EMPEZABAN LOS PREPARATIVOS para la marcha hacia los territorios en los que pasar la otoñada y el tiempo de las nieves. Aunque aún hacía calor, se acortaban ya los días y refrescaba por la noche, y la tribu prefería ponerse en camino cuando se marchaban los vencejos, las codornices y las tórtolas, antes de que llegaran los pájaros que traen el frío bajo sus alas y nevara demasiado en el paso de montaña que tenían que atravesar.

—Hace muchísimos soles —le explicó a Piojo Viento del Norte—, en los tiempos que hubo, nuestros antepasados padecieron una horrible mala racha de inviernos inacabables y muy ásperos, con soles hueros, cielos rasos y noches de sereno que soltaban hielos asuradores y friuras sin que cayera un mísero copo de nieve que templara un poco el ambiente. No había tampoco primaveras, que los animales ya ni emparejaban ni se empreñaban porque enseguida venían los soles largos echando fuegos, sin un zarpacillo de agua que diese de beber a la tierra, así que las matas y los árboles no parían frutos porque tampoco otoñaba con la lumbre que bajaba y la eterna seca. Y siempre había quemas en la pradera mustia, que era una pura brasa. Entonces, un antepasado muy sabio, de mi mismo nombre, descubrió una portilla, hasta entonces ignorada, en las montañas de saliente que le abrió el camino hacia la Roca, donde se refugiaron porque la situación en la llanada era inaguantable. Y desde entonces cruzamos ese collado dos veces al año a pesar del peligro que supone en los últimos tiempos la Muerte Blanca. El gran campamento de verano se levantaba, y Piojo fue invitado a viajar con la familia de Viento del Norte. Pero también formaba parte de la misma expedición la familia de Cielo Encendido, que sería la de Gata ese mismo otoño cuando la muchacha abandonase el fuego de sus padres para unirse al hombre que le estaba destinado en virtud del pacto entre las dos familias.

Recogieron rápidamente, porque no era mucho lo que se llevaban, aunque la gente no tenía ninguna prisa en abandonar las cabañas. Las chozas de estío eran diferentes según el tamaño de la familia que viviera en ellas. La construcción se armaba sobre una sencilla estructura formada por palos curvados, que se cubría con esteras hechas de carrizos y juncos entrelazados con hojas de enea, plantas todas que abundaban en los ríos junto a los cuales se instalaban los campamentos. También podían emplear para los techos ramas de cambrones, brezos, retamas y otros arbustos atadas con juncias. La forma final era redondeada, por lo común con un orificio en el centro para la salida de humos que se podía tapar o destapar a voluntad con una piel.

En el invierno las construcciones eran mucho más sólidas, con gruesos postes profundamente clavados en el suelo, tejados de haces de retamas o de piornos superpuestos y paredes resistentes formadas por palos y grandes huesos de rinocerontes y de mamuts. Había también chozos de calza, con zócalo de bloques de piedra. Además se utilizaba el barro o la turba para cubrir huecos e impermeabilizar el interior. Con frecuencia se excavaba el suelo antes de levantar la cabaña, que era entonces casi subterránea. En esos casos sólo sobresalía el tejado vegetal del suelo, y el poblado apenas destacaba en el paisaje. Dentro de las casas apenas entraba la luz del sol, ni soplaba el aire, por lo que se creaba un ambiente oscuro y cálido que recordaba al de una cueva. Las cabañas de invierno se mantenían de un año para otro y se reforzaban y reparaban cada otoño cuando el grupo volvía al mismo lugar.

Algunas familias preferían ocupar las cuevas, y montaban ligeros cobertizos o simples paravientos en su interior. Protegidos del frío por la caverna, y de la humedad por el fuego de la hoguera, los trogloditas se encontraban tan a gusto como los que preferían construirse su propia cueva artificial en el exterior.

El intenso frío, en definitiva, no era un problema para aquellas gentes que estaban perfectamente adaptadas, con sus viviendas y con sus vestidos, para defenderse de él. Sólo la escasez de frutos o de caza les preocupaba seriamente, y por eso hacían acopio de carne seca o de pescado ahumado para pasar los tiempos que eran malos tanto para las plantas como para los animales de casco y de pezuña, para los cazadores de puntiagudos colmillos y para las personas.

Como era poco lo que se transportaba de un campamento a otro la marcha no era demasiado lenta. Las tres águilas eran acarreadas por turnos. Se las trataba con mucho respeto, alimentándolas de cuando en cuando y haciéndoles sombra con pieles; más parecía un honor que una obligación cargar con una de ellas.

