DIEZ ÁGUILAS LEVANTÓ la vista, y a lo lejos divisó una silueta que estaba inmóvil en la falda de la montaña, vuelta hacia ellos.
—Es Murciélago —dijo—, que intenta enriscarse. Iré tras él. Esto es cosa mía.
Los guerreros se ofrecieron para acompañarle y ayudarle, no fuera a ser que después de tanto esfuerzo y tanta sangre Murciélago se escapara o lo derrotara. Pero Diez Águilas insistió:
—Quedaos aquí y enterrad con honores al bravo que una vez fue nuestro hermano. Algún día nos reuniremos con él y cazaremos juntos. No os preocupéis tampoco por los dos que faltan. Pase lo que pase entre Murciélago y yo, os aseguro que esta desgracia terminará para siempre con nuestro duelo.
Cogió entonces provisiones para el camino, sus venablos, su propulsor y su lanza, y también raquetas para la nieve, y echó a andar hacia la montaña, que se llamaba Peña Lóbrega. El bulto humano que se divisaba a lo lejos, como si hubiera estado esperando una señal, empezó también a moverse.
La pendiente era muy fuerte, y en varias ocasiones tuvieron que superar llambrias muy resbaladizas. Murciélago miraba hacia atrás con la débil esperanza de que Diez Águilas retrocediera ante aquellas escarpas pero el jefe se aferraba con las manos a los salientes de la roca y encajaba el cuerpo en las grietas para impulsarse con la espalda, las rodillas y los pies. De chaval sus compañeros lo habían apodado El Agateador por la seguridad con la que trepaba por los árboles y por los cantiles en busca de huevos, aunque él lo hacía por placer, y todavía conservaba gran parte de su destreza en la escalada.
Más tarde atravesaron el territorio en ruinas de un canchal, con rocas de agudas aristas que laceraban las plantas de los pies a pesar de las recias suelas de sus botas, hechas de la piel más dura del costillar del caballo. Cuando abandonaron la glera y llegó la noche se mantenía la distancia entre los dos hombres, que dejaron de verse al tiempo que el paisaje desaparecía envuelto en la negrura. La luna no pudo abrirse camino entre las ceñudas nubes que habían enfoscado el cielo toda la jornada. Esfumado el camino, sólo cabía esperar al día siguiente. Pero al poco se encendieron, distantes, dos fuegos que parecían vigilarse mutuamente, el del perseguidor y el del perseguido.
Diez Águilas y Murciélago estaban extenuados después de tantas horas de acción, pero ninguno de los dos consiguió dormir esa noche. Aunque el fuego propio los calentaba, la luz de la hoguera que brillaba a lo lejos los mantenía despiertos. Hipnotizados, no podían apartar la mirada de aquel punto luminoso. Y si cerraban los ojos, lo veían latir aún con más fuerza.
El día se anunció con una débil claridad, y los contornos de las cosas empezaron a definirse en la bruma. Cuando la visibilidad aumentó, Diez Águilas localizó a Murciélago sentado en lo alto de una roca, montaña arriba, mirando en su dirección. El jefe comió un poco, más para que su enemigo viera que tenía provisiones que por verdadera hambre. Su estómago estaba completamente ocupado, en realidad, por una masa de sensaciones pesadas y dolorosas.
El suelo de la empinada falda de la montaña en la que se encontraban estaba cubierto por una alfombra de gayubas de la que sobresalían algunos jabinos y ratizas, arándanos, brezos y brecinas. En un vallejo crecían unos pocos abedules, y más arriba en un rellano había un bosque de pinos con altos fustes de color anaranjado. Una corza asomó delicadamente medio cuerpo por el lindazo de la pinada, y enseguida desapareció. Hacía frío, y el siniestro color cárdeno de las nubes anunciaba nieve.
