AAL DESPERTAR EN EL CAMPAMENTO, cuando todavía no había terminado de nacer el día, Piojo se encontró a Viento del Norte en pie y desnudo, pintándose de almagre el cuerpo. Una silueta roja contra un disco del mismo color. A decir verdad, le costó trabajo reconocerlo. Parecía cubierto de sangre, algo así como una enorme serpiente desollada. Las amanecidas eran frescas y Piojo tiritaba.
—¿Qué haces? —le preguntó a duras penas porque le castañeteaban los dientes—. ¿Adónde vas?
—Me voy a cazar un oso —el ocre untado con grasa parecía mantener caliente el cuerpo de Viento del Norte—. Mi madre pasa frío y necesita una buena piel para cubrirse. Ya sabes, abriga el pellejo si quieres llegar a viejo —siempre tan sentencioso, pensó Piojo—. Y yo deseo un buen collar de garras de oso, con los cuatro colmillos y los dientes colgando también. Además he notado que las chicas ya no me prestan tanta atención como antes… —ahora se reía abiertamente.
Piojo sabía que Viento del Norte era coqueto. No exactamente presumido ni vanidoso ni exhibicionista, sino más bien partidario de la belleza, empezando por la propia. Pero como Viento del Norte se reía a menudo de sí mismo, era fácil perdonarle la preocupación por su aspecto, que en cualquier otro habría resultado cargante. Por otro lado, sabía que los grandes trofeos de caza hacían tanto efecto, o más, en los otros cazadores de la tribu que en las mujeres. Si se salía con la suya y cobraba un oso adulto, y mejor aún si era un macho, Viento del Norte ganaría mucho prestigio.
—¿Puedo ir contigo? —preguntó Piojo. Estaba deseoso de aprender las técnicas del cazador, que nadie le había enseñado.
—Ni pensarlo. No quiero ayudantes en la cacería. Puedo quedar al oso yo solo.
Y mientras decía eso ufanándose muy tieso, miraba a los otros hombres del grupo, que según se iban despertando se acercaban al arrimo del fuego, revitalizado con una brazada de quejigo.
—Te prometo en presencia de todos que no intervendré. Ni siquiera me llevaré una lanza. Y te puedo ser útil para cargar con la piel del oso de vuelta.
Viento del Norte aceptó la propuesta de mala gana, comprendiendo que si se negaba a que hubiera testigos podrían levantarse sospechas sobre su proeza, como la de que se hiciera con los trofeos y la piel de un oso muerto de forma natural, o quién sabe qué.
Así que Piojo y su amigo se pusieron en marcha enseguida, antes de que se levantara demasiado el sol, que se iba tornando amarillo mientras el cielo viraba de rojo a azul. Aquella noche había helado por primera vez y pisaban cristales al andar, pero el ambiente se templaba con el viento solano y se disipaba el cejo que exhalaba el río. Viento del Norte estaba claramente contrariado al principio, pero pronto se le pasó el mal genio y se le soltó la lengua. Al poco rato conversaban animadamente.
Caminaron largo rato por la estepa reseca. Viento del Norte empezó a mirar el suelo cada vez con más atención hasta que finalmente señaló una huella muy clara, con la marca de cinco garras, impresa en el barro de un regato, que apenas era un hilo de agua.
—¿La ves, Caminante? Es del gran oso aquerenciado en este territorio. Es su piel la que voy a conseguir. Fíjate qué grande y qué profunda es la pisada del regacho. Es un animal gigantesco, muy fuerte, muy avisado y al que es muy difícil acercarse, lo conozco bien de otras temporadas. Pero pronto le llegará su final, porque las huellas son frescas. Podemos ir detrás con tranquilidad —comentó observando el movimiento de las hierbas más altas—, porque le tomamos el viento y no se escamoneará. ¡Hoy la caza tiene buen barrunte!
Piojo se preguntaba cómo se las arreglaría para acabar con el monstruo que hollaba tan fuerte. Llevaba su larga lanza, más grande que él mismo, con su extremo bien aguzado. Antes de partir le había vuelto a sacar punta con una raedera de pedernal. Un arma realmente poderosa, la lanza; no se podía arrojar a mucha distancia, pero era una excelente pica para mantener a cualquier enemigo a raya. Aunque eso sí, hacía falta mucho valor para esperar el ataque de un león o de un oso. Y no se sabía de nadie que hubiera parado la carga de un uro o de un bisonte enfurecidos o heridos.
