SIGUIENDO A MURCIÉLAGO en silencio, Cachorro y los otros dos chicos caminaron hasta la Cueva Prohibida. Llovía lentamente. Por el camino, en una charca, cortaron unos carrizos. En la caverna languidecían los rescoldos de la gran hoguera que había ardido durante la ceremonia de iniciación. Uno de los muchachos puso sobre las brasas un gadejón de quejigo que estaba preparado a un lado de la lumbre, y las llamas volvieron a danzar alegres, iluminando el lugar y llenándolo de calor y de vida. Las manos rojas de la Pared de los Héroes, y los signos que había junto a ellas, se encendieron también como si tuvieran su propio fuego, y Murciélago se paró delante y les dirigió la palabra:

—Hermanos, ya habéis visto cómo nos ha tratado la aldea después de habernos jugado la vida por ella. Queríamos ser grandes guerreros y que nuestras manos se marcaran algún día en la pared, pero nuestros sueños eran sólo ilusiones de niños. Esperábamos llevar la vida de nuestros remotos antepasados, los que vinieron de muy lejos y conquistaron la Gran Planicie. Nuestro deseo era sufrir y luchar por la tribu, y que nuestros padres se llenaran de orgullo. Arriesgamos nuestras vidas y tres la perdieron, y a cambio obtenemos reproches y deshonor. He visto desprecio en los ojos del hombre que más he admirado en mi vida, el jefe Diez Águilas.

—¡Ése es otro cobarde! —chilló el hasta ese día pacífico hijo de Oso Que Bosteza. Murciélago no le prestó atención y continuó.

—Pero esta noche, después de todo, hemos tenido nuestra iniciación. Hoy hemos dejado de ser niños para convertirnos en hombres, porque se nos han abierto los ojos. Hoy hemos aprendido que la vida es triste, y que sólo consiste en cazar para comer, pasar hambre y frío en el invierno y más tarde perder las fuerzas con la edad, envejecer, convertirnos en una burla de lo que fuimos, y finalmente morir amargados y abandonados.

»La vida humana es peor que la de los animales, porque ellos no saben lo que les aguarda. El joven león lucha por obtener el respeto de los demás, y cuando es el señor de una manada cree que siempre será así. Nadie le ha dicho que acabará en los huesos y sin colmillos, y que las hienas que desprecia se lo comerán algún día. Y lo mismo le pasa al ciervo en la berrea, cuando sólo busca las hembras y el combate y no cavila sobre su final.

»Hasta la noche pasada veíamos la vida de otra manera: esperábamos llenarnos de honor mientras tuviéramos fuerzas, y que luego nuestras hazañas nos acompañaran en la vejez. Pero ¿qué vamos a contar a nuestros nietos? ¿Que cazábamos inofensivos ciervos y cabras? ¿Que nunca nos atrevimos a cruzar la Cordillera Blanca por temor a nuestros enemigos? ¿Qué orgullo hay en eso?

Los otros tres asintieron con la cabeza y con la voz:

—¡Sí, sí, sí!

—Nos han dado de mamar mentiras —prosiguió Murciélago, reafirmado por sus compañeros—, y ya no creo en nada. No me trago que los colmillos de oso, de león, de pantera o de lobo, o las garras que cuelgan del cuello de nuestros padres se los arrebataran a las fieras en combate de igual a igual. Me temo que se los arrancaron a los animales que se encontraron muertos. Hasta dudo de que les disputaran los despojos a las hienas. Pienso que esperaban pacientemente a que acabaran con la carroña.

—¡Malos cazadores, buenos mentidores! —le interrumpió con otro chillido el hijo de Oso Que Bosteza.

—Tampoco creo —Murciélago no se detenía— que las manos rojas sean las de los héroes de la antigüedad. Seguro que se las encontraron aquí cuando llegó nuestro pueblo, y los chamanes se inventaron su significado. Los hombres de la aldea llevan los nombres de unos valientes que nunca existieron. También los nombres son falsos y yo no quiero cargar con uno de ellos.

