LA PIEDRA SEÑERA era un afloramiento de pizarras que se erguían enhiestas en mitad de un desierto que se extendía hasta donde la llanura se esfumaba en el horizonte. A la espalda, hacia el mediodía, se elevaba imponente una muralla nevada, las Montañas Azules. Pero así como los bravos picos de la Cordillera Blanca se entremezclaban como si se hubieran enredado los cordales, formando nudo, las pandas Montañas Azules se alineaban disciplinadas y mansas. Las lejanas cimas del norte estaban rotas y astilladas en agudos galayares y cortantes cuchillares; en cambio, las compactas moles del sur eran gibosas y pesadas. Las Montañas Azules parecían una colosal ola que avanzase sobre la pradera, y la nieve de las cumbres era su espuma. El macizo central era conocido como el Murazón, porque semejaba el músculo del brazo; era el bíceps de piedra de la tierra.
También había una diferencia de carácter entre las cumbres erizadas y las romas. Las septentrionales parecían estar siempre a punto de enfadarse, imprevisibles en su mal genio, mientras que las meridionales, aunque de invernias y agostadas extremas, eran más pacíficas: menos cambiantes, menos caprichosas.
Se decía que los formidables seres que habían construido con gigantescos bloques de piedra las Montañas Azules habían despreciado las grandes lajas de pizarra, que no les servían por ser en exceso planas, lanzándolas a la llanura desde las cimas donde edificaban la cordillera, y por eso estaban clavadas casi de pie en mitad de la nada.
Un viento helado levantaba aquel día de invierno remolinos de arena. La planicie estaba salpicada de tersas láminas de agua, que espejeaban entre las dunas. Unos tarayes deformes crecían junto a los aguazales, que estaban bordeados por juncos y eneas. Algunos golpes de pinos moteaban el paisaje. Obedientes al viento dominante de poniente, los árboles se inclinaban hacia saliente, con todas sus ramas en un solo lado del tronco, apuntando hacia donde nacía el sol. En la lejana distancia, una manada de caballos abrevaba en un lavajo. En la pared de roca contra la que se apoyaban Ira y Venganza había otro caballo, cuyo enorme perfil estaba grabado con trazos discontinuos hechos a base de pequeños golpes en la piedra.
Cuando Murciélago les contó todo lo que había pasado, no parecía sentirse orgulloso de la hazaña de haber derrotado al prestigioso Diez Águilas. Estaba profundamente cambiado, y se expresaba con una serenidad que nunca le habían conocido, como si la rabia que siempre lo consumió hasta entonces se hubiera extinguido cuando acabó con la vida del jefe. Recordó la dulce mirada de Diez Águilas, que le había hablado desde los sueños y desde la muerte.
—Diez Águilas nos ha perdonado con su sacrificio, y quiere que regresemos a la tribu para que todo vuelva a ser como antes.
Ellos intentaron persuadirlo, convencidos como estaban de que no los aceptarían jamás de vuelta en la tribu, de que era mejor reunir una horda y empezar otra vez, aunque, eso sí, ahora con más experiencia. Y, por supuesto, ya no volverían a ser tan confiados como para permitir que les traicionara su propia gente.
—Lo que te pasa —argumentaban Ira y Venganza— es que te encuentras cansado y trastornado por el duelo. En cuanto te recuperes y te sientas fuerte otra vez verás las cosas con más claridad.
Él movió la cabeza tristemente. Pasaban los días y no salía de su abatimiento. Nada ni nadie era capaz de arrancarlo de sus meditaciones. Por fin, cuando estalló la primavera, sus dos compañeros perdieron la esperanza de recuperar al antiguo Murciélago y se resignaron a la idea de abandonar la vida que habían tenido, sanguinaria y peligrosa, pero intensa y emocionante. Tal vez, pensaron, después de todo Murciélago tenga razón. A lo mejor no es demasiado tarde.
Emprendieron los tres el camino hacia el campamento de sus padres y hermanos, y conforme se acercaban se encendía y crecía en ellos la esperanza de que serían felices llevando una existencia normal, la que no habían tenido desde que, hacía ya una eternidad, se interrumpiera su ceremonia de iniciación. Pero al ver los cerezos cuajados de flores, su símbolo, a Ira se le escapó un suspiro. Supuso que ya no moriría en la plenitud de la vida y que su final no sería honorable.
Habían pasado ya las asperezas de los tiempos de cielos siempre arrugados, de los hielos duros de las noches de sereno, bajo unos luceros que tiritaban arrecidos, de los soles hueros apenas entrevistos, que parecían protegerse también ellos del frío con gruesos abrigos de pieles blancas, de las celliscas, de las nevascas y de las nieblas perpetuas y grises, de los resuellos bien tapados con varias vueltas del rebozo, los gorros calados hasta los ojos y los cuerpos fardados con las capas de bisonte cruzadas. Por fin se anunciaban en el aire las blanduras, las suavidades, las humedades y los soles amigos que desnudaban y excitaban a los hombres y a los animales en el tiempo del pelecho, de las calenturas y del empareje.