Murciélago empezó a ascender, y su paso ligero era una demostración de vigor. En el fondo de su corazón esperaba impresionar a Diez Águilas para que abandonara la caza. Por eso le desalentó ver que también el jefe, con un ritmo más lento pero firme, se ponía a andar. El mensaje que pretendía enviar Diez Águilas era que estaba decidido a caminar hasta que el hambre agotara a Murciélago y lo pusiera en sus manos, o buscara antes el enfrentamiento para acabar con esa situación. Ambos sabían que en un combate a muerte podría imponerse tanto la veteranía del jefe como la juventud del rebelde. La experiencia contra el vigor. Cuanto más se dilatara la marcha más cansancio acumularía el viejo, pero al mismo tiempo más se habría debilitado el joven por la falta de comida. Las fuerzas tendían a equilibrarse con el tiempo.
Murciélago entró en el bosque de pinos, y Diez Águilas dejó de verlo. Al mediodía Diez Águilas alcanzó la mancha de árboles y se preparó mentalmente para combatir temiendo que Murciélago le tendiera una emboscada. Mientras atravesaba el claroscuro del bosque, sus ojos escrutaban cada uno de los troncos, y esperaba ver salir en cualquier momento a su enemigo de detrás de uno de ellos. Pero las huellas que seguía iban rectas, abriendo surcos entre los helechos cobrizos como una presa que huye, no como un león que acecha, y por eso le resultó sencillo hilvanar el rastro. Cuando Diez Águilas abandonó el bosque estaba anocheciendo. A lo lejos, muy arriba, divisó una hoguera. Él también se detuvo, porque ya no tenía luz para ver dónde pisaba, y el terreno era de nuevo muy quebrado. Recogió unas ramas secas y unas piñas y encendió un fuego. La noche era muy fría y ciega, otra vez sin luna, pero aún no había comenzado a nevar.
Al calor de las llamas, pese a la tensión, Murciélago y Diez Águilas acabaron por amodorrarse y la mente del joven se pobló de imágenes. Recordó escenas de la existencia feliz que había disfrutado siendo niño y adolescente antes del interrumpido rito de iniciación, y soñó con la vida familiar que habría llevado en su tribu si las cosas no se hubieran torcido. Esas imágenes le producían paz, y Murciélago, dormido, sonreía. En un segundo plano veía unos ojos enormes que lo miraban con dulzura, cariño y aprobación, y los ojos le resultaban familiares. Entremezclados con los recuerdos felices se alternaban ráfagas de la vida reciente de violencia y pillaje que le había llevado a la penosa situación en la que se encontraba. Y entonces aquellos enormes ojos conocidos lo miraban con censura y tristeza, y la expresión de Murciélago se ensombrecía.
Las nubes estaban tan negras por la mañana que se podría decir que en ningún momento llegó verdaderamente a amanecer aquel día. Más bien la noche se hizo algo menos oscura, filtrándose una débil luz que no se sabía de dónde venía, si no fuera por alguna rendija abierta entre un suelo y un cielo del mismo color pizarra. El viento de poniente venía ya preñado de nieve.
Conforme Murciélago, por delante, y Diez Águilas, a la zaga, escalaban Peña Lóbrega, el aire se iba volviendo más frío, y las matas rastreras cedían su lugar en el terreno a los céspedes de altura. El cendal gris de la bruma se apoderaba cada vez más del paisaje, y la silueta de Murciélago se fue difuminando en ella, hasta que se esfumó por completo de la vista del jefe.
Cuando la visibilidad se hizo nula, los dos hombres, que se habían mantenido hasta ese momento en contacto a través de la mirada, se encontraron de pronto completamente solos y perdidos en medio de una nube, sin ninguna referencia. De alguna manera, durante la persecución, la presencia del otro les había servido de guía, una amenaza pero una tranquilidad, la de tenerse localizados.
