HABÍA ENTRE LOS CHICOS uno más decidido que el resto, de aspecto tan poco agraciado que los demás lo llamaban, cuando no podía oírlos, el Murciélago. El mote no podía estar más pérfidamente elegido, porque su cuerpo, de color ceniciento, era muy menudo y de apariencia débil, y además tenía pelo de roedor, negro, tupido y corto, las orejas eran grandes y apuntadas, la cara se le arrugaba al hablar y al Levantar el labio superior mostraba unos dientes picudos. Este adolescente se encontraba muy envalentonado y dijo atropelladamente a sus compañeros que los cazadores de la aldea eran unas viejas cobardes, y que si ellos no querían vengar la ofensa, aunque fuera solo, él marcharía en persecución de los enemigos. Y a continuación se puso en camino. Algunos muchachos más se unieron a él. Nadie les hizo demasiado caso, sin embargo, porque los adultos pensaron que se trataba de una bravuconada de crios, y que a los pocos pasos se darían la vuelta. Áspid Enroscado, preocupado, no decía nada. Un hombre mayor puso voz al sentimiento de todos:
—Ciervos de pocas puntas son, varetos o como mucho horquillones.
—Y con las cuernas cubiertas de terciopelo —siguió otro que estaba al lado.
—Aún tienen el pelo moteado de los gabatos —aseveró un tercero, que también estaba en su otoño—. No irán a ninguna parte —sentenció—. Pronto los tendremos otra vez aquí.
No contaban con la decisión de Murciélago, quien, superado un momento de vacilación al ver lo menguado del grupo que le acompañaba, apretó el paso hacia el Venteadero, que era el collado de la Cordillera Blanca por donde habían accedido a la meseta los asaltantes. Aunque nerviosos, media docena de muchachos, por no dar su brazo a torcer y quedar como cobardes, se lanzaron a la aventura en pos de su caudillo, entre ellos Cachorro. La luna grande plateaba el campo.
Cuando coronaron el paso que mordía la montaña se encontraron, ya en la otra vertiente, a la izquierda de un gran glaciar que serpenteaba encajado en un valle. Al final, la lengua de hielo se convertía en una torrentera que se despeñaba con gran estrépito. Tal era el caudal y la fuerza de las aguas que el valle no se podía cruzar hasta que, mucho más abajo, la corriente se remansaba. Los enemigos descendían por la izquierda del glaciar para llegar a su campamento, que se encontraba en una cueva de la ladera opuesta. Era claramente un lugar elegido por los atacantes para mantener protegidos a los suyos durante la expedición, ya que no había un paso directo hasta allí desde la meseta. Los chicos, lanzados en su persecución, podían distinguir la luz de una inmensa hoguera que ocupaba casi toda la boca de la caverna. Murciélago propuso entonces asaltar la cueva donde acampaban los enemigos, y darles un susto más grande que el que su poblado había recibido.
—Camaradas, seguro que no se esperan un ataque en medio de la noche. Ésta será una gran hazaña que se contará durante generaciones en los fuegos de campamento, porque hasta ahora nadie ha tenido el valor de hacer una cosa así. Más aún, quedarán tan escarmentados nuestros rivales que no volverán a disputarnos la caza del verano en las brañas. Por esto nuestras manos serán inmortalizadas en la Pared de los Héroes, y los nombres que recibiremos se repetirán hasta el final de los tiempos. El riesgo que corremos no es nada comparado con la fama que nos aguarda si hacemos algo grande y nos recibe toda la tribu a la vuelta cantando canciones como a los grandes cazadores cuando derriban un mamut. Seremos aclamados mientras vivamos y nos acogerán allá adonde vayamos, en cualquier campamento de la meseta. ¡Adelante! ¡Coraje! ¡Seguidme hasta el otro lado del glaciar!
Atravesar un glaciar era una empresa siempre peligrosa, y más aún de noche y en la primavera, cuando se abrían grandes y profundas grietas que eran trampas invisibles si la nieve las cubría; de las fauces del hielo era imposible salir con vida. Pero la única forma de atajar y llegar al campamento de los enemigos antes que ellos era cruzar la lengua de hielo, y todos lo sabían. Envalentonados por la arenga de Murciélago, los seis muchachos emprendieron tras él la marcha. El hielo reflejaba la pálida luz de la luna y creaba una atmósfera tan irreal que al dar los primeros pasos se sintieron totalmente seguros. Todo había sucedido tan rápido: la ilusionada espera, la emocionante iniciación, la agitada carrera hacia el campamento después del ataque, el ardiente discurso de Murciélago, la excitante expedición de castigo…, que se creían en un sueño.
