus operandi» en la materia. Si La vida celestial no había encontrado acomodo en el macro-edificio de la Tercera Sinfonía, estaba claro que el trayecto musical debía ser otro, virtualmente opuesto, hasta acceder a la meta pretendida.
La opción fue reducir los efectivos instrumentales y vocales con los que había operado en las dos Sinfonías anteriores: no habría coros, sólo la voz de la soprano solista al final de la pieza, y la plantilla orquestal se acortaría hasta niveles humanos, con madera y metal a cuatro, cuerdas sin aumentos y escueto contingente percutivo (una modestia instrumental que no volvería a darse en el inventario sinfónico del músico). De esta forma, a mediados de los noventa del siglo XIX, Mahler había ya bosquejado el esquema que lo llevaba al Lied en cuestión, y que se expresaba de esta manera: «I. Die Welt als ewige Jetztzeit (El mundo como eterno presente) 2. Das irdische Leben (La vida terrenal) 3. Caritas (Adagio) 4. Morgenglocken (Las campanas de la mañana) 5. Die Welt ohne Schwere (Scherzo) (El mundo sin pesadumbre) 6. Das himmlische Leben (La vida celestial)». Pero este esquema inicial duró poco, y apenas un año después de su enunciado, Las campanas de la mañana, con el nuevo subtítulo de Lo que me dicen las campanas de la mañana, ya había pasado a la Tercera Sinfonía como quinto movimiento, y El mundo sin pesadumbre pasaba a la «reserva», de la que Mahler lo sacaría en 1901, recomponiéndolo y quitándole el epifonema literario, para convertirlo en el Scherzo a secas de la Quinta Sinfonía.
Todavía operó el compositor más cambios respecto del esquema previsto durante el proceso de composición definitivo. Abandonó, por ejemplo, su idea de incluir el Lied antagonista de La vida celestial, esto es, La vida terrenal, que había escrito igualmente en 1895 dentro de la colección de la Trompa Mágica, y prefirió redactar «ex-novo» un movimiento puramente instrumental, en el que el empleo por el concertino de la orquesta de un segundo violín, afinado medio tono alto, sugiriera una especie de irónica danza de la muerte. De otra parte, el Adagio-Caritas, que sí compuso —y de manera magistral—, volvería a aparecer, como término descriptivo, en el esquema de la Octava Sinfonía, la llamada «De los mil», al inicio de la segunda parte, como postulado de la secuencia orquestal que abre la escena conclusiva del Fausto II de Goethe musicada por el artista. Así, por vez primera en su ciclo —y esto sólo volvería a suceder en las Sinfonías Sexta y Novena—, Mahler concibió un esquema formal en cuatro movimientos según el esquema clásico sinfónico, institucionalizado por Haydn y Mozart, respaldado por Beethoven y seguido, casi sin excepciones —Octava de Schubert, Segunda de Mendelssohn, Tercera de Schumann— por los maestros románticos, Brahms y Bruckner incluidos.
La obra, en su forma definitiva, se dio a conocer en Múnich, el 25 de noviembre de 1901, con dirección del propio Mahler y con la soprano Rita Michalek en el cometido solista del Finale: la fría recepción, ausente de todo entusiasmo, sorprendió a Mahler, que ya se había empezado a acostumbrar a las expresiones extremas —entusiasmo febril o pateo inmisericorde— en los estrenos de sus obras, y que no dejó de mentar en su correspondencia la educada reacción de la audiencia, que aplaudió con cortesía, sin fervor ni arrebato, pero también sin los pateos o abucheos que habían acompañado presentaciones previas de otras obras del artista. Mahler llegó incluso a plantearse, ante tal normalidad, si no debería revisar drásticamente la obra, cosa que, afortunadamente, no hizo.
El mismo esquema-itinerario tonal de la obra es bien sugestivo. Mahler respalda el Sol mayor inicial de la obra a lo largo del primer tiempo, en un esquema perfecto de Allegro de Sonata; el segundo, con la «scordatura» o cambio de la afinación (1/2 tono alto) del violín solista, fluctúa, muy al gusto del autor, entre los modos mayor y menor de la tonalidad, en este caso Do mayor-menor; Sol mayor vuelve a ser la base del «Ruhevoll», «Apacible», en forma de Rondó con Variaciones, que, en su tramo final, pasa, en rutilante explosión armónica e instrumental, a un luminoso Mi mayor; el mismo proceso, pero dentro de la mayor suavidad, se produce en el Finale, «Muy confortable», el citado Lied «La vida celestial», en donde se parte de la tonalidad fundamental, Sol mayor, para acceder al diáfano Mi mayor con el que se clausurará la obra. La de Do es, así, la tonalidad «terrenal»[43], al borde mismo de lo «subterrenal» o demoníaco, en tanto que Sol es la tonalidad «inocente», por la que se puede subir hasta la de Mi, que encarna la luz o lo «celeste». «No hay música en la tierra comparable con la nuestra», canta la soprano desde las alturas del Mi mayor, reafirmando con la palabra lo que Mahler ya ha dicho con las notas, o más específicamente, con la armonía.
El primer movimiento, «Bedächtig» (Moderado) es una forma Sonata Rondó, compuesta sobre dos temas fundamentales; el primero, tras las corcheas en quintas de las flautas y el tintineo de los cascabeles, es expuesto por los violines primeros. Es un tema noble, «galante» y de inspiración muy cercana al binomio Mozart-Schubert. El segundo tema, «Cantando», derivado del primero, adopta un tono elegíaco y soñador a través de las frases del oboe y el fagot. Una recapitulación de este tema, acompañada por las flautas y los cascabeles, y una coda sobre el segundo tema confiada o las maderas, conducen al desarrollo, iniciado por los clarinetes y los consabidos cascabeles. Los compases que van desde el 125 al 154 de este desarrollo presentan un nuevo tema expuesto por la flauta sobre los pizzicatos de los contrabajos. El número 167 presenta otra melodía, expuesta por las flautas (cuatro) con acompañamiento del triángulo, tema superorientalista que basa su primera parte en la escala pentatónica, primera visión del «Paraíso» según Marc Vignal. El compás 210 nos lleva a un alegre crescendo animado por los timbales, carrillón, triángulo, platillos y arpa. En el compás 224 se produce una curiosa llamada en semicorcheas de la trompeta, que se extiende hasta el compás 232; esta llamada es idéntica a la que inicia la Quinta Sinfonía. La reexposición se inicia en el compás 239, sobre el primer tema, escuchándose de nuevo, a renglón seguido, el tintineante crescendo del desarrollo. La aparición del segundo tema, reexpuesto brevemente, más la coda del primero, conduce inmediatamente sobre el fondo de los cascabeles a la coda del movimiento completo. Una frase retenida de la trompa parece concluirlo sobre un pizzicato de las cuerdas; sin embargo, con desusada lentitud, el tema principal reaparece para dirigirse velozmente a dos acordes de corcheas con los que finaliza el movimiento en ambiente pleno de vitalidad.
El segundo movimiento pretende ser una especie de «danza de la muerte» construida sobre un solo de violín, con el instrumento afinado un tono más alto del normal. En realidad, por su ironía sobre la muerte, vista muy a distancia, a lo «Danza macabra», pero algo más en serio, recuerda mucho al tercer movimiento de la Sinfonía n.º 1. A la sección del solo de violín se opone otra, extraordinariamente hermosa, de las cuerdas con sordina recurriendo cada tres compases a un Fa agudo del arpa. El trío de este Scherzo es repetido en dos ocasiones y el movimiento, tras sucesivas variaciones de las secciones 1.ª y 2.ª, se extingue sobre un acorde de las maderas, el campanólogo y el triángulo.
El movimiento lento, «Ruhevoll» (Tranquilo), presenta la típica estructura Rondó-Variaciones (A-B-A’-A”-Coda). Todo el movimiento es de una belleza que raya en lo irresistible, casi en las fronteras del exceso por la aglomeración refinada de intensidad, llegando a cimas de exquisita tersura a partir del compás 315, que inicia la Coda en «fortissimo», y sobre la cual se oye, confiada a las trompas, la melodía base del último movimiento. Tras esta formidable llamada en Mi mayor, la pieza se extingue de forma ascendente sobre la dominante de Sol, en una simbólica elevación a espacios superiores.
El Finale, «Apacible», una de las páginas más deliciosas del compositor, recrea la visión celestial de un paraíso lleno de golosinas, abundantes árboles frutales y santos recalcitrantes, danzarines y cantores, con un San Pedro dedicado, lógicamente, a la pesca, un San lucas «especializado» en el oficio de matarife de corderos, una Santa Marta cocinera, y una Santa Cecilia directora de orquesta. Si algo tan esotérico pudo ser en alguna ocasión sublime, es evidente que sólo Mahler lo consiguió, especialmente cuando el texto llega a la referencia de la música del Paraíso («No hay música en la tierra comparable a la nuestra»). La recurrencia a la voz femenina, por tercera vez en el ciclo sinfónico, es una invención formidable: el contraste creado entre el texto cantado por la soprano de una parte y la evanescente (casi impresionista) instrumentación de otra, unido todo a un «non tempo» final, letárgico, «und ohne Ende», y sin fin, conforma una peculiar ambigüedad muy querida por Mahler y que volverá a reaparecer en algunos instantes de la Octava Sinfonía.
Será de interés transcribir la explicación que, acerca de este último movimiento, brindara Leonard Bemstein al autor de este texto:
«… la visión de la Resurrección, ¿por qué representaba algo tan atractivo para Mahler? Porque la enseñanza hebrea no promete nada al hombre, no hay nada después de la vida; Moisés nunca habló de un reino celeste, sólo dijo: “Has de cumplir los mandamientos de la ley divina”. Pero no sólo los diez del Decálogo, no, sino los seiscientos treinta del Pentateuco, entre los cuales hay cosas terribles, preceptos que acaso tuvieron sentido en aquel tiempo, en un mundo de terror y privación: la masturbación, la homosexualidad, el incesto, el bestialismo, quedan castigados con la muerte, y la comunidad habrá de matar al pecador a pedradas, mediante la lapidación. En todo caso, “has de obedecer estos mandamientos”, dice Moisés, “y Dios te amará si así lo haces”. Pero no hay recompensa, no va a pasar nada más, no te garantizamos nada: si mueres, te has muerto, punto. Eso sí, morirás sabiendo si fuiste un buen hombre, si trataste de agradar a Dios. Ahí está la fundamental, enorme diferencia entre el judaísmo y el cristianismo, en la promesa del paraíso celeste. Y Mahler amaba profundamente ese sentimiento infantil, que está en las Canciones del Muchacho de la Trompa Mágica, de la Himmlisches Leben, de la vida celestial, expresado como final de la Cuarta Sinfonía. Esa canción fascinante y reveladora, con esa visión increíble de un ciclo en el que puedes encontrar todo lo que te apetezca… para comer. Es el cielo de los pobres, de los miserables, de los hambrientos; ése es el verdadero sustrato de las canciones populares del Knaben Wunderhorn, recogidas por Arnim y Brentano, las canciones que el pueblo cantaba en la Europa de las Guerras de Religión, en la Guerra de los treinta años, en los tiempos de la peste y de los desastres milenarios, canciones de hombres y niños famélicos, canciones de la Guerra de los cien años, tonadas de niños sin hogar, sin pan, abatidos por las epidemias, por la miseria, todo esto es el caldo de cultivo de esas canciones y esos poemas. Y la letra de la vida celestial nos habla de espárragos gigantescos; de peces que vienen nadando por los caminos a los que el propio apóstol Pedro va llamando para que se metan en sus redes; de ángeles que amasan pan y lo calientan al horno; de Santa Marta, que va cocinándolos; de Juan, que trae al cordero sobre los hombros —“Guiamos un paciente, dice la letra, un inocente y paciente dulce corderito a la muerte”. Todo esto es inefable, increíble, pero todo esto era Mahler, toda esta “naïveté” pasmosa, esta ingenuidad de un intelectual sofisticado que se agarra con cuerpo y alma a una promesa de un cielo lleno de comida: ese fascinante mecanismo de niño humilde, de niño judío que aboga por un cielo cristiano en el que podrá comer de todo, es extraordinario».
Junto a la Primera Sinfonía, es esta la página mahleriana que más pronto fue aceptada por el público, y de hecho, antes del «boom Mahler» que comienza en los sesenta, estas dos Sinfonías, el Adagietto de la Quinta y, en menor medida, La canción de la tierra, eran las obras que se vinculaban, casi en exclusiva, al nombre de su autor.