EL PARAJE AL QUE LLEGARON al día siguiente le pareció a Piojo un auténtico vergel comparado con la desolación del páramo en el que había discurrido su existencia hasta entonces. La mole de la Roca cobijaba la vegetación que crecía en la falda de la solana como una perdiz protege a sus polluelos. Se entendía que en aquel lugar los animales de montaña y de bosque permanecieran todo el año, y que en el invierno recibiera la visita de los prófugos de las alcarrias. Incluso en el tórrido verano, cuando la estepa se secaba y ardía en mil fuegos provocados por los rayos y alentados por el ábrego, había agostaderos de altura en la Roca donde se conservaba el pasto fresco. Y en las sombrías torcas de la amplia y calva rasa que coronaba la aplanada montaña se acumulaba la nieve que nutría el río subterráneo que afloraba al pie de la Roca.

Los miembros de la comunidad se dispersaron en varios grupos formados por familias extensas. Algunos ocuparon cuevas, otros poblados. Unos y otros se dispusieron a acondicionar sus hogares para los siguientes meses. La familia de Gata y Viento del Norte se instalaba tradicionalmente en una cueva de la solana que tenía una gran entrada desde la que se veía el manantial que salía de la montaña, y que poco después se unía al gran río que venía del oriente, de unas montañas que, ahora podía verlas, culminaban en afiladas crestas y erizados picos, donde la brillante luz del mediodía se reflejaba en el espejo de los glaciares.

Piojo pudo apreciar que se encontraba en un muy amplio portalón. La entrada de la cueva estaba protegida de la intemperie por una enorme losa de piedra y Piojo le preguntó a León en Invierno señalándola:

—¿Qué, la obra de algún gigante?

Pretendía parecer serio, para no ofender las creencias del padre de Gata y Viento del Norte, pero a Piojo se le escapó una sonrisilla al final de la pregunta.

León en Invierno estalló en una carcajada contagiosa, que hizo que todos rieran a su alrededor. A Gata se le saltaban las lágrimas, y Piojo se sentía feliz de haber desatado tanta hilaridad. Cuando se le pasaron las convulsiones de la risa y se recuperó lo suficiente como para que le saliera la voz, León en Invierno contestó:

—Mira hacia arriba y encontrarás la explicación. Nuestro magnífico muro defensivo no es otra cosa que la antigua visera de la entrada, que se desplomó hace mucho tiempo.

Decididamente, pensó Piojo, nunca entenderé por qué a veces esta gente busca explicaciones naturales para lo que ven y otras veces recurren a poderes sobrehumanos.

Cuando las pupilas se le adaptaron a la penumbra de la caverna, Piojo pudo distinguir en el suelo algunos huesos que sobresalían: los restos de los festines de la temporada anterior. El piso era bastante liso y seco, con mucha arcilla y poca piedra, aunque aparecían diseminados algunos grandes bloques. A cada lado del portalón, una gran mancha negra anunciaba una galería que se metía en las entrañas de la montaña. En el muro del fondo había un caballo entero pintado en negro. A Piojo le parecía bonito, pero lo encontraba perdido en aquel lugar, como si se hubiera desorientado y buscara al galope su sitio en la pared.

Dado que nunca había entrado en una caverna, Piojo estaba sobrecogido por aquel lugar y por su atmósfera. Sobre todo le maravillaban los carámbanos de piedra que colgaban del techo y que, como los de hielo que él conocía, rezumaban agua. Las gotas caían a veces sobre pináculos que crecían desde el suelo y ascendían para unirse con los carámbanos. En algunos puntos, el techo de la caverna parecía sostenido por una columna de piedra que tenía la misma textura que aquéllos. Y había zonas de las paredes donde la roca madre estaba cubierta de una piel que adivinaba mojada y resbaladiza.

Mientras se montaban las tiendas y paravientos en la boca de la cueva y se encendían grandes hogueras, Gata se acercó a Piojo y le dijo:

—A la izquierda nace la Galería Sagrada, donde se realizan las grandes ceremonias que están reservadas exclusivamente para los cazadores. No me han permitido pasar, pero me han contado que hay líneas de puntos pintados en rojo y manos y cabañas del mismo color, y también animales como este caballo. Pero a mí no me importa nada no entrar ahí, porque las maravillas que me conmueven están en la otra galería, a la que no va nadie, pero que es donde habita de verdad el Misterio. Anda, si quieres verla, vente conmigo.