El campo verdegueaba y el rocío empapaba los amaneceres. Caminaban una radiante mañana por la alegre pradera. Se oía por todas partes el restallante «palpalás» de la codorniz, invisible entre las altas hierbas, y el castañeteo del macho de perdiz en celo. De cuando en cuando levantaban una patirroja que les sobresaltaba con la explosión de su bronco vuelo. Lejos, un inflamado macho de avutarda se pavoneaba con todas sus blancas plumas desplegadas, como un enorme y redondo copo de nieve.
Otras muchas aves de la estepa, tomadas de amores, llenaban el cielo de garabatos. Las tórtolas ya habían llegado, anunciando el final de las friuras. Una pareja de torcazas volaba recia hacia la negrillera de un río lejano. Los aguiluchos, mientras tanto, jugaban con el viento al ras de las cimbreantes cañas buscando ratoncillos o pollos con los que alimentar a los suyos propios. Un enorme lagarto, con sus llamativas pintas azules en los costados, se asoleaba sobre una lancha con la bocaza abierta, mientras que, ajenos a todo, los machos de las liebres se acometían con saña. Y sobre las flores que rompían por todas partes zumbaban los abejorros.
Murciélago recordó las últimas primaveras, cuando cruzaban la Cordillera Blanca en busca de nuevas aventuras, y los piornos estaban tan cuajados de flores que saturaban el ambiente con su agobiante olor. Las laderas de las montañas se tornaban por un tiempo amarillas… Pero ahora estaban en la pradera.
A lo lejos vieron un grupo de alborotados niños bañándose en las orillas de un río. Sus juegos eran observados desde el talud de la ribera, bastante más arriba, por varias mujeres que reían escandalosamente y por tres hombres que, apoyados en sus lanzas, conversaban tranquilos. Sobre el suelo, pero a la mano, tenían los propulsores y un haz de azagayas.
A Murciélago se le iluminó la cara al contemplar una escena tan llena de paz. Era posible. Volver a la paz antigua era posible. Mandó a los otros dos, con un gesto, quedarse en el sitio, y él se adelantó, sin armas, hacia los niños, caminando con el agua hasta las rodillas. Notaba su frescura como una caricia, y se sentía bendecido por la dulce mirada del jefe que guardaba en el interior de su cabeza.
Los rapaces lo vieron cuando estaba ya muy cerca de ellos, pero no se alarmaron porque aún vivían en la edad de la curiosidad sin límites y de la confianza ciega en la seguridad que ofrecen los mayores. Tampoco habían tenido nunca una mala experiencia con extraños. Por eso no gritaron, y los adultos que los vigilaban no se apercibieron de la llegada de Murciélago.
El que había sido un sanguinario renegado se sintió lleno de amor y de dicha, y puso su mano sobre la cabeza de un chiquillo.
El crío lo miró, y al ver la fealdad de su cara, la misma horrible fealdad que hizo que sus compañeros de juegos, cuando tenían la misma edad que ese niño, lo apodaran Murciélago, se echó a reír. Los demás chavales lo imitaron y sin temor alguno se mofaron del joven haciendo muecas. Todos sus buenos propósitos murieron en ese instante, y una ira antigua, profunda y sangrante que venía desde su infancia lo poseyó. Levantó su mano y el niño chilló asustado. Los hombres que estaban distraídos en lo alto del ribazo vieron de pronto a un extraño que amenazaba a uno de sus niños, e hicieron silbar en el aire las jabalinas. Levantaron su vista luego hacia Venganza e Ira y se quedaron mirándolos fijamente mientras los niños y las mujeres corrían dando gritos hacia el campamento. Pronto salieron guerreros de todas partes y enseguida los rodearon. A Venganza lo mataron en el acto con una lanza. Con Ira se demoraron más, porque era el único que les quedaba para divertirse. Sintió una infinidad de puños que lo golpeaban, y luego lo llevaron a patadas hasta el río para ahogarlo en él. Pero Ira se dejó llevar por la corriente en un descuido de sus agresores, que lo creyeron ya muerto o inconsciente, y el agua lo arrastró entre rocas y rabiones, agitándolo y golpeándolo aún con más violencia que la gente de su tribu, que seguía con alegría sus vueltas y coscorrones, hasta que finalmente se precipitó por una cascada y se perdió en su blanca espuma. Lo dieron por ahogado y se olvidaron de él… pero pudo salir vivo del agua río abajo y esconderse entre la maraña del soto. Se alejó por la noche con la piel cubierta de llagas y muchos huesos quebrados. Si no hubiera sido por su dureza, adquirida en sus años de correrías, se habría dejado morir. En lugar de desfallecer y entregarse a su mala suerte se preparó un emplasto de casca de encina, porque sabía que la piel del árbol cicatrizaba las heridas en carne viva, y de ese modo sobrevivió. ¡Pero en qué estado! Cuando se miró en el río no pudo reconocerse y la imagen que le devolvió el agua le dio náusea y miedo. Muchas veces se preguntó después si había valido la pena.
