LOS HOMBRES DEL TÓTEM DEL LOBO bailaban con movimientos sincronizados, dando a entender que estaban perfectamente organizados. El que hacía de jefe de la manada iba delante y de cuando en cuando emitía un aullido que era una señal de atención antes de cambiar de movimiento. A continuación se volvía, y todos lo hacían, o cambiaba el paso, o giraba a la derecha o a la izquierda, o empezaba a dar vueltas sobre sí mismo, y era inmediatamente seguido por los demás danzantes, que respondían con un coro de aullidos a la voz del líder. El orden era completo en aquella coreografía de hombres lobo, todos embadurnados de grasa y pintados con franjas blancas, negras, ocres y rojas, con la espalda y la cabeza cubiertas con una piel de su animal totémico, y el cuello rodeado por una ristra de colmillos de la fiera. Al final, después de mucho salto y de mucha maniobra ejecutada con férrea disciplina, el grupo se paró frente a los espectadores y el jefe de los hombres lobo trató de comunicarse a base de aullidos con los humanos, que no eran capaces de entender nada. Chango, el chamán más viejo, se situó entonces frente al jefe de los hombres lobo y ofició de traductor.

—El líder de la manada de lobos nos quiere comunicar algo muy importante. Dice que le damos pena los humanos, incapaces de cooperar entre nosotros, y siempre a la greña. Se nos va la fuerza en querellas, y nuestra vida es triste y miserable. Fallamos siempre en la caza por falta de organización, e incluso las ciervas enfermas o medio muertas de puro viejas se burlan de los pobres humanos. Hasta para comer un animal muerto nos preceden los cuervos y los buitres, y las hienas nos expulsan de la carroña cuando intentamos hacernos con unos tristes despojos. Somos un desastre, se lamenta el jefe de los lobos, y tenemos que alimentarnos de bellotas y de moras.

»El jefe de los lobos me comunica que están hartos de ver a hombres curtidos mascando huesos o buscando larvas en los troncos podridos. ¡Y os llamáis cazadores!, nos ha dicho indignado.

»Por fortuna para nosotros, los Hombres Verdaderos, los lobos nos han dado con su danza este ejemplo de cómo debemos comportarnos. Y esperan que hayamos entendido el mensaje.

Viento del Norte se volvió a Piojo y le comentó por lo bajo, entre risas:

—Demasiado bien para su gusto. Seguro que están arrepentidos de habernos ilustrado tanto, porque ahora somos nosotros quienes les quitamos las presas a los lobos.

El grupo de bailarines se disolvió, y cada uno fue a buscar a sus familiares. Entonces, los muchachos que aún no estaban casados ocuparon el lugar de los hombres lobo para bailar al ritmo de los troncos golpeados, las flautas y las hueseras. Un coro de voces juveniles cantaba:

Me cimbreo como la espadaña. Ajá, ajá, ja.

Me doblo como el mimbre. Ajá, ajá, ja.

Quiebro el cuerpo como el relámpago. Ajá, ajá, ja.

Zigzagueo como el ciempiés. Ajá, ajá, ja.

Camino con la elegancia de la grulla. Ajá, ajá, ja.

Soy ágil como el corzo. Ajá, ajá, ja.

Ajá, ajá, ja.

En cada frase, los bailarines imitaban el movimiento al que aludían. Se tumbaban boca abajo cuando le llegaba el turno al ciempiés y giraban a un lado y a otro; los recorría un escalofrío ondulante de la cabeza a los pies cuando se mencionaba al rayo; se inclinaban a cada lado con suavidad, los brazos pegados al cuerpo, al imitar a la espadaña; se encorvaban hacia delante, con los brazos colgantes, con el mimbre; daban pasos muy estirados cuando eran grullas y brincaban todo lo alto que podían al dar vida al corzo. Y todos los movimientos los encadenaban con gracia y suavidad. Los espectadores proponían nuevas imitaciones, algunas muy difíciles o estrafalarias, y los mozos y mozas trataban de representarlas con desigual fortuna, produciendo el jolgorio general.

