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La noticia apareció en la tercera plana de un periódico del sábado en el que, curiosamente, no abundaban demasiado las noticias. Bajo un titular que decía PROFESOR ACUSADO DE ASESINATO Y MALOS TRATOS INFANTILES, se publicaba una fotografía de la época estudiantil de Chip en la que este aparecía con cara de hippie feliz. El artículo le describía como un «investigador de sociología, galardonado con varios premios de enseñanza». E incluía la consabida serie de opiniones de incrédulos colegas.

Los reportajes de la semana siguiente fueron un poco más sustanciosos: detención de Chuck Jones y de George Plumb por complicidad en el asesinato de Laurence Ashmore.

Otro cómplice llamado Warren Novak —uno de los contables— había llegado a un acuerdo con la policía y lo confesaba todo, incluido el hecho de que Plumb le hubiera ordenado sacar dinero de una cuenta del hospital para pagar a un asesino a sueldo. El hombre que le había fracturado el cráneo a Ashmore era un antiguo guardaespaldas de Charles Jones, llamado Henry Lee Kudey. En una fotografía, se le veía en el momento de ser conducido a la cárcel por un anónimo agente del FBI. Kudey era alto y corpulento, vestía con desaliño y tenía una cara adormilada. Su acompañante era rubio, llevaba gafas de montura negra y tenía un rostro casi en forma de triángulo equilátero. En su papel de guardia de seguridad del Western Pediatric, su nombre era A. D. Sylvester.

Me pregunté por qué razón un agente federal había practicado una detención por homicidio hasta que llegué al último párrafo; Chuck Jones y sus compinches estaban a punto de ser acusados de «presuntas irregularidades económicas basadas en unas exhaustivas investigaciones llevadas a cabo por organismos oficiales». En el reportaje se mencionaba a unos«anónimos funcionarios». Los nombres de Huenengarth y Zimberg no aparecían por ninguna parte.

A las cuatro de la tarde del martes intenté por cuarta vez ponerme en contacto con Anna Ashmore. Las primeras tres veces, nadie había contestado en la casa de Whittier Drive. Esta vez, contestó un hombre.

—¿De parte de quién? —preguntó.

—Alex Delaware. Pertenezco a la plantilla del Western Pediatric. Visité a la señora la semana pasada para darle el pésame y quería saber cómo estaba.

—Ah, comprendo. Yo soy su abogado, Nathan Best. Está todo lo bien que se puede esperar. Anoche se fue a Nueva York para reunirse con unos amigos.

—¿Tiene usted alguna idea de cuándo regresará?

—No estoy muy seguro de que regrese.

—Ya —dije—. Si habla usted con ella, dele recuerdos de mi parte.

—Descuide. ¿Cómo me ha dicho que se llamaba?

—Delaware.

—¿Es usted médico?

—Psicólogo.

—¿A usted no le interesaría, por casualidad, comprar a muy buen precio unas propiedades inmobiliarias, doctor? La dueña piensa desprenderse de algunas casas.

—No, gracias.

—Bueno, pues si conoce a alguien que pueda estar interesado, dígamelo. Adiós.

A las cinco en punto, siguiendo una costumbre recién adquirida, me dirigí en mi automóvil a una casita blanca situada en una umbrosa calle sin salida de la zona Oeste de Los Ángeles, al este de Santa Mónica.

Esta vez me acompañaba Robin. Aparqué y bajé.

—No creo que tarde mucho —le dije.

—No te preocupes.

Robin empujó el asiento hacia atrás, apoyó los pies en el salpicadero y empezó a hacer unos dibujos de incrustaciones de nácar en una cartulina.

Como de costumbre, las cortinas de la casa estaban corridas. Subí por la calzada de traviesas de ferrocarril que dividía el césped. Unas petunias blancas y rojas crecían en los bordes. En la calzada había un Plymouth Voyager aparcado y, detrás de él, una abollada moto Honda de color cobre. Hacía mucho calor y el aire resultaba sofocante. No soplaba la menor brisa, pero algo hacía sonar las cañas de bambú que colgaban por encima de la puerta a modo de aldaba.

