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Al salir del restaurante, Milo me dijo:

—Intentaré averiguar lo que pueda sobre Dawn Herbert, a ver si nos sirve de algo. ¿Tú qué vas a hacer ahora?

—Una visita domiciliaria. A lo mejor, el hecho de verlos en su medio natural me permite descubrir alguna clave.

—Es posible. Aprovechando que estás allí, podrías fisgonear un poco…, tienes una tapadera perfecta.

—Eso es justamente lo que me dijo Stephanie. Me sugirió medio en broma que echara un vistazo al botiquín de los medicamentos.

—¿Y por qué no? A vosotros los psiquiatras os pagan para hurgar y fisgonear. Ni siquiera necesitáis una orden judicial.

Antes de regresar a casa, pasé por el domicilio de Ashmore. Sentía curiosidad por la visita de Huenengarth y quería saber cómo estaba la viuda. En la entrada había una corona negra y nadie contestó cuando toqué el timbre.

Regresé al automóvil, encendí el equipo estereofónico e hice todo el trayecto sin pensar ni en la muerte ni en las enfermedades. Llamé a la centralita y me dijeron que Robin había dejado recado de que volvería sobre las seis. El periódico de la mañana estaba todavía pulcramente doblado sobre la mesa, tal como ella siempre lo dejaba.

Recordando el irritado comentario de Dan Kornblatt en la cafetería, hojeé el periódico, buscando la causa de su enojo. No había nada en la primera plana ni en la sección dedicada al área metropolitana, pero la noticia me saltó a los ojos en la segunda página de la sección de Economía.

Yo nunca leía las páginas económicas, pero, aunque lo hubiera hecho, la noticia me hubiera podido pasar inadvertida.

Era un pequeño recuadro al fondo de la página, al lado de los tipos de cambio extranjeros.

El encabezamiento decía: ATENCIÓN SANITARIA EN EL SECTOR PRIVADO. BAJA EL OPTIMISMO. La esencia de la noticia era que la atención sanitaria privada, antaño considerada una mina de oro en Wall Street, se había convertido en un negocio ruinoso. La afirmación se demostraba con ejemplos de hospitales y centros sanitarios que habían hecho suspensión de pagos y con entrevistas a expertos financieros, uno de ellos George Plumb, antiguo director gerente del centro MGS Health Consultants de Pittsburgh, y actual director gerente del Western Pediatric Medical Center de Los Ángeles.

Pittsburgh… La empresa que estaba informatizando la biblioteca del hospital con un anticuado sistema, la BIO-DAT, también era de Pittsburgh.

¿Una mano dando de comer a la otra?, me pregunté mientras seguía leyendo.

Las principales quejas de los administradores de los centros hospitalarios iban dirigidas contra la intervención del Estado y las restrictivas políticas de honorarios, pero también se referían a las dificultades planteadas por las compañías de seguros, a la elevación de los costes de las nuevas tecnologías, a las exigencias salariales de los médicos y las enfermeras y a la imposibilidad de que los pacientes se comportaran de conformidad con las estadísticas.

«Un solo paciente de sida nos puede costar millones —se lamentaba un administrador de la Costa Este—. Y aún no se ve la luz al final del túnel. Es una enfermedad sobre la que nadie sabía nada cuando se trazaron los planes. Las reglas han cambiado en mitad de la partida». Los ejecutivos citaban repetidamente la epidemia de la nueva enfermedad como si esta fuera una pequeña travesura destinada a desorientar a los agentes de seguros.

La especial aportación de Plumb se centraba en las dificultades de administrar los hospitales urbanos a causa de la «desfavorable situación demográfica y los problemas sociales de los barrios circundantes que dejan sentir sus efectos en los centros hospitalarios. Si a todo ello se añade el rápido deterioro de los inmuebles y la reducción de los ingresos, se comprende que el consumidor de pago o su asegurador no estén dispuestos a contratar nuevos servicios de atención sanitaria».

En respuesta a la pregunta sobre cuáles podrían ser a su juicio las soluciones, Plumb manifestaba su esperanza en una futura «descentralización que permitiera sustituir los grandes hospitales urbanos por unidades más pequeñas de atención sanitaria, estratégicamente situadas en áreas suburbanas con un crecimiento favorable.