Gata empujó a Piojo al baile. El chico cogió pronto el ritmo, para sorpresa de Gata, y pasó a ser una figura más en la fila de los muchachos. Después de varias danzas se formaron dos corros, uno interno con chicas y otro externo con chicos. Quedó sola una flauta y cuando se callaba cada uno tenía que chocar las dos palmas con la pareja que tenía enfrente, y los últimos en hacerlo quedaban eliminados. Mientras sonaba la canción giraban los dos círculos en sentidos contrarios, y como los bailarines se tropezaban y caían con mucha frecuencia, los espectadores lo pasaban en grande. Al final quedaron sólo dos chicos y dos chicas, entre los que se encontraban Gata y Piojo. Las chicas se quedaron paradas espalda contra espalda y los dos chicos giraban a su alrededor, preparados para chocar las palmas en cuanto cesara la música. Cuando eso ocurrió, Piojo estaba frente a Gata, y sus palmas se encontraron al instante, como por reflejo, sin pensarlo. Habían ganado. Entonces todos los eliminados empezaron a gritar cosas como:

—¡Que bailen ahora con la voz! ¡Veamos si son tan buenos moviendo la lengua como descoyuntando el cuerpo!

Rápidamente, Gata le explicó a Piojo que tenían que demostrar su ingenio intercambiando unas breves frases que se cantaban con una sencilla melodía que le tarareó. Piojo empezó:

—Yo soy de viento.

Y los muchachos gritaban:

—¡Gata, a ver cómo lo atrapas!

Gata contestó muy digna:

—Pues yo soy de fuego.

Los muchachos se reían y chillaban:

—¡Caminante, cuidado que te quemas!

Piojo replicó:

—Yo siempre viajo.

Los chicos hacían movimientos con los brazos como si volaran.

—¡Es un pájaro que no se para quieto! ¡Es muy volandero! ¡A éste no te va a ser fácil cazarlo!

Gata se había encrespado con esos comentarios y le preguntó a Piojo mirándolo a los ojos:

—¿Y yo, qué, yo siempre espero?

De nuevo se encontraban solos Gata y Piojo, porque todos los demás habían desaparecido para ellos, pese a que chillaban a coro:

—Caminante, ponte a salvo, ¡la gata ha sacado las uñas!

Entonces Gata se saltó el turno y recitó su verso enérgicamente.

—¡No soy la roca en que tú te posas!

—Ya está la quimera armada —saltó un chico del corro.

La audiencia estaba encantada con el diálogo, y cada uno hacía su comentario a grito pelado, pero Piojo no los oía. Sólo pensaba en Gata. Se hizo luego un silencio mientras Piojo meditaba la respuesta. Por fin empezó su frase:

—¿Vendrás conmigo, serás mi…?

Y todos los mozos vocearon a coro:

—¡¡¡Esposa!!!

Estallaron las risas y se dio por terminado el diálogo. Era el momento de pensar en la carne que se asaba en los fuegos. Gata y Piojo recibieron muchas palmadas en la espalda y finalmente los dejaron solos. Sin mediar palabra, Gata cogió a Piojo de la mano y se lo llevó de allí. Viento del Norte, que estaba hablando con Estrella, su mujer, los siguió con la mirada. Y no fue el único que lo hizo.

Se sentaron junto al río ocultos a la vista de los demás, pero no tan lejos como para que no les llegaran, deshechos y mezclados, los ecos de la fiesta. Y fue Gata quien rompió el silencio.

—Caminante —dijo guasona—, si quieres pedirme al menos dame primero tu nombre.

—Ojalá pudiera hacerlo, pero no lo tengo. No soy nadie, ya te lo dije —respondió triste Piojo.

—¿Cómo, todavía no tienes un Nombre Verdadero? —Gata estaba asombrada—. ¿A qué edad se hacen hombres los mozos en tu tribu? Piojo farfulló:

—Te digo que no tengo Nombre.