Caminar sin casi verse los pies por un terreno tan traicionero entrañaba un riesgo mortal, pero Murciélago pensó que era su oportunidad para despistar definitivamente al incansable jefe. En lugar de subir aún más alto en la montaña, caminaría en horizontal hacia su derecha, sin perder cota. Recordaba que por aquel lado había visto una torrentera por la que podría bajar y situarse a la espalda del jefe. No para atacarlo, sino para emprender la huida monte abajo, medio oculto en la profunda incisión en la ladera, mientras Diez Águilas seguía ascendiendo. La estratagema tenía su riesgo, porque pasaría tan cerca del jefe que podría caer directamente en sus manos si en el momento en el que se cruzasen se descorría la niebla.
Pero cuando, después de mucho sopesar las dos alternativas, optó por cambiar de dirección, empezó a nevar con fuerza desatada. Más que caer, los grandes copos blancos parecían violentamente lanzados hacia abajo por una mano sobrenatural. Al poco, la aspereza del suelo se suavizó con una blanda piel. El viento aullaba como una manada de lobos hambrientos. Murciélago comprendió al instante que, a pesar de ser invisible en la tormenta, no lograría jamás despistar a un hombre tan hábil siguiendo un rastro en la nieve como el jefe Diez Águilas. Decidió entonces reventarlo caminando con la máxima rapidez de que era capaz hacia la inalcanzable línea de cumbres.
Durante la fatigosa andadura, siempre cuesta arriba, por aquellas breñas, Murciélago había venido dosificando sus fuerzas —a camino largo, paso corto, se decía a sí mismo—, pero ahora se trataba de echar el resto, de quemar las últimas energías que le quedaban después de una caminata tan larga y sin alimento. Esperaba que Diez Águilas se desanimara al ver el ritmo de marcha que llevaba, y se rindiera ante la fuerza de su juventud. Pero en el fondo de su mente algo le decía que Diez Águilas no desistiría jamás mientras tuviera vida.
Por su parte, el jefe respiró aliviado cuando llegó al punto donde había visto a Murciélago por última vez, y vio sus huellas perfectamente claras en la nieve. Y luego le dolió hasta el último hueso y la última fibra del último músculo cuando dedujo por el rastro que Murciélago se alejaba cada vez más de él a grandes zancadas. Se sintió más viejo y más cansado que nunca. Pero todo veterano cazador sabe que no hay que desalentarse por el frenético galope con el que el caballo comienza la huida, porque antes o después el tranco se acortará si el cazador se mantiene lo bastante cerca como para que la presa no pueda detenerse a comer y reparar fuerzas. Es así también, a base de insistencia, como los lobos acaban con los uros. Llega un momento en el que el poderoso toro, o la vaca con crías, que tan briosamente se defendieron durante a veces días, terminan por entregarse a los dientes de sus feroces enemigos. Parecen entonces pedir, mansamente, que les den muerte de una vez por todas, que acaben ya con su tortura. La clave para abatir una presa no es otra que ésta: saber sufrir más que ella.
Diez Águilas apretó los dientes, masticando el agotamiento, porque estaba cierto de que lo pasaría muy mal aquel día siguiendo las huellas de Murciélago, cada vez más profundas en la nieve. Aunque no veía apenas nada en medio del temporal, supo al menos que su enemigo no lo podría despistar. Era tal el esfuerzo que hacía, que el jefe apenas podía pensar en otra cosa que no fuera en dar el siguiente paso, en el que se veía obligado a poner toda su energía. Trató de llevar un ritmo constante de subida que pudiera mantener durante mucho tiempo, en lugar de acelerarse a ratos y tener luego que parar a descansar. Sobre la marcha se iba metiendo puñados de nieve en la boca para aplacar su sed, pero no era lo mismo que beber agua líquida, y no le saciaba. Constantemente cruzaba por su mente la idea de dejarse caer y abandonar la caza, y siempre la desechaba.
Y cuando más desesperado se encontraba, renació la esperanza en Diez Águilas, porque hacia el mediodía vio cómo las huellas se juntaban: la zancada de Murciélago se acortaba.
