13
Asciendo por el cañón de Coldwater tomando las curvas a toda velocidad. Ante mis ojos, la luz de los faros convierte la carretera de tres carriles en un sendero de cuento de hadas plagado de sombras oscuras y dedos de brujas que intentan atraparme.
Pero no huyo de las sombras. Ni tan siquiera huyo de Jackson. No del todo.
Huyo de Jackson y de mí, y de esta situación desquiciante.
Porque, maldita sea, lo único que Jackson quiere es castigarme. Eso lo sé, ¡lo sé! Y, no obstante, solo tiene que llamarme con el dedo para hacer que me derrita.
Igual que hizo Bob tantos años atrás.
¡Joder!
Esto ha sido un error. Un error garrafal. No debería haberme acostado con Jackson jamás y, si la consecuencia era renunciar al resort, debería haberme ido sin más. Porque no puedo ser esta mujer. No puedo ser la chica que se entrega. Que cede. Tengo que mantener el control, porque es la única protección que tengo.
Eso también lo odio.
Así pues, sigo conduciendo, tomando las curvas a lo loco, esforzándome por perderme en la emoción del peligro, enterrando mi miedo bajo esta corriente de pura adrenalina y una concentración absoluta.
Pero no me da resultado. Tengo demasiadas cosas en la cabeza, mis pensamientos son demasiado incontrolables y, con un volantazo, me desvío a un apartadero y freno en seco. El Porsche se detiene tan cerca del precipicio que, por un momento, me pregunto cómo habría sido salir volando para luego caer al vacío.
Aparto esa idea de mi mente. Eso no va conmigo; yo no soy así. No he sido así nunca.
Incluso cuando era adolescente, cuando deseaba que aquello terminara con toda mi alma, jamás quise acabar con mi vida. Preferí retraerme, encontrar un lugar seguro y aferrarme a talismanes que me protegieran de mis pesadillas.
Durante toda mi vida he conseguido tener la situación bajo control siempre… con dos únicas excepciones: Atlanta y este momento.
Y ahora Jackson Steele está en el centro del huracán, haciéndome girar como si yo fuese un trocito de corcho flotando en aguas agitadas.
Bajo del coche, me acerco al borde del precipicio y miro las luces del mundo. Las casas donde personas felices duermen a pierna suelta.
Me doy cuenta de que estoy celosa. Y sola.
Cierro los ojos porque, de repente, añoro a Jackson. Deseo que me abrace y me tranquilice.
«Eres tonta —pienso—. Tonta de remate.»
El ronroneo de un motor me arranca de mis pensamientos y, al volverme, veo un sedán negro entrando en el apartadero.
Frunzo el ceño. No busco compañía y no soy idiota. Soy una mujer que está sola en la oscuridad junto a un coche carísimo. Lo que significa que es hora de irme.
Vuelvo a subir al Porsche, pongo los seguros y doy marcha atrás.
El sedán sigue en el apartadero, con el motor apagado y el interior a oscuras.
Pero cuando giro el volante para salir a la carretera mis faros lo alumbran un instante y veo al conductor.
¡Es Jackson!
Me ha seguido.
Agarro el volante con más fuerza. Temo que voy a cabrearme.
Pero, en vez de eso, me siento un poco menos perdida. Un poco más protegida.
Y, por ese motivo, también un poco asustada.
No regreso al hotel, sino que voy a casa.
Me parece que estoy sonámbula cuando me detengo en el recibidor y pulso el botón que abre la puerta del patio. Cuando empieza a subir, echo andar al compás del movimiento.
Ahora mismo no tengo la menor idea de lo que quiero.
No, eso no es cierto. Lo sé desde el momento en que lo he visto en el coche.
Quiero a Jackson.
Lo quiero aquí a mi lado. Quiero que me abrace y me tranquilice. Pero no puedo tener lo que quiero, no solo por este absurdo juego en el que estamos atrapados, sino porque lo nuestro no tiene futuro. Al final, él se vengará y se irá. O yo lo alejaré, mi única defensa frente a mis miedos e inseguridades, frente a esos espantosos demonios con los que no puedo vivir y contra los que no sé cómo luchar.
En ambos casos, estaré sola.
Y por eso estoy aquí en el patio, arrebujada en mi manta, con los ojos cerrados porque tengo la esperanza de poder conciliar el sueño.
«Sylvia.»
