23

La arropé en la cama y salí al salón para esperar. Milo llamó suavemente a la puerta justo pasada la medianoche. Llevaba una maleta compacta del tamaño de una cartera de documentos y se había puesto un polo, unos pantalones de sarga y una cazadora acolchada. Todo de color negro. Una parodia del conjunto de los jóvenes extravagantes de Los Ángeles.

—¿Acaso quieres disolverte en la noche, Zorro? —le pregunté.

—Iremos en tu automóvil. No quiero llevar el Porsche por aquellos andurriales.

Saqué el Seville; Milo colocó la maleta en el portaequipajes y se acomodó en el asiento del pasajero.

—Vamos allá.

Seguí sus instrucciones, enfilando Sunset oeste hasta la 405 sur donde nos mezclamos con los ruidosos camiones y la gente que se dirigía al aeropuerto para tomar los vuelos nocturnos. Al llegar a la confluencia con la autopista de Santa Mónica, seguí hacia Los Ángeles, circulando por el carril rápido. La autopista estaba más vacía de lo que yo jamás la había visto y la húmeda y cálida bruma suavizaba los contornos, creando una imagen impresionista.

Milo bajó el cristal de la ventanilla, encendió un cigarro y expulsó el humo hacia la ciudad. Parecía cansado, como si se hubiera agotado hablando por teléfono. Como yo también lo estaba, ninguno de los dos dijo una sola palabra. Cerca de La Brea, un vehículo deportivo se nos acercó por detrás, rugió y nos envió unos destellos con los faros, adelantándonos a casi ciento sesenta por hora. Milo se incorporó, reaccionando automáticamente como un policía, y lo vio desaparecer antes de reclinarse de nuevo contra el respaldo del asiento para seguir mirando con expresión ensimismada a través del parabrisas.

Seguí la dirección de su mirada hacia la no del todo redonda luna marfileña que, veteada por algunas nubes, permanecía suspendida en el cielo delante de nosotros como un gigantesco yoyó o un queso fermentado, jaspeado de moho.

—Tres cuartos de luna —dije yo.

—Más bien siete octavos. Eso quiere decir que todos los lunáticos han salido a la calle. Sigue por la Diez hasta pasado el cruce y sal en Santa Fe.

Me siguió dando instrucciones en voz baja hasta que llegamos a un vasto y silencioso barrio de almacenes, fundiciones y locales de venta al por mayor. No había farolas ni movimiento; los únicos vehículos que yo vi estaban aparcados en solares protegidos por vallas de seguridad semejantes a las de las prisiones. Cuanto más nos alejábamos del océano, tanto más se disipaba la bruma, permitiendo que el perfil de los edificios del centro de la ciudad se recortara con toda nitidez contra el cielo. Pero allí yo apenas podía distinguir las formas que, como un espejismo, parecían surgir de la nada sobre la negra y empañada inmovilidad de los límites externos de la ciudad. El silencio se me antojaba siniestro…, un fallo del espíritu. Como si la energía de Los Ángeles se hubiera desbordado más allá de sus fronteras geográficas.

Milo me dirigió a través de toda una serie de rápidas y bruscas vueltas a lo largo de unas franjas de asfalto que hubieran podido ser calles o callejuelas…, un laberinto que yo jamás lograría borrar de mi recuerdo. Había dejado que su puro se apagara, pero el olor a tabaco impregnaba el interior del automóvil. A pesar de la agradable tibieza de la brisa, Milo empezó a subir el cristal de la ventanilla. Comprendí la razón antes de que terminara de hacerlo: un nuevo olor se había superpuesto al de la barata hoja quemada de tabaco. Dulceamargo, metálico y, sin embargo, putrefacto. Penetraba a través del cristal junto con un frío estruendo semejante al aplauso de unas gigantescas manos de acero, rasgando el silencio de la noche desde algún lejano lugar.

—Fábricas de conservas —me explicó—. Al este de Los Ángeles hasta llegar a Vernon, pero el ruido llega hasta aquí. Cuando me incorporé al cuerpo, recorría aquella zona en un coche patrulla durante el turno de noche. A veces, sacrificaban a los cerdos por la noche. Les oías chillar y golpearse contra las cosas y se oía el chirrido de las cadenas. Ahora creo que les administran sedantes… Aquí, gira a la derecha e, inmediatamente después, a la izquierda. Recorre una manzana y aparca donde puedas.

El laberinto terminaba en un tramo recto de una manzana de longitud, flanqueado a ambos lados por vallas metálicas. No había aceras. Las malas hierbas crecían en el alquitrán como pelos en un quiste sebáceo. Había automóviles aparcados a ambos lados de la calle, todos ellos pegados a las vallas.

Me introduje en el primer espacio que vi, detrás de un viejo BMW con una pegatina de un conjunto musical en una ventanilla y un asiento posterior lleno de trastos. Descendimos del Seville. El aire había refrescado, pero aún se aspiraba el olor a matadero aunque no de forma continuada sino en ráfagas intermitentes. Seguramente había cambiado la dirección del viento, aunque yo no lo notaba. El chirrido de las máquinas había sido sustituido por la música…, unos espectrales alaridos de órgano electrónico, un siniestro contrabajo y unos apagados tonos que quizá procedían de unas guitarras. En caso de que hubiera algún ritmo, tampoco lo noté.

—La hora de la juerga —dije—. ¿Qué se baila esta semana?

—La lambada delictiva —me contestó Milo—. Te restriegas contra tu pareja y le metes la mano en los bolsillos.