Se empieza a cansar, pensó. Su falta de alimento iguala nuestras debilitadas fuerzas y además él no lleva marañones en las suelas y se hunde más profundamente en la nieve.
El resto de la jornada se le hizo interminable, pero le animaba comprobar que la velocidad de Murciélago no era ya superior a la suya.
Estamos tan cansados el uno como el otro, meditó. Ahora veremos quién de los dos aguanta más.
El jefe era un hombre muy duro, con una gran resistencia, pero Murciélago tampoco se desmoralizaba. Siguieron así la caminata, manteniendo la distancia, hasta que se apagó completamente la débil claridad de aquel día en el que en ningún momento llegó a brillar el sol. Murciélago y Diez Águilas ya estaban muy arriba en la montaña, y no había ningún lugar en el que refugiarse, ni era posible hacer fuego porque no existía leña alguna. Sólo nieve. Perseguidor y perseguido se hicieron un ovillo y se dispusieron a pasar la noche más fría de sus vidas. Rugía el viento y la nevada se había convertido en cellisca. Parecía imposible que pudiera resistir alguna forma de vida en aquel desolado lugar.
Enroscado sobre sí mismo, Diez Águilas tuvo mucho tiempo para pensar sobre lo que más convenía hacer. Tal vez no consiguiera nunca alcanzar a Murciélago; quizás él cayera agotado antes. En ese caso, Murciélago reuniría una nueva tropa de desesperados y la pesadilla volvería a comenzar, incluso con más odio, rencor y violencia que antes de la matanza del bosque de abedules. Y además ya estarían los bandidos sobre aviso y no se dejarían sorprender en territorio propio. Hasta era posible que se olvidaran de quiénes eran sus mayores y atacaran también los poblados de su misma tribu. Diez Águilas se imaginaba a Murciélago y sus dos compañeros liderando un grupo de renegados de todas las procedencias y sembrando el terror indiscriminadamente, lo mismo en la meseta como al otro lado de la Cordillera Blanca. Los veía como la amenaza del mundo, ofendiendo a dioses y espíritus, quebrando la armonía de la naturaleza y sus leyes, condenando al ser humano al desorden, y después a la irremisible ruina de la trama de la vida. Había que hacer algo, había que restaurar el orden, y el remedio estaba sólo en sus manos, aunque ahora dudaba de que fuera capaz de conseguirlo.
Diez Águilas recordó cómo llegó él a convertirse en jefe, de una manera natural, sin que nadie lo proclamase, sin que ni siquiera él mismo supiera que a partir de ese momento había cambiado su vida para siempre. Fue un día de verano en el que el grupo marchaba lentamente por el páramo, y era lo único que se movía en el desolado paisaje. El tórrido estío había asurado la pradera, que tenía un color pajizo uniforme. Soplaba un ábrego sofocante. Había en el cielo, hacia la parte del mediodía, dos únicas nubes, grandes y cárdenas, y de una de ellas se desprendió, zigzagueante, un relámpago. Al poco rato, una larga línea de fuego avanzaba hacia los humanos. Imposible bordearla, no les quedó más remedio que escapar hacia el norte, pero el viento cada vez soplaba más fuerte y las llamas se acercaban a toda velocidad. Se hizo de noche y la cortina roja amenazaba con engullirlos a todos antes del amanecer. Además, el humo que precedía al fuego hacía difícil la respiración y el insoportable calor bañaba en sudor los cuerpos. Hacía mucho tiempo que se habían bebido toda el agua y estaban más que secos. Los ancianos ya no podían seguir la marcha y se sentaron, resignados, a esperar la muerte entonando sus cantos sagrados. Todo el grupo se paró sin saber qué hacer. Entonces Diez Águilas, sin pronunciar palabra, se adelantó muchos pasos. Los que lo vieron pensaron que huía, pero se sentó y prendió un fuego. Nadie le hizo caso hasta que un soplo de viento levantó una llamarada que, como si fuera un ser vivo, empezó a moverse hacia el norte. Ahora estaban atrapados entre dos fuegos, pero el que inició Diez Águilas se alejaba dejando detrás un terreno calcinado, mientras que se aproximaba el que les perseguía desde el sur.