Viento del Norte portaba además un haz de cuatro azagayas, todas con punta de hueso, agavilladas con una cuerda de tripa. Estos venablos, mucho más livianos que la lanza, sí que eran buenas armas arrojadizas; y con la ayuda del propulsor, que sujetaba con el cinto, alcanzaban grandes distancias con buena potencia. Si daban en una presa mediana como la cabra, el rebeco o el corzo, la traspasaban y acababan en poco tiempo con su vida. Con las bestias más grandes como los ciervos, los caballos, los renos, y no digamos los uros y los bisontes, la faena había que rematarla con la lanza. Los animales resultaban heridos por los venablos, y por lo general había que seguirlos mucho tiempo, a veces días, hasta que quedaban debilitados y los cazadores podían acercarse. Si el buey o el bisonte tenían aún mucha vida podían morir matando, defendiéndose a la desesperada contra el círculo de lanzas que lo cercaban y que se estrechaba en su torno.
A lo lejos un grupo de uros pastaba cerca de una tabla de aguas quietas que todavía humeaba una bruma fría.
—Los uros son siempre imprevisibles, y sus ciegas acometidas, imparables —le iba contando Viento del Norte a Piojo—. A un tío mío, un hermano de mi madre al que llamaban Terne porque iba siempre muy tieso y era muy duro y muy buen mozo, lo mató una vaca joven, casi una novilla. Terne la vio desde lejos —tenía una vista de lince— y, consciente del peligro que podía representar, nunca la perdió de vista. Estaban en la época de la paridera, y una vaca que acaba de ser madre es capaz de cualquier cosa, sobre todo si es primeriza. Terne se iba alejando de la vaca parida hacia un abedul de tronco grueso que crecía aislado en la pradera. La vaca no le quitaba ojo de encima, aunque a esa distancia el animal no podía fijarse bien. Pero venteaba con nerviosismo y olió hombre. Cuando Terne ya estaba junto al árbol, y el peligro parecía haber desaparecido, se arrancó la res. En un santiamén mi tío se subió al árbol y vio con tranquilidad llegar la embestida de la vaca recién parida. Pero en lugar de frenarse, el animal arremetió contra el tronco y lo sacudió con violencia. Pareció quedarse atontada y Terne pensó: ¡Qué bien! ¡Hoy comeré vaca y chotillo! Terne le clavó una azagaya en el costillar, pero eso no detuvo a la vaca, que siguió topando contra el tronco. Una segunda azagaya al cuello, y la vaca no se inmutó. Terne le acertó con la tercera en un ojo y empezó a preocuparse porque su enemigo se había convertido en una furia ciega. El abedul cedía a los golpes y sólo le quedaba un par de venablos. Cuando llegamos nos encontramos a Terne muerto con las tripas fuera bajo el árbol tronchado. A su lado, también muerta, había una vaca atravesada por cinco azagayas. El ternero mugía desesperado junto a su madre. ¡Una pena!, mi tío, digo, no el ternero, que nos lo comimos para consolarnos. Terne fue todo un personaje, pero con muy mala suerte. Se habría salvado fácilmente si hubiera encontrado un buen cancho al que subirse, pero no había ningún peñasco de tamaño regular por allí. Dicen que yo he sacado su figura, ja, ja. Por cierto, ¡cuidado, por ahí, detrás de ti, viene corriendo una vaca!
Piojo hizo el gesto instintivo de protegerse y Viento del Norte explotó en una carcajada. Luego le pasó el brazo por el hombro y Piojo sonrió también. Eran amigos.
Siguieron andando y al rato pasaron junto a un bando de cigüeñas que picoteaban tranquilamente en una tolla. Viento del Norte comentó:
—Ya pronto se irán hacia el mediodía —y miró a su compañero de reojo.
Las huellas del oso conducían a Viento del Norte y a Piojo más allá de una loma tendida, por la que treparon sin esfuerzo. Cuando se aproximaban a su cima, Viento del Norte se lanzó al suelo y le hizo señales a Piojo para que hiciera lo mismo. Se arrastraron un poco y sus dos cabezas se asomaron enseguida al otro lado para ver con disimulo lo que pasaba. No había donde ocultarse porque el terreno era despejado. Se había entibiado ya el ambiente y el aroma recio de los tomillos embalsamaba el aire.