No había, por otro lado, nadie en el grupo de Piojo que necesitara ser auxiliado para caminar, excepto los crios que cargaban sus padres y madres.

Avanzaron por una monótona sucesión de tendidas lomas y vaguadas pandas que llamaban la Pradera Arrugada. El viento de la mañana hacía olas en las altas pajas secas. Se detuvieron al mediodía cuando el sol se hizo insoportable. Clavado en lo alto del cielo, parecía que no tenía intención de moverse nunca de ahí. Sin una sola sombra en la que cobijarse, los nómadas tuvieron que improvisar tiendas individuales o para unos pocos con sus lanzas y sus pieles. Piojo no entró en ninguna pero al menos se protegió la cabeza subiéndose la camisa. El sol incendiaba la llanura, que era una pura luminaria, y el aire caliente vibraba en trémulos espejismos. En medio de la somnolencia que lo invadía, Piojo empezó a imaginarse la pradera como si fuera la piel de un ser vivo, que amanecía escalofriada por la escarcha en el otoño, que tiritaba bajo el manto de nieve en el invierno, que se estremecía de amores con los aires de la primavera y se tostaba bajo el sol candente del estío. Asurada por los cierzos serranos en los días cortos y por los ábregos en los largos, renacía otras tantas veces con las lluvias de la época de la cría y con las del tiempo de la berrea.

Cuando se despertó, el sol estaba más bajo y el grupo se ponía en marcha. En su camino se asomaron a un río que serpenteaba encajado en un profundo congosto, pero lo dejaron atrás; estaba demasiado hundido como para bajar a acampar. A la atardecida se detuvieron para dormir al raso, calentados sólo por las pieles y las hogueras. Piojo había seguido a la familia de Viento del Norte y Gata, procurando ayudar en el transporte cuando le parecía que hacía falta una mano. No habló apenas en el camino, y sólo respondió con sonrisas a algunas chanzas que le dirigió públicamente Viento del Norte. Piojo no podía dejar de espiar a Gata, pero procuraba en todo momento que su mirada no se encontrase con la de la irascible muchacha, que por otro lado tampoco mostró muchas ganas de conversación, aunque también observaba con disimulo. El camino por la Pradera Arrugada fue un juego de miradas a hurtadillas entre Gata, Viento del Norte, Piojo y Cielo Encendido, que lo vigilaba todo con aire de enfado.

Cuando el grupo se detuvo, Piojo, que se sentía incómodo con aquella situación, se apartó para estar solo. Los terrenos que pisaban ahora eran unos rodenos que se extendían hasta el horizonte sin que los cubriera apenas una rala capa de hierbas secas. La tierra, roja como la sangre, estaba corroída por mil surcos que morían en un laberinto de cárcavas. El agua que esculpía aquellas barranqueras no parecía dirigirse a ninguna parte, sino más bien errar sin rumbo fijo. Toda noción de orden o de finalidad parecía incompatible con aquel relieve sin pauta y sin sentido, como hecho a zarpazos.

El sol se iba volviendo una bola de fuego a medida que se aproximaba a la línea del horizonte, y el cielo se teñía del mismo rojo, que era también el color de la arcilla. Piojo asistía asombrado desde lo alto de un cotarro a aquel espectáculo nuevo para él, y estaba tan concentrado en sus sensaciones que no se dio cuenta de que Gata se aproximaba y se quedaba a su lado. Las miradas de los dos chicos nunca se habían cruzado durante el camino pero ambos se vigilaban, atraídos por una recíproca curiosidad. Cuando Gata vio alejarse a Piojo pensó que era la oportunidad de entablar conversación con él. Había olvidado que en la distancia Cielo Encendido no le quitaba la vista de encima, y sus ojos eran una pareja de halcones picando sobre su presa.

—No conocías este lugar, ¿verdad, Caminante? —preguntó Gata, aunque sólo por empezar la charla, porque todo indicaba que el chico jamás había estado en aquellas tierras.

Piojo se sobresaltó como si le hubieran quemado la piel con una brasa. A Gata le llamó la atención la exagerada reacción del muchacho, que le recordó en aquel momento la de un corzo cogido por sorpresa. Pero a la chica le sedujo el aspecto completamente inofensivo, más bien desvalido, de Piojo, y para romper la embarazosa situación se puso a hablar.

—Al pasar por aquí en esta época del año, cuando el sol se acuesta y el cielo se vuelve del mismo color que la tierra en la que se hunde para dormir, celebramos a veces ceremonias que nos recuerdan el Misterio de la Creación del Mundo. En esta ocasión no se harán porque aún estamos de luto por tres personas muy queridas. Es un Misterio muy, muy importante para nosotros, y algunos guerreros llevan nombres que hacen alusión a él, como Cielo Encendido, con quien ellos me quieren unir.