Su cuerpo quedó tan deformado, la piel tan arrugada como la corteza de carrasca que había usado para curarla, y la cara tan cambiada, que ni su propia madre sería capaz de reconocerlo. Pero, aunque no corría ya el peligro de que alguien descubriera quién era, o quién fue, prefirió alejarse de todo lo que le recordara su existencia pasada, y así se dedicó desde entonces a viajar de campamento en campamento ofreciendo sus servicios como tatuador, porque el pulso no lo había perdido y siempre fue hábil con los tatuajes, mucho más que la mayoría de la gente normal. Por eso muchos clanes preferían que los tatuajes los hiciera él, y a cambio le dejaban acercarse a sus fuegos y comer de lo que ellos habían cazado o recogido. Pero la voluntad le había abandonado y ya no forjó más planes, ni albergó ilusiones, ni buscó horizontes, y pasó el resto de su vida dando tumbos, como un canto rodado en el fondo de la corriente.
—… Y ya ves, Piojo, de lo que sirvió el arrepentimiento de Murciélago —se lamentó el viejo—, y qué falsas son las ilusiones que se hacen los hombres. Si vas deprisa, alcanzas la desgracia; si vas despacio, es la desgracia la que te alcanza. Se equivocó Murciélago al dejarse conmover y se equivocó también el sabio Diez Águilas cuando creyó que con más sangre podría extinguir el odio entre los Pueblos de la Meseta y las Gentes del Mar. Los incendios no se apagan hasta que ya se ha consumido todo, y aún quedan muchos hombres para matar y morir a los dos lados de la Cordillera Blanca. Y el odio que heredarán los hijos echará más leña a ese fuego, que seguirá ardiendo en las generaciones que han de venir.
Piojo estaba perplejo. Habría jurado, como niño que era, que el amo siempre había sido viejo, deforme y malo. Hecho de huesos y de cuero, sin entrañas dentro. Ahora no sabía qué pensar ni qué sentir. ¿Lástima? ¿Regocijo? ¿Asco?
El viejo se quedó mirando el fuego y recordó lo que había dicho el chamán en su abortada iniciación, tanto tiempo atrás: «El fuego tiene vida propia. El fuego hablaba antes de que los hombres se expresasen, y antes de que él se dirigiese al hombre, nuestra vida no era muy diferente de la de los animales. El fuego brota de las plantas y en las plantas se esconde. Las plantas lo toman del calor del sol, que es el padre de todo lo viviente, y por eso en la oscuridad de las cuevas no crecen las plantas, porque no pueden alimentarse del sol. También las estrellas que cabrillean en el cielo son hogueras, las fogatas de los antepasados, porque el hombre no puede vivir sin el fuego ni después de su muerte». El fuego guiaba al chamán en la recuperación de la historia pasada. El mago de la tribu les hablaba de un fuego que hasta entonces habían creído totalmente suyo y a su entero servicio. Desde niños el fuego había estado cerca, les había rescatado de las garras del frío y de las del león. Sus padres se amaban a los pies del fuego, y con él sus chozas tenían luz y tenían vida. Sin embargo el chamán les hablaba entonces de un fuego vivo y sabio que forjaba a la tribu a su imagen y semejanza. Los hombres podían inflamarse como la yesca y destruir todo a su paso si el combustible era el odio. El hombre podía también abrasarse lentamente si lo que ardía era amor. Algunos hombres especiales se arrebataban con un incendio interior y creaban en las paredes de roca formas tan bellas como las propias del fuego. Era el fuego el que poseía al hombre, era el fuego el que dominaba el pensamiento. El fuego se filtraba a través del túnel de las pupilas y embargaba las mentes de los jóvenes principiantes. El mago hablaba de un fuego poderoso, creador y destructivo, vigilante y vigilado. Y los jóvenes allí, en la cueva, en torno a la magnífica hoguera, se sentían poseídos y conscientes de ello.
El viejo dio un trago prolongado a la cuerna de licor y escupió unas palabras finales, dichas con tanta desesperación que hasta Piojo se compadeció:
—Todo me ha fallado en la vida, hasta la muerte.
Ya no volvió a abrir la boca. Ni siquiera se volvió hacia Piojo. Cuando éste se durmió aún permanecía mirando fijamente al fuego. Ni a la mañana siguiente, ni en ningún otro momento, volvió a referirse a su oscuro pasado.