Sonrío y dejo que el sonido de mi nombre en sus labios se cuele en mis sueños. Noto el peso de una mano en el hombro, delicada pero firme, y respiro hondo. Estas no son las frías garras de una pesadilla; son el tacto cálido y tranquilizador del caballero que tan a menudo imagino. Cambio de postura y me subo la manta hasta la barbilla porque quiero sumergirme en este lugar seguro que tan rara vez encuentro cuando duermo.
«Sylvia. Nena, despierta.»
Me despierto, confundida, y, al abrir los ojos, veo los ojos azules de Jackson mirándome, cargados de preocupación.
—Estás aquí —susurra con dulzura.
—Yo… —Como no tengo la menor idea de lo que quería decir, me interrumpo. Pero me obligo a incorporarme para mirarlo bien y convencerme de que no es fruto de mi imaginación—. Me has seguido. —En el coche. Por la carretera.
—Pues claro.
Su voz es suave como la brisa.
—¿Cómo?
Esboza una sonrisa.
—¿Has oído hablar alguna vez de OnStar?
—Has rastreado tu coche.
—También tengo un Lexus —explica—. Has huido de mí con un coche y yo te he seguido con otro.
—¿Para asegurarte de que tu Porsche no corría peligro? —pregunto, incapaz de disimular mi tono desafiante.
—No. —Me acaricia la mejilla con el dedo—. No estaba preocupado por el Porsche.
—Pero no has bajado. Te has quedado dentro del coche.
—He supuesto que querías estar sola.
—Ahora estás aquí —arguyo.
—He pensado que ya llevabas sola suficiente tiempo.
Le sonrío. Y hacerlo me resulta muy agradable. Luego me incorporo más hasta estar sentada en vez de recostada.
—¿Cómo has entrado?
—Has dejado la puerta del apartamento abierta de par en par —responde—. Menos mal que este edificio tiene un sistema de seguridad y nadie puede atravesar la entrada exterior.
—¿Sigues sin querer decirme cómo lo consigues tú?
—Un mago nunca revela sus secretos. —Estaba arrodillado a mi lado, pero ahora se levanta—. ¿Te encuentras mejor? —pregunta y, cuando asiento, entra en casa.
Cambio de postura en la tumbona para ver adónde va. Empiezo a asustarme porque temo que se vaya, pero me relajo en cuanto descubro que está frente a la nevera, cogiendo algo.
—¿Un sacacorchos? —pregunta. Y de inmediato se responde—: Lo tengo. No te preocupes.
Un momento después regresa con dos copas de vino blanco. Me da una y, con la otra mano, acerca la silla metálica plegable que Cass sacó al patio la última vez que estuvo en casa.
—Hemos terminado, Sylvia.
Pongo la espalda recta.
—¿Qué? ¡No! Se lo has dicho a Damien y yo… yo he accedido a… ya sabes. Maldita sea, Jackson, ¡no puedes irte así! No puedes…
Hago ademán de levantarme, pero me sujeta del brazo para impedírmelo.
—No hablaba del resort —dice con calma—. Proyectaré un resort magnífico para ti. Me refería a… esto —añade, y nos señala a los dos.
Niego con la cabeza, sin comprender. Porque, después de todo lo que ha sucedido, no va a ceder en todas sus exigencias y ultimátums, ¿no?
¿O sí?
Coge su copa, se levanta y se dirige a la barandilla. Se detiene ahí y su silueta se recorta contra el cielo ya gris.
—Me jodiste bien, Sylvia, es tan básico como eso. Te dije que esto era por venganza, y lo es. Quería castigarte por dejarme. Por dejarme por él, por Damien, pensaba… Y sabe Dios cuánto deseaba castigarte.
—Pero no lo hice. No de esa forma. Ya te lo he explicado.
—Y te creo. Pero había más. Porque seguía queriendo que pagaras por hacerme sufrir. Coño, por hacernos sufrir a los dos —dice, y no puedo evitar hacer una mueca, porque es cierto—. Pero no solo quería castigarte. —Toma un sorbo de vino y deja la copa—. ¿Necesitas que te lo diga sin tapujos? Pues lo haré. Te deseo, Sylvia. Con la misma intensidad que te deseé en Atlanta. Y en cuanto te vi en el teatro supe que estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para tenerte cerca.
Sus palabras quedan subrayadas por cada paso que da hacia mí.
—¿Quería tu sumisión? ¿Te quería desnuda y dispuesta debajo de mí? ¡Joder, sí! Aún lo quiero. Pero eso no es todo. Quiero hacerte sentir. Hacerte reír. Quiero ver ese fuego que arde en tu interior. Quiero que me mires como hiciste hace cinco años. ¿Y sabés qué, Sylvia? Quiero que te quedes.