Se introdujo las manos en sus propios bolsillos y se echó a andar, arrastrando los pies.

Empezamos a subir por una calle sin salida, cerrada por un alto edificio sin ventanas. Paredes de ladrillo pintadas en colores claros e iluminadas por un par de bombillas rojas que les conferían un tono rosado. Tres pisos, un trío de cubos de tamaño decreciente, colocados el uno encima del otro. Tejado plano, puertas de acero asimétricamente colocadas bajo una desigual serie de ventanas con persianas. Un amasijo de escaleras contra incendios abrazaba la fachada como una enredadera de hierro colado. Al acercarnos, vi unas despintadas letras de gran tamaño por encima de las escaleras: COMPAÑÍA DE POTASA Y FERTILIZANTES BAKER.

La música sonaba cada vez más fuerte. Un pesado y lento solo de teclado. Se oían unas voces entre los tonos. Vi una curvada cola de personas en forma de S delante de una de las puertas…, una fila de hormigas de unos quince metros de longitud que se derramaba hacia la calle y la bloqueaba.

Pasamos junto a la cola. Los rostros se volvieron sucesivamente hacia nosotros como fichas animadas de dominó. El negro era el uniforme y las caras enfurruñadas, la nota dominante. Botas claveteadas, cigarrillos legales e ilegales, murmullos, empujones, sonrisas de desprecio y ocasionales sacudidas espasmódicas provocadas por las anfetaminas. Retazos de piel desnuda más blanca que la luz de la luna. Alguien hizo un vulgar comentario sobre el trasfondo de los sonidos de órgano y alguien lo acogió con una risotada.

Las edades oscilaban entre los dieciocho y los veinticinco años, con predominio de las más jóvenes. Oí un maullido de gato a mi espalda y más risas. Una juerga infernal.

La puerta ante la cual se había formado la cola era un rectángulo metálico de color herrumbre, cerrado por un pestillo. Un tipo de elevada estatura vestido con un jersey negro de cuello de cisne sin mangas, floreados calzones de surf en tonos verdes y botas de caña alta con cordones, permanecía de pie delante de ella. Debía contar unos veintitantos años y tenía unas grumosas facciones, unos ojos soñadores y una piel que hubiera sido rubicunda incluso sin el concurso de la bombilla roja que brillaba por encima de su cabeza. Llevaba el cabello negro muy corto por arriba y se le veían retazos de cuero cabelludo a ambos lados. Observé un par de pequeñas zonas que no habían sido rasuradas…, como si se estuviera recuperando de unas lesiones de quimioterapia. Pero su cuerpo era enorme y extremadamente fornido. Llevaba el largo cabello de la parte de atrás recogido en una apretada y grasienta cola que le colgaba por encima de un hombro. Ambos hombros aparecían constelados de granitos. Un salpullido hormonal… de ahí venía la caída del cabello.

Los chicos del principio de la cola le estaban diciendo algo, pero él no contestaba. No nos vio acercarnos o fingió no vernos.

—Hola, tío —le dijo Milo.

El tipo siguió mirando para el otro lado.

Milo repitió el saludo. El tipo volvió la cabeza y soltó un gruñido. De no haber sido por su tamaño, el gesto hubiera resultado cómico. Los chicos del principio de la cola, lo miraron impresionados.

—Adelante, kung-fu —le dijo alguien.

El tipo sonrió, volvió a apartar el rostro, hizo crujir los nudillos y bostezó.

Milo actuó con rapidez, situándose delante de él y acercando la placa a su carnoso rostro.

El tipo volvió a gruñir, pero se ablandó. Volví la cabeza y vi que una chica con el cabello teñido del color de la sangre desoxigenada me sacaba la lengua y la agitaba. El chico que le estaba acariciando el pecho me soltó un escupitajo.

Milo movió la placa hacia delante y hacia atrás a la altura de los ojos del matón. Este la siguió con la mirada como hipnotizado.

Milo la sostuvo en su mano sin moverla mientras el matón la leía con visible esfuerzo.

Alguien profirió una maldición. Otro aulló como un lobo y muchos siguieron su ejemplo hasta que la calle quedó convertida en un escenario de una novela de Jack London.

—Abre, mamón, si no quieres que empecemos a pedir los carnets de identidad y los códigos sanitarios.

El volumen del coro lobuno aumentó hasta casi anular la música. El matón frunció el entrecejo mientras digería las palabras de Milo. Parecía que le doliera algo. Al final, sonrió y desplazó la mano hacia atrás.

Milo le agarró por la muñeca, pero a duras penas consiguió rodearla con sus largos dedos.

—Tranquilo.

—Ya abro, hombre —dijo el matón—. Tengo que buscar la llave.

Su voz era insólitamente profunda, como una cinta pasada despacio, pero quejumbrosa a pesar de todo.

Milo retrocedió para dejarle un poco de sitio sin apartar la vista de sus manos. El matón sacó una llave de sus calzones de surf, abrió la cerradura y descorrió el pestillo.

La puerta se abrió un par de centímetros, a través de los cuales se filtraron al exterior el calor, la luz y el ruido. La manada de lobos se abalanzó hacia ella.

El matón pegó un brinco hacia delante, haciendo con las manos un gesto que él creyó de karate mientras mostraba los dientes. La manada se detuvo y se retiró, aunque se oyeron algunas protestas. El matón levantó las manos como si fueran unas zarpas. La bombilla de arriba arrancaba unos reflejos rojizos de sus ojos. Tenía los sobacos afeitados. Y con granos.