En el centro de una vaguada poco profunda había una ruda construcción de piedra y palos hecha con bloques de roca de irregular tamaño acarreados desde las cercanías y puestos precariamente unos encima de otros. La especie de choza tenía un hueco a modo de puerta baja para entrar y un gran oso de las cavernas estaba a punto de hacerlo.
—Vaya, esperaba que ya hubiera caído —masculló Viento del Norte—. Ahora tendré que terminar yo la faena.
Piojo comprendió al momento que la construcción era una trampa levantada por Viento del Norte mientras estuvo fuera y que el cebo era de carne en descomposición, pero no podía entender cómo se haría con la enorme presa. El viento les seguía favoreciendo y hasta lo alto de la loma les llegaba un nauseabundo olor a podrido.
—Este oso no tiene un abejaruco sabio que le guíe —le susurró Viento del Norte a Piojo con una sonrisa—. Prepárate porque pronto tendremos su piel.
Efectivamente, el oso entró y al momento se desplomó con estrépito el techo de la casa, que estaba formado por dos grandes lajas de piedra que soportaban otras rocas más pequeñas. La precaria cabaña quedó envuelta en una nube de polvo.
Viento del Norte se precipitó ladera abajo, y cuando llegó a la trampa trepó con precaución por el muro hasta llegar donde antes estaba el techo. Desde allí arriba miró, y Piojo entrevió los enérgicos movimientos con los que Viento del Norte clavaba la lanza con fuerza muchas veces. Luego el cazador llamó a Piojo para que se acercara. El oso estaba bien muerto cuando éste acudió y Viento del Norte, pintado de blanco por el polverío, empezaba a apartar los bloques que tenía encima el cadáver. El techo lo había sujetado en inestable equilibrio un tronco, que a su vez tenía clavado a media altura un grueso palo en posición horizontal. Detrás del poste había una carroña putrefacta de cabra, y al abalanzarse el oso sobre ella había empujado el travesaño haciendo girar el tronco, con lo que se había desplomado el techo. La caída de las rocas sobre su cabeza no lo había matado, pero sí aturdido lo suficiente como para que no encontrara la salida y se dejara alancear desde arriba.
—¡Es genial! ¿No te parece? —le gritó Viento del Norte a Piojo—. Es igual que los armadijos que preparamos para defender nuestras despensas de los lobos, los linces y demás alimañas, sólo que del tamaño adecuado para un oso. Vi rondar a este animal por la zona y se me ocurrió la idea de preparar una trampa gigante. Con lo ventor que era el bicho sabía que olería la carroña desde muy lejos y que acudiría el primero. Lo más difícil fue subir las lajas grandes hasta arriba, pero ha merecido la pena. Ahora no hace falta que vayas contando por ahí los detalles de cómo lo cacé. A fin de cuentas es verdad que lo maté con la lanza y corrí bastante peligro. Imagina que me caigo dentro de la cabaña, o que el oso se pone de pie y me alcanza con un zarpazo o, peor aún, me da una colmillada. Vamos ahora a por los trofeos, la piel y un poco de carne para el campamento, que este oso tiene los lomos lucidos y una buena tajada.
Piojo no dijo nada, y ayudó a Viento del Norte a despellejar el oso y a arrancarle los colmillos y dientes de delante, con los que su amigo pensaba elaborar un espléndido collar, añadiéndole las garras de la bestia. Pero en su interior el muchacho pensaba que había sido una forma más bien cobarde de acabar con tan formidable enemigo, y que el comportamiento de Viento del Norte había sido tramposo y desleal. No pudo elogiar el lance; no fue capaz. Él esperaba que su amigo se enfrentase al oso sin trucos.
Viento del Norte le notó la decepción y el reproche en la mirada, pero no hizo comentarios. Siguió trabajando sin abrir la boca, y cuando acabaron se pusieron en marcha en el más absoluto silencio. Llevaban consigo, además de la piel y los dientes, las manos y los pies del oso, para comerlos en el campamento con los demás, y celebrar con ellos la victoria. Tales partes eran golosina para aquellas gentes. Y además cargaba cada uno con una pesada pieza de carne.