Gata se preparó rápidamente una tea. Cuando estuvo lista, cogió de la mano a Piojo, y sin que éste opusiera la más mínima resistencia, ni esperara Gata que lo hiciera, se dirigió hacia la negra boca que se abría a la derecha. En todos los campamentos que Piojo había visitado en su vida, incluido el actual, el fuego era tabú para las mujeres, que no tenían permiso para encenderlo y tampoco para manejarlo. Gata había obrado con rapidez y discreción, pero aun así tampoco se había ocultado al preparar la antorcha; parecía como si los demás mirasen hacia otro lado cuando Gata se metía en la cueva, y le permitieran violar el tabú en esas circunstancias, pensando en la seguridad de la muchacha. Piojo, por éste y por otros detalles, empezaba a formarse la idea de que la chica era discretamente irrespetuosa. O sea, hacía lo que quería pero tampoco alardeaba de ello.

La galería tenía una entrada ancha, pero enseguida se estrechaba, porque el conducto estaba taponado por grandes bloques caídos. Entre ellos quedaba un hueco muy pequeño, por donde a Piojo le parecía imposible que pasara un cuerpo humano. Pero Gata se metió decidida en aquel muro de piedras, mientras le decía a Piojo:

—No te preocupes, pasarás. He comprobado muchas veces que si cabe la cabeza, entra el resto del cuerpo.

Gata se deslizó por el hueco entre las piedras sin ningún esfuerzo aparente, como si lo hubiera hecho ya muchas veces. Piojo tuvo bastantes más dificultades para atravesarlo, pero finalmente lo consiguió, para su propio asombro. Había tenido que retorcer su cuerpo en posturas muy forzadas, y su piel se había arañado contra las aristas de las piedras, pero ya estaba al otro lado.

Y el otro lado era verdaderamente otro mundo, adonde ya no llegaba la claridad del exterior, y que sólo la oscilante luz de la tea permitía escudriñar. Era un ámbito de tamaño cambiante, que a veces se estrechaba en gateras y otras se abría en altísimas galerías. En ocasiones caminaban cerca del techo sobre profundos acantilados. En otros lugares la luz de la antorcha apenas alcanzaba para entrever el cielo de piedra de aquel mundo subterráneo. Pero desde arriba del todo les llegaban débiles reflejos que a Piojo le recordaban las estrellas del mundo exterior. Había columnas de roca con formas muy diversas, que semejaban animales o plantas, y que proyectaban sombras aún más sugerentes cuando la antorcha pasaba cerca de ellas. A gatas, a rastras, en cuclillas y andando, Gata y Piojo avanzaban sin hablarse. El chico no preguntaba, y la muchacha no tenía nada que explicar. Ningún ruido rasgaba el silencio.

Era un mundo absolutamente ciego y mudo, y era un mundo húmedo. Era cosa de magia lo que pasaba en aquel orbe, porque aunque estaba limitado por todas partes por la roca, en el suelo, en las paredes y en el techo, no daba la impresión de ser las tripas, el hueco, de un mundo más grande. En realidad parecía un mundo aparte del mundo de afuera. No era su interior, sus entrañas, sino más bien su reverso. Era como darle la vuelta a una manopla e invertir las dos caras. Y el mundo subterráneo era sin duda el lado más suave.

Y sobre todo, era el mundo de Gata. Piojo se había desorientado casi al principio del todo, porque las galerías le parecían todas iguales y al mismo tiempo todas diferentes. Pero Gata marchaba con una seguridad que le inspiraba confianza. Al fondo de una enorme sala, Piojo oyó el bullicio del agua y supo que había algo vivo en aquel mundo en que todo, los animales y las plantas, parecía petrificado.

Se acercaron al río subterráneo y Gata le contó que era el manantial que salía de la Roca para unirse al gran río. La muchacha había lanzado palos marcados a la corriente y su hermano los había recogido a la salida de la caverna. El agua corría por una pequeña galería de paredes y techo curvados. Fuera de la época del deshielo llevaba poco líquido, salvo que hubiera una gran tormenta, en cuyo caso el caudal aumentaba enormemente en cuestión de nada, y el agua llenaba por completo el conducto. Pero Gata sospechaba que cuando el río subterráneo estaba bajo se podía perfectamente seguir el curso de la perezosa corriente hasta el exterior con el agua por la cintura, o entrar desde fuera hasta donde estaban.