»No obstante —advertía—, se tendrían que llevar a cabo unos exhaustivos análisis económicos antes de emprender una planificación de tal envergadura. Y también habría que tener en cuenta otras consideraciones de carácter no pecuniario. Muchas de las actuales instituciones sanitarias inspiran un elevado grado de confianza en numerosas personas cuyos recuerdos se basan en los buenos tiempos de antaño».

Todo aquello sonaba a balón-sonda destinado a tantear la reacción de la opinión pública antes de proponer una cirugía radical, en la cual se pondrían a la venta los inmuebles, y los centros se trasladarían a zonas suburbanas. En caso de que alguien lo acosara, Plumb siempre podría quitar hierro a sus declaraciones, señalando que estas no habían sido más que el imparcial análisis de un experto.

El comentario de Kornblatt a propósito de la venta de los inmuebles hospitalarios ya no parecía el resultado de una mente paranoica, sino una conjetura con bastantes visos de realidad.

Claro que Plumb era un simple portavoz. Pero hablaba en representación del hombre al que yo acababa de proponer como posible inductor de unos asesinatos y cómplice de malos tratos infantiles.

Recordé lo que Stephanie me había dicho acerca de los antecedentes de Chuck Jones. Antes de acceder a la presidencia del consejo de administración del Western Pediatric, había gestionado la cartera de inversiones del hospital. ¿Quién podía conocer mejor el valor exacto del Western Pediatric, incluido el solar, que el hombre que llevaba los libros? Los imaginé a él y a Plumb, junto con sus siniestros y serviles lacayos Roberts y Novak, inclinados sobre un polvoriento libro mayor cual unos rapiñadores directamente salidos de una tira cómica de Thomas Nast.

¿Y si la apurada situación económica del hospital se debiera a algo más que a las desfavorables condiciones demográficas y a la reducción de los ingresos? ¿Y si Jones hubiera malversado los fondos del Western Pediatric hasta llevarlo a una situación de crisis y ahora pretendiera ocultar las pérdidas mediante una espectacular operación inmobiliaria?

¿Y encima tuviera el descaro de cobrar una abultada comisión como intermediario?

«Estratégicamente situadas en áreas suburbanas con un crecimiento favorable…» ¿Como, por ejemplo, las cincuenta parcelas que Chip Jones poseía en el West Valley?

Una mano dando de comer a la otra…

Sin embargo, para poder hacer semejante cosa, se tendrían que salvar las apariencias y Jones y sus compinches deberían poner de manifiesto una inquebrantable lealtad al dinosaurio urbano hasta que este exhalara el último suspiro.

Y el hecho de llevarse a la nieta a otro sitio no hubiera estado muy conforme con aquella idea.

No obstante, sí se podían adoptar medidas para acelerar la muerte del dinosaurio.

Cancelar los programas clínicos. Retirar el apoyo a las investigaciones. Congelar los salarios y reducir el personal de las salas.

Alentar a los médicos de mayor antigüedad a marcharse y sustituirlos por jóvenes inexpertos de tal manera que los médicos privados perdieran la confianza en el centro y dejaran de enviarle a sus clientes de pago.

Y después, cuando la redención ya no fuera posible, pronunciar un apasionado discurso sobre las insolubles cuestiones sociales y la necesidad de avanzar sin temor hacia el futuro.

Destruyendo el hospital para salvarlo.

Caso de que consiguieran sus propósitos, Jones y sus esbirros serían considerados unos visionarios que habían tenido el valor y la intuición de sacar de apuros a una ruinosa casa de caridad, sustituyéndola por unos centros sanitarios destinados a la alta clase media.

Todo aquello poseía una cierta belleza perversa.

Unos hombres taimados planeando una guerra sorda contra los organigramas, los balances y las salidas impresas.

Las salidas impresas…

Huenengarth confiscando los ordenadores de Ashmore.

¿Le interesarían acaso unos datos que no tenían nada que ver con el síndrome de muerte súbita del lactante o los niños envenenados?