—¿Qué haremos entonces? —dijo Cachorro, que empezaba a preguntarse en qué terminaría todo aquello. Hasta ese momento no había tenido el tiempo ni la serenidad para reflexionar acerca de lo que le estaba ocurriendo, sobre el giro radical e inesperado que estaba dando su vida; de pronto sintió el deseo de que el torbellino se detuviese siquiera un instante para poder pensar con calma. Los otros dos muchachos empezaban también a sentir una gran inquietud, una vez pasados los momentos de la aventura y de la exaltación que arrebataran su espíritu. Pero Murciélago no les dio respiro porque él sentía la misma zozobra y prefería seguir hacia delante sin volver la cabeza.

—Así haremos: marcaremos con ocre nuestras manos en la pared, y seremos los primeros héroes verdaderos. Y nos daremos nombres nuevos, que se convertirán con el tiempo en sagrados, porque nuestra vida será una leyenda que correrá de boca en boca y que se contará en los fuegos de campamento mientras haya inviernos y nuestra tribu exista. Y serán nombres que nuestros enemigos pronunciarán con temor. Viviremos realmente la vida de nuestros falsos antepasados. Y nos matará un oso o un león, o la jabalina de un adversario, pero no sufriremos las penas de la vejez.

—¡Eso es, eso es! —dijo el muchacho al que llamaban Ligaterna porque era ágil y nervioso como una lagartija.

Mientras los demás se enardecían, Cachorro recordó que su abuelo decía que no habiendo enemigo enfrente todo el mundo es valiente, pero no se atrevió a contradecir a sus amigos. Además, él siempre seguiría a Murciélago, que continuó hablando.

—Nuestro símbolo será la flor del cerezo, que cae entera, antes de marchitarse, cuando aún está en toda su belleza. Mejor florecer sin dar fruto que fructificar sin haber florecido, como la camarina.

Y cogió de una repisa el cuenco de hueso que contenía la pintura roja, de ocre disuelto en agua, con la que los guerreros se habían decorado el cuerpo, y se llenó la boca de líquido. Tomó entonces uno de los carrizos, cortó la caña y espurreó con ella el ocre sobre su mano apoyada en la pared, que quedó nítidamente perfilada. A continuación, los otros tres compañeros se rociaron también las manos con el almagre pulverizado y las dejaron marcadas. No había ya padres, ni ancianos ni chamanes en la gruta, pero la silenciosa escena a la luz de la hoguera era tan solemne como la que habían vivido la víspera delante de toda la comunidad. Después habló Murciélago, su nuevo jefe.

—Ahora es el momento de que escojamos nuestros nombres de guerreros. Ya sé que me llamáis a escondidas el Murciélago, pero ahora no me importa. Tomaré ese nombre porque atacaré en la noche y seré invisible para nuestros enemigos.

Los tres muchachos restantes eligieron también sus nombres, y ninguno era como el de los antepasados, sino que expresaban el estado de ánimo que les embargaba, y tenían la grandilocuencia propia de la adolescencia: Castigo, Venganza e Ira.

—Desde este momento me llamaré Ira, porque jamás se agotará mi furia —dijo, gritó casi, Cachorro, avergonzado por lo que había pensado antes.

Cuando salieron de la Cueva Prohibida se sentían bien por primera vez después de los terribles acontecimientos de la última noche. El cielo estaba ahora radiante, como sus corazones, y empezaron a caminar sonrientes y cogidos por los hombros hacia la Cordillera Blanca con las lanzas en ristre. Los dorsos de las cuatro manos derechas tenían el color de la sangre. Los cerezos se vestían de primavera. El mundo era suyo.