—¡Vamos! ¡Haced como yo! —gritó Diez Águilas mientras hacía señas a los demás para que se llegaran hasta él.
Se envolvió los mocasines y las polainas con la camisa y los calzones que llevaba puestos, y también con la capa y la zamarra que ya se había quitado, cortando la piel en tiras con el cuchillo de pedernal cuando era preciso para lograr buenas ataduras. Con los pies así protegidos y el resto del cuerpo desnudo avanzó por el suelo negro hasta llegar a un lanchón, la única roca visible en toda la planicie, a la que se subió. Los demás empezaron a imitarle, unos adivinando el plan, otros mecánicamente, por puro mimetismo. Pero todos se percataron de la idea de Diez Águilas cuando la roja ola los rodeó sin quemarlos y pasó de largo. Sudaron hasta deshidratarse, y tosieron hasta quedarse sin pulmones, eso sí. Pero se salvaron de la quema.
A partir de ese día Diez Águilas se convirtió, sin que hiciera falta que se lo dijeran, en el jefe, porque en cada momento de peligro, ante cada problema grave, en cualquier encrucijada, todas las miradas convergían en él. Y Diez Águilas comprendió por qué los hombres eligen siempre un guía: para que él cargue con la responsabilidad, con la zozobra, con las consecuencias, mientras ellos viven sin preocupaciones. Pero aquella noche no se le ocurría cómo resolver el mayor de todos los problemas a los que se había enfrentado la tribu: un problema llamado Murciélago.
En ese momento, una enorme luna llena, que parecía hecha de hielo, encontró un resquicio en la negrura de la cúpula del cielo. Aunque todavía velada y de contornos poco definidos, iluminaba lo suficiente como para que Diez Águilas pudiera distinguir su propio cuerpo y aún algo más allá. Entonces vio las huellas en la nieve de Murciélago, que remontaban la montaña, y no se lo pensó dos veces. Se puso de pie y agradeció a los espíritus que le hubieran brindado esa oportunidad. Si caminaba a buen ritmo, quemando las últimas fuerzas que le quedaban, durante toda la noche, alcanzaría a Murciélago antes de que amaneciera y lo pillaría dormido, o por lo menos desprevenido. Sería entonces fácil acabar con él de un lanzazo en el corazón. La luz de la luna, aunque muy filtrada por las nubes, era suficiente para seguir el rastro de Murciélago, pero afortunadamente no brillaba tanto como para que éste lo viera venir desde lejos. Diez Águilas ya había sorprendido antes otras presas en esas condiciones.
La noche se le hizo eterna al jefe, y el cansancio lo abrumaba. Cada vez le era más difícil pensar, e incluso fijar la mirada y enfocar algo que no fuera un corto trecho de nieve hollada por delante de sus pies. Se movía casi inconscientemente, como un animal impulsado por algún imperioso instinto. En su mente sólo cabía una idea, la obsesión de llegar hasta Murciélago, y ahorraba incluso las fuerzas de pensar en cualquier otra cosa. No quería albergar en su cabeza recuerdos, ni impresiones, ni proyectos, ni sentimientos. Temía que cualquier distracción lo debilitara. Prefería ser sólo energía al servicio de una idea.
Una y otra vez, mientras sus pies se hundían alternativamente en la nieve y algo dentro de él, como un mecanismo, tiraba de ellos para dar el siguiente paso, veía en su interior la misma escena: el rastro le llevaba hasta un hombre que estaba tumbado de lado y encogido, con la cara vuelta hacia el otro lado; entonces él agarraba con fuerza la lanza con las dos manos y atravesaba por la espalda el cuerpo sin que se oyeran más ruidos que el de su desbocado corazón y su entrecortada respiración.