El camino de vuelta que escogió Viento del Norte era diferente del de ida, y consistía en descender al río por una larga barrancada seca y luego remontar la corriente hasta el campamento. El vallejo se iba haciendo cada vez más profundo y los dos taludes más verticales y más próximos el uno al otro. Piojo percibió un olor que le puso los pelos de punta y todos los sentidos en guardia; enseguida le llegó la confirmación del peligro en forma de rugido de león. Por allí rondaba la bestia, pero Viento del Norte no parecía impresionarse. Seguían avanzando por la cañada, el hermano de Gata siempre en cabeza. Al poco, señaló un agujero en el talud de la solana, a pocos pasos de donde estaban:
—Ahí está el cubil.
A Piojo le empezaron a temblar las piernas conforme se acercaban a la negra boca. Tenían que pasar muy cerca si querían continuar, porque no podían subir por el empinado talud contrario y esquivar el cubil. La única alternativa era desandar el camino y volver a la trampa cuesta arriba y con la carga encima, y luego regresar al campamento por el camino que habían seguido por la mañana. Pero Viento del Norte no parecía dispuesto a retroceder, y ni siquiera soltaba los despojos, que debían de atraer al león tanto como la carne de los dos amigos. Desde dentro de la covacha les llegaban los ruidos de las tripas del felino.
Ya estaban a la altura del cubil y Viento del Norte apuntó con la lanza a la boca, por la que empezaba a salir la cabeza de una enorme leona. No era posible arrojar ninguna azagaya con fuerza en tan poco espacio, y lo único que cabía hacer era apoyar el extremo de la lanza en el suelo para que la propia leona se ensartara en ella. Si era capaz de aguantar impávidamente, a pie firme, la embestida, claro. El joven cazador no dejó de mirar en ningún momento a los ojos de la leona, casi cerrados por el sol que le daba de frente, y la gata volvió a abrir la boca. Su rugido retumbó en el carcavón. Viento del Norte le hizo señas a Piojo para que pasara por detrás de él. Piojo apenas podía mover las piernas. La leona sacó medio cuerpo fuera, luego el cuerpo entero, y finalmente se agatilló para saltar, comprimiendo el muelle de sus patas traseras. Pero cuando ya estaban sus músculos tensándose, se clavó en seco mirando a Viento del Norte.
El cazador había sacado una estatuilla hecha de defensa de mamut de la bolsa de la medicina que le pendía del cuello y se lo mostraba a la leona con la mano izquierda, al mismo tiempo que empezaba a susurrar palabras que Piojo no alcanzaba a comprender por más que se esforzaba. Al poco cayó en la cuenta de que no se trataba de ninguna lengua humana. Más bien las voces, aunque apenas murmullos, se asemejaban a los profundos ronquidos y jadeos de la leona. Ésta parecía escuchar los sonidos con total atención. Dejó de rugir y se quedó en completo silencio, como para oír mejor.
Aunque su razón se negaba a admitirlo, los sentidos le decían a Piojo que la leona entendía lo que el humano le estaba diciendo, como si los dos hablaran el mismo idioma. Los extraños ruidos que salían de la garganta de Viento del Norte fueron aumentando de volumen, para finalizar la escalada en un poderoso rugido. Si no hubiera visto que lo había producido su amigo, Piojo habría jurado que procedía de la leona, que contestó de la misma forma. No había señal alguna de agresividad en el rugido del animal, que sonaba más a contestación a un saludo que a amenaza.
Sin volverle la espalda a la fiera, Viento del Norte y Piojo continuaron andando hacia atrás, hasta que la perdieron de vista. Entonces se dieron la vuelta y apretaron el paso para alejarse rápidamente del lugar. Piojo tardó mucho tiempo en producir la saliva suficiente para poder hablar. En cambio Viento del Norte no parecía haberse inquietado lo más mínimo, y se puso a silbar alegremente una canción cuya letra jocosa Piojo había oído en el campamento, pero que no podía recordar en ese momento a causa de la conmoción que le había producido el encuentro con la leona.
Finalmente, Piojo le preguntó a Viento del Norte:
—¿Por qué lo has hecho?
—¿Yo?, ¿hacer?, ¿el qué?
—Pasar por delante del cubil.
—¿Por qué va a ser? ¿No está bastante claro? Porque era el camino más corto al campamento, y no quiero cargar todo el día con los despojos del oso.
—Pues no pasamos por aquí a la ida.
—Entonces íbamos ligeros y podíamos permitirnos dar un gran rodeo y evitar a la gata.
Piojo no siguió haciendo preguntas en la misma dirección, ante la manifiesta inutilidad del interrogatorio. Cambió pues de tema.