Los primeros dos años fueron muy duros para los cuatro, porque era muy poco lo que conocían sobre la supervivencia en plena naturaleza. No sabían cómo cazar grandes presas, pero habían acompañado a sus madres y abuelos en las tareas de recolección de frutos y de setas en la temporada que va de mediados de verano hasta finales del otoño, y así pudieron alimentarse regularmente al menos durante una parte del año, justo la que precede al cruel invierno. Cuando conseguían las dulces bellotas de las encinas se las comían directamente o las machacaban para hacer una harina que luego cocían sobre una piedra caliente. Sabían que estas tortas se conservaban mucho tiempo y podían llegar a ser el sustento principal de la tribu si el invierno venía duro, pero las encinas no eran muy abundantes en la pradera. Los nogales y los castaños eran aún más raros porque necesitaban tener siempre los pies húmedos, pero daban mucha comida en la otoñada. En caso de extrema necesidad con los rizomas del helecho se hacían tortas, aunque en grandes cantidades sentaban mal, y también eran comestibles sus brotes. Había muchas verduras en la primavera, pero de poco alimento, más para entretener el hambre que otra cosa.

De crios, sin alejarse mucho del campamento, se divertían cogiendo salmones, truchas y demás peces con las manos, o embeleñándolos con gordolobo y raíz de torvisca, robando huevos y pollos de los nidos, poniendo lazos de crin de caballo y pinando lanchuelas en los revolcaderos y bebederos; con este simple armadijo formado por una laja sostenida por una varilla podían obtener liebres, conejos, codornices y perdices. Cuando los niños se cuajaban un poco, justo antes del estirón, aprendían a manejar el garrote liebrero, un palo corto que lanzaban de la punta, e incluso el bastón arrojadizo, más grande, con un ligero ángulo y los dos extremos apuntados, con el que a veces abatían piezas de tamaño mediano, como un rebeco, una cabra o un corzo, y entonces se hinchaban de orgullo y se sentían cazadores curtidos. Con liga hecha de muérdago capturaban pequeños pájaros. En caso de necesidad todos los animales de pelo y pluma eran comestibles. Sin olvidarse de las ranas, los cangrejos de río, los lagartos y los saltamontes. Y además tenían la miel, que era muy buscada.

Hay mucho alimento en el campo si uno sabe dónde encontrarlo y tiene la suficiente paciencia. Tenía más carne un caballo que mil ratas de agua, desde luego, pero la caza menor y las plantas estaban siempre ahí, y al caballo había que echarle mano. Por eso ocurría a menudo que los que se quedaban en el campamento —ancianos, mujeres y niños— aportaban más, poco a poco, a la economía del grupo que los cazadores. Y lo que es más importante, el campamento proporcionaba comida de forma más constante que las partidas de caza, que volvían muchas veces con las manos vacías, o tardaban muchas semanas en regresar.

Sí, los niños disfrutaban extraordinariamente acompañando a sus madres en la recolección y en la caza menor, pero soñaban con la caza mayor: el aguardo nocturno y paciente junto a los abrevaderos, las largas esperas en los claros del bosque donde habían preparado el salegar para atraer a las reses, y el rececho sigiloso con los nervios a flor de piel y el corazón entre los dientes. Era de las matanzas de bisontes de lo que hablaban los hombres en los fuegos de campamento, y no de la recogida de bellotas, arándanos, moras, avellanas y endrinas, o de la pesca de cangrejos. Veían a padres y a tíos muy concentrados planificando las futuras expediciones de caza, o disfrutando a su regreso con las mil y una anécdotas de la aventura.

Cazar el bisonte tenía prestigio, y además el gran bóvido proporcionaba a la tribu casi todo lo que necesitaba: carne para consumir fresca y para conservar seca, pieles para vestirse y para hacer tiendas de campaña, huesos y cuernos para fabricar instrumentos que iban desde puntas de azagaya hasta los punzones; incluso, a falta de leña, estiércol para alimentar el fuego. El bisonte era un coloso que imponía respeto, mientras que una perdiz nival, una marmota, una liebre o hasta un ganso, a pesar de su mucho alimento, no dejaban de ser bichos comestibles que cazaban, o casi sería mejor decir recolectaban, las mujeres y los alevines de cazadores. «El bisonte es para el hombre lo que la chorla para el halcón y la liebre para el águila», solían decir los cazadores, que disfrutaban viendo desde lejos los quiebros de las rapaces y sus presas.