Tengo el pecho encogido y me cuesta respirar.
—Pero no quiero nada de eso si el precio es que sufras.
Baja la mano y me coge la barbilla con una expresión tan tierna que el corazón me da un vuelco.
—Así que no habrá ningún trato. Ningún juego. Ninguna condición para que yo trabaje en el resort. Seguiré haciendo todo lo posible por seducirte —añade con una tierna sonrisa—. Pero no puedo ser el que te inflija más dolor.
Abro la boca para hablar, pero soy incapaz. Solo puedo mover la cabeza con la intención de negar lo que es tan obvio que ha visto.
Me coge la mano y, aunque nuestros dedos son lo único que se tocan, tengo la sensación de que me transmite su fuerza.
—Me he fijado en el candado, el tatuaje, e imagino qué significa. Debería haberlo supuesto en Atlanta.
Aparto los ojos, incapaz de sostenerle la mirada.
—No deberías tener que soportar esa carga. Y si yo te la he hecho más pesada, lo siento muchísimo.
Lo miro con un nudo en la garganta y los ojos escociéndome.
—No lo has hecho —arguyo—. No en realidad. Oh, Dios mío… —Inspiro, me llevo la mano a la boca y me muerdo la blanda carne de la base del dedo pulgar—. Quiero llorar… me muero de ganas de llorar ahora mismo. Estoy llena de lágrimas —añado, casi con la sensación de que me estoy ahogando en mis emociones.
—Pues déjate ir —dice.
Se sienta a mi lado y me abraza.
Consigo esbozar una sonrisa y me apretujo contra él.
—No puedo. No lloro desde que tenía catorce años.
Me aparta de la frente un mechón de pelo y, muy despacio, me pasa el dedo por el hombro y lo baja por mi espalda.
—«Es un alivio llorar» —cita—. Ovidio.
Inspiro de forma entrecortada mientras recreo en mi mente el tatuaje. Las delicadas lágrimas azules. Los trazos precisos de la letra en la que Cass me tatuó esa frase en el omóplato que Jackson me está tocando.
—Sería un alivio —digo con una sonrisa irónica— si pudiera llorar.
—También es un alivio hablar de ello. —Me acaricia el pelo y, pese a todo, me siento protegida—. ¿Me puedes decir quién fue?
Cierro los ojos porque no quiero pensar en ello.
Pero es absurdo. Siempre estoy pensando en ello de un modo u otro.
—¿Fue tu hermano?
—¡No! —Mi respuesta es tan rápida como cierta—. No, Ethan ni tan siquiera lo sabe. —Percibo pánico en mi voz—. Oh, Dios mío, si Ethan llegara a conocer la verdad…
Me estremezco, tan decidida como siempre a proteger a mi hermano menor.
—He visto cómo te has puesto tras recibir su mensaje de texto cuando estábamos cenando.
—Viene dentro de unas semanas. Quiere que vayamos a visitar a nuestros padres. Viven en Irvine. Se mudaron allí cuando Ethan terminó el instituto en Brentwood.
—¿Y eso es malo?
Respiro hondo y me recuerdo que no solo estoy despierta sino que Jackson me ha devuelto el control de mí misma en bandeja de plata. Puedo hablar de esto y no me sucederá nada.
—Irvine no; a mí ya me va bien que esté lejos. Y estoy deseando ver a mi hermano pequeño. Estuvo muy enfermo cuando era un crío. Éramos uña y carne. Se… se puso mejor.
Inspiro, decidida a no pensar en el precio de su recuperación.
—Se curó por completo —continúo, y me apresuro a seguir explicándole—. Vive en Londres desde hace más de un año.
—Pero tus padres no.
Bajo la vista y reparo en que me he retorcido tanto las manos que los dedos me duelen.
—El hombre que me violó… —Respiro hondo al darme cuenta de que no había dicho esa palabra desde que se lo expliqué a Cass—. Era amigo de mis padres. Yo lo llamaba Bob. —El mero hecho de pronunciar su nombre me hace temblar—. Y me salió un trabajo con él cuando estaba en segundo de secundaria. Fue a través de mi padre. Así que esto de las relaciones de familia no se me dan muy bien. Digamos que me encerré en mí misma, ¿sabes?
Asiente.
—¿Dices que tenías catorce años?
—Sí. —Hablo con naturalidad. La única manera de superar esto es decirlo sin más. Como si estuviera resumiendo documentos de empresa—. Empezó entonces.
Veo que se estremece al oír la palabra «empezar». Le agradezco que no me pregunte cuánto duró.
—¿Y tus padres?
—No se lo he contado a nadie —digo, lo que, en realidad, no responde a su pregunta—. Bueno, solo a mi amiga Cass, pero a nadie más.
—¿A ningún profesional? ¿No has hecho terapia?
—No estoy interesada en explicar mis problemas a desconocidos. Me niego a poner algo tan íntimo en manos de una persona que ni tan siquiera conozco.
—Necesitas ayuda.
—Tengo mi propia terapia. Estaré bien.
—No, no lo estás —dice, con toda la razón, y por la expresión de su rostro sé que está preocupado.
Aparto la mirada. Está en lo cierto, por supuesto, pero no pienso reconocerlo.
—Muy bien. Si no va a ayudarte un profesional, te ayudaré yo.
—Jackson…
—¿Qué? ¿Soy yo el problema? No. Yo soy el hombre que…
Se me encoge el pecho porque oigo una palabra que no ha dicho.
—¿Qué?
Se lo piensa un instante.
—Yo soy el hombre que luchará contra tus demonios —concluye al cabo.
Y no puedo evitar sonreír porque, en mi imaginación, ese es el hombre que siempre ha sido. No obstante, en la realidad…
—Te lo agradezco, Jackson, pero ya estoy luchando yo contra esos demonios.
—¿Ah, sí? Pues, visto lo visto, no los estás venciendo.
—Por favor… —Me tiembla la voz—. ¿Podemos dejarlo? ¿Al menos por ahora?
Su expresión es tan triste ahora que casi me desgarra.
—Yo te lo he puesto mucho más difícil todavía —se lamenta. Se arrodilla a mi lado y me coge la cara—. Perdona.
—No. No es verdad. Solo tengo que quitármelo de la cabeza durante un rato.
—Necesitas descansar. Vamos. Voy a llevarte a la cama. Nadie debería estar levantado tan temprano un domingo.
Empieza a levantarse, pero le aprieto el muslo con la mano.
—Espera.
Noto el músculo de su pierna tenso bajo mis dedos, como un resorte a punto de saltar. El cuerpo entero parece temblarle del esfuerzo que hace para contenerse. Me mira a los ojos, y sé que acaba de caer en la cuenta de lo que deseo.
—No —dice con voz firme—. Esto no es lo que quieres. Ahora no.
—Por favor… —insisto. En este momento lo necesito a él—. Ayúdame a luchar contra mis demonios. Méteme en la cama y arrópame como si fuera una niña, y será como si él hubiera ganado. Como si me hubiera arrebatado algo.
Ladea la cabeza y clava en mí sus ojos azules, tan penetrantes que son como rayos láser. Le sostengo la mirada porque no solo quiero que vea lo que necesito sino también lo que deseo.
—Por favor —repito un momento después—. ¿Es que no lo entiendes? Anoche te deseaba con locura, pero no de esa forma. No cuando me parecía una venganza, cuando pensaba que querías follarme para borrarme de tu mente o algo por estilo.
—Oh, nena. —Me coge la mejilla con la palma de la mano—. No quería borrarte de mi mente. Todo lo contrario. Te deseaba demasiado, joder.
—Pues quédate conmigo. —No tengo palabras para decirle cuánto necesito esto. Cuánto lo necesito a él. Y solo puedo esperar que lo perciba en mi voz—. Te necesito. Y, oh, Dios mío, no sabes cómo te he echado de menos.
—Sylvia. —Dice mi nombre tan quedo que apenas es un soplo de aire saliendo de sus labios. Luego me coge la cabeza con ambas manos y me arrima a él—. Voy a hacerte el amor, Syl. Y si no quieres que lo haga, dímelo ahora mismo.
No lo hago; me limito a echar la cabeza hacia atrás y separo los labios.
Y cuando baja la cabeza para acercarla a la mía y roza mi boca con la suya como si probara esta nueva realidad, se me escapa un gemido de consentimiento y placer.
Me abrazo a su cuello y lo estrecho contra mí. Sé el peligro que corro: hace solo unas horas las pesadillas me han impulsado a huir como alma que llevara el diablo.
Pero ahora es de día y no tengo ninguna intención de dormir hasta dentro de mucho rato.
Y cuando las pesadillas me visiten como hacen siempre… Bueno, supongo que habrá merecido la pena.