Gata se volvió entonces hacia el campamento y se encontró con la mirada del aludido clavada en ella. Hizo una mueca de fastidio y sin dejar de hablar se pasó al otro lado del cerrillo, donde ya no la podía ver. Piojo la siguió para oír mejor.

—Al principio no había nada, sólo soledad, y en ella habitaba el Primigenio. Como estaba cansado de vivir en medio del aire, sin ningún lugar donde apoyarse, decidió crear el mundo. Cuando lo hizo, el Primigenio podía ya sentarse y reposar. El cielo se confundía entonces con la tierra, como sucede en este atardecer rojo, y el sol, que también era rojo, estaba encajado en medio, en el mismo sitio donde se encuentra ahora. En el poco espacio que quedaba vivían los humanos, y también las otras criaturas. Todas eran rojas, como grana es aún la sangre que corre por dentro de los cuerpos. El Primigenio se dio cuenta de que no había espacio suficiente para moverse con libertad y decidió meterse dentro del mundo para arreglar la situación.

Piojo miraba hacia poniente en absoluto silencio. Gata también contemplaba la postura del sol mientras hablaba. A su espalda, las alargadas sombras se confundían.

—Pero el Primigenio no tenía forma de entrar, porque era demasiado grande. Por la rendija que quedaba entre el cielo y la tierra les dijo a los humanos que vivían en el mundo que empujaran el cielo hacia arriba, pero los hombres no eran lo bastante altos, ni siquiera subiéndose unos sobre otros, para elevar el cielo. Además, no podrían auparlo, por más esfuerzos que hicieran, porque tenía sus raíces bien ancladas en la tierra.

Piojo se giró hacia ella con cortesía, en espera de la solución al problema del origen del mundo. Pero no había verdadera curiosidad en sus ojos.

—Entonces el Primigenio invocó la ayuda de un gran lagarto ocelado, aquel que excavó el valle encajado que hemos pasado viniendo hacia aquí. El lagarto gigante se puso de pie y con su terrible fuerza levantó el cielo con la enorme cabeza y lo elevó sobre la tierra. Desde entonces el sol puede hacer su camino y los humanos y las demás criaturas viven más desahogadamente. El lagarto se convirtió en el Arco Iris que sustenta el cielo.

Gata había contado la historia sin pasión, sin poner énfasis especial en ninguna parte del relato. Se notaba que no vibraba con el Misterio, que su única intención al repetirlo era entablar una conversación.

Desde los bajos del cotarro les llegaban, disueltas en el aire, notas sueltas del conichí de la perdiz macho. Piojo había vuelto a poner la vista en el horizonte y no decía nada. Finalmente, también las patirrojas callaron. Gata no pudo aguantar el peso del silencio y preguntó con brusquedad:

—¿Qué te ha parecido?

—Una bonita historia —contestó, escueto, Piojo.

Gata esperaba más entusiasmo o admiración o reverencia.

—¿Sólo eso? ¿Te ha sonado como un cuento?

Piojo no quería enfrentarse a Gata por nada del mundo, y empezó a hablar despacio y con voz queda, con humildad.

—Desde que Viento del Norte contó la historia de Arco Iris y la Gran Serpiente he estado pensando mucho sobre ello y ahora me parece que la creación del mundo debió de hacerse en dos veces, y por dioses diferentes. Puede que los paisajes que contemplamos, y las criaturas que conocemos, sean obra de unos cuantos seres, medio humanos medio animales, del Tiempo de los Sueños, dotados de grandes poderes mágicos, de una fuerza tal que los hombres de hoy no podemos ni imaginar, aunque también nosotros seamos sus descendientes —Piojo elegía cuidadosamente las palabras—. Rara vez los vemos ya, excepto en los sueños y en las visiones, pero los espíritus de esos seres no han abandonado la tierra sino que renuevan su trabajo cada día y todavía podemos notar su aliento en la naturaleza. Son héroes, como el lagarto del que me has hablado, los que dieron forma al mundo que habitamos y los que lo mantienen vivo…

Media docena de azulones pasaron en fila, remando enérgicamente en el cielo, hacia una balsa de aguas rojas que fulgía en la lejanía, alcanzada por los últimos rayos del sol. Sobre el campo caía una blanda paz.

