13
A la mañana siguiente, me desperté a una clara luz primaveral. Hice unos tres kilómetros de jogging y procuré olvidar el dolor de las rodillas, pensando en mi velada con Robin.
Después me duché, di de comer a los peces y leí el periódico mientras desayunaba. No había nada más sobre el homicidio de Ashmore.
Llamé a Información, tratando de encontrar un número que coincidiera con la dirección de Dawn Herbert que Milo me había facilitado. No había ninguno y, de los otros dos Herbert que vivían en Culver City, ninguno conocía a Dawn.
Colgué sin saber muy bien si ello me hubiera servido de algo. Aunque la hubiera localizado, ¿qué excusa hubiera utilizado para preguntarle qué había ocurrido con la ficha de Chad?
Decidí concentrarme en el trabajo para el cual me habían preparado. Me vestí, me prendí la tarjeta del hospital en la solapa, salí de casa, giré al este en Sunset y me dirigí a Hollywood.
Llegué a Beverly Hills en pocos minutos y pasé por delante de Whittier Drive sin aminorar la marcha. Algo en la otra acera del paseo me llamó la atención: un Cutlass de color blanco que, acercándose por el este, giró a Whittier y subió hacia la manzana 900.
Al llegar a la primera salida de la mediana, di la vuelta. Cuando llegué a la casa de estilo georgiano, el Oldsmobile se encontraba aparcado en el mismo lugar donde yo lo había visto la víspera y una negra estaba descendiendo del vehículo por el lado del conductor.
Era joven (unos treinta o treinta y tantos años), delgada y de baja estatura. Vestía un jersey gris de cuello cisne y una falda negra larga hasta los tobillos y calzaba unos zapatos negros sin tacón. En una mano llevaba una bolsa de Bullock’s y en la otra un bolso de cuero marrón.
Debía de ser el ama de llaves que había ido a comprar algo a unos almacenes por cuenta de la desconsolada viuda.
Al volverse hacia la casa, me vio y entonces yo le dirigí una sonrisa. Me miró con expresión inquisitiva mientras se acercaba lentamente, caminando con paso breve. En cuanto estuvo más cerca, observé que era muy guapa y tenía una piel tan oscura que casi parecía azul. Su rostro era redondo y de barbilla cuadrada, con unos rasgos tan anchos y precisos como los de una máscara Nubia. Sus grandes ojos rasgados se clavaron directamente en mí.
—Hola, ¿es usted del hospital?
Refinado acento de escuela privada británica.
—Sí —contesté sorprendido, hasta que me di cuenta de que me estaba mirando la tarjeta de la solapa.
Parpadeó y volvió a abrir los ojos. Iris de dos matices de castaño: caoba en el centro y nogal en los bordes.
Rosados en la periferia. Había estado llorando y le temblaban un poco los labios.
—Es usted muy amable al venir —me dijo.
—Alex Delaware —dije, tendiéndole la mano a través de la ventanilla.
Dejó la bolsa de la compra sobre la hierba y me la estrechó. Tenía una mano fina, seca y muy fría.
—Anna Ashmore. No esperaba a nadie tan pronto.
Sintiéndome un estúpido por mis suposiciones, contesté:
—No conocía personalmente al doctor Ashmore, pero quería expresarle mi condolencia.
Dejó caer la mano. En la distancia se oyó el eructo de una máquina cortadora de césped.
—No habrá ninguna ceremonia especial. Mi marido no era religioso. —Volviéndose hacia la impresionante mansión, añadió—: ¿Quiere pasar?
El vestíbulo a dos niveles tenía las paredes pintadas de color crema y el suelo de mármol negro. Una preciosa escalinata con barandilla de latón y peldaños de mármol subía curvándose hacia el primer piso y, a la derecha, un gran comedor decorado en tonos amarillos mostraba el esplendor de unos oscuros muebles de estilo modernista a los que la verdadera ama de llaves estaba quitando el polvo. El arte ocupaba también la pared de detrás de la escalinata: una mezcla de arte contemporáneo y tejidos estampados africanos. Más allá de la escalinata, un pequeño vestíbulo conducía a una puerta de vidrio que enmarcaba un paisaje californiano: césped verde, una piscina azul plateada por el sol, unas casetas blancas detrás de una columnata cubierta de plantas trepadoras y setos y parterres floridos bajo la fluctuante sombra de otros árboles de especies. Una mancha escarlata cubría el tejado de las casetas…: la buganvilla que yo había visto desde la calle.