La noche iba avanzando y, muy lentamente, la luna se mostraba cada vez más, lo que animaba a Diez Águilas a acelerar el paso para llegar a tiempo de sorprender a Murciélago aún dormido. El frío era intensísimo, demasiado como para que nieve, pensó. Respirar era como tragar carámbanos. Tenía las manos gafas y sólo con mucho esfuerzo acertó a taparse el resuello con una tira de piel. No sé cómo voy a manejar la lanza con estas manos de madera, meditó. Le habría gustado golpear los pies contra el suelo para sentirlos, pero se lo impedía el imprescindible sigilo que se obligaba a guardar.
Finalmente, en el cielo se movió veloz una nube negra, y en un instante la luna apareció entera, iluminando el desnudo paisaje blanco en toda su extensión. Diez Águilas se detuvo, sobrecogido y atemorizado, y entonces vio con sus ojos lo que había imaginado tantas veces antes. Tan sólo a diez pasos por delante estaba Murciélago tumbado dándole la espalda. No se le ofrecía nada más a la vista; sólo un hombre echado en la nieve y bañado por la suave luz de la luna; ni una mata, ni la más pequeña roca.
Diez Águilas levantó su lanza y la hincó con todas sus fuerzas en la figura yacente de Murciélago. La punta, al clavarse en su espalda, hizo un ruido que sonaba más a nieve que a carne. Y luego, al perforar el cuerpo, la madera se deslizó con una facilidad que Diez Águilas no esperaba. Ningún temblor o espasmo de muerte.
Entonces lo entendió todo. Las huellas marcadas, demasiado marcadas. La zancada cada vez más pequeña, demasiado pequeña. El joven durmiendo confiado, demasiado confiado. Demasiado claro. Demasiado obvio. Demasiado fácil. Demasiado tarde. Desclavó la lanza y se volvió con toda la rapidez de la que era capaz. Pero no llegó a levantar el arma, porque en ese momento recibió en pleno corazón el lanzazo de un Murciélago desnudo que surgía, como un pálido espíritu, de la nieve. Diez Águilas cayó desplomado hacia atrás sin pronunciar un sonido, y allí quedó, tumbado de espaldas, con el palo que lo atravesaba apuntando al cielo.
A Murciélago, que había permanecido mucho rato enterrado hasta la nariz en la nieve esperando la llegada de su enemigo, lo recorrían violentos escalofríos que lo sacudían de la cabeza a los pies. Se había desnudado y puesto sus pieles a un señuelo de nieve. Tenía los labios amoratados y no sentía las manos y los pies. Si hubiera errado mínimamente en su cálculo, si Diez Águilas hubiera tardado sólo unos latidos más, ya no habría sido capaz de manejar la lanza con sus engarfiados dedos, y habría perdido la partida: el cadáver que miraba al cielo habría sido el suyo. Le debía la victoria a su astucia, pero también a la suerte, porque Diez Águilas pensó tan rápido y se giró tan deprisa que a Murciélago casi no le dio tiempo a levantarse de la nieve, y tuvo que empujar su lanza aún con una rodilla en tierra.
En los primeros instantes, Murciélago apenas prestó atención al muerto, porque tenía mucha prisa en recuperar sus pieles y cubrirse cuanto antes. Luego estuvo un largo rato encogido, recobrando el calor. Cuando por fin volvió a sentir el correr de la sangre por sus venas, empezó a asimilar lo que había pasado y miró el cadáver de Diez Águilas por primera vez. Se puso de pie y se acercó para verle la cara. Se arrodilló para estar más cerca. Esperaba encontrar una expresión de sorpresa o de odio, pero le llamaron la atención unos ojos enormes, que reconoció al instante. Eran los de su sueño de la otra noche, y lo miraban con dulzura y cariño, como los de un padre.