Eran legendarias las historias de la caza del mamut, lance supremo, que se producía cuando alguna rara vez descubrían un ejemplar atollado en el tremedal y lo acosaban con sus lanzas en los corvejones para inmovilizarlo y luego se las clavaban en las ijadas o en la panza o donde podían, hasta acabar lentamente con el aliento del gigante. Más de un miembro de la tribu también había dejado su vida en el trampal en aquellas memorables ocasiones.

Como los frutos crecían en los árboles y arbustos, y la planicie era en general una estepa, los humanos se concentraban en los bosques de los valles más profundos y de las solanas de las montañas durante la época de fructificación, y por eso los de la banda del Murciélago debían tener mucho cuidado para evitar un encuentro. En esos primeros dos años no deseaban ver a nadie, porque estaban en fase de crisálida. La oruga había muerto, pero todavía no había salido la mariposa.

Aunque con el tiempo se fueron sintiendo cada vez más fuertes y más decididos, cuatro lanzas eran pocas para acorralar y derribar a las grandes bestias, o siquiera para empujarlas hacia un despeñadero. Además, nadie les había enseñado a rastrear las presas o a esperarlas en los lugares a los que acuden confiadas a beber, a lamer la sal o a aparearse. No conocían bien los ritmos de la naturaleza porque no habían vivido lo suficiente como para descubrir el pulso de la vida por sí mismos. Ignoraban dónde pare la corza, o en qué luna canta el urogallo. Toda especie tiene su forma de ser, pero aún no se lo habían explicado.

Era mucho lo que precisaban saber sobre la caza mayor, pero ésa era una ciencia que se transmitía de una generación a otra, y ellos ya no pertenecían a ninguna. El conocimiento de las costumbres de los animales, y el de los inmensos territorios que habitaban, era la suma de las experiencias acumuladas por la multitud de los antepasados desde los albores del tiempo. Y cada uno de los mortales, se decía, tiene tantos antepasados como estrellas centellean en la noche.

Puesto que en ellos se quebró la continuidad entre los vivos y los muertos, no pudieron beber de ese río de sabiduría, y no les quedaba más remedio que remontarlo hasta sus veneros: el tiempo en que los hombres vivían como animales sin entender nada y con los ojos cerrados a los secretos de la naturaleza.

Pero eran jóvenes y vigorosos, y estaban resueltos a todo. Murciélago les convenció de que era justo que otros se afanaran por ellos y se dedicaron a robar la comida de los campamentos. Sólo atacaban a los Otros, porque les daba vergüenza robar a su propia gente como si fueran vulgares urracas. Sin embargo, apoderarse del botín de los enemigos ancestrales les parecía legítimo, y constituía una pequeña hazaña que no carecía de riesgos. Aunque espiaban pacientemente los poblados y esperaban a que se hubieran marchado los hombres, a menudo oían el silbido de las letales azagayas que les enviaban las mujeres, los viejos y los niños. Y un venablo lanzado por un propulsor podía dejar seco a cualquiera aunque lo impulsara el brazo esquelético de una vieja sin dientes.

Empezaron siendo sólo cuatro, pero poco a poco se les fueron uniendo algunos muchachos de la meseta. Descubrieron así que en todos los campamentos había jóvenes descontentos, que por una razón u otra no soportaban la convivencia con los demás miembros de la tribu. Las personas mayores se acomodaban a cualquier situación y la toleraban; aunque les hubiera tocado llevar una oscura y triste vida, eran capaces de sufrirla día tras día. Pero nunca faltaban en los poblados adolescentes rebeldes y jóvenes inadaptados, que estaban dispuestos a escapar de la tiranía de las normas que regulaban la vida del grupo si se les daba la más mínima oportunidad de hacerlo. Los hombres, les enseñaba Murciélago, son por lo general tan sociables como el bisonte o el caballo, pero por alguna extraña razón los espíritus moldean a veces personas que no soportan el seguir mansamente a la manada. Y ellos eran de ésos.