—¡Atrás, joder!

Los lobitos se callaron.

—Me dejas de piedra, mamón —le dijo Milo.

El tipo no apartaba los ojos de la cola. Mantenía la boca abierta, jadeaba y sudaba. A través de la rendija de la puerta, el ruido seguía filtrándose al exterior.

Milo apoyó la mano en el pestillo. Este chirrió y el matón volvió la cabeza y miró a Milo.

—Mándale a la mierda —gritó una voz a nuestra espalda.

—Ahora vamos a entrar, mamón —dijo Milo—. Procura tranquilizar a esos hijos de puta.

El matón cerró la boca y respiró ruidosamente a través de la nariz, una de cuyas ventanas estaba obstruida por una burbuja de mocos.

—Yo no me llamo mamón —dijo—. Me llamo James.

Milo le miró con una sonrisa.

—Muy bien pues. Procura hacer un buen trabajo, James. ¿Tú trabajaste alguna vez en La Hipoteca Maya?

El matón se limpió la nariz con el brazo y contestó:

—¿Qué?

Era lento de entendederas.

—Déjalo.

El matón pareció ofenderse.

—Pero ¿qué me ha dicho, hombre? Hablo en serio.

—Te he dicho que tienes un brillante futuro por delante, James. En caso de que cierre el local, podrías presentarte candidato a la vicepresidencia de la nación.

El local era muy espacioso y estaba brillantemente iluminado en algunos puntos, aunque predominaba la oscuridad. El suelo era de cemento y las paredes que se podían ver eran de ladrillo pintado. En el techo había toda una serie de tuberías, engranajes y conductos que, en algunos sectores, aparecían desprendidos como si alguien los hubiera arrancado en un acceso de furia.

A la izquierda estaba la barra formada por unas puertas de madera colocadas sobre unas cabrillas delante de una estantería metálica llena de botellas. Al lado de la estantería se veía una media docena de cuencos de color blanco llenos de hielo.

Relucientes cuencos de porcelana. Con las tapas levantadas.

Unos excusados.

Dos hombres trabajaban a destajo para servir a la sedienta jauría de menores de edad, llenando, escanciando y sacando cubitos de los retretes. No había grifos; la soda y el agua eran de botella.

El resto del espacio lo ocupaba la pista de baile. No había ninguna separación entre la gente de la barra y los cuerpos que se agitaban y retorcían como peces recién pescados. Escuchada de cerca, la música resultaba todavía menos rítmica. Pero el ruido hubiera sido suficiente como para poner en movimiento la escala de Richter del Instituto Tecnológico de California.

Los genios que la estaban creando ocupaban un improvisado estrado en la parte de atrás. Cinco sujetos de mejillas hundidas que llevaban unos leotardos y hubieran podido ser unos yonquis de haber ofrecido un aspecto un poco más saludable. Unas cajas de embalaje tan grandes como casetas de playa formaban un oscuro telón de fondo a su espalda. El bombo llevaba escrita la palabra CARROÑA.

En la pared, por encima de los amplificadores, había otro letrero de la fábrica de fertilizantes, parcialmente oculto por un cartel pegado en sentido transversal.

BIENVENIDOS A LA CASA DE EA MIERDA.

Los adornos que lo embellecían eran todavía más exquisitos.

—Muy original —dije yo en voz lo bastante alta como para que me vibrara el paladar, aunque sin que se oyera.

Milo debió de leer el movimiento de mis labios porque esbozó una sonrisa y sacudió la cabeza. Después la volvió a inclinar y se abrió paso sin contemplaciones entre los bailarines para acercarse a la barra.

Yo le seguí.

Llegamos un poco magullados, pero intactos a la zona de los bebedores. Unos platos de cacahuetes sin descascarar descansaban al lado de unos cuadrados de papel higiénico que hacían las veces de servilletas. La superficie de la barra necesitaba que le pasaran un trapo. El suelo estaba alfombrado de cáscaras en los lugares donde no estaba mojado y resbaladizo.

Milo consiguió situarse al otro lado de la barra. Ambos barmans eran delgados, morenos y barbudos y vestían camiseta gris sin mangas y unos holgados pantalones de pijama de color blanco. El que estaba más cerca de Milo era calvo. El otro era una princesa disfrazada.

Milo se acercó al pelón. El barman extendió una mano en gesto defensivo mientras con la otra vertía un Jolt Cola en un vaso que contenía dos dedos de ron. La mano de Milo le asió la muñeca y se la retorció bruscamente, aunque no lo suficiente como para causarle una lesión. Pese a ello, el barman abrió los ojos y la boca, dejó la lata sobre la barra y trató de zafarse de la presa.

Milo no se lo permitió y volvió a montar el número de la placa, pero esta vez con discreción, sosteniéndola en ángulo de tal forma que los bebedores no pudieran verla. Una mano se disparó hacia delante y asió el vaso de cola con ron. Otras varias empezaron a golpear la superficie de la barra. Unas cuantas bocas se abrieron en silenciosos gritos.

El pelón miró a Milo con expresión aterrorizada.

Milo le habló al oído.

El pelón le contestó algo.

Milo añadió algo más.

El pelón le señaló al otro maestro de la coctelera. Milo aflojó la presa. El pelón se acercó a la princesa y ambos deliberaron en voz baja. La princesa asintió con la cabeza y el pelón regresó junto a Milo con aire resignado.

