DE PRONTO, en un instante, se hizo la noche dentro de la noche. La lechosa claridad de la luna desapareció como por embrujo, y la habitación se quedó completamente a oscuras. El prisionero no podía ver ya la silueta del guardián que estaba apoyado en la puerta, y al que sabía, por los estruendosos ronquidos que emitía, dormido desde hacía mucho rato.

Entonces, un rayo cayó sobre el palo del extremo de la cabaña donde estaban los cráneos, el contrario al poste en el que estaba atado, y el trueno pareció reventar toda la construcción. El tronco ardía entero, desde la cabeza tallada que lo remataba hasta el pie, arrojando luz sobre la estancia, y el prisionero y el vigilante recién despertado miraron hacia allí y pudieron ver algo increíble.

Como si fuera empujada por detrás, la cabeza del jefe ancestral que culminaba la pirámide de cráneos empezó a moverse, y terminó por caer de la pila. Ya en el suelo echó a rodar, cogiendo velocidad a lo largo de la suave rampa que iba de uno a otro extremo de la cabaña. El venerado cráneo, con el impulso que llevaba, remontaba las elevaciones que se encontraba en su camino y rodeaba los baches, como si tuviera vida propia y fuera capaz de elegir la mejor ruta, que además, y al no ser la calavera una esfera perfecta, era necesariamente una línea sinuosa. En un par de ocasiones estuvo a punto de precipitarse en un hoyo, pero en el último instante, cuando ya parecía que caía dentro, lo sorteó y, tras salvar una considerable distancia y atravesar, levantando cenizas, los restos del hogar que ocupaba el centro de la estancia, acabó llegando hasta el poste al que estaba amarrado el prisionero. El cráneo, de un bote, se colocó, él solo, encima de sus piernas. En ese instante el prisionero se dio cuenta de que se habían soltado sus ligaduras.

Cautivo y vigilante se quedaron paralizados por la sorpresa durante unos momentos, pero enseguida se oyeron golpes en la puerta, que les hicieron salir de su estupor. El guardián se levantó y la abrió para encontrarse frente a la hechicera, que pidió paso enérgicamente. A continuación, la mujer le preguntó al guerrero qué había pasado, y éste, muy excitado, le contó que un rayo había lanzado el cráneo del caudillo mítico hacia el preso. Fueron llegando poco a poco los hombres del poblado y a todos les repitió la historia el guardián, eso sí, más y más adornada y exagerada e interrumpida por muchos saltos y gritos, de modo que cada vez se entendía menos. La hechicera se limitaba a mirar con una sonrisa burlona. Todos los guerreros que entraban daban aullidos y señalaban con grandes aspavientos al cráneo sagrado y al prisionero que, atónito, lo mantenía entre sus manos. Para cuando apareció el jefe la narración era completamente ininteligible.

—Serénate, no seas tan bocalán, deja ya de hacer esparajismos y cuéntame lo que ha pasado tal como hablan las personas, no como graznan las picazas, que me gustaría enterarme de algo —le ordenó.

El guerrero se tranquilizó un poco y empezó a hablar:

—Yo estaba alerta, vigilando al prisionero, como era mi obligación, sin quitarle un ojo de encima, aunque realmente poco podía hacer él atado por detrás al poste, la verdad. Pero yo no me confiaba, soy demasiado zorro y pongo bastante celo como para bajar la guardia. Se veía bastante bien, aunque el fuego del hogar hubiera muerto, porque nuestra Madre la luna llena estaba desnuda y su luz se metía dentro de la cabaña. De pronto se hizo una completa oscuridad, como si la luna hubiera desaparecido del cielo, y sin que se barruntara chaparrada, ni sonara tronada, cayó un rayo sobre el poste. La cabaña entera tembló, y nosotros dentro de ella. Gracias a las llamas que salían del poste tótem, pudimos verlo todo. El cráneo del primer caudillo de la tribu, nuestro venerado Fundador, empezó a bailar en lo alto de la pila de cráneos. Sus ojos eran de verdad, y no de imitación, y nos miraban fijamente. Su pelo era auténtico, y no de fibras trenzadas, y el color volvió a sus mejillas de hueso. Tenía labios y lengua ahora, y podía hablar, aunque yo no fui capaz de entender lo que nos decía ya que su voz no era humana sino de ultratumba. Finalmente pegó un grito terrible y se lanzó al suelo dirigiéndose decididamente hacia el prisionero, para lo cual tuvo que esquivar numerosos obstáculos. Cuando llegó hasta él todavía tenía carne, labios, nariz, orejas y pelo. Se volvió a convertir en calavera cuando entró todo el mundo, aunque es posible que la hechicera, que llegó la primera, aún alcanzara a verlo vivo.

—Así es, en efecto —confirmó rápidamente ella—. Y el significado de lo que aquí ha ocurrido esta noche es evidente. La luna llena nos ha enviado una señal a través de nuestro venerado Fundador —repitió la fórmula ritual con seriedad exagerada—. Él, que fue quien instituyó la ceremonia del vínculo, nos está confirmando que es necesario abandonarla hasta que nos vuelva a autorizar. Debemos liberar al prisionero en el acto y dejarlo ir, porque nadie osará atacar a quien nuestro venerado Fundador claramente ha querido proteger.

El cacique se apresuró a manifestar que ésa era la decisión que él ya había tomado, y cortó las ligaduras que sujetaban los pies del prisionero a la estaca clavada en el suelo. La hechicera le habló entonces con cariño.

—Artista, ya ves que eres un hombre bendecido por los espíritus, lo dicen las estrellas de tus manos. Estaba decidido que tu vida no terminaría en este palo porque aún no has cumplido la misión que te ha traído al mundo. Ni siquiera el rayo más oportuno de tu vida te habría salvado si nuestro venerado Fundador —y ahora el tono empleado era travieso— no hubiera rodado cuarenta pasos por un suelo irregular y con las cenizas de una hoguera en medio para llegar hasta ti. Vete cuando quieras, te devolveremos tus armas y te daremos carne seca. De ciervo, tranquilo. Estrellas en las Manos, ha sido un placer charlar contigo. No me has decepcionado. Haces honor a tu fama.

Él la miró a los ojos esmeralda y le dijo:

—Espero que podamos hablar más despacio algún día, y que yo esté en una posición más cómoda que en esta ocasión.

Se frotó las muñecas, sangrantes por los cortes que le habían producido las tiras de cuero.

—Ahora tengo que partir hacia la Roca. Sé lo mucho que te debo, y aún te voy a pedir más ayuda. Cuando hice el camino hacia aquí, hace ya tantos soles, habría muerto de fatiga, de hambre y de sed si no me hubieran capturado tus amigos. Cántame ahora la Canción del sendero, para enderezar mis pasos y que el camino sea corto, y para que encuentre agua suficiente en mi viaje.

—La Canción del sendero —repitió ella mientras afirmaba con la cabeza—. ¿Sabes que se había perdido su memoria por completo? Fui yo, siendo aquella niña que te miró las palmas de las manos en el río, quien la rescató de labios de una mujer viejísima y loca, que la cantaba sin conocer su significado. Hablaba de los Hombres Águila, que vivían en una gigantesca rana que se había bebido un enorme lago. Nadie le encontraba ningún sentido y todos pensaban que eran los delirios de una anciana. Pero yo me di cuenta de que era la Canción del sendero para atravesar el Desierto de los Demonios Danzantes. Y fue así como partió, por primera vez en muchísimo tiempo, una expedición al territorio de los Hombres Águila, para ver de conseguir carne humana con la que honrar como se merecía a un gran jefe que se nos había muerto.

»Y gracias a aquella expedición y la Canción que yo rescaté que la hizo posible, estás vivo y no blanqueando tus huesos al sol, ¿no? Y ahora te daré a conocer la Canción para que la poseas y puedas volver al lugar de donde viniste.

La hechicera le cantó la canción con una voz entonada, algo ronca y muy sugerente y él la repitió con la suya, que era enérgica pero no uniforme, sino llena de matices. Se trataba de un largo canto que empezaba en el Tiempo de los Sueños, cuando en lugar del desierto había un lago muy grande, como un mar, que fue bebiéndose poco a poco una rana gigantesca. Seguía la Canción lamentándose de la imposibilidad de los seres humanos para cruzar el Desierto de los Demonios Danzantes y llegar al otro lado, si es que tenía algún final y no era ilimitado o se acababa allí el mundo.

El gran obstáculo era que no había pozos de agua donde saciar la sed del largo viaje, y además la monótona planicie no proporcionaba señas claras como cerrales, cotarros, alcores, cabezos, mogotes, motas, oteros, mesas, muelas, colmillos u otros hitos visibles desde lejos, con los que orientarse en la caminata. Todo en aquella desolación llevaba al extravío y a la lenta muerte por sed.

Los gigantes que existían en los primeros tiempos se consideraban superiores a los humanos y varios intentaron la travesía del desierto, pero fracasaron y murieron. Sus osamentas eran las escasas rocas peladas que se veían diseminadas, sin orden ni concierto, por el desierto, entre el polvo y la arena. Todos arrancaban muy decididos en una dirección cualquiera, marchando hacia el horizonte, pero al ver que nunca se acercaban a la línea donde se juntan el cielo y la tierra, iban perdiendo la confianza y torcían su rumbo, para acabar dando vueltas a lo loco y finalmente sucumbir. Además, el desierto engañaba la vista de los gigantes. De pronto las dunas subían hasta el cielo y el paisaje se duplicaba en el aire. Con frecuencia en el horizonte aparecían, lejanas, grandes manchas de agua entre cerros de arena. Los sedientos caminantes se dirigían hacia ellas y las perseguían, sin poder acercarse nunca, hasta morir enloquecidos.

Algunos viajeros se perdían en las tormentas de arena, que eran muy recias y les cegaban los ojos al tiempo que les acribillaban el cuerpo desnudo con los granos. Otros, que arrumbaban correctamente, que no se dejaban engañar por los espejismos y que esperaban pacientemente sentados a que pasara la tormenta, se encontraban a mitad de camino con una hembra de sisón, también formidable, que criaba por allí. Como hacen las madres sisonas, fingía tener un ala rota y los gigantes, que a esas alturas del camino estaban ya muy hambrientos, la seguían para capturarla y comérsela. Pero la sisona los alejaba de sus huevos y los perdía en los médanos y luego arrancaba a volar y volvía tranquilamente al nido, que no estaba demasiado lejos en línea de aire, para pasmo de sus ingenuos perseguidores. Los pobres gigantes, totalmente perdidos, se echaban a llorar y se secaban todavía más. A mitad de camino hacia la Roca formaban corros los huesos petrificados de los gigantes engañados por la sisona, y también se podía ver el nido con grandes huevos dentro.

Por supuesto, muchos humanos tuvieron el mismo desafortunado destino, pero a sus cuerpos se los tragó la arena y no quedaron ni los restos.

Pero hubo un gigante, superior en valor y constancia a los demás y bendecido por los espíritus porque su corazón era bueno, que consiguió llegar hasta la Roca, y en el río que pasa cerca de ella sació su inagotable sed. Tomó una dirección, siguiendo la canción de los gansos, aang, ang, ang, y la mantuvo hasta el final, sin desanimarse nunca aunque las fuerzas le fueran faltando y sin dejarse engañar por la sisona. Aquel coloso abrió la ruta para los humanos porque donde él puso las plantas de sus pies, se hundió el terreno y brotaron veneros de agua clara.

El Gigante Benefactor daba grandes zancadas, y la primera huella de su pie se encontraba a mucha distancia, al frente y a la derecha de donde estaba el campamento de los caníbales. No había que confundirlas con las huellas de los pies de los gigantes muertos, que también eran someras depresiones, pero en ellas medraban los tarayes, y si había un charco el agua era salobre. La huella del Gigante Benefactor era una hoya de forma parecida, pero en ella había juncos y el agua era dulce.

Una vez localizada la huella inicial, que era del pie derecho, había que buscar la primera del pie izquierdo caminando en diagonal hacia la izquierda. Ésa era la parte más difícil y se requería un poco, o un mucho, de suerte, pero una vez encontrado el aguazal, la distancia hasta la segunda huella del pie derecho era más o menos la misma de la zancada anterior y la dirección exactamente la otra.

Mas el gigante era muy grande y sus zancadas muy largas, y para pasar de una pisada a otra, aunque se conociera la ruta aproximada, era necesario saberse otras historias: La Madriguera de la Culebra Cornuda, Las Lágrimas de la Huérfana, Los Ojos de la Tierra, La Gran Cuchillada, La Sima de Estrellas, La Mancha de Sangre, Los Carbones de Piedra, Los Esqueletos de Madera…

Y así, haciendo zigzags y no confundiendo las pisadas del Gigante Benefactor con las de los fracasados colosos, era posible atravesar el yermo y llegar a la Roca, que era en realidad el cuerpo de la enorme Rana que se bebió el gran lago que ocupaba el lugar donde ahora estaba el desierto. La Rana había ido haciendo retroceder la orilla según se bebía el lago. La calva y ancha cumbre de la Roca era la espalda de la Rana y en el costado del otro lado, así terminaba la canción, pasaban los tiempos fríos unos humanos que convivían con las águilas y llevaban sus plumas. Por dentro el gigantesco animal estaba lleno del agua que se había bebido, y que iba saliendo de su cuerpo formando un manadero.

Él comprendió que había tenido una suerte inmensa cuando lo cruzó en el sentido contrario, siendo sólo un muchacho. En su deambular errático se había tropezado con los caníbales y sus cautivos, que volvían de la primera expedición en muchísimo tiempo contra los míticos seres que ellos llamaban los Hombres Águila. Posiblemente fuera la única persona viva que había cruzado el desierto sin conocer la Canción del camino. Todos los demás, o estaban en la panza de los comedores de hombres, o danzarían para siempre sin rumbo ni destino.

—¿Cuándo atacarán? —preguntó.

—Como siempre lo hacemos, cuando se vuelva a presentar nuestra Madre Luna —respondió ella.

Entonces tengo una luna, pensó, para atravesar el desierto.

Una vez que memorizó la canción, se puso apresuradamente en marcha. No quería perder ni un instante de la noche. Le convenía estar muy lejos cuando el sol apretara. La hechicera se quedó de pie, mirándole marchar pensativa, con sus largos brazos a los lados del esbelto cuerpo y sin hacer un ademán de despedida. La brisa hacía ondear su largo cabello rizado. Muy delicadamente, la hechicera suspiró. Él se volvió cuando había dado unos cuantos pasos y sus ojos se encontraron por última vez. La noche empezaba a palidecer por el oriente.