—… Sin embargo yo creo que además la naturaleza obedece a una ley más profunda e invisible que es aún más potente que las fuerzas de esos antepasados del Tiempo de los Sueños. No sé aún cuáles son las costumbres que gobiernan el mundo, pero percibo que existen. Son normas a las que nada ni nadie puede oponerse y que están en el fondo de todas las cosas. Esas cuerdas que tiran de cuanto existe deben de ser la creación de unos pocos grandes dioses, o tal vez de uno solo.

«Aunque a lo mejor», añadió para sí, «ni siquiera hay dioses y las cosas son simplemente así desde el principio del mundo».

—He pensado mucho sobre el tema —prosiguió— y durante un tiempo creí que el sol era el dios jefe. Pero luego me di cuenta de que sigue siempre el mismo camino y por lo tanto también obedece una ley. ¿De quién?

—Pero el sol no siempre sale por el mismo punto, ni se mete por el mismo lugar, ni sube en el cielo tanto en la invernia como en el tiempo de las sombras cortas —contestó Gata, que aunque nunca había reflexionado a fondo sobre ello tenía muy buena cabeza para razonar.

—Es verdad, Gata —se atrevió a llamarla por su nombre, aunque nadie se la había presentado y ella no se lo había dado, y le gustó escuchar el nombre en sus propios labios—. Ya se me había ocurrido, por eso precisamente pensaba que el sol tenía voluntad propia y era libre para decidir su camino, pero luego supe que no era así.

—¿Cómo lo descubriste? —preguntó una Gata, más que interesada, fascinada por la conversación.

—En una ocasión nos cruzamos, me crucé —Piojo se corrigió—, con un viejo hechicero que llevaba tres soles meditando en lo alto de una colina. Los que pasaban cerca le dejaban comida y leña porque todo el mundo sabía que sus visiones eran muy importantes. Pude hablar con él y le pregunté qué estaba mirando. Me contestó que quería conocer cómo giraban los cielos, tanto el diurno como el nocturno, y con ellos las estrellas y el sol. Aquel hombre había seguido sus movimientos y me contó que cuando nace un sol nuevo, en el invierno, sale por un punto y que ese nacedero se va moviendo al alargarse los días, y que se corre hacia la parte del cielo donde están la estrella fija y sus compañeras las estrellas permanentes, las que nunca desaparecen del cielo por la noche. Y que luego, cuando los días empiezan a acortarse, el sol se mueve en dirección contraria, hasta que llega un sol nuevo, que sale por el mismo punto en el que nació el sol anterior, y la historia vuelve a empezar.

—¡Asombroso! Nunca lo hubiera imaginado. ¿Así que, según tú, tampoco el sol es libre?

—No, y ésa es la gran diferencia con nosotros. Yo no creo que nada de lo que nos sucede sea irremediable. Lo que acontece se puede explicar cuando ha ocurrido, pero no hay forma de saber lo que va a pasar porque el mañana no existe; sólo hay ayer y hoy…

Gata nunca había hablado en serio con un chico de su edad y vivía ese momento tan esperado intensamente. Sus antiguos compañeros de juegos infantiles habían cambiado mucho, y sólo deseaban ser grandes cazadores. Se habían vuelto aburridos y arrogantes a sus ojos. Claro que con las amigas tampoco podía mantener ya conversaciones interesantes. Estaban tan preocupadas con resultar atractivas para los muchachos que parecía que no les cabía otra cosa en la cabeza. Pero el recién llegado era distinto porque no quería impresionarla. Hablaba como para dentro, y se le veía lleno de sencillez y modestia, como si necesitase compartir sus dudas.

—… Más bien pienso que únicamente están acordados los grandes mandatos que obedece el mundo, antes, ahora y siempre, y que lo que nos sucede a cada uno de nosotros es el resultado de nuestros actos, de la voluntad de los demás y de la buena o mala suerte. Yo sé mucho de eso, de mala suerte.

Gata no salía de su asombro ante lo que estaba oyendo.

—¿Pero tú quién eres? ¿De dónde vienes?

Piojo la miró, la miró de verdad por primera vez con sus ojos de miel abiertos de par en par, y contestó con un susurro:

—No soy nadie. No sé quién soy —y sintió la necesidad de sentarse.

A Gata le desapareció del rostro la expresión de suficiencia con la que Piojo siempre la había visto, y se sentó a su lado sin dejar de observarlo con sus ojos negros y brillantes.

Aquella noche Piojo se quedó mucho rato despierto, tumbado boca arriba viendo llover estrellas. Se recordó a sí mismo de pequeño, en las noches cálidas de verano, cogiendo luciérnagas y mirándolas asombrado en las palmas de las manos. Se preguntaba entonces si los gusanos de luz serían estrellas fugaces que habían caído entre las zarzas.