Y con los jóvenes guerreros empezaron a llegar también las chicas, atraídas por una vida más libre que la que la tribu les ofrecía como esposas y madres. Cada uno de los nuevos miembros que pasaba a engrosar el grupo tenía sus propios argumentos para escapar de su pequeño mundo. Y ellos ofrecían la única alternativa posible a una forma de vida que a muchos se les hacía insoportable, porque ya no querían sufrir por más tiempo el suplicio que les suponía la obediencia a los códigos de la tribu.

Se consideraban los más libres de todos los seres humanos porque no tenían que sujetarse a ley alguna. Llegaron a ser tantos que se convirtieron en el Pueblo Errante, un pueblo sin tribu ni obligaciones para con nadie, humano o divino. Mas, para su antigua tribu, Murciélago, Castigo, Venganza e Ira seguían siendo los Sin Nombre y sólo podrían volver a ella si recibían un Nombre Verdadero en una ceremonia de iniciación.

Todos estaban llenos de entusiasmo, y constituían una tropa invencible. Perdieron el miedo y los miramientos, dejaron de robar a escondidas en las aldeas de las Gentes del Mar y empezaron a atacarlas a plena luz del día, estuvieran o no sus guerreros presentes. Al que se resistía lo traspasaban con la lanza, y con las mujeres hacían lo que les venía en gana. A fin de cuentas, los cuatro ya habían descubierto lo fácil que era asesinar. Desde las montañas caían por sorpresa sobre los valles que dan al mar, y arrasaban todos los campamentos que encontraban en el camino. Aunque al principio sus ataques tenían un propósito, o una justificación, ya que buscaban alimentos, pieles y mujeres, pronto quedaron saciados de todo lo que necesitaban —comida, abrigo o sexo— y entonces siguieron matando y destruyendo sólo por el placer de hacerlo, y por calmar su sed de revancha contra una suerte que les parecía injusta. Pero la sed no se calmaba nunca.

Cuando terminaba el verano, suspendían las correrías para volver a las anchas tierras de la meseta, donde se sentían seguros.

Las gentes de su tribu tenían noticia de las incursiones que llevaban a cabo en territorio enemigo, y hacían como que no se enteraban. Cuando los veían a lo lejos en el yermo se apartaban de su camino. Algunos jefes de aldea, como Diez Águilas, desaprobaban la conducta de los Sin Nombre, porque la consideraban contraria a la costumbre. Estos caciques pensaban que, en el mundo, todo, desde los movimientos del sol, la luna y las estrellas, hasta las migraciones de las grullas, de los cisnes y de los gansos, así como la sucesión de las estaciones, estaba sometido a la ley de los dioses. Somos ramales de una misma trenza, solían repetir. Les parecía a los hombres sabios de la tribu que los comportamientos desordenados podían perturbar peligrosamente la urdimbre de la vida. Decían que las cosas estaban tan anudadas unas con otras que formaban una enorme y finísima tela de araña, de hilos invisibles pero muy fuertes. Si la malla se aflojaba, aunque fuera sólo en uno de sus lazos, nadie se salvaría porque todos dependían de todos.

Pero, en realidad, la mayor parte de la tribu se regocijaba con las hazañas de la banda sobre los eternos enemigos. Eran pocos, en el fondo, los que se escandalizaban de las matanzas de inocentes que perpetraban.

Los Otros no comprendían qué había desatado aquella furia que les azotaba desde la meseta, ni cuál era la razón de los salvajes ataques. Pero pronto empezaron a organizarse y responder de la misma manera. Las gentes de los poblados de la meseta dejaron entonces de encontrar divertidas las acciones del Pueblo Errante, aunque, para los niños, los jóvenes y valientes asesinos seguían siendo unos héroes. El resultado inevitable fue que la frontera se incendió en una guerra sin piedad en la que se enzarzaron los Pueblos de la Meseta y las Gentes del Mar. Y en aquel río revuelto Murciélago y sus fieros compañeros llenaban la cesta de peces.

El jefe Diez Águilas sabía desde hacía tiempo lo que tenía que hacer, y al fin se dispuso a cumplir con su tantas veces aplazado deber.