Yo los seguí a los dos en un penoso y arriesgado viaje alrededor y a través de la pista de baile, avanzando muy despacio…, en parte a paso de baile y en parte en plan de avance a través de la selva. Al final, llegamos al fondo del local, detrás de los amplificadores del conjunto y de toda una maraña de cables eléctricos, cruzando una puerta de madera en la que figuraba la indicación de LAVABOS.

Al otro lado había un alargado y frío pasillo cuyo suelo de cemento estaba totalmente cubierto de papeles y charcos de repugnante apariencia. Varias parejas se movían a tientas en la sombra. Unos cuantos solitarios permanecían sentados en el suelo con las cabezas inclinadas sobre las rodillas. La marihuana y los vómitos competían entre sí en su afán por ganar la partida olfativa. El nivel sonoro había bajado al del rugido del despegue de un avión.

Pasamos por delante de varias puertas en las que figuraban las indicaciones de DE PIE y AGACHADOS, procurando sortear la porquería y no pisar ninguna pierna. El pelón lo hacía muy bien, moviéndose con agilidad y destreza mientras los pantalones del pijama se hinchaban a su alrededor como si fueran unas velas desplegadas al viento. Al fondo del pasillo había otra herrumbrosa puerta metálica, exactamente igual que la que guardaba el matón.

—¿Fuera le parece bien? —preguntó el pelón con voz chirriante.

—¿Qué hay aquí afuera, Robert?

El barman se encogió de hombros y se rascó la barbilla.

—La parte de atrás.

Debía de tener entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años. La barba no era más que una pelusilla que a duras penas le ocultaba un rostro que más le hubiera valido ocultar, pues era chupado, ratonesco, ceñudo y ruin a más no poder.

Milo abrió la puerta, miró hacia el exterior y asió al barman por el brazo.

Los tres salimos a un pequeño aparcamiento vallado. Había un camión de carga de dos toneladas y tres automóviles. El suelo estaba cubierto de basura, la cual formaba en algunos lugares montículos de treinta centímetros de altura agitados por la brisa. Más allá de la valla brillaba la enorme luna.

Milo condujo al calvo hasta un lugar relativamente limpio del centro del aparcamiento, lejos de los vehículos.

—Este es Robert Gabray —me dijo—. Insigne maestro de la coctelera. —Dirigiéndose al barman, añadió—: Tienes unas manos muy rápidas, Robert.

El barman movió los dedos.

—Tengo que trabajar.

—La vieja ética protestante.

Mirada inexpresiva.

—¿A ti te gusta trabajar, Robert?

—No tengo más remedio. Ellos lo tienen todo vigilado.

—¿Quiénes son ellos?

—Los dueños.

—¿Te están vigilando allí dentro?

—No, pero tienen ojos.

—Eso parece la CIA, Robert.

El barman no contestó.

—¿Quién te paga el sueldo, Robert?

—Unos tíos.

—¿Qué tíos?

—Los propietarios del edificio.

—¿Qué nombre figura en el cheque de la paga?

—Aquí no pagan con cheque.

—¿Dinero en efectivo, Robert?

Movimiento afirmativo con la cabeza.

—¿No pagas el impuesto sobre la renta?

Gabray cruzó los brazos sobre el pecho y se frotó los hombros.

—Vamos, hombre, ¿qué quiere que haga?

—Tú lo sabes mejor que yo, ¿no crees, Robert?

—Los propietarios son unos árabes.

—Nombres.

—Fahrizad, Nahrizhad, Nahrishit o no sé qué.

—Eso parece iraní más que árabe.

—Bueno pues, lo que sea.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí?

—Un par de meses.

Milo sacudió la cabeza.

—No, me parece que no, Robert. ¿Quieres intentarlo otra vez?

—¿Qué? —preguntó Gabray, perplejo.

—Piensa dónde estabas realmente hace un par de meses, Robert.

Gabray se volvió a frotar los hombros.

—¿Tienes frío, Robert?

—No… bueno pues, hace un par de semanas que trabajo aquí.

—Eso ya está mejor.

—Da igual.

—¿Para ti las semanas y los meses son lo mismo?

Gabray no contestó.

—¿A ti te parecían meses?

—Da igual.

—¿El tiempo pasa rápido cuando te diviertes?

—Da igual.

—Dos semanas —dijo Milo—. Eso es mucho más razonable. Seguramente es lo que tú querías decir. Tú no querías ponerme dificultades… simplemente te habías equivocado, ¿verdad?

—Sí.

—Habías olvidado que hace un par de meses tú no trabajabas en ninguna parte porque estabas en la prisión del condado por culpa de un cochino alijo de marihuana.

El barman se encogió de hombros.

—Fue muy hábil por tu parte, Robert; pasarte un semáforo en rojo con aquel ladrillo que llevabas en el portaequipajes de tu coche.

—No era cosa mía.

—Ya.

—En serio, hombre.

—¿Cargaste con la culpa de otro?

—Sí.

—Eres un buen chico, ¿verdad? Un auténtico héroe.

Encogimiento y nuevo frotamiento de hombros. Uno de los brazos de Gabray se levantó un poco más para rascar la calva.

—¿Te pica algo, Robert?

—No me pasa nada.

—¿Seguro que la droga no te ha provocado un enfriamiento?

—Le digo que no me pasa nada.

Milo me miró.

—Robert mezcla los polvos con tanta habilidad como los líquidos. Es muy aficionado a la química… ¿verdad, Robert?

Otro encogimiento de hombros.

—¿Tienes algún trabajo diurno, Robert?

Movimiento de negación con la cabeza.

—¿Sabe el oficial encargado de tu vigilancia que trabajas aquí?