Llamé con los nudillos. Se abrió la mirilla y vi un precioso ojo azul. La puerta se abrió hacia adentro y Vicki Bottomley se apartó a un lado para franquearme la entrada. Llevaba una bata verde lima de enfermera por encima de unas mallas de color blanco y se había recogido el cabello hacia atrás. Sostenía en la mano una taza de color calabaza.

—¿Le apetece un café? —me preguntó—. Todavía queda un poco.

—No, gracias. ¿Qué tal están hoy?

—Parece que mejor.

—¿Las dos?

—Más que nada, la chiquitina…, es como si hubiera salido del cascarón. Corretea todo el día sin parar.

—Estupendo.

—Habla sola… pero eso no tiene nada de malo, ¿verdad?

—Por supuesto que no.

—Sí, yo también lo pensaba.

—¿Qué es lo que dice, Vicki?

—No se la entiende muy bien… más que nada, balbuceos. Pero se la ve muy contenta.

—Es una niña muy fuerte —dije, entrando en la casa.

—Casi todos los niños lo son… Está deseando verle.

—¿De veras?

—Pues sí. Le mencioné su nombre y sonrió. Ya era hora, ¿verdad?

—Desde luego. Me debo de haber ganado su favor.

—Sin ninguna duda, es lo que ocurre siempre con los niños.

—¿Qué tal duerme?

—Muy bien. En cambio, Cindy no duerme demasiado bien. La oigo levantarse y encender el televisor por la noche. Será el síndrome de abstinencia del Valium, ¿no cree? Aunque no he notado ningún otro síntoma.

—Puede que sea eso o simple ansiedad.

—Sí. Anoche se quedó dormida mirando la televisión, la desperté y la envié a su dormitorio. Pero se recuperará. No tiene más remedio, ¿no le parece?

—¿Y eso por qué?

—Porque es madre.

Ambos nos dirigimos al salón. Paredes blancas, alfombra beige, muebles nuevos recién salidos del almacén. La cocina estaba a la izquierda. Al fondo había una puerta vidriera corredera. Estaba abierta y mostraba un patio con césped, seguido de una franja de hierba auténtica cuyo color resultaba muy desvaído en comparación con el del césped. Un naranjo repleto de flores de azahar ocupaba el centro del patio. La valla de madera de secoya del otro extremo permitía ver unos hilos telefónicos y el tejado del garaje de la casa de al lado.

Sentada sobre la hierba, Cassie se estaba chupando los dedos mientras examinaba detenidamente una muñeca de plástico. Las prendas de la muñeca se hallaban diseminadas sobre la hierba. Cindy estaba sentada a su lado con las piernas cruzadas.

—Me parece que sí —dijo Vicki.

—¿A qué se refiere?

—Creo que se ha ganado su favor.

—Nos lo hemos ganado los dos.

—Pues sí… No me hizo ninguna gracia tener que pasar por aquel detector de mentiras, ¿sabe?

—Ya me lo imagino.

—Y contestar a todas aquellas preguntas… y pensar que pudieron llegar a considerarme sospechosa. —Vicki sacudió la cabeza—. Eso me dolió muchísimo.

—Todo fue muy doloroso —dije—. Él lo organizó así.

—Ya… nos hizo volver a todos tarumbas… y se sirvió de mis conejitos. Tendría que haber pena de muerte para las personas así. Me encantará subir al estrado de los testigos y contarle al mundo todo lo que sé sobre él. ¿Cuándo cree usted que se celebrará el juicio?

—Probablemente dentro de unos meses.

—Probablemente… Bueno, que se divierta. Ya hablaré con usted más adelante.

—Cuando usted quiera, Vicki.

—¿Cuando yo quiera qué?

—Cuando usted quiera hablar.

—Será un acontecimiento —dijo con una sonrisa en los labios—. Un auténtico acontecimiento. Usted y yo hablando… imagínese.

Me dio una ligera palmada en la espalda y se retiró mientras yo salía al patio.