Ashmore no sentía el menor interés por el cuidado de los pacientes, pero experimentaba una poderosa atracción hacia las finanzas. ¿Y si hubiera descubierto las maquinaciones de Jones y Plumb…, y si hubiera oído algo en el segundo sótano o se hubiera introducido en una base de datos que no debía?

¿Y si hubiera tratado de sacar provecho de la información y lo hubiera pagado caro?

Un salto cualitativo, hubiera dicho Milo.

Recordé mi fugaz visión del despacho de Ashmore antes de que Huenengarth cerrara la puerta.

¿Qué clase de investigación toxicológica se podía llevar a cabo sin tubos de ensayo ni microscopios?

Ashmore, haciendo cálculos y muriendo por su atrevimiento… ¿Y qué pintaba Dawn Herbert en todo aquello? ¿Por qué había sacado del hospital la ficha de un niño muerto? ¿Por qué había sido asesinada dos meses antes que Ashmore?

¿Planes separados?

¿Connivencia?

Un salto cualitativo… Pero, aunque así fuera, ¿qué demonios tenía que ver todo aquello con el suplicio que estaba sufriendo Cassie Jones?

Llamé al hospital y pedí que me pusieran en comunicación con la habitación 505 W. Nadie contestó. Volví a marcar y pedí que me pusieran con el mostrador de las enfermeras de la sala Chappy. Contestó una enfermera con acento hispano, que me informó de que la familia Jones había salido a dar un paseo.

—¿Alguna novedad? —le pregunté—. Me refiero al estado de la niña.

—No lo sé muy bien…, tendrá usted que preguntárselo al médico que la atiende. Creo que es la doctora…

—Eves.

—Sí, así es. Yo soy una suplente y no estoy familiarizada con el caso.

Colgué y contemplé a través de la ventana de la cocina las grisáceas copas de los árboles bajo el resplandor amarillo limón del sol poniente mientras meditaba acerca de la cuestión económica.

Me acordé de alguien que quizá me podría dar unas cuantas lecciones de economía. Lou Cestare, un antiguo y brillante corredor de bolsa, convertido ahora en un prudente y cauteloso veterano del Lunes Negro.

El crash lo había pillado desprevenido y todavía se estaba limpiando la mancha que empañaba su reputación. Pero, para mí, seguía siendo un profesional de primera.

Años atrás yo había conseguido ahorrar un poco de dinero, trabajando ochenta horas a la semana y procurando no gastar demasiado. Lou me había ayudado a conseguir una cierta seguridad económica, invirtiendo mi dinero en inmuebles de primera línea de playa antes de que se disparara el boom, obteniendo unos saneados beneficios con su venta y colocando los beneficios en valores de primera clase y obligaciones libres de impuestos, sin realizar ningún tipo de operación especulativa, pues sabía que yo nunca me haría rico trabajando como psicólogo y no me podía permitir el lujo de perder elevadas cantidades.

Aquellas inversiones me seguían reportando unos intereses lentos pero seguros que complementaban mis ingresos como asesor forense. Jamás me podría comprar cuadros de impresionistas franceses, pero, si no gastaba más de la cuenta, seguramente no tendría que trabajar cuando no me apeteciera hacerlo.

Por su parte, Lou era un hombre muy rico, incluso tras haber perdido buena parte de sus propiedades y a la mayoría de sus clientes, por lo que ahora dividía su tiempo entre una embarcación de vela en el Pacífico Sur y una finca en el Valle de Willamette.

Llamé a Oregón y se puso su mujer. Estaba tan tranquila como siempre, pero yo me pregunté si ello se debería a su fortaleza de carácter o no sería más que una apariencia. Nos pasamos un ratito charlando animadamente y después ella me dijo que Lou se encontraba en el estado de Washington, practicando el montañismo con su hijo cerca del Mount Rainier y no regresaría hasta el día siguiente por la noche o el lunes por la mañana.

Le expresé mis mejores deseos, le di las gracias y colgué.

Después me tomé otra taza de café y esperé el regreso a casa de Robin para que su presencia me ayudara a olvidar los sinsabores de la jornada.