—¿Y por qué no puedo trabajar aquí?

Milo se inclinó un poco más hacia él y esbozó una paciente sonrisa.

—Porque tú, como delincuente habitual que eres, estás obligado a mantenerte apartado de las malas compañías y esa gente de aquí dentro no parece demasiado sana.

Gabray apretó los dientes y bajó la mirada al suelo.

—¿Quién le dijo que yo estaba aquí?

—Ahórrame las preguntas, Robert —dijo Milo.

—Ha sido aquella puta, ¿verdad?

—¿A qué puta te refieres?

—Usted ya lo sabe.

—¿Que yo lo sé?

—Tiene que saberlo… de lo contrario, no me hubiera localizado aquí.

—¿Estás enfadado con ella, Robert?

—No.

—¿Ni un poquito?

—Yo no me enfado.

—Pues, ¿qué haces?

—Nada.

—¿No quieres vengarte?

—¿Puedo fumar? —preguntó Gabray.

—Ella te pagó la fianza. En mi opinión, eso equivale a ser una heroína.

—Pienso casarme con ella. ¿Puedo fumar?

—Pues claro, Robert, eres un hombre libre. Por lo menos, hasta que se celebre el juicio. Porque la puta te pagó la fianza.

Gabray se sacó una cajetilla de Kools del bolsillo de los pantalones de pijama. Milo le ofreció inmediatamente fuego.

—Vamos a hablar del sitio donde estabas hace tres meses, Robert.

Gabray dio una calada al cigarrillo y miró a Milo como si no le hubiera comprendido.

—Un mes antes de que te detuvieran, Robert. En marzo.

—¿Qué pasa?

—La Hipoteca Maya.

Gabray dio otra chupada y miró al cielo.

—¿Lo recuerdas, Robert?

—¿Qué pasa?

—Eso.

Milo se sacó algo del bolsillo de la camisa. Una pequeña linterna del tamaño de un lápiz y una fotografía en color. Sostuvo la fotografía a la altura de los ojos de Gabray y la iluminó con la linternita. Yo me situé detrás de Gabray y miré por encima de su hombro.

El mismo rostro que el de la instantánea que me habían dado los Murtaugh. Por debajo del nacimiento del cabello. Por encima, el cráneo estaba tan aplanado que no hubiera podido contener un cerebro. Lo que quedaba del cabello era una especie de enmarañada masa de color negro rojizo. Piel de color cáscara de huevo. Un collar negro rojizo le rodeaba la garganta. Los ojos eran dos berenjenas moradas.

Gabray contempló la fotografía, dio una chupada y preguntó:

—¿Y qué?

—¿La recuerdas, Robert?

—¿Y por qué la tendría yo que recordar?

—Se llamaba Dawn Herbert. La liquidaron cerca del Maya y tú les dijiste a los investigadores de la policía que la habías visto con un tipo.

Gabray sacudió la ceniza del cigarrillo y esbozó una sonrisa.

—Ah, ¿conque es eso? Pues sí, creo que se lo dije.

—¿Crees?

—Hace mucho tiempo, hombre.

—Tres meses.

—Eso es mucho tiempo, hombre.

Milo se acercó un poco más a Gabray y le miró de arriba abajo.

—¿Me quieres ayudar en eso, sí o no? —le preguntó, agitando la fotografía.

—¿Qué fue de los otros dos policías? Creo que uno de ellos era un mangante.

—Aceptaron la jubilación anticipada.

Gabray soltó una carcajada.

—¿Y adónde se han ido? ¿A Tijuana?

—Habla conmigo, Robert.

—Yo no sé nada.

—Tú la viste con un tipo.

Encogimiento de hombros.

—¿Acaso les mentiste a aquellos pobres y esforzados investigadores, Robert?

—¿Yo? Jamás. —Sonrisa—. Que se me pegue la lengua al paladar.

—Dime lo que les dijiste a ellos.

—¿Es que no lo anotaron en el informe?

—Tú dímelo de todos modos.

—Hace mucho tiempo.

—Tres meses.

—Eso es mucho, hombre.

—Desde luego, Robert. Noventa días enteros y piensa en eso: con los antecedentes que tienes, por cualquier cosita de nada podrías pasarte un período de tiempo dos o tres veces mayor en la cárcel. Imagínate trescientos fríos días en una celda… Llevabas un montón de hierba en el portaequipajes.

—La hierba no era mía.

—¿Así piensas defenderte? —replicó Milo, soltando una carcajada.

Gabray frunció el ceño, dio una calada al cigarrillo y se tragó el humo.

—¿Me está usted diciendo que puede ayudarme?

—Depende de lo que me digas.

—La vi.

—¿Con el tipo?

Movimiento afirmativo con la cabeza.

—Cuéntamelo todo, Robert.

—Es lo que le he dicho.

—Cuéntamelo como si fuera un cuento. Érase una vez.

Gabray esbozó una sonrisa burlona.

—Ah, bueno. Pues érase una vez… la vi con un tipo. Final del cuento.

—¿En el interior del club?

—Fuera.

—¿Dónde fuera?

—Pues como… a una manzana de distancia.

—¿Fue la única vez que la viste?

Gabray reflexionó.

—Quizá la vi otra vez dentro.

—¿Visitaba asiduamente el local?

—Más o menos.

Milo lanzó un suspiro y le dio al barman una palmada en el hombro.

—Robert, Robert, Robert.

Gabray hizo una mueca a cada mención de su nombre.

—¿Qué pasa?

—Pues que eso no es un cuento.