Por la nieve caminaba un erizo gigantesco, con todas sus púas erizadas, envuelto en un zumbido. La comunidad atravesaba el Paso de la Muerte como si fuera una criatura fantástica con un solo cuerpo, innumerables pies y docenas de largas lanzas, más altas que las personas, dirigidas en todas las direcciones. Hasta las viejas portaban una pica. También Piojo. Algunos brazos volteaban la bramadera, un trozo de costilla de uro o de bisonte atada al extremo de una tira de cuero, que al girar hacía vibrar el aire produciendo un sonido misterioso, como un bramido intermitente. Sólo hablaban los guerreros más experimentados, aquellos que habían podido desatar el nudo de su garganta:

—¡Que no se separe nadie! ¡Manteneos pegados los unos a los otros! ¡Enseguida estaremos al otro lado del paso! ¡No os dejéis vencer por el miedo!

La marcha era lenta, la nieve blanda y muy profunda, la niebla espesa, casi tan sólida como un muro gris que la vanguardia del grupo rasgara con las puntas de sus lanzas para abrirse paso. De cuando en cuando se oía el graznido del cuervo rebotando en los farallones, que se imaginaban pero no se veían en la densidad de la bruma. El único color presente era el blanco, pero a Piojo no se le pasó por alto el trecho en que el camino pasaba junto al lienzo negro de un paredón de pizarra, inmediatamente antes de atravesar la lengua de un pequeño glaciar.

—Siempre es así en este odioso lugar —le susurró Viento del Norte a Piojo.

Ambos iban juntos en el flanco izquierdo del grupo. Los hombres se situaban en la periferia y las mujeres y los niños en el centro.

—Aquí caminamos guiados por el oído, ciegos como topos en medio de la niebla o la ventisca. Y cuanto menos ves, más te imaginas. Antaño este collado se llamaba Entrambasaguas, pero desde hace bastantes otoños y primaveras es el del miedo, la muerte y la impotencia.

La última palabra fue inaudible para Piojo, porque en el lado derecho sonó un estruendo terrible, como si la sierra entera se les viniera encima con un rugido. Todas las lanzas se volvieron en la dirección del ruido, que se movía hacia ellos vertiginosamente. A juzgar por el volumen de su voz, el monstruo que les acometía debía de tener proporciones descomunales y se los tragaría a todos. Hasta la niebla parecía ser empujada por la fuerza de la criatura que se les echaba encima. Piojo se despidió de la vida por segunda vez en tan sólo tres días. Y como en la estampida de bisontes, no lamentó morir allí. Cuando el ruido era ya ensordecedor, Piojo encogió el cuerpo y clavó la lanza en la nieve, apuntando al frente. Un instante más tarde una ola de nieve se lo llevó en volandas. No es una fiera, es un alud, pensó en el último instante. Muchos pasos más allá, la avalancha lo depositó, intacto pero aturdido, cerca de la pared de pizarra.

De nuevo se oyeron las voces serenas de los viejos guerreros:

—¡Agrupaos! ¡Mantened la calma! ¡La Muerte Blanca puede estar cerca!

Poco a poco se fueron reuniendo los miembros de la comunidad. El alud, afortunadamente, se había formado mucho más arriba en la ladera y había llegado hasta ellos con poca violencia. Los que habían podido recuperar su lanza la mantenían en posición defensiva. Pasó mucho tiempo hasta que el grupo volvió a compactarse, y entonces echaron en falta a tres personas: una niña, un adolescente y una mujer. Sin atreverse a separarse dieron grandes voces, y finalmente la niña llegó temblando. Sus padres la estrujaron enloquecidos. No se sabía si la cría lloraba más por el miedo que había pasado o por la violencia del abrazo. La escena se volvió a repetir más tarde con la mujer, pero ahora eran sus hijos los que la abrazaban. Y después quietud. Del muchacho no había señales. Al cabo de un tiempo se empezaron a oír voces veteranas que animaban a proseguir la marcha. Se estaba acabando el día, y si no atravesaban la montaña antes de que llegara la noche no sobreviviría nadie al frío. Con gran desconsuelo de la familia del adolescente desaparecido, el erizo humano se puso de nuevo en marcha. La Muerte Blanca había hecho una nueva presa. Era un chico patilargo de grandes ojos, al que llamaban Alcaraván por su parecido con ese pájaro de la estepa.