Luego, el frío de la noche los despertó a los peligros que corrían; el camino resultó una dura prueba para los nervios de los siete, pero, una vez adentrados en el glaciar, retroceder era tan peligroso como avanzar. Hubo varias ocasiones en las que alguno puso el pie sobre una grieta y notó como se hundía la traicionera nieve que la escondía, pero por suerte nadie llegó a precipitarse en el abismo. Cuando llegaron al otro lado calcularon que disponían sólo de unos instantes antes de que los atacaran los hombres que estaban de vuelta hacia su campamento en la cueva, por lo que no tuvieron mucho tiempo para meditar sobre lo que más convenía hacer.
Sin pensárselo dos veces, Murciélago se arrojó en el interior con la lanza en alto, y al verlo desaparecer en la boca de la cueva los demás compañeros lo siguieron a la carrera.
La luz de la gran hoguera que ardía en la entrada los cegó por un momento y tuvieron que acomodar la vista para discernir lo que había en la parte más oscura. Cuando lo hicieron se encontraron frente a una treintena de asustadas figuras, entre mujeres y ancianos, que se habían puesto de pie horrorizadas al encontrarse de pronto ante unos demonios armados que atravesaban la cortina de fuego a toda velocidad desparramando chispas, brasas y pavesas a su alrededor. Murciélago se detuvo delante de una mujer mayor, que empezó a chillar histérica. Era una abuela que había perdido hacía mucho tiempo el juicio, y a la que la impresión empujó hacia delante, ensartándose ella misma en la lanza de Murciélago, quien, en un movimiento defensivo, la había bajado apuntando hacia la barriga de la desgraciada. La sangre empezó a brotar entonces a chorros y, como si se hubiera abierto la puerta que comunica el reino de los hombres con el de las fieras, todo se convirtió en una vorágine de gritos, fuego, sangre, saltos y carreras. Los ocupantes de la cueva creyeron que venían realmente a matarlos aquellos seres que habían surgido del fuego, y a quienes en la confusión del momento ni siquiera reconocieron como humanos. Las mujeres no participaban en las expediciones de caza y no tenían conocimiento directo de cómo eran sus enemigos, a los que de verdad creían monstruos.
Es imposible separar a dos lobos cuando se han trabado en lucha cuerpo a cuerpo, y es una triste verdad que los humanos se convierten en lobos cuando corre la sangre por su piel, sea la propia o la ajena.
El resultado fue que todos los adultos que habitaban la cueva acabaron muertos, y que el suelo se tiñó de rojo. Sin embargo, Murciélago y sus compañeros habían actuado movidos más por el miedo que por el odio, y en ningún momento fueron ellos mismos porque estaban enloquecidos y carecían de control alguno sobre sus actos. Pero cuando cesó la lucha, y todos los adversarios estaban ya inmóviles en el suelo, los ánimos se apaciguaron y recuperaron la respiración y parte de la calma.
Y entonces los vieron.
En un rincón de la cueva se encontraban, abrazados, media docena de niños pequeños. Los miraron y se miraron, y fue entonces cuando Murciélago dijo:
—Hay que acabar la faena.
Y la faena fue acabada en un silencio atronador. Ni siquiera lloraron los crios.
Se pararon un instante a contemplar su obra macabra. Ninguno podía hablar. Finalmente, Murciélago abrió la boca para matar también al silencio:
—Ya está el zurrón bien lleno —así dijo, pero su voz le traicionaba porque su tono no era de auténtico orgullo, sino de culpa.
Una vez fuera de la gruta vieron acercarse al grupo de los guerreros enemigos que corrían montaña arriba hacia ellos. Aterrorizados, se lanzaron a cruzar el glaciar en dirección al Venteadero, pero esta vez sin poder tomar las debidas precauciones. En la loca huida nadie se preocupaba de nadie, y en tres ocasiones se oyeron los gritos de los que se caían en una grieta, sin que los demás se detuvieran o siquiera volvieran la cabeza.