—Ésta es una cueva con dos bocas —dijo—. Una para los hombres y otra para el agua.

Gata estaba en su ambiente, y Piojo apreció lo que significaba que le hubiera permitido penetrar en su mundo privado e íntimo, y que le hubiera conducido literalmente de la mano por él. Se sentía completamente dichoso por primera vez en su vida.

Piojo no era todavía un hombre, sino sólo un muchacho maltratado, y tantas emociones juntas lo desbordaron, de la misma manera que el agua se sale de su cauce en las grandes avenidas. Se sentó en una roca y empezó a llorar, los ojos desbordantes de lágrimas y el cuerpo sacudido por los sollozos. El chico no sabía lo que le estaba ocurriendo. Se sentía zarandeado por algo más fuerte que él pero que estaba en él, y pidió auxilio con la mirada a Gata, que lo observaba, de pie, con ojos de asombro.

—¿Qué me está pasando? ¿Me estoy muriendo? —dijo entrecortadamente.

A Gata también se le humedecieron los ojos de azabache y se le quebró la voz cuando contestó:

—¿No lo sabes? No te estás muriendo. Sólo estás llorando. ¿No habías llorado nunca?

Piojo movió la cabeza de un lado a otro para decir que no, porque ya no podía hablar. Se estaba asomando a sus propios abismos. Gata se acercó a él y lo abrazó largo rato ofreciéndole así una primera prueba de la suavidad de su piel. Luego le dio un beso breve en la boca. Sólo posó sus labios, pero a Piojo le pareció que tenía sabor a futuro.

Cuando salieron al portalón de la cueva ya declinaba la tarde. Se habían olvidado del tiempo, o mejor, del tiempo en el que vivían los que estaban fuera, porque para Gata y Piojo la excursión había durado un instante, o quizá toda una vida.

Viento del Norte, recién llegado, fue el primero que los vio, seguramente porque era el único que miraba hacia los bloques que separaban los dos mundos. No estaba inquieto por la tardanza, no era la primera vez que Gata perdía la noción del tiempo en la profundidad y el silencio de una cueva. Lo que le alegraba y al mismo tiempo le preocupaba era la relación que veía construirse entre los dos chicos. Nunca había conocido a su hermana tan feliz y en Piojo había encontrado un posible buen amigo, pero no imaginaba la manera de romper el acuerdo público e inviolable entre las familias que sellaba el destino de Gata junto a Cielo Encendido. Por eso, como no veía cómo podía terminar todo aquello, y sospechaba que no sería de manera satisfactoria para su hermana y para su nuevo amigo, decidió hablar con Piojo en privado.

Lo cogió por los hombros y lo llevó fuera de la cueva. Gata se reunió con los demás pero no los perdía de vista. Un bando de torcazas picó hacia los bajeros, perdiéndose con estrépito en el sombrío del carrascal.

—Caminante —le dijo muy serio y al mismo tiempo con cariño—, nadie conoce lo que ha de venir, pero pueden pasar cosas que pongan en peligro nuestra amistad. Por eso, éste es el momento de que anudemos un pacto hasta la muerte y aún más allá. Te contaré la historia del oso y el abejaruco, para que entiendas lo que quiero decir. Nosotros, los guerreros de esta tribu, la de los Hombres Verdaderos, usamos de historias para comunicarnos unos a otros nuestros sentires, porque las palabras adecuadas no salen de nuestra boca en esas ocasiones. Ésta te la repetiré con las mismas palabras que empleó mi padre conmigo.

»Había una vez un oso que era muy amante de la miel y destripaba todas las colmenas que encontraba. Pero, ¡ay!, no es fácil dar con ellas andando por el suelo, y pocas veces podía saborear el dulce manjar.

»Había también un abejaruco…

—Espera, ¿qué bicho es ése?