La noche llegó cuando aún estaban en la sierra, aunque por debajo de la cota de las nieves en verano. Hacía frío no obstante, y durmieron todos muy apretados unos contra otros, destemplados los cuerpos y los espíritus. No tenían más calor que el suyo, porque no había leña seca para encender fuegos. Afortunadamente, no temían ya a la Muerte Blanca, porque nunca había bajado tanto para atacar a los humanos. Además, a Piojo le cupo la dicha de que la espalda de Gata se apoyara contra la suya. Mantuvo su cuerpo en tensión, casi rígido, para no perder ese punto de unión con la muchacha, a quien no veía, pero cuyo calor sentía. Después, muy despacio, fue relajando cada uno de sus músculos hasta abandonarse al contacto con aquella espalda, con miedo, con prudencia al principio, hasta que comprobó que Gata no rechazaba el roce de su cuerpo. No tenía duda de que había sido un movimiento deliberado por parte de la chica, y no una mera casualidad. Piojo empezaba a sospechar que nada de lo que hacían las mujeres, o por lo menos Gata, estaba sometido al capricho de la suerte.

Nadie durmió aquella noche, por lo que la llegada de la débil claridad del día fue acogida con alegría y se reemprendió enseguida la marcha. Pronto abandonaron las nieblas y les recibió un sol que se elevaba espléndido sobre una montaña. Era una mole compacta, aislada en la llanura, que recordaba a un animal replegado sobre sí mismo, como si estuviera dormido. Un río caudaloso, que venía de una cordillera nevada, tan lejana que apenas se veía, pasaba casi lamiendo su flanco y desde la misma montaña salía un manantial que se unía al gran curso de agua.

—Es la Roca, nuestro refugio —dijo Viento del Norte—. Hacia allá vamos. Cuando el sol estaba en lo más alto se podía ya adivinar la naturaleza calcárea de la Roca. El tamaño de la montaña, visto desde más cerca, era descomunal, pero su sólida apariencia la hacía aparecer chata en la distancia, como una gigantesca muela. Si los dioses que modelaron su cumbre la hubieran recortado en cresterías, pensaba Piojo, habría constituido toda una cordillera, pero la ausencia completa de picos la aplastaba contra la inmensidad del páramo.

—Es el lugar ideal para pasar la otoñada y las nieves —explicaba León en Invierno, el padre de Viento del Norte—. La inmensa Roca hace de barrera al bufido del viento matacabras, y el tiempo aquí es mucho más suave que en la llanura. Esta comarca pare abundantes bellotas y otros frutos en el otoño, y hay muchos animales de caza. Ahora, con buen tiempo todavía, los claros del bosque y las praderas del río son muy viciosos de uros y de megaceros, por los pastos, mientras que los ciervos y los corzos se llaman más al encinar y al quejigal para ramonear. Ya saldrán los venados de los espesares de la carrasca, de todos modos, cuando les aprieten los ardores de la berrea, que todavía no les ha llegado la hora del empareje como a los demás animales; éstos siempre tienen retrasada la calentura. El roquedo, arriba, es querencioso de rebecos y cabras.

—Cuando lleguen las nieves, todos lo pasaremos mal —continuó Viento del Norte—, aunque al menos nosotros contamos con el refugio de las cuevas y las provisiones que vamos acumulando. Si la comida escaseara tendríamos que salir a la estepa a ver si damos con las manadas de caballos, de renos o de bisontes que vagan por allí a su antojo. Ahora, internarse en el raso con los soles cortos… eso sí que es jugarse la vida, y espero que no haya necesidad. Muchos desatinan y se mueren de frío, o se desnucan en una sima, porque en la pradera nevada y con la niebla cerrada no hay estrella, ni mata señera, ni hito, ni jalón que arrumben, por mucha experiencia y muy fina velaña que se tenga, y ni el lobo ni el raposo se ennortan en esas condiciones con todas sus artes, astucias y mañas. Hasta las avefrías se pierden al quedarse sin señas y por eso tiran para el mediodía cuando avizoran las nubadas grises cargadas de nieves.

Piojo no decía nada. Ni siquiera asentía con la cabeza. Pensaba. Demasiado bien sabía, desde el año en que se quedó huérfano, lo que era sufrir en la pradera. En el invierno, la soledad es el único habitante de la estepa.

—Pero lo peor no es el frío —remató León en Invierno—, que bien empelados y pelechados lo resisten las bestias, y los hombres abrigados igual, qué más dará, siempre que haya algo para llenar la andorga y se tengan los pies calientes. Porque, como dice el dicho decidero, no habiendo viento no hace mal tiempo. Lo peor es ese aire arrecedor que parece que sopla en todas las direcciones, que es cierzo y ábrego y solano y regañón y poniente a la vez, y es mala cosa acogerse al abrigaño de una roca o de una mata, porque ahí es donde se quedan, muy tiesos y muy sonrientes, los que se dejan vencer por la desesperación, el cansancio y la friura. Hay que seguir siempre adelante, en línea recta, con zancada recia, pisando con rabia, sacando fuerzas de los adentros… Yo me he visto en una de ésas… No, no me apetece lo más mínimo abandonar en medio de la nevasca la cueva en la que nos solemos instalar, que es la más amplia de todas y por eso la llamamos la Gran Caverna de Sator.