La sirvienta salió del comedor y tomó la bolsa de la señora Ashmore. Anna Ashmore le dio las gracias y después me señaló a la izquierda un salón dos veces más grande que el comedor, situado dos peldaños más abajo.
—Por favor —dijo bajando y abriendo un interruptor que encendió varias lámparas simultáneamente.
Un piano negro de cola ocupaba un rincón. En la pared este había unas altas ventanas cuyas persianas permitían el paso de unas finas franjas de luz. El suelo era de parqué claro bajo unas alfombras persas en tonos negros y herrumbre. El techo blanco artesonado contrastaba con el estucado albaricoque de las paredes. Más muestras de arte: la misma mezcla de óleos y tejidos estampados. Me pareció identificar un Hockney sobre la repisa de granito de la chimenea.
La estancia resultaba un tanto fría y estaba llena de muebles que parecían recién salidos del Design Center. Unos sofás italianos de ante blanco, un sillón Breuer de color negro, unas grandes mesas de piedra cacarañada post-Neanderthal y otras más pequeñas realizadas con retorcidas barras de latón y rematadas con cristal tintado de azul. Una de las mesas de piedra se hallaba situada delante del sofá más grande. En el centro había un cuenco de madera de palisandro con manzanas y naranjas.
—Por favor —repitió la señora Ashmore. Me senté directamente detrás de la fruta—. ¿Le apetece beber algo?
—No, gracias.
Se sentó delante de mí, erguida y silenciosa.
En el tiempo que había tardado en recorrer la distancia desde la entrada, se le habían llenado los ojos de lágrimas.
—Lamento mucho su pérdida —le dije.
Se secó los ojos con un dedo y echó un poco más la espalda hacia atrás.
—Le agradezco que haya venido.
El silencio llenó la estancia e hizo que esta pareciera todavía más fría. Se volvió a secar los ojos y entrelazó los dedos de las manos.
—Tiene usted una casa muy bonita —añadí.
Levantó las manos e hizo un gesto de impotencia.
—No sé qué voy a hacer con ella.
—¿Lleva mucho tiempo viviendo aquí?
—Solo un año. Larry la tenía desde hacía mucho tiempo, pero jamás habíamos vivido juntos en ella. Cuando vinimos a California, Larry dijo que este iba a ser nuestro hogar. —Se encogió de hombros, volvió a levantar las manos y las dejó caer de nuevo sobre las rodillas—. Demasiado grande, es realmente ridículo… Pensábamos venderla… —Sacudió la cabeza—. Por favor… tome algo.
Tomé una manzana del cuenco y la empecé a mordisquear. El hecho de verme comer pareció consolarla.
—¿De dónde vinieron ustedes?
—De Nueva York.
—¿Había vivido el doctor Ashmore anteriormente en Los Ángeles?
—No, pero había venido varias veces para comprar… tenía muchas casas repartidas por todo el país. Eso era… lo suyo.
—¿La compra de inmuebles?
—La compra y la venta. Las inversiones. Una vez tuvo incluso una casa en Francia durante algún tiempo. Muy antigua…, un castillo. Se la vendió a un duque y después este le contó a todo el mundo que pertenecía a su familia desde hacía muchos cientos de años. A Larry le hizo gracia porque odiaba la ostentación. Pero le encantaba comprar y vender y la libertad que ello le había permitido alcanzar.
Lo comprendí porque yo también había adquirido una cierta independencia económica gracias al boom inmobiliario de mediados de los setenta, a pesar de que mis operaciones habían tenido un carácter mucho más modesto.
—Arriba —me explicó—, está todo vacío.
—¿Vive sola aquí?
—Sí. No hemos tenido hijos. Por favor… tome una naranja. Son del árbol del jardín de atrás y se mondan con mucha facilidad.
Tomé una naranja, le quité la corteza y me comí un gajo. El ruido de mis mandíbulas me pareció ensordecedor.
—Larry y yo no conocemos a mucha gente —dijo, utilizando el presente propio de los deudos recientes de un difunto.
Recordando su comentario sobre mi temprana llegada, le pregunté:
—¿Va a venir alguien del hospital?
Asintió con la cabeza.
—Con un regalo… el certificado del donativo a la UNICEF. Lo van a enmarcar. Ayer llamó un hombre para confirmar si era esta mi voluntad… entregar la cantidad recaudada a la UNICEF.
—¿Un hombre apellidado Plumb?
—No… no creo. Un apellido muy largo… parecía alemán.
—¿Huenengarth?
—Sí, ese es. Fue muy amable y dijo cosas muy agradables sobre Larry. —Su mirada se desplazó con expresión distraída hacia el techo—. ¿Seguro que no le apetece beber algo?
—Un poco de agua me iría muy bien.
Asintió con la cabeza y se levantó.
—Si tenemos suerte, creo que el hombre de Sparkletts ya ha llegado. El agua de Beverly Hills es malísima. Demasiado mineralizada. Larry y yo no la bebemos jamás.
Mientras ella se retiraba, me levanté para contemplar los lienzos. El de la chimenea era efectivamente un Hockney. Una acuarela de una naturaleza muerta con marco de plexiglás. A su lado había un pequeño cuadro abstracto que resultó ser de De Kooning. Una ensalada de letras de Jasper Johns, un estudio de albornoz de Jim Dine, un retazo de sátiro y ninfa de Picasso en tinta china. Y muchos otros que no pude identificar, mezclados con los tejidos estampados en tonos tierra. Las pinturas al encausto eran escenas tribales y dibujos geométricos que hubieran podido ser talismanes.
La viuda de Ashmore regresó con un vaso vacío, una botella de agua Perrier y una servilleta de lino doblada sobre una fuente ovalada lacada.
—Lo siento, no hay agua de manantial. Confío en que esta le resulte aceptable.
—Por supuesto que sí. Muchas gracias.
Me llenó el vaso y volvió a sentarse.
—Tiene unas piezas artísticas preciosas —le dije.
—Las compró Larry en Nueva York cuando trabajaba en Sloan-Kettering.
—¿El instituto contra el cáncer?
—Sí. Estuvimos cuatro años allí. A Larry le interesaba mucho el cáncer… el aumento de su frecuencia. Las pautas. El envenenamiento del mundo. Se preocupaba mucho por el mundo.
Volvió a cerrar los ojos.
—¿Se conocieron ustedes allí?
—No. Nos conocimos en mi país… el Sudán. Yo procedo de una aldea del sur. Mi padre era el jefe de una comunidad. Me enviaron a estudiar a Kenia e Inglaterra porque las grandes universidades de Jartum y Omdurman son islámicas y mi familia era cristiana. El sur es cristiano y animista… ¿sabe usted lo que es eso?
—¿Antiguas religiones tribales?
—Sí. Primitivas, pero muy resistentes. A los norteños les molesta… la resistencia. Todo el mundo tenía que abrazar el islam. Hace cien años, vendían a los sureños como esclavos y ahora intentan esclavizarnos con la religión.
Apretó las manos, pero su persona permaneció inmóvil.
—¿Estaba el doctor Ashmore llevando a cabo alguna investigación en el Sudán?
Asintió con la cabeza.
—En un programa de las Naciones Unidas. Estudiando las pautas de las enfermedades… por eso al señor Huenengarth le pareció que el donativo a la UNICEF sería un homenaje apropiado.
—Pautas de enfermedades —dije yo—. ¿Epidemiología?
Volvió a asentir con la cabeza.
—Él era especialista en toxicología y medicina ambiental, pero se dedicó a eso durante muy poco tiempo. Su verdadero amor eran las matemáticas y, en la epidemiología, podía combinar las matemáticas con la medicina. En el Sudán estudió el avance del contagio bacteriano de una aldea a otra. Mi padre admiraba su trabajo y me nombró ayudante suya en la recogida de muestras de sangre de los niños… Yo acababa de terminar mis estudios de enfermería en Nairobi y había regresado a casa. Me convertí en la señora de la aguja —añadió con una sonrisa—. A Larry no le gustaba hacer daño a los niños. Nos hicimos muy amigos. Después vinieron los musulmanes. Mataron a mi padre… a toda mi familia… Larry me llevó consigo a Nueva York en el avión de las Naciones Unidas.
Contó la tragedia en tono desapasionado, como si los repetidos agravios le hubieran embotado la sensibilidad. Me pregunté si su anterior exposición al sufrimiento la ayudaría a afrontar el asesinato de su marido cuando el dolor la azotara con toda su fuerza o si, por el contrario, contribuiría a agravar su situación.
—Los niños de mi aldea… fueron asesinados cuando llegaron los norteños —dijo—. Las Naciones Unidas no hicieron nada y Larry se enfureció y sufrió una decepción. Al llegar a Nueva York escribió cartas y trató de ponerse en contacto con los burócratas. Al ver que estos no accedían tan siquiera a recibirle, su cólera se intensificó y lo indujo a replegarse en sí mismo. Fue entonces cuando empezó a dedicarse a las compras.
—¿Para vencer la cólera?
Enérgico movimiento afirmativo con la cabeza.
—El arte se convirtió en una especie de refugio para él, doctor Delaware. Decía que era lo más sublime que podía alcanzar el hombre. Compraba una pieza, la colgaba, se pasaba horas contemplándola y hablaba de la necesidad de rodearnos de objetos que no pudieran causarnos daño. —Miró a su alrededor, sacudiendo la cabeza—. Y ahora yo me he quedado con todo esto que apenas significa nada para mí. Los cuadros y el recuerdo de su enojo… Era un hombre perennemente enojado. Incluso el dinero lo ganó con rabia. —Al ver mi expresión de desconcierto, añadió—: Perdone, le pido disculpas… Creo que me estoy desviando del tema. Me refiero a la forma en que empezó todo. Jugando al blackjack, a los dados… y a toda clase de juegos de azar. Aunque creo que jugar no es la palabra más adecuada. Lo que él hacía no tenía nada que ver con el juego… Cuando jugaba, se encerraba en su propio mundo y no paraba ni siquiera para comer o dormir.
—¿Dónde jugaba?
—En todas partes. Las Vegas, Atlantic City, Reno, el lago Tahoe. El dinero que ganaba allí lo invertía en otras cosas…, el mercado bursátil, los bonos —contestó, abarcando la estancia con un gesto del brazo.
—¿Y siempre ganaba?
—Casi siempre.
—¿Acaso tenía algún sistema especial?
—Tenía muchos. Los creaba con sus ordenadores. Era un genio de las matemáticas, doctor Delaware. Sus sistemas exigían una extraordinaria memoria. Tenía en la cabeza columnas de números, parecía un ordenador humano. A mi padre le parecía un mago. Cuando les extraíamos sangre a los niños, yo le decía que les hiciera juegos de números y, de esta manera, se lo quedaban mirando embobados y no notaban el pinchazo de la aguja. —Sonrió, cubriéndose la boca con la mano—. Pensó que podría seguir obteniendo indefinidamente beneficios a costa de los casinos. Pero ellos se dieron cuenta y le pidieron que se marchara. Fue en Las Vegas. Entonces se trasladó a Reno, pero los de allí también estaban al tanto. Larry se puso furioso. Unos cuantos meses más tarde, regresó al primer casino vestido de otra manera y con una barba de anciano. Hizo apuestas muy fuertes y ganó todavía más. —Esbozó una sonrisa al recordarlo. El hecho de hablar de todo aquello parecía consolarla y a mí me ayudaba a racionalizar mi presencia—. Después —añadió—, dejó repentinamente de jugar. Dijo que ya estaba harto. A partir de aquel momento, empezó a comprar y vender inmuebles… Tuvo mucho acierto…, y ahora no sé qué voy a hacer con todo esto.
—¿Tiene usted familia aquí?
Negó con la cabeza y juntó las manos.
—Ni aquí ni en ningún otro sitio. Los padres de Larry también han muerto. Parece… una ironía. Cuando llegaron los norteños y empezaron a abrir fuego contra las mujeres y los niños, Larry les miró a la cara y los insultó a gritos. No era alto… ¿Le había visto usted alguna vez?
Negué con la cabeza.
—Era muy bajito. —Otra sonrisa—. Muy bajito… mi padre lo llamaba «mono» a su espalda. Pero con cariño. Un mono que se transformaba en un león. El comentario se convirtió en un chiste en toda la aldea, pero a Larry no le importaba en absoluto. Quizá los musulmanes lo consideraran un león, pues jamás le hicieron daño y le permitieron que me llevara consigo en el avión. Un mes después de nuestra llegada a Nueva York, un drogadicto me atracó en la calle. Me pegué un susto espantoso. Pero a Larry la ciudad jamás le asustaba. Yo solía decirle en broma que, a lo mejor, era él quien la asustaba a ella. Mi pequeño y valiente mono. Y ahora…
Volvió a sacudir la cabeza, se cubrió la boca con la mano y apartó la mirada. Dejé transcurrir unos momentos antes de preguntarle:
—¿Por qué se trasladaron ustedes a vivir a Los Ángeles?
—Larry no se encontraba a gusto en el Sloan-Kettering. Demasiadas normas y demasiada política. Dijo que tendríamos que trasladarnos a California y vivir en esta casa…, era el mejor inmueble que jamás hubiera comprado. Le parecía absurdo que otros disfrutaran de ella mientras nosotros vivíamos en un apartamento. Entonces desahució al inquilino…, una especie de productor cinematográfico que no había pagado el alquiler.
—¿Por qué eligió el Western Pediatric?
Vaciló antes de contestar.
—Por favor, no se ofenda, doctor, pero el motivo que le indujo a hacerlo fue que el Western Pediatric fuera un hospital en… decadencia. Tenía problemas económicos y el hecho de que él gozara de independencia económica le permitiría llevar a cabo sus investigaciones sin que nadie se entrometiera en su trabajo.
—¿Qué clase de investigaciones estaba haciendo?
—Las mismas de siempre, las pautas de las enfermedades. De hecho, yo no sé gran cosa de eso… A Larry no le gustaba hablar de su trabajo. —Sacudió la cabeza—. No hablaba demasiado de nada. Después de la experiencia del Sudán y de los pacientes de cáncer de Nueva York, ya no quería tener nada que ver con las personas y su dolor.
—Tengo entendido que solía mantenerse apartado de todo.
Sonrió con ternura.
—Le encantaba estar solo. Ni siquiera quería una secretaria. Decía que él podía teclear más rápido y mejor en su procesador de textos y que no la necesitaba para nada.
—Pero tenía ayudantes de investigación, ¿verdad? Como Dawn Herbert.
—No conozco los nombres, pero es cierto, de vez en cuando contrataba a algún estudiante graduado de la universidad, pero estos nunca estaban a la altura de lo que él exigía.
—¿De la Universidad de Westwood?
—Sí. Con su beca se podía pagar un ayudante de laboratorio que se encargaba de las tareas que él no quería tomarse la molestia de realizar. Pero nunca estaba contento con el trabajo de los demás. La verdad, doctor, es que Larry no se fiaba de nadie. La confianza en sí mismo era su única religión. Después del atraco que yo sufrí en Nueva York, se empeñó en que ambos aprendiéramos alguna técnica de autodefensa. Encontró en Manhattan Sur a un viejo coreano que nos enseñó kárate, la lucha a patadas… y otras técnicas. Yo asistí a una o dos clases, pero después lo dejé. Me pareció absurdo… ¿cómo podían solo nuestras manos protegernos contra un drogadicto armado con una pistola? Pero Larry siguió asistiendo a las clases y practicaba todas las noches. Ganó un cinturón.
—¿Un cinturón negro?
—Marrón. Larry dijo que el marrón ya era suficiente; lo demás hubiera sido egolatría.
Inclinó la cabeza, se cubrió el rostro con las manos y empezó a llorar muy quedo. Tomé una servilleta de la fuente lacada, me levanté para acercarme a su sillón y esperé sin decir nada. Su mano me asió con fuerza los dedos, pero enseguida los soltó.
—¿Le apetece tomar alguna otra cosa? —me preguntó.
Sacudí la cabeza.
—¿Puedo ayudarla en algo?
—No, muchas gracias. El hecho de que haya venido a visitarme ha sido muy amable de su parte… no conocemos a mucha gente —dijo, mirando una vez más a su alrededor.
—¿Ha tomado usted alguna disposición con respecto al entierro? —le pregunté.
—A través del abogado de Larry… Por lo visto, Larry lo tenía todo previsto. Los detalles…, los papeles. Yo también tengo asignado un papel. No lo sabía. Él se encargaba de todo. No sé muy bien cuándo se celebrará el entierro. En estos casos… el forense. Qué manera tan estúpida de… —Volvió a cubrirse el rostro con las manos. Más lágrimas—. Es terrible. Me comporto como una niña —dijo, enjugándose los ojos con una servilleta.
—Ha sido una pérdida muy lamentable, señora Ashmore.
—Son cosas que ya he visto otras veces —se apresuró a decir con repentina dureza.
Guardé silencio.
—Bueno —dijo al final—, supongo que será mejor que empiece a hacer algo.
Me levanté y ella me acompañó hasta la puerta.
—Gracias por venir, doctor Delaware.
—Si hay algo que yo pueda hacer…
—Es usted muy amable, pero estoy segura de que podré resolver los problemas a medida que se presenten.
Abrió la puerta.
Le dije adiós y la puerta se cerró a mi espalda.
Me encaminé hacia el lugar donde había dejado el Seville. Los rumores del jardín habían cesado y en la encantadora calle reinaba el silencio.