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Finalmente, Cindy apartó las manos del rostro, bañado de lágrimas.
—Perdón.
—No hay por qué —dije—. Pocas cosas hay más dolorosas que tener un hijo enfermo.
Asintió con la cabeza.
—Lo peor es no saber…, verla sufrir y no saber… si alguien puede descubrir qué le ocurre.
—Los otros síntomas se han resuelto. Puede que con estos también suceda lo mismo.
Pasándose la trenza sobre uno de los hombros, acarició el extremo.
—Lo espero con toda mi alma, pero…
Sonreí sin decir nada.
—Lo demás —dijo— era más… típico. Más normal por así decirlo.
—Enfermedades infantiles normales —dije.
—Sí, difteria… diarrea. Otros niños las padecen. Puede que no con la misma gravedad, pero las padecen. Son cosas que se comprenden. En cambio, los ataques… no son normales.
—A veces los niños sufren ataques después de un episodio de fiebre —dije—. Les ocurre un par de veces y después jamás vuelve a ocurrir.
—Sí, ya lo sé. Me lo comentó la doctora Eves. Pero, cuando sufrió el ataque, Cassie no manifestaba ninguna subida térmica. Las otras veces, cuando tuvo los problemas gastrointestinales, la fiebre le subió hasta cuarenta y dos grados. —Cindy se tiró de la trenza—. Cuando los superó y ya parecía que todo iba bien, empezaron los ataques… y fue algo tremendo. Oí un ruido procedente de su habitación… una especie de golpe. Fui a ver y me la encontré temblando con tal intensidad que incluso movía la cuna.
Sus labios se estremecieron y entonces los rozó con una mano para calmarse mientras con la otra arrugaba el pañuelo de celulosa que yo le había entregado.
—Es terrible —dije.
—Aterrador —aseveró ella, mirándome a los ojos—. Pero lo peor de todo fue verla sufrir sin poder hacer nada. La impotencia… eso es lo peor. Sabía que era mejor no tomarla en brazos, pero… ¿Tiene usted hijos?
—No.
Desvió los ojos como si yo hubiera dejado súbitamente de interesarle. Lanzando un suspiro, se levantó y se acercó a la cama sin soltar el pañuelo arrugado. Se inclinó, subió un poco más la manta alrededor del cuello de su hija y besó a la niña en la mejilla. La respiración de Cassie se aceleró un segundo y volvió a normalizarse. Cindy permaneció de pie junto a la cama, observándola dormir.
—Es preciosa —dije.
—Es mi tesoro.
Extendió el brazo, acarició la frente de Cassie, lo apartó y, tras contemplar unos segundos más a su hija, regresó al sillón.
—En cuanto al sufrimiento —dije—, no hay ninguna prueba de que los ataques sean dolorosos.
—Eso es lo que me dice la doctora Eves —dijo Cindy en tono dubitativo—. Confío en que así sea… pero hubiera tenido usted que verla después… estaba exhausta.
Volvió la cabeza y miró a través de la ventana. Esperé un poco y después pregunté:
—Aparte del dolor de cabeza, ¿qué tal está hoy la niña?
—Bien. Durante el poco rato que ha permanecido despierta.
—¿La cabeza le empezó a doler a las cinco de la madrugada?
—Sí. Eso la despertó.
—¿Vicki ya estaba entonces de guardia?
Cindy asintió con la cabeza.
—Hizo un doble… Vino anoche para el turno de once a siete y se quedó para el de siete a tres.
—Trabaja mucho.
—Pues sí. Es una gran ayuda para mí. Hemos tenido suerte con ella.
—¿Ha ido alguna vez a verles a su casa?
Cindy pareció sorprenderse de mi pregunta.
—Solo un par de veces… no para ayudar… simplemente para visitarnos. Le regaló a Cassie su primer Conejito Amoroso y ahora Cassie se ha enamorado de ellos.
La expresión de extrañeza aún no se había borrado de su rostro. Sin pararme a pensar en su significado, pregunté:
—¿Cómo le dio a entender Cassie que le dolía la cabeza?
—Señalándosela con la mano y llorando. No me lo dijo con palabras, si es eso lo que usted quiere decir. Solo pronuncia unas pocas. Gua-gua para designar a un perro, ba-ba para decir botella y, aun así, a veces todavía señala el objeto. La doctora Eves dice que lleva un poco de retraso en el desarrollo del lenguaje.
—No tiene nada de extraño que los niños hospitalizados registren un cierto retraso. Pero no es una situación permanente.
—Procuro hacer ejercicio con ella en casa…, le hablo todo lo que puedo y le leo cosas cuando me lo permite.
—Muy bien.
—A veces le gusta y otras veces se pone muy nerviosa… sobre todo, si ha pasado una mala noche.
—¿Pasa malas noches muy a menudo?
—No muchas, pero son muy duras para ella.
—¿Qué le ocurre?
—Se despierta como si estuviera sufriendo una pesadilla, llora y se agita. A veces la sostengo en brazos y vuelve a quedarse dormida. Pero otras, permanece mucho rato despierta… y lloriquea. A la mañana siguiente, suele estar muy nerviosa.
—¿Nerviosa en qué sentido?
—Tiene dificultades para concentrarse. Otras veces, en cambio, se puede concentrar en algo durante mucho rato… una hora o más. Entonces aprovecho para leerle algo y hablar con ella para que haga ejercicio. ¿Tiene usted alguna otra sugerencia?
—Me parece que lo que usted hace es lo más adecuado —contesté.
—En ocasiones tengo la sensación de que no habla porque no le hace falta. Creo adivinar lo que quiere y se lo doy antes de que me lo pida.
—¿Eso es lo que le ocurrió con el dolor de cabeza?
—Exacto. Se despertó llorando y agitándose; entonces lo primero que hice fue tocarle la frente para ver si la tenía caliente. Fría como un pepino. Lo cual no me sorprendió… no era un llanto de miedo, sino de dolor. Ahora ya sé distinguirlos. Empecé a preguntarle qué le dolía y, finalmente, se tocó la cabeza. Sé que eso no parece muy científico, pero una acaba captando lo que le ocurre a un niño… casi como si tuviera un radar. —Mirada hacia la cama—. Si la tomografía que le hicieron aquella tarde no hubiera sido normal, me hubiera asustado muchísimo.
—¿A causa del dolor de cabeza?
—Cuando llevas algún tiempo aquí, ves cosas y empiezas a pensar que puede ocurrir lo peor. Me asusto cuando llora por la noche…, nunca sé lo que va a pasar.
Volvió a echarse a llorar y se enjugó las lágrimas con el pañuelo arrugado. Le di otro.
—Le ruego que me perdone, doctor Delaware. No puedo soportar verla sufrir.
—Es natural —dije—. Y lo más triste es que las cosas que se hacen para ayudarla, los análisis y las pruebas, son las que más dolor le producen.
Cindy respiró hondo y asintió con la cabeza.
—Por eso la doctora Eves me ha dicho que hable con usted —dije—. Existen ciertas técnicas psicológicas que pueden ayudar a los niños a superar la ansiedad que les producen las pruebas, e incluso a reducir la intensidad del dolor.
—Técnicas —dijo, utilizando un tono muy parecido al que había empleado Vicki Bottomley, aunque sin el sarcasmo de esta—. Sería estupendo…, le agradecería mucho que pudiera ayudar a mi hija. Verla pasar por este martirio… es algo terrible.
Recordé lo que Stephanie me había dicho acerca de la serenidad de Cindy durante las pruebas que le hacían a su hija.
Como si leyera mis pensamientos, añadió:
—Cada vez que alguien abre esa puerta y entra con una jeringuilla en la mano, se me hiela la sangre, pero sonrío a pesar de todo. Mis sonrisas son para Cassie. Procuro no disgustarme delante de ella, pero sé que ella lo intuye.
—El radar.
—Estamos tan unidas…, que ella es mi único radar. Lo adivina todo con solo mirarme. Aunque yo no pueda ayudarla, ¿qué otra cosa podría hacer? Me es imposible dejarla sola con ellos.
—La doctora Eves cree que usted lo está haciendo muy bien.
Vi algo en sus ojