ASÍ FUE COMO AL AMANECER sólo llegaron cuatro muchachos, Murciélago, Cachorro y dos más, a la carrera y sin resuello, al campamento del otro lado de la Cordillera Blanca. Sus padres habían salido a buscarlos, y cuando los encontraron les preguntaron:

—¿Dónde os habíais metido? ¿Qué os ha pasado? ¿Dónde están los tres que faltan?

Los chicos estaban tan asustados por la escalofriante aventura que habían tenido aquella noche que no acertaban a decir nada coherente. Pero finalmente Murciélago se sobrepuso y contó lo sucedido en términos épicos, y con toda la bravuconería de que fue capaz:

—Como vosotros pensabais dejar pasar sin castigo la terrible afrenta de anoche, en la que la aldea entera fue humillada, nosotros nos hemos vengado. Ahora ya podéis levantar otra vez la cabeza y llevarla bien erguida, porque unos jóvenes a punto de ser iniciados hemos sembrado el terror entre nuestros enemigos, que tardarán mucho tiempo en volver a asomarse por aquí. Somos dueños de los cervunales y de todos los animales que pastan en ellos, y nadie osará disputárnoslos. Hemos hecho en una noche más de lo que vosotros habéis realizado en toda vuestra vida de guerreros para garantizar el alimento de vuestros ancianos padres, de vuestras mujeres y de vuestros niños. La caza nos pertenece toda, los alijares por fin son nuestros.

El sol intentaba abrirse camino entre grandes nubes cárdenas cuando de entre las filas de los padres salió el jefe de la aldea. Se llamaba Diez Águilas como el legendario jefe de los primeros padres, y era un hombre alto, fibroso y templado, de expresión grave, corto de lengua y largo de hechos; o como solía decirse: de hablar bajo, y obrar alto. Aunque ya otoñaba, conservaba intacta la autoridad a causa de su buen juicio, que le había permitido siempre tomar la decisión más conveniente en medio de las peores crisis. Su sabiduría era proverbial. El desinterés, la generosidad y la sangre fría le habían encumbrado a la posición de líder indiscutible que ocupaba. Con él al frente todos se sentían más seguros.

Entre el estupor general de los padres por lo que acababan de oír de labios de un muchacho, y sobre todo por la forma en la que había escupido su discurso, se alzó la voz de Diez Águilas, y era una voz neutra, que no dejaba translucir emoción alguna:

—¿Y podrías, ¡gran cazador!, relatarnos en qué ha consistido vuestra hazaña para que podamos admiraros por ella? ¿Y podrías también decirnos en qué se han entretenido y cuándo podremos celebrar del mismo modo a los tres héroes que faltan aquí?

La voz de Diez Águilas, helada como el cierzo que empezaba a levantarse y desprovista de la ironía que, sin embargo, rezumaban sus palabras, paralizó por un momento a Murciélago, que después de tragar saliva empezó a hablar, aunque sin atreverse a mirar a los ojos del jefe:

—Pasamos la quebrada del Venteadero detrás de nuestros enemigos, y los vimos cuando descendían por el lado izquierdo de un gran valle que va hacia el mar. Como su campamento estaba en una cueva al otro lado, y nos dimos cuenta de que no se atrevían a cruzar el glaciar que hay entre medias, decidimos atajar nosotros por el hielo para sorprender a las mujeres en su propia cueva antes de que llegaran los hombres.

Los guerreros veteranos se miraron entre sí con incredulidad, y pronto los padres de los siete que habían participado en la aventura empezaron a sonreírse. Todos estaban muy contentos, menos el jefe, que tenía tan clavada la vista en Murciélago que parecía querer traspasarlo para penetrar en todo lo que se ocultaba dentro de la cabeza del chico. La mirada de Diez Águilas era tan punzante como la del ave de su nombre, y la curvatura de su nariz contribuía a dar a la cara del caudillo la majestad y la fiereza de la gran rapaz a punto de picar sobre su presa.

Al cabo habló Oso Que Bosteza, el padre de uno de los muchachos, un hombre grueso de buen carácter pero por lo general gárrulo, esparajismero y de poco juicio, que siempre abría la boca para decir, con su voz atiplada, lo primero que se le venía a las mientes:

—Así que habéis ido a darles un buen susto a nuestros enemigos, ¡eh! Me gustaría haber visto la cara que pusieron sus mujeres cuando os vieron en la entrada de su cueva. Supongo que habréis armado un buen alboroto. No hay nada que las asuste más que unas caras pintadas con los colores de guerra y unas lanzas bien afiladas. Esas les contarán a sus hijos que los del altiplano somos unos verdaderos diablos. Y, así entre nosotros, seguro que alguna se regodea por las noches pensando en lo que le podríais haber hecho disfrutar. Pero era más prudente salir corriendo de vuelta, no fuerais a tropezaros con los guerreros. A esos tipos no les gusta nada que nos metamos con sus hembras. No diré que estemos orgullosos de vosotros, pero, ¡qué caramba!, ¿quién no ha hecho alguna locura en su juventud? Yo mismo…

Y se calló al darse cuenta de la cólera con que lo miraba su mujer. Antes de que ella le espetara, como de costumbre, que era más parlero que una urraca y que hablaba sólo por tener boca, cambió de expresión. Se puso muy serio y siguió con su aguda voz de conejo:

—Quiero decir que vuestro comportamiento es intolerable, porque tiene que haber orden y autoridad en una comunidad. Nos habéis desobedecido y las consecuencias podrían haber sido muy graves. Los Otros enloquecen cada vez que nos acercamos a sus hembras. ¿Y a quién se le ocurre cruzar un glaciar de noche? ¿Y si os sepulta un argayo de nieve u os caéis por una resquebrajadura de las que se abren en el hielo? Y sobre todo, ¿no os dijimos que os quedarais?…

Pero el tono de la voz le traicionaba porque expresaba la satisfacción de ver a su hijo, también grueso y de un carácter demasiado pánfilo, participando en una aventura tan audaz como aquélla.

—… Y que salgan ya de los árboles los tres mochiles que faltan, que el castigo no va a ser tan grande. Nos habéis dado un susto de muerte, pero puede más la alegría de veros sanos y salvos.

Comprendió entonces Murciélago que era el momento de contar toda la verdad, que tendría que arrostrar las consecuencias de lo ocurrido, de lo cual él era el máximo responsable, y decidió jugarse el todo por el todo. En vez de amilanarse y lamentar su error, que había tenido fatales consecuencias para tres compañeros, suplicando perdón a la comunidad, decidió asumir enteramente sus actos y enorgullecerse de ellos.

Era Murciélago un chico indudablemente valiente, a quien le cambió la vida en una noche. La madrugada en la que nació, el inquietante lucero del alba refulgía brillante, muy brillante. Y debió de ser la voz de la estrella de la mañana, no la suya, la que se dejó oír a continuación porque los ojos de Murciélago brillaban como dos luceros.

—Darles un susto a las mujeres de los Otros es lo que habríais hecho vosotros de haber tenido el coraje suficiente para atravesar el glaciar en la noche. Eso es también lo que hacen los megaceros cuando chocan sus cuernas con las de sus rivales y se traban en un combate falso en el que ninguno de los dos sale herido, y así continúan un día tras otro sin que la pelea se acabe nunca. Mucha exhibición, mucha cornamenta y mucho alarde, pero poca sangre.

La voz de Murciélago temblaba de ira, su sangre hervía y tenía dos carbones encendidos por ojos.

—Nosotros somos lobos y cuando atacamos es para desgarrar la yugular del enemigo y dejarlo yerto sobre el campo.

Cuando se levanta la lanza es para clavarla, y nosotros hemos terminado con todas las hembras de Los Inhumanos, y también con sus cachorros, de modo que jamás puedan vengarse, ni ahora, ni en el mañana, porque ya no tendrán mañana ni habrá más generaciones. La vuelta ha sido rápida, porque los enemigos nos daban caza, y los tres que faltan han ido a reunirse con nuestros antepasados. Han caído con honor, y esos zorros sarnosos no podrán jactarse de su muerte, porque fue el glaciar quien se los tragó.

Se hizo entonces un silencio de muerte en el campamento, y cuando el jefe iba a hablar se le adelantó una mujer mayor, escuálida y seca de haber llorado tanto en la vida, y dijo:

—Yo he engendrado seis hijos, y el único que me quedaba es uno de los tres que yacen en el hielo. Contando a mi marido me ha visitado siete veces la muerte y ya no me quedan lágrimas.

»La hija primera murió, cuando aún le daba el pecho, una noche en la que la luna estaba roja. Se la llevó la luna.

»El segundo era casi un muchacho que corría feliz por el campamento hasta que un día de primavera sopló un norte helado y enfermó. Aquella misma noche se echó en la choza tiritando y estuvo delirando tres días abrasado por la fiebre hasta que se apagó. Se lo llevó el cierzo.

»Me nació luego una hija a la que tuve la dicha de ver casada y con una vida en su vientre, pero un día que cruzaba un río bravo sobre un tronco perdió pie y cayó a la corriente. El agua se la llevó.

»A otro varón y a mi marido los perdí un día de tormenta de verano en el páramo. Se los llevó el rayo.

»Tuve un hijo que llegó a ser un gran cazador, pero volvió de una partida con la espalda quebrada; lo vi languidecer y morir, porque no quiso volver a probar bocado para no ser una carga para los demás. Se lo llevó el mamut.

»Y al último hijo que parí me dices que se lo ha llevado el hielo, y ahora yo también quiero morir para no sufrir más.

Como ella, los padres de los otros dos mozos que faltaban prorrumpieron en lamentaciones, gritos y sollozos que encogían el corazón, aunque los de los supervivientes se alegraban en el hondón de sus entrañas de la suerte de los suyos, y habrían corrido a abrazarlos si no fuera porque esperaban aún que el jefe tomara una determinación sobre lo que había que hacer con ellos.

Y entonces Diez Águilas, mirando de hito en hito a Murciélago, del que le separaba un corto paso, habló sin apenas levantar la voz, aunque en el silencio de la escena todos podían oírle, y las palabras salieron de su boca lentas, secas y restallantes, como si las produjera un látigo bien domado en vez de una lengua humana.

—No sabes lo que has hecho, necio desgraciado. No era por falta de coraje por lo que procurábamos no derramar la sangre de nuestros enemigos. Hemos corrido peligros mucho mayores que el vuestro, luchando con los osos, los leones, los lobos, los bisontes, los uros, y hasta con los mamuts y los rinocerontes, y viajando muy lejos, en la inmensidad del páramo y en la desolación del invierno, para traer comida a la aldea.

»Y vuestras madres no han tenido menos valor que nosotros, porque la friura es igual para todos y ellas, además de estar al cuido del campamento, adobar las pieles, preparar los trajes y conseguir leña, muchas veces, en las hambres duras, han alimentado a la tribu con los frutos del bosque cuando los cazadores volvían con las manos limpias de sangre y las andorgas vacías de alimento pero repletas de hambre.

Y algunas han muerto al traer la vida, y en los peores tiempos han mantenido el espíritu de la tribu. Ellas han sido las más fuertes.

Y el jefe se abrió la cazadora de fina piel que llevaba y mostró su torso, que era recio como el tronco de un viejo roble lleno de nudos y duro como la piedra berroqueña. Desde el hombro izquierdo hasta la cadera derecha lo recorrían tres anchas cicatrices paralelas, las marcas de las garras de un león. Pero, después de la demostración, Diez Águilas aún tenía algo más que decir.

—No era por falta de valor. Pero toda sangre humana es sagrada, y no nos está permitido tomarla, porque atraeríamos la desgracia sobre nuestro pueblo. La carne es nuestra, pero la sangre es la vida y pertenece a los creadores del mundo, y no se puede disponer de ella sin su permiso. Puedes hacer lo que quieras con tu cuerpo, y puedes entregarlo a una mujer para producir otro cuerpo, pero la sangre se la dan a la nueva criatura los espíritus.

»Por eso dirimimos nuestras disputas, dentro de la tribu, probando nuestra fuerza y nuestra agilidad en luchas cuerpo a cuerpo, pero sin golpear con el puño cerrado, ni utilizar las armas. Y por eso suspendemos el combate cuando brota la sangre, y arrojamos entonces cenizas al aire para pedir disculpas a los creadores. Y por eso desafiamos a nuestros enemigos con alardes, para que vean que somos valientes y poderosos, y que podríamos destruirlos si quisiéramos.

La mirada del jefe era lacerante, pero Murciélago no humillaba la cabeza.

—Ésa es también la razón por la que para abatir a un animal tenemos que obtener antes su conformidad, y nos dirigimos a los espíritus pidiéndoles permiso la víspera de la partida de caza. Y luego, cuando derramamos la sangre del ciervo, del caballo o del uro, nos ponemos de rodillas frente a la pieza cobrada y les decimos a los dioses: «Aquí tenéis la sangre de este bello animal. Lo hemos matado para alimentarnos de su carne, porque nuestra carne necesita de la de los animales. Pero os devolvemos su sangre para que se la deis a nuevas criaturas, y así la vida continúe y no se agote jamás».

Y añadió:

—Ésa, y no la cobardía, es la explicación de que la sangre sea intocable entre nosotros. Con vuestra insensata crueldad habéis quebrantado el mayor de los tabúes, y ahora el mundo está en desorden. Seremos un pueblo maldito y nadie querrá acercarse a nosotros, porque atraeremos la desgracia sobre quien nos mire. Expiaremos vuestras culpas mientras existamos y aceptaremos el castigo que los espíritus quieran imponernos. Nuestro nombre, el de nuestro clan, será impronunciable, y nuestra memoria se perderá en el tiempo, y no habrá nadie que recuerde que hemos existido.

»Y si hubierais sabido observar bien a los lobos, habríais visto que ellos, y todas las criaturas del mundo, se rigen por idéntica ley, lo mismo las fieras que los que se alimentan de hierba, porque todos obedecen un único mandato: «Mostrarás tu vigor, pero no verterás la sangre de tus iguales».

»Tampoco nosotros podemos derramar ahora vuestra sangre y compartiremos con vosotros el castigo. Podremos perdonaros, porque no fue vuestra toda la culpa. Si la ceremonia de iniciación no se hubiera interrumpido, el chamán os habría dado a conocer el tabú de la sangre, y nada de esto habría ocurrido. También nosotros tenemos parte de la responsabilidad, por haberos dejado marchar. Nunca debimos haberlo hecho.

Todos los presentes asentían con tristeza a las palabras de Diez Águilas, pero Murciélago, que estaba ciego de vergüenza, de indignación y de despecho, aún quiso decir la última palabra.

—Nosotros no hemos hecho otra cosa que creer en lo que nos habéis enseñado. ¿O es que no nos habéis repetido una y mil veces desde el nacimiento que entre nosotros, el Pueblo, y ellos, los Otros, los Inhumanos, los Extranjeros, existía una distancia muchas veces mayor que la que separa el lobo del zorro, el uro del bisonte, el ciervo del reno? ¿No habéis sido vosotros, nuestros mayores, quienes nos habéis transmitido el odio a los Otros? ¿No nos contaban nuestras madres por las noches historias de miedo en las que Los Inhumanos aparecían representados igual que bestias? ¿No se decía siempre en la tribu que Los Extranjeros no tenían sentimientos humanos y que ni siquiera se querían entre ellos? ¿No los describíais como degenerados sin afectos ni leyes, y como asesinos sin corazón? ¿No nos advertíais de que jamás puede uno fiarse de ellos y de que nunca nos hiciéramos amigos de los hijos de los Otros, por mucho que nos parecieran muchachos como nosotros y nos sonrieran desde lejos, porque era una treta para atraernos y luego matarnos? ¿No procurasteis siempre que no tuviéramos la más mínima oportunidad de conocerlos? ¿No murmurabais que el mundo estaría mucho mejor sin esos seres? ¿No os lamentabais siempre de que existieran? ¿No nos enviscabais contra ellos? ¿A qué viene entonces tanta queja por descastar unas alimañas? Diez Águilas se daba cuenta de que no tenía respuesta para las palabras de Murciélago, mientras recordaba el viejo y sabio dicho que advierte que «a quien sopla en el fuego las brasas le queman los ojos»; y pensó que la hoguera aún podía hacerse más grande y las llamas dejar ciegos a muchos más. Se preguntaba cómo podría evitarse la venganza de sus enemigos y la respuesta a la venganza y una nueva venganza… Pero Murciélago aún no había terminado.

—Vuestra hipocresía me da aún más asco que vuestra cobardía. Si queríais que respetáramos la vida de nuestros enemigos, habérnoslos presentado como respetables. Si está prohibido que un hombre derrame la sangre de otro hombre, mientras que se permite verter la de los animales, habernos descrito a los Otros como humanos, y no como comadrejas. Y si sus hijos son tan sagrados como los nuestros, ¿por qué nunca nos lo dijisteis? Toda esa historia del tabú de la sangre me parece un truco de los chamanes para mantener su poder sobre la tribu.

»Y puesto que nos habláis con dureza por hacer justamente lo que vosotros nos contabais que se tenía que hacer, nosotros os abandonamos. A partir de ahora llevaremos una vida de auténticos hombres. Y si algún día alguien pregunta por qué hemos matado y por qué hemos muerto les daremos esta respuesta: «Nuestros padres mintieron, eso fue todo».

Murciélago se dio la vuelta en dirección a la montaña donde estaba la Cueva Prohibida, y los demás, que participaban de la misma mezcla de sentimientos —decepción, orgullo, miedo, cólera—, le siguieron. Los padres de los chicos dieron un paso para retenerlos, pero Diez Águilas los paró en seco con un gesto de la mano, y habló:

—Dejadles ir ahora. Todos, ellos y nosotros, tenemos mucho que meditar. Áspid Enroscado callaba y Nube Negrisca lloraba.

En el cielo, el sol había sido definitivamente derrotado por las nubes y a lo lejos sonó el estampido de un trueno.