—Es un pájaro de hermosas formas y maravilloso plumaje, lleno de tonalidades que incluyen todos los ocres, amarillos, azules y verdes, además del blanco y del negro. El dios que lo creó tenía que ser un artista además de un sabio y tomó como modelo el arco iris. Supongo que no te habrás topado nunca con el abejaruco en la estepa, porque es un ave de tierras más cálidas que raramente llega hasta las tierras altas. Pero se refugian en las solanas de la Roca, al resguardo de las friuras del norte y de las heladas que hacen temblar el páramo. Los abejarucos llegan aquí en la época de las flores y nos abandonan en el tiempo de los frutos. Ya falta poco. Construyen sus nidos en galerías que excavan en el talud del río y forman poblados compuestos por muchas parejas, cada una de las cuales cuida a sus pollos en la profundidad de una larga madriguera.

»El abejaruco come abejas que caza al vuelo y no miel, a diferencia del oso. Sabe localizar muy bien las colmenas, pero cuando lo ven, las abejas se esconden de su pico en el interior de su casa. Mientras los abejarucos rondan la colmena, las abejas no salen de ella en busca de flores, y a los pájaros no les queda más alternativa que pasar hambre o probar suerte en otra colmena.

»El abejaruco y el oso decidieron amistarse y trabajar juntos. El abejaruco localizaría la colmena y el oso la destriparía. Las abejas se enhuecan a veces en grietas de rocas, donde es muy difícil conseguir la miel. Los osos y nosotros los humanos lo tenemos algo más fácil cuando las abejas construyen su colmena en el interior de un tronco de árbol.

»De acuerdo con el trato, después de reventar la colmena la fiera se comería la miel y el ave las abejas. Y cerraron un pacto que sería indestructible.

»Pero los demás osos y abejarucos estaban celosos de la amistad entre el astuto pájaro y la golosa fiera, y se propusieron acabar con ella.

—¿Por qué? ¿En qué les perjudicaba? —preguntó Piojo.

—¿De veras eres tan ingenuo, Caminante? ¿Quién desea el bien de los demás? Total, que le dijeron al abejaruco que todo el mérito era suyo, y que el oso se aprovechaba de su trabajo. Naturalmente que el oso, que sólo quería la miel y no las abejas, no le perjudicaba en nada al abejaruco, pero el ave terminó viendo al oso como una garrapata que se beneficiaba de su habilidad y de su trabajo.

»Al oso le dijeron que él hacía todo el esfuerzo, y que el abejaruco se reía de él y lo ponía en ridículo delante de los otros pájaros.

»Al final, el oso y el abejaruco terminaron odiándose, y su amistad pereció. Para satisfacción de los demás, ambos volvieron a pasar hambre.

»Yo soy fuerte como el oso y también me muevo a ras de tierra. Tú, Caminante, eres como el abejaruco, que vuela alto y es capaz de ver lo que el oso no percibe desde abajo. Barrunto que eres también viajero como este pájaro, que parte cuando los soles enhueran y los cierzos empiezan a zurrar de lo lindo. Y no es que sea tornadizo, es que no puede permanecer todo el tiempo con nosotros porque las abejas duermen cuando el sol está bajo. Pero siempre vuelve a visitarnos para el tiempo del empareje.

Viento del Norte hizo entonces una pausa, para darle tiempo a pensar a Piojo, aunque desde el primer momento el muchacho había entendido la moraleja de la historia. A Piojo le sorprendían continuamente aquellos guerreros que se llamaban a sí mismos los Hombres Verdaderos, con su mezcla de ingenuidad y sabiduría, de sensibilidad y de rudeza, y que tenían que recurrir a cuentos para expresar sus sentimientos más hondos. Pensó que tal vez todos los hombres fueran una extraña mezcla de elementos contrarios, como si en la naturaleza humana se combinaran el fuego y el agua, el aire y la tierra.

—¿Comprendes lo que quiero decirte, Caminante? Tú y yo somos muy distintos y a pesar de eso nos queremos, pero se avecinan momentos difíciles para nuestra amistad. No dejemos que nadie la destruya sembrando la enfermedad de la duda y de la desconfianza en nuestros corazones. Y ahora dame un abrazo.

Viento del Norte y Piojo se estrecharon. Piojo no podía imaginar que nada pudiera cambiar su opinión del amigo, pero adivinaba una honda preocupación en las palabras de Viento del Norte, y supuso que tendría que ver con sus relaciones con Gata. ¿Qué otra cosa, si no, podría poner en peligro su amistad?