Gabray apagó el cigarrillo en el suelo y sacó otro. Esperó a que Milo se lo encendiera y, al ver que este no lo hacía, sacó una caja de cerillas y se lo encendió él mismo.

—A lo mejor, la vi otra vez —dijo—. Eso es todo. Allí solamente trabajé un par de semanas.

—¿Te cuesta conservar los empleos, Robert?

—Me gusta variar, hombre.

—Eres un veleta.

—Pues sí.

—Un par de veces en dos semanas —dijo Milo—. Por lo visto el sitio le gustaba.

—Unos pijos de mierda —dijo Gabray con repentina pasión—. Unos niños bien que bajaban aquí para jugar a la vida callejera y después regresaban corriendo a Rodeo Drive.

—¿Dawn Herbert parecía una niña bien?

—Todos son iguales, hombre.

—¿Hablaste alguna vez con ella?

El barman miró alarmado a Milo.

—No. Ya le he dicho que solo la vi una o dos veces. Eso es todo. No tenía ni puta idea de quién era…, no tenía nada que ver con ella y no tengo nada que ver con eso —añadió, señalando la fotografía con el dedo.

—Veo que estás muy seguro.

—Totalmente seguro. Segurísimo, hombre. Eso no es lo mío.

—Háblame de cuando la viste con aquel tío.

—Tal como ya le he dicho, érase una vez yo trabajaba allí y érase una vez salí a la calle a fumarme un pitillo y la vi. Solo la recuerdo porque el tipo me llamó la atención. No era uno de esos.

—¿Uno de quiénes?

—De los pijos. Ella sí lo era, pero él, no. Llamaba la atención por eso.

—¿Por qué la llamaba?

—Por su pinta de tipo serio.

—¿Como de hombre de negocios? —No.

—Pues, ¿como qué?

Gabray se encogió de hombros.

—¿Vestía traje de calle, Robert?

Gabray se puso a pensar mientras daba una fuerte chupada al cigarrillo.

—No. Más bien como usted… con una chaqueta de Sears Roebuck —contestó, cruzando las manos sobre la cintura.

—¿Una cazadora?

—Sí.

—¿De qué color?

—Pues no sé… oscura. Hace mucho…

—Mucho tiempo —dijo Milo—. ¿Y qué más llevaba?

—Pantalones, zapatos, yo qué sé. Se parecía a usted.

Sonrisa. Bocanadas de humo.

—¿En qué sentido?

—No sé.

—¿Corpulento?

—Sí.

—¿De mi edad?

—Sí.

—¿De mi estatura?

—Sí.

—¿Con un cabello como el mío?

—Sí.

—Oye, ¿tú tienes dos pichas?

—S… ¿cómo dice?

—Corta el rollo, Robert. ¿Cómo llevaba el cabello?

—Más bien cortito.

—¿Calvo o con pelo?

Gabray frunció el ceño y se tocó la calva.

—Tenía pelo —contestó a regañadientes.

—¿Con barba o bigote?

—No lo sé. Estaba muy lejos.

—Pero ¿no recuerdas si tenía pelo en la cara?

—No.

—¿Qué edad tenía?

—No lo sé… cincuenta, cuarenta, algo así.

—Tú tienes veintinueve años. ¿Era mucho mayor que tú?

—Veintiocho. Cumplo los veintinueve el mes que viene.

—Feliz cumpleaños. ¿Era mayor que tú?

—Mucho mayor.

—¿Lo bastante como para ser tu padre?

—Quizá.

—¿Quizá?

—Bueno… no lo bastante. Unos cuarenta o cuarenta y cinco.

—¿Y de qué color tenía el cabello?

—No sé… castaño.

—¿Quizás o seguro?

—Probablemente.

—¿Castaño claro o castaño oscuro?

—No lo sé. Era de noche.

—¿Y ella de qué color tenía el cabello?

—Ya lo ve usted en la fotografía.

Milo restregó la fotografía contra el rostro del barman.

—¿Esta era la pinta que tenía cuando tú la viste?

Gabray retrocedió y se humedeció los labios con la lengua.

—Pues… era… el cabello era distinto.

—Vaya si lo era —dijo Milo—. Estaba en un cráneo intacto.

—Ya… pero… yo me refiero al color. Amarillo, ¿sabe usted? Pero un amarillo rabioso… como de huevos revueltos. Se veía muy bien bajo la luz.

—¿Ella estaba bajo una luz?

—Creo que… sí. Los dos estaban de pie bajo una farola. Estuvieron parados allí un segundo hasta que me oyeron y se largaron.

—Tú no les dijiste nada a los investigadores sobre la farola.

—No me lo preguntaron.

Milo bajó la mano en la que sostenía la fotografía. Gabray dio una calada al pitillo y apartó los ojos.

—¿Qué estaban haciendo la señorita Herbert y aquel tipo tan serio bajo la farola?

—Hablando.

—¿Y el cabello del tipo no era rubio?

—Ya le he dicho que la rubia era ella. Se notaba mucho, hombre… parecía… un plátano —contestó Gabray, soltando una risita.

—Y el del hombre era castaño.

—Sí. Oiga, si todo eso es tan importante, ¿por qué no lo anota?

—¿Qué otra cosa recuerdas de él, Robert?

—Eso es todo.

—Mediana edad, cazadora oscura, cabello oscuro. Eso no basta para que hagamos un buen trato, Robert.

—Le digo lo que yo vi, hombre.

Milo se volvió de espaldas a Gabray y me miró.