—Pero —Gata insistió; no había estado más seria en toda su vida— ¡no puedes vivir sin Nombre! Hace falta ser alguien. Y además —meditó alarmada— cuando mueras te disolverás en el aire como polvo al viento. ¿Por qué no tienes Nombre de Persona? No puedo imaginármelo. ¿Te lo han arrebatado? ¿Algún hechizo? El Nombre es nuestra posesión más preciada.

Había otra forma de quedarse sin Nombre: por culpa de una acción indecorosa, un comportamiento egoísta o cobarde, por ejemplo. La pérdida del Nombre se consideraba una gran desgracia y la mayor deshonra, y quien la sufría hacía todo lo posible por recuperarlo cuanto antes compensando su falta como fuera. En caso de cobardía no había otro remedio que dar pruebas de un valor exagerado, que a veces conducía a la muerte, que de todas formas se consideraba preferible a una vida, y una muerte, sin Nombre. Gata no pensó en ningún momento que fuera ése el caso del Caminante y por eso estaba tan extrañada. Piojo sólo añadió:

—No tengo tribu, no tengo Nombre, no seré nunca un Hombre Verdadero.

El viento murmuraba en los chopos del río. Gata se estremeció. No entendía por qué pero notaba que aquel muchacho se le metía por los más hondos adentros hasta llegarle a los huesos. Ya había descubierto, con asombro, que ningún pensamiento que no fuera él cabía en su cabeza.

—Caminante, cuéntame tu historia.

Y Piojo se la contó. Nunca antes había podido hacerlo con nadie y se sintió aliviado porque notaba que ella estaba realmente interesada y que no se burlaba de sus desgracias. Lo sabía porque, aunque él dirigía la mirada al río, también escuchaba atentamente su respiración. A Gata la invadía la congoja. El muchacho era tan ingenuo, a pesar de todo lo que había vivido, que le hacía sentir una ternura inmensa. No era nadie, como él decía, y en cambio se había convertido, de pronto, en la persona que más le importaba en el mundo. No sabía cómo había entrado en su vida, pero no quería que saliera de ella. Gata se sujetaba las ganas de abrazarlo con todas sus fuerzas, de apretarse a él y no soltarse, cuando oyó la voz de Viento del Norte detrás de ella:

—¿No queréis participar de la fiesta? Se va a acabar la comida y la carne está buenísima.

Gata y Piojo se levantaron al momento y empezaron a caminar hacia el fuego. El chico iba unos pasos por delante y Viento del Norte le dijo a su hermana al oído, pícaramente:

—Ten cuidado, Gata, cuando te vayas a los oscuros con un mozo que no sea tu prometido, tu marido dentro de nada, te lo recuerdo. Alguien podría estar vigilándote ahí mismo, tras las zarzas. No son todos ruiseñores los que cantan entre las flores.

Ella no contestó, absorta.

—Además, con éste no juegues, Gata, al Caminante déjalo tranquilo, ha debido de sufrir mucho. Será lo mejor para los dos.

La chica seguía sin oírle, hundida en sus meditaciones, y se le escaparon unas palabras.

—No puedo creerlo.

—¿Qué, Gata, que lo ha pasado muy mal el Caminante?

—No. No puedo creerme lo que me está pasando a mí.

Gata se sumió en el silencio. No es que no supiera qué decir, es que no sabía qué pensar. Su hermano la miró largamente sin que ella se diera cuenta de nada, tan absorta como estaba. Viento del Norte se quedó muy preocupado. Apenas se distinguían los soles de sus mejillas, parecían nublados.

Se unieron a los demás en la fiesta y luego se tumbaron todos juntos a la vera del fuego antes de que empezara a blanquear el cielo. Gata sólo quería estar con Piojo, y éste todavía no se atrevía a escuchar a su corazón. Viento del Norte, inquieto, no los perdía de vista. Y no era el único.