Cuando le pareció que su hermano ya le había expresado a Piojo lo que le tenía que decir, Gata se les unió. Oscurecía ya, y Piojo esperaba que se avivaran los fuegos en la Gran Caverna, y empezaran los preparativos para pasar la noche. Estaba demasiado excitado para tener hambre, pero le sorprendió no percibir todavía el tufillo de la carne puesta al fuego. Enseguida Gata lo sacó de su perplejidad.

—¡Por fin una fiesta después de tantas desgracias! Esta noche hay una importante celebración en Valhondo, con música y baile. Nos reuniremos después del poner del sol las familias que ocupamos las cuevas con las familias de las cabañas en la gran pradera junto al río Rumblar. Se trata de la Danza de los Lobos.

—¿En qué consiste la fiesta?

—Encendemos grandes hogueras en su honor.

—¿En honor de los lobos? ¿Nuestros rivales?

—No siempre lo fueron. Se rememora el día en el que los lobos enseñaron a los Hombres Verdaderos a organizarse en grupos como ellos, a ayudarse, a cazar juntos, y sobre todo a obedecer: los hijos a los padres, los padres a los jefes. Los miembros del Tótem del Lobo ya están preparados para la ocasión. Luego cantaremos y bailaremos. Necesitábamos reírnos un poco, y los ancianos han acertado fijando para esta noche la conmemoración.

Empezaron a bajar la cuesta hacia el río, y Gata le iba a hablando a Piojo todo el camino. Los grillos parecían haberse vuelto locos.

—¿Ves esa pequeña grieta en el laderón, debajo de la ceja, a la izquierda de la pedrera? Es una caverna de osos. Nunca la ocupamos nosotros porque es muy baja, y también por no tener que enfrentarnos con ellos. Los osos se meten a dormir a finales de la otoñada, cuando han puesto mucha grasa en el cuerpo porque se han hartado de comer bellotas, avellanas, endrinas, arándanos y otros frutos del bosque. Salen con las flores, mucho más delgados, y a algunas hembras les siguen uno o dos cachorros nuevos. Los osos que se esconden en esa cueva son los más grandes, de los que suelen dormir en grupos. Los llamamos osos montaña. Hay otros osos por estos pagos, también grandes pero no tanto, que se retiran a pasar los días cortos de los soles bajos en solitario. Éstos son más peligrosos que los osos montaña, porque cazan más y comen menos plantas. Afortunadamente no se ven mucho.

—¿También has recorrido esa cueva? —preguntó Piojo, aunque se imaginaba que la respuesta sería afirmativa. Con osos o sin ellos no debía de haber cavidad en la Roca que no hubiera inspeccionado Gata.

—Sí —contestó ella con naturalidad, sin ufanarse de sus conocimientos, sino más bien contenta por tener a alguien con quien compartirlos—, he visitado la cueva de los osos montaña en el tiempo de los soles altos, cuando ellos ya no están, y he visto las camas que excavan para dormir en la invernada y las marcas de sus garras en la pared. Impresionan sobre todo los huesos y calaveras de los animales que han muerto de hambre, de enfermedad o de vejez y que ya no han vuelto a ver la luz del sol. Las yacijas quedan lejos de la entrada, en una sala completamente oscura, al final de un conducto largo, estrecho y sobado por el roce de tantos osos contra la roca durante muchísimas generaciones. Deben de utilizar la cueva desde que el mundo era muy joven. En mis exploraciones me guié por un punto de luz que descubrí al fondo de esa sala, y que corresponde a una estrecha sima que conduce a la ladera.

No es fácil pasar por ahí, desde luego es imposible para los osos, pero yo he conseguido salir fuera de la cueva por ese pequeño boquete del techo.

Empezaba a tejerse la tiniebla entre los árboles mientras las fogatas se iban encendiendo en la pradera y los grupos se congregaban poco a poco a su alrededor para defenderse del cencio que les llegaba desde la ribera del Rumblar. De una gran tienda de pieles salían ruidos que correspondían a los danzantes que se preparaban para su exhibición. Gata y Piojo iban, hablando y riendo, por delante de la gente que bajaba de la Gran Caverna. Todo el mundo los observaba, pero ellos no veían a nadie.