—¿Qué le has enseñado a la leona? ¿Y por qué rugías?
—Caminante, dentro de la tribu yo pertenezco al Tótem del León, como mi madre y todos los demás ancestros por línea materna. De hecho, nuestro primer antepasado, el fundador de la familia, fue el más soberbio león que haya existido jamás. Le he mostrado a la leona de antes el amuleto que prueba mi pertenencia al clan.
Piojo lo vio entonces con detalle; se trataba de una figurita de marfil de una criatura puesta en pie, de cuerpo mitad humano y mitad felino, con rabo, manos y pies con garras y cabeza de león.
—Los sonidos que he pronunciado —explicó Viento del Norte— se han transmitido entre nosotros de generación en generación desde la raíz de la casta y advierten a cualquier león de que somos de la misma sangre y debemos respetarnos y prestarnos socorro mutuo. Por eso los de mi tótem nunca matamos leones, y siempre dejamos a nuestros hermanos al menos el diezmo de las presas que cazamos. Así, la leona que has visto pronto dará cuenta del oso que maté porque está en su territorio. No corría yo ningún peligro, como has podido ver. A ti, en cambio, no te conocía ella y por eso te he hecho pasar por detrás. Te miraba con ojos golosos.
Y sin decir ni una palabra más, como si lo que acababa de ocurrir fuera lo más corriente del mundo, se puso a silbar otra vez, sin dar señales de alegría o de alivio por haber superado el difícil trance, ni tampoco manifestar orgullo por no acobardarse ni perder la cara ante la fiera. Pero los soles de sus mejillas brillaban con fuerza.
Piojo, atónito, seguía intentando recordar la letra de la canción que Viento del Norte silbaba, hasta que por fin le vino a la cabeza. Decía:
Si los creadores del mundo hubieran querido que fuera muy fuerte para cazar me habrían hecho oso.
En el Tiempo de los Sueños.
Si los seres primigenios hubieran querido que fuera muy ágil para cazar, yo sería león.
En el Tiempo de los Sueños.
Si hubieran querido que fuera infatigable en la cacería me habrían hecho lobo.
En el Tiempo de los Sueños.
Si hubieran querido que volara para cazar y picara sobre mi presa desde el cielo, yo sería águila.
En el Tiempo de los Sueños.
Pero los dioses, ellos sabrán por qué, me hicieron humano, y sólo me dieron el talento para cazar.
En el Tiempo de los Sueños.
Y la canción terminaba con una orgullosa afirmación que hacía sonreír a los que cantaban:
Pero el valor no me lo dieron los dioses en el Tiempo de los Sueños.
El coraje lo pongo yo.
Cuando llegaron a la Gran Caverna la tarde estaba vencida. Fueron inmediatamente rodeados por sus ocupantes, que daban grandes muestras de alegría y de excitación al ver los trofeos del oso cazado. Todos preguntaban atropelladamente, y Viento del Norte no podía explicarse con tanto barullo. Se encendió una gran fogata y el héroe del día pudo explayarse en el relato mientras se asaba la carne de la fiera en el fuego, con la gente de la cueva sentada a la redonda, expectante y excitada. Sus padres y Gata lo miraban con orgullo. Eso sí, omitió el detalle de la trampa, y contó que siguieron al oso a contrapelo del viento hasta el hondón, y que allí le dio muerte a lanzazos. Viento del Norte miraba al principio a Piojo con recelo, pero al ver que asentía con la cabeza y confirmaba la versión, aunque sin entusiasmo, se fue relajando, al tiempo que adornaba más y más la cacería. Hasta le dio a Piojo un pequeño papel como rastreador. Sin embargo no mencionó siquiera el encuentro con la leona en la valleja.
El acontecimiento era tan importante que se planeó hacer una fiesta en el mismo campamento de la noche anterior, en la gran pradera junto al río Rumblar, para que pudieran celebrarlo otros grupos. Todavía hacía buen tiempo, tenían abundante caza y había ganas de diversión. Ya llegaría el frío y con él las largas noches junto al fuego, sin separarse ni un paso de las llamas.
Se hizo muy tarde con tanta cháchara, y de la cueva no podían escaparse Piojo y Gata sin que resultara demasiado embarazoso para la familia, ya que Cielo Encendido estaba presente, por lo que se echaron con los demás, deseándose tiernamente un buen descanso.