—Bueno, hemos hecho lo posible por ayudarle —me dijo.

—¿Tienen a alguien bien amarrado?

—¿Qué quieres decir, Robert? —preguntó Milo, todavía de espaldas a él.

—Quiero decir un caso seguro. No sea que yo les diga algo y luego el tipo salga en libertad acogiéndose a alguna ley o a lo que sea, y entonces venga por mí, usted ya me entiende.

—Es que apenas me has dicho nada, Robert.

—¿Tienen a alguien bien amarrado?

Milo dio media vuelta muy despacio y le miró directamente a la cara.

—A quien yo tengo es a ti, Robert, que me estás tomando el pelo y ocultas unas pruebas, aparte el ladrillo que llevabas en el portaequipajes. Calculo que te caerán encima unos seis meses como mínimo… y, según el juez que te corresponda, incluso te podrían condenar a un año.

Gabray levantó las manos.

—Mire, es que no quiero que alguien salga de la cárcel y venga por mí. Aquel tipo era…

—¿Qué?

Gabray guardó silencio.

—Aquel tipo era un presidiario… ¿comprende? Parecía que no estaba para bromas. Un tipo duro.

—¿Te diste cuenta desde tan lejos?

—Hay cosas que se ven, ¿sabe? La forma de moverse, no sé. Los zapatos que llevaba… grandes y feos, como los que te dan en la cárcel.

—¿Le viste los zapatos?

—De cerca, no… pero se veían bien bajo la luz. Eran grandes… yo he visto zapatos así otras veces. ¿Qué es lo que quiere de mí? Yo estoy intentando colaborar.

—Bueno, Robert, pues no lo intentes. No tenemos a nadie en custodia.

—¿Y si…? —preguntó Gabray.

—Y si, ¿qué?

—¿Yo le digo algo y, de resultas de ello, ustedes lo detienen? ¿Cómo sé yo que no lo van a soltar y vendrá por mí?

Milo volvió a mostrarle la fotografía.

—Mira lo que hizo, Robert. ¿Tú qué crees? ¿Que lo vamos a soltar?

—Eso no significa nada para mí, hombre. No me fío del sistema.

—¿Y eso por qué?

—Pues porque sí. Constantemente veo tipos que han hecho cosas malas y salen en libertad gracias a un tecnicismo.

—No me digas. Pero, en qué mundo vivimos. Mira, sabelotodo, si lo encontramos, te aseguro que ese no sale. Y, si tú me dices algo que nos ayude a localizarle, obtendrás la libertad. Y, encima, con todos los pronunciamientos favorables. Qué demonios, con todos los pronunciamientos favorables que vas a tener, todavía te quedará margen para cometer un par de delitos y librarte de la cárcel.

Gabray dio una calada al cigarrillo, golpeó el suelo con el pie y frunció el ceño.

—¿Qué pasa, Robert?

—Estoy pensando.

—Ah. —Y dirigiéndose a mí, Milo añadió—: No hagamos ruido, no vayamos a distraerle.

—La cara del tipo —dijo el barman—. La vi, pero solo durante un segundo.

—Ah, ¿sí? ¿Y parecía que estaba enfadado?

—No, simplemente hablaba con ella.

—¿Y ella qué hacía?

—Le escuchaba. Yo pensé al verlo: qué raro que esta putilla punk ande por ahí con un tipo tan serio.

—Un presidiario.

—Ya, pero, aun así, no encajaba en este ambiente…, a aquella hora no se ven por allí más que tipos raros, mangantes y negros. Y policías… Al principio, pensé que era un policía. Después vi que parecía más bien un presidiario. A veces, no se distinguen.

—¿Y qué le estaba diciendo a la chica?

—¡No pude oírlo, hombre! Estaba…

—¿Sostenía algo en la mano?

—¿Como qué?

—Como lo que sea.

—¿Quiere decir algo para hacerle daño? Yo no vi nada. ¿Cree usted realmente que fue él quien se la cargó?

—¿Qué cara tenía?

—Normal… más bien… cuadrada. —Gabray se colocó el cigarrillo entre los labios y trazó con las manos en el aire un trémulo cuadrado—. Una cara normal.

—¿Color de la piel?

—Era blanco.

—¿Pálido, moreno… tirando a oscuro?

—No lo sé, un tipo blanco.

—¿Del mismo color que ella?

—Ella iba maquillada, con esa mierda tan blanca que se ponen. Él tenía la piel más oscura, pero era un blanco normal y corriente.

—¿Color de los ojos?

—Estaba demasiado lejos para que lo viera, hombre.

—¿Cómo de lejos?

—No sé, a una media manzana.

—Pero, tú le viste los zapatos, ¿no es cierto?

—A lo mejor, estaba un poco más cerca… le vi los zapatos. Pero no le vi el color de los ojos.

—¿Qué estatura tenía?

—Más alto que ella.

—¿Más alto que tú?

—Pues… quizá. No demasiado.

—¿Tú cuánto mides?

—Un metro setenta y ocho.

—¿O sea que él debía de medir un metro ochenta o metro ochenta y dos?

—Más o menos.

—¿De complexión fuerte?

—Sí, pero no estaba gordo, ¿sabe?

—Si lo supiera, no te lo preguntaría.

—Alto y corpulento…, como si estuviera acostumbrado a trabajar al aire libre. ¿Sabe? En unos astilleros.

—¿Musculoso?

—Sí.

—¿Lo reconocerías si volvieras a verle?

—¿Por qué? —preguntó Gabray, súbitamente alarmado—. ¿Es que han detenido a alguien?

—No. ¿Lo reconocerías si vieras una fotografía suya?

—Eso seguro. —En tono impertinente, Gabray añadió—: Tengo muy buena memoria. Si lo ponen en una fila entre otros tipos y me tratan bien, yo les daré todos los detalles que necesiten.

—¿Pretendes cerrar un trato ilícito conmigo, Robert?

Gabray se encogió de hombros, sonriendo.

—Cuido mi negocio.

—Muy bien —dijo Milo—, vamos a ver si concertamos algún trato.

Cruzamos con Gabray la parte de atrás, pasamos por encima de una zanja llena de escombros en el lado este del edificio y salimos a la calle. La cola de la entrada apenas había experimentado cambios. Esta vez el matón nos vio acercarnos.

—Maldito King Kong de mierda —dijo Gabray por lo bajo.

—¿El tipo que estaba con la señorita Herbert era tan alto como James? —le preguntó Milo.

Gabray soltó una carcajada.

—Qué va… imposible. Eso no es un ser humano. A ese lo han sacado de un maldito zoo.

Milo lo empujó hacia delante y le estuvo haciendo preguntas hasta que llegamos al automóvil sin conseguir sacarle nada más.

—Bonito cacharro —comentó Gabray cuando nos detuvimos junto al Seville—. ¿Lo ha sacado de algún embargo o qué?

—Trabajando duro, Robert. La vieja ética protestante.

—Ah, es que yo soy católico, hombre. O lo era, por lo menos. Todo eso de la religión es una idiotez.

—Calla la boca, Robert —dijo Milo, abriendo el portaequipajes.

Sacó la maleta, acomodó a Gabray en el asiento de atrás del vehículo, se sentó a su lado y dejó la portezuela abierta para que entrara la luz. Yo me quedé fuera y le vi abrir la maleta. Dentro había un libro que decía IDENTIKIT. Milo le mostró a Gabray unas transparencias con unos dibujos de unos rasgos faciales. Gabray eligió unas cuantas y las juntó. Cuando terminó, salió una risueña cara de raza blanca. Una cara sacada de una cartilla infantil. La cara del padre de algún personaje.

Milo la estudió con detenimiento e hizo una anotación; después le pidió a Gabray que señalara lugares con un marcador amarillo en un plano callejero. Tras hacerle unas cuantas preguntas más, descendió del vehículo y Gabray le siguió. A pesar de la cálida brisa, los hombros desnudos del barman tenían la piel de gallina.

—¿Ya está? —preguntó Gabray.

—De momento, sí, Robert. Ya sé que no hace falta que te lo diga, pero te lo diré de todos modos: no cambies de domicilio y quédate donde yo te pueda localizar.

—Tranquilo —dijo Gabray, haciendo ademán de retirarse.

Milo le bloqueó el paso, extendiendo el brazo.

—Entretanto, yo escribiré unas cartas. Una a tu oficial de vigilancia, diciéndole que trabajabas aquí sin que él lo supiera y otra al señor Fahrizad y compañeros, informándoles de que tú te has chivado y que por eso el departamento de Prevención de Incendios les va a clausurar el local y otra a la delegación de Hacienda, comunicándoles que llevas Dios sabe cuánto tiempo cobrando en efectivo sin hacer la declaración.

Gabray se dobló por la cintura como si acabara de sufrir un calambre.

—No, por favor…

—Más un informe al fiscal del asunto de la marihuana para que se entere de que no colaboraste y pusiste impedimentos y contigo no se pueden cerrar tratos. No me gusta escribir cartas, Robert. Es algo que me ataca los nervios. Como tenga que perder el tiempo buscándote, me pondré todavía más nervioso y me encargaré de que todas esas cartas sean entregadas directamente en mano. Si te portas bien, las romperé. ¿Comprendes?

—Pero, hombre, eso no es justo, yo me he…

—No pasará nada si te portas bien, Robert.

—Sí, ya entiendo.

—¿Te portarás bien?

—Sí, sí. ¿Ya puedo retirarme? Tengo trabajo.

—¿Me has oído bien, Robert?

—Sí, le he oído, perfectamente. Que no me mueva de sitio y que sea tan bueno como un boy scout. Que no me meta en líos y no intente engañar. ¿Vale? ¿Puedo irme?

—Otra cosa, Robert. Tu chica.

—¿Sí? —dijo Gabray, con una dureza que le convirtió de pronto en algo más que un miserable perdedor—. ¿Qué le pasa?

—Se ha largado con viento fresco. Ni se te ocurra ir tras ella. Y, por encima de todo, no se te ocurra hacerle daño por haber hablado conmigo. Porque yo te hubiera encontrado de todos modos. Déjala en paz.

Gabray abrió enormemente los ojos.

—¿Que se ha largado? ¿Qué… quiere decir?

—Pues que se ha ido. Lo estaba deseando, Robert.

—Mierda…

—Estaba haciendo las maletas cuando hablé con ella. Ya no aguantaba tu forma de entender la vida doméstica.

Gabray no dijo nada.

—Ya está harta de que le peguen, Robert.

Gabray arrojó el cigarrillo al suelo y lo pisó con fuerza.

—Miente —dijo—. La muy hija de puta.

—Ella te pagó la fianza.

—Me lo debía. Todavía está en deuda conmigo.

—Déjalo ya, Robert. Piensa en esas cartas.

—Ya —dijo Gabray, golpeando el suelo con el pie—. Qué más da. Me deja frío. Yo me tomo las cosas tal como vienen.