Cassie levantó la vista y volvió a dirigir su atención a la muñeca desnuda. Iba descalza; llevaba unos calzones cortos de color rojo y una camiseta estampada con corazones plateados. Le habían recogido el cabello hacia arriba y tenía la cara llena de tiznaduras. Me pareció que había engordado un poco.

Cindy descruzó las piernas y se levantó sin esfuerzo. Vestía también calzones cortos. Los mismos calzones cortos de color blanco y la camiseta blanca que llevaba cuando yo la había visitado en su casa. Llevaba el cabello suelto peinado hacia atrás y se había hecho en las mejillas y la barbilla unos rasguños que intentaba disimular con maquillaje.

—Hola —me dijo.

—Hola.

Me senté en el suelo al lado de Cassie y la miré con una sonrisa. Cindy permaneció de pie un instante y después se dirigió al interior de la casa. Cassie se volvió para mirarla, levantó la barbilla y abrió la boca.

—Mamá vuelve enseguida —le dije, sentándola sobre mis rodillas.

Forcejeó un poco y yo la solté. Al ver que no intentaba bajar, le rodeé la suave cintura con una mano. Permaneció un momento sin moverse y después me dijo:

Ballito.

—¿Quieres montar a caballo?

Ballito.

—¿En el caballito grande o en el caballito pequeño?

Ballito.

—Muy bien pues, allá vamos, en el caballito pequeño —dije, moviendo muy despacio las rodillas—. ¡Arre!

A-e.

Se puso a brincar con más fuerza y yo moví la rodilla un poco más rápido mientras ella se reía y levantaba los brazos. Cada vez que subía, me cosquilleaba la nariz con el moñito.

—¡Arre! ¡Arreee!

En cuanto nos detuvimos, bajó entre risas de mis rodillas y se dirigió con paso vacilante hacia la casa y yo la seguí hasta la cocina. La estancia era la mitad de grande que la de Dunbar Drive y el mobiliario estaba un poco deslucido. Vicki se encontraba de pie junto al fregadero, con una mano metida en una cafetera cromada.

—Mira quién ha venido —dijo, mientras su mano seguía limpiando la cafetera.

Cassie corrió al frigorífico e intentó abrirlo. No lo consiguió y empezó a forcejear.

Vicki dejó la cafetera y el trapo y puso los brazos en jarras.

—¿Qué es lo que quieres, señorita?

Cassie la miró y le señaló el frigorífico.

—Si quieres algo, tendrás que hablar, señorita Jones.

Cassie volvió a señalarle el frigorífico.

—Lo siento, pero no entiendo el lenguaje de los dedos.

¡Eh!

—¿Qué «eh» quieres tú? ¿De patatas o de tomate?

Cassie sacudió la cabeza.

—¿De cordero o de jamón? —preguntó Vicki—. ¿Una tostada o pollo asado, zumo de fruta o bistec?

Risitas.

—Bueno, a ver si me lo dices. ¿Un helado o un trozo de pastel?

E-o.

—¿Qué es eso? No te entiendo.

E-o.

—Ah, ya me parecía a mí.

Vicki abrió el frigorífico y sacó un recipiente.

—Sorbete de menta —me explicó, frunciendo el ceño—. Parece dentífrico congelado, si quiere que le diga la verdad, pero a ella le encanta… como a todos los críos. ¿Le apetece un poco?

—No, gracias.

Cassie empezó a brincar, anticipándose al placer.

—Vamos a sentarnos a la mesa y a comer como Dios manda, señorita.

Cassie se acercó con paso vacilante a la mesa. Vicki la sentó en una silla, cogió una cuchara de sopa de un cajón y empezó a sacar el helado del recipiente.

—¿Seguro que no le apetece un poco?

—Seguro, gracias.

Cindy entró, secándose las manos con una toalla de papel.

—Es hora de tomar algo, madre —le dijo Vicki—. Probablemente le quitará el apetito para la cena, pero ha comido mucho a la hora del almuerzo. ¿Te parece bien?

—Pues claro —contestó Cindy.

Después miró con una sonrisa a Cassie y la besó en el cabello.