A la caída de la tarde estaban mucho más cerca de su destino, y acamparon junto a un escueto manantial, esta vez con buenos fuegos y excelente humor. Podía más en los viajeros el alivio por haber escapado de la Muerte Blanca, que el dolor por el muchacho al que nunca darían sepultura, y sobre cuyo cuerpo no podría esparcirse el ocre sagrado que devuelve a la carne muerta el pulso en la otra vida. Volvieron a dormir al raso, pero con tanta gente alrededor Piojo no tuvo un solo momento de intimidad con Gata. Además, Cielo Encendido se comportaba como si ya hubiera emparentado con la familia de su prometida, y se sentó en su mismo fuego. Hablaba con la voz muy alta, casi a gritos, para que todo el mundo viera lo confiado y seguro de sí mismo que se sentía.

A pesar de todo Piojo era feliz estando cerca de la chica, aunque no pudieran tocarse ni mirarse directamente a los ojos, esos dos inmensos placeres que Piojo acababa de conocer.

Al despertar, Piojo no vio a Viento del Norte y preguntó por él.

—Se ha ido antes del salir del sol —fue la escueta contestación de León en Invierno.

Reemprendieron la caminata hacia la Roca, que parecía tirar del grupo hacia sí porque todos llevaban la vista puesta en ella. Tenían ya muchas ganas de llegar al final del viaje.

Algunos enebros salpicaban la llanura, y en uno de ellos una pareja de águilas acometía entre chillidos rabiosos a un búho, posado en una rama. León en Invierno se dirigió al árbol e hizo zumbar su bramadera, que en poco tiempo espantó a las águilas. Cuando se perdieron de vista el búho también emprendió el vuelo, pero en sentido opuesto.

—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó tímidamente Piojo.

—El búho es mi protector —dijo León en Invierno.

Piojo no volvió a hablar, pero el padre de Viento del Norte quiso aclararle las dudas que suponía que le rondaban por la cabeza. ¿El búho, protector de un hombre que llevaba plumas de águila en la cabeza?

—Caminante, tenemos aún jornada por delante y te contaré una historia que te entretendrá un rato. Yo salí de mozo con dos cazadores más, también jóvenes, una primavera ya muy antigua, aunque lo que me pasó no lo olvidaré jamás. Nos alejamos mucho más de lo prudente del campamento en pos de un rinoceronte que inesperadamente habíamos encontrado, solo, en el yermo. No nos había olido porque nos favorecía el viento y la vista de los rinocerontes es muy mala, a más de que el pasto era muy alto. Recuerdo muy bien que estaba pelechando y que tenía el aspecto raro, como enfermo, de los animales en esa época, cuando mudan de piel. En cuanto nos topamos con el monstruo, y antes de que saliera huyendo, le clavamos tres de nuestras azagayas, pero no quería hincar la rodilla. Era duro de veras el condenado aunque estábamos convencidos de que caería antes o después. Estábamos tan excitados con la idea de derribar un rinoceronte que lo habríamos perseguido hasta el mismísimo fin del mundo. Después de muchos días, un amanecer lo vimos acostado por fin junto a un mogote de roca. Lo creímos moribundo y cuando nos acercamos para rematarlo se levantó y nos embistió. En realidad nuestras azagayas apenas le habían arañado la piel y no había perdido casi sangre. ¡Qué ingenuos, qué ignorantes y qué insensatos fuimos! Furioso porque no lo dejábamos en paz, corneó y mató a los otros dos como si se espantara unas moscas y a mí me lanzó tan lejos que me partí una pierna. Corriendo a la pata coja me refugié en una grieta de la roca, lo bastante profunda y baja como para que el rinoceronte no pudiera llegar hasta mí con su cuerno. Al cabo de un rato de rondarme dando bufidos se alejó muy digno. Pude salir entonces de la grieta, pero me encontraba incapaz de andar. ¿Cómo podría volver al campamento? ¿Qué comería mientras se recomponía el hueso roto? Piojo no había oído nunca hablar de alguien que se hubiera salvado en una situación así.

—La única carne que tenía al alcance era la de mis compañeros, pero antes prefería morir de hambre que quebrantar el tabú más grande de todos. Aparte de que, para evitarme tentaciones, vinieron los buitres y las hienas y dieron cuenta de los cadáveres de mis amigos en unos instantes, mientras yo me volvía a esconder en mi rendija, de la que sólo sacaba la punta de la lanza. Te puedes imaginar lo horriblemente mal que lo pasé oyendo cómo crujían los huesos de mis camaradas en las fauces de las hienas. Yo podía haber sido uno de ellos.

—¿Y el búho te protegió? ¿Pero cómo? —murmuró Piojo.

—Después de que se marcharan todos los Carroñeros y me quedara solo, y cuando más desesperado estaba, levanté la vista y vi un poco más arriba un gran nido en la roca. En su borde se posaba una pareja de búhos que parecía haber estado disfrutando de la carnicería. Y en ese momento me miraban a mí como preguntándose qué haría para salir del aprieto. Estoy salvado, pensé loco de alegría. Cuando los padres se alejaron para cazar, trepé hasta el nido y vi a cuatro hermosos pollos de color ceniza. Inmediatamente les robé la liebre que tenían para comer. Seguí haciendo lo mismo unos días hasta que se me ocurrió una idea mejor. Les crucé un palo pequeño en el pico, que les sujeté por detrás de la cabeza con un tendón del cosido de mi vestido. Los pollos no podían tragar con aquella traba y piaban de hambre, con lo que los padres cada vez traían más liebres, perdices y palomas. De cuando en cuando, naturalmente, yo les quitaba el palito para que pudieran comer y no murieran de hambre y se me acabara el suministro. Los pollos crecieron y cada vez necesitaban más alimento y así los padres cazaban más bichos para mí. ¡Tenían un nuevo pollo que alimentar, y de buen estómago!…

Y León en Invierno se acarició la barriga con satisfacción antes de seguir con su historia.

—… Como llovía y el agua se acumulaba en los huecos de las rocas, no me faltaba de nada. Para el día en que los pollos echaron a volar yo ya podía andar. Cuando me presenté de vuelta en el campamento, nadie daba crédito a lo que veía. ¡Había sobrevivido y estaba más gordo que cuando me fui! Conté la historia y todos me felicitaron por mi talento; mi fama se extendió por toda la pradera. Desde entonces ayudo a los buhos siempre que puedo, aunque lleve las plumas de sus mortales enemigas las águilas, a las que de todos modos sólo asusto y nunca hiero.

Piojo se fijó entonces en León en Invierno y se dio cuenta de lo mucho que se parecían el padre y el hijo en el temperamento, los gestos y la forma de hablar, pero no en el cuerpo. León en Invierno era bajo, compacto, de cara tosca, nariz grande, ojos pequeños y pelo espartoso, que se había vuelto cano. La hija, en cambio, había salido a la madre en el físico, pero no en el carácter.

Cuando se hizo de noche la Roca parecía ya al alcance de la mano. La rasa de su techo estaba desprovista de árboles, con excepción de unos pocos pinos y enebros que crecían dispersos y como asustados, con sus troncos y ramas maltratados por el viento y deformes. Pero en las orillas del río, que pasaba a mediodía de la montaña, se erguían abundantes chopos, olmos y fresnos, y en la franja de terreno situada entre el río y la caliza había un bosque no muy denso de rebollos que se detenía al llegar a las peñas, a las que sólo se aferraban con valentía las bravas encinas. En las vaguadas que tajaban la Roca predominaban en cambio los quejigos.

Acamparon, no obstante, y Piojo buscó a Gata, con la que sólo pudo intercambiar algunas palabras. Habría hablado con ella hasta el amanecer, pero esa noche se dormía pronto. Le bastó con que, antes de echarse, Gata le diera simplemente las buenas noches para que su corazón se llenase de gozo.

Lo que le daba a ese vulgar «buenas noches» un valor especial, que en absoluto le pasó desapercibido a la madre de Gata, es que la muchacha estaba seria cuando pronunciaba esas dos palabras, y hasta que conoció a Piojo nunca había hablado así a alguien de su edad. Gata se reía frecuentemente en la cara de los chicos, aunque siempre sin maldad y sin crueldad: sencillamente los encontraba muy torpes. Podía impacientarse cuando los muchachos la miraban con insistencia o le decían tonterías. Podía estar irritada con lo que consideraba injusto, y muchas veces la dominaba su genio. Pero seria… seria no había estado nunca con ningún chico. Y es que hasta conocer a Piojo, ninguno le había importado tanto como para tomárselo en serio. En esa ocasión, aquellas «buenas noches», dichas desde el corazón, lo expresaban todo y Piojo se durmió sonriendo.