—Ya he limpiado la cafetera —añadió Vicki—. ¿Quieres un poco más de café?

—No, gracias.

—Seguramente más tarde me acercaré a Von’s. ¿Necesitas algo?

—No, gracias, Vicki.

Vicki colocó un cuenco de helado delante de Cassie y clavó la parte redondeada de la cuchara en el tarro que contenía la moteada masa de color verde.

—Espera un momento y enseguida te lo podrás comer.

Cassie volvió a pasarse la lengua por los labios y empezó a brincar en la silla.

¡E-o!

—Que aproveche, cariño —le dijo Cindy—. Estoy aquí afuera, si me necesitas para algo.

Cassie la saludó con la mano y se volvió hacia Vicki.

—Come y saboréalo bien —le dijo Vicki.

Regresé al jardín. Cindy estaba apoyada contra la valla. En cuanto me vio, empezó a golpear con el pie las tablas de madera manchadas de barro.

—Qué calor hace hoy —dijo, apartándose un mechón de cabello de los ojos.

—Desde luego. ¿Hoy tiene alguna pregunta que hacerme?

—Pues no. Parece que está muy bien y creo que lo superará… Me temo que lo más duro va a ser el juicio, ¿verdad? Cuando se convierta en el centro de atención.

—Será más duro para usted que para ella —dije—. Procuraremos mantenerla apartada de las candilejas.

—Sí… así lo espero.

—La prensa tratará por todos los medios de obtener fotografías de ustedes dos, lo cual significa que, a lo mejor, tendrán que mudarse de casa, pero creo que podemos proteger a la niña.

—Es lo único que me importa…, las molestias no me preocupan. ¿Cómo está la doctora Eves?

—Hablé anoche con ella. Dijo que vendría esta tarde.

—¿Cuándo se va a Washington?

—Dentro de un par de semanas.

—¿Ya tenía previsto el traslado o acaso…?

—Eso se lo tendrá que preguntar a ella —contesté—. Pero me consta que no ha tenido directamente nada que ver con lo ocurrido.

—Directamente —repitió—. ¿Qué quiere decir?

—Su traslado obedece a motivos personales, Cindy. No tiene nada que ver con usted ni con Cassie.

—Es una chica muy simpática… y muy… apasionada. Me gustaba mucho. Supongo que regresará cuando se celebre el juicio.

—Sí, eso por descontado.

El naranjo nos envió una vaharada de perfume de azahar. Los blancos capullos que nunca llegarían a ser frutos alfombraban la hierba alrededor del tronco del árbol. Cindy abrió la boca para decir algo, pero inmediatamente se la cubrió con la mano.

—Usted sospechaba de él, ¿verdad? —le pregunté.

—¿Yo? Pues… ¿Por qué me lo pregunta?

—Las dos últimas veces que hablé con usted, me pareció que deseaba decirme algo, pero no se atrevía. Ahora le he visto la misma expresión.

—Yo… En realidad, no era una sospecha. Me extrañaba… y empecé a tener dudas, eso es todo.

Estudió el barro adherido a la valla de madera y lo volvió a rozar con el pie.

—¿Cuándo empezó a tener dudas?

—No sé…, es difícil recordarlo. Crees conocer a una persona y, de pronto, empiezan a ocurrir cosas… no sé.

—Más adelante, lo va a tener que contar todo —le dije—. A los abogados y a la policía.

—Lo sé, lo sé y créame que estoy muy asustada.

Le di una palmada en los hombros. Se apartó y apoyó la espalda en la valla, haciendo vibrar las tablas.

—Perdone —dijo—. No quiero pensar en ello. Es demasiado…

Volvió a contemplar el barro. No me di cuenta de que estaba llorando hasta que vi las lágrimas rodando por su rostro y mojando la tierra.

—Crees conocer a una persona —repitió entre sollozos—. Crees que… Crees que esa persona te quiere… y después… todo tu mundo se desmorona. Todo lo que tú creías auténtico resulta que… era falso. No queda nada… Todo se ha esfumado. Yo… yo…

Vi que estaba temblando.

—Yo… —repitió, deteniéndose para recuperar el resuello.

—¿Qué ocurre, Cindy?

—Yo… Es…

Sacudió la cabeza y su cabello me rozó el rostro.

—Tranquila, Cindy. Dígame lo que sea.

—No hubiera tenido que… ¡Era absurdo!

—¿Qué es lo que era absurdo?

—La vez que… Él fue…, él fue quien encontró a Chad. Siempre era yo la que me levantaba cuando Chad lloraba o se encontraba mal. Yo era la madre… era mi deber. Él nunca se levantaba. Pero aquella noche se levantó. Yo no oí nada. Y me pareció muy raro. ¿Por qué no oí nada? ¿Por qué? Yo siempre lo oía cuando mi niño lloraba. Yo me levantaba constantemente y me quedaba con él hasta que se dormía, pero aquella vez no lo oí. ¡Hubiera tenido que comprenderlo!

Me golpeó el pecho con el puño, soltó un gemido y restregó la cabeza contra mi camisa como si quisiera borrar su dolor.

—Hubiera tenido que comprender que ocurría algo raro cuando me despertó y me dijo que Chad tenía mala cara. ¡Mala cara! ¡Tenía la piel azulada! Estaba… Fui y le encontré tendido en la cama… sin moverse. Estaba todo… de color… ¡No era normal! ¡Él nunca se levantaba cuando el niño lloraba! No era normal. No era normal y yo hubiera tenido que… ¡Hubiera tenido que comprenderlo desde el principio! Hubiera podido… yo…

—No hubiera podido hacer nada —dije—. Nadie podía saberlo.

—¡Pero yo soy la madre! ¡Hubiera tenido que comprenderlo!

Apartándose de mí, propinó un fuerte puntapié a la valla.

Después le propinó otro todavía más fuerte y empezó a golpear las tablas con las palmas de las manos.

—¡Oh! ¡Oh, Dios mío, Dios mío! —exclamó sin dejar de aporrear la valla.

El polvo le empezó a caer encima a modo de lluvia. Lanzó un gemido que traspasó la sofocante atmósfera y empujó la valla como si quisiera atravesarla.

Permanecí inmóvil, aspirando la fragancia del naranjo. Planificando mis palabras, mis pausas y mis silencios.

Cuando regresé al automóvil, Robin había llenado la cartulina de dibujos y los estaba estudiando. Me senté al volante y ella guardó la cartulina en la carpeta.

—Estás empapado —me dijo, secándome el sudor del rostro—. ¿Te ocurre algo?

—No es nada. Es el calor —contesté, poniendo en marcha el vehículo.

—¿No ha habido ningún progreso?

—Alguno. Eso va a ser un maratón.

—Pero llegarás a la meta.

—Gracias —dije.

Di la vuelta y me alejé.

A media manzana, me acerqué al bordillo, me detuve, me incliné hacia el asiento de al lado y besé a Robin con pasión. Ella me rodeó con sus brazos y ambos permanecimos enlazados un buen rato.

Un sonoro «Ejem» nos indujo a separarnos.

Levantamos la vista y vimos a un anciano, regando el césped de su casa con una chorreante manguera. Regando, mirándonos con expresión enfurruñada y murmurando por lo bajo. Llevaba un viejo sombrero de paja de ala ancha, pantalones cortos y unas sandalias de goma. Iba desnudo de cintura para arriba… y tenía el pecho hundido como el de una mujer destrozada por la hambruna. Tenía unos brazos huesudos, requemados por el sol. El sombrero protegía un rostro de fláccidas facciones y expresión avinagrada, pero no podía disimular su irritación.

Robin le dirigió una sonrisa.

El hombre sacudió la cabeza y el chorro de la manguera se desvió y mojó la acera.

Una de sus manos nos hizo señas de que nos marcháramos. Robin asomó la cabeza por la ventanilla y le preguntó:

—¿Qué le pasa? ¿No le gusta el verdadero amor?

—Malditos muchachos del demonio —contestó, volviéndose de espaldas a nosotros.

Nos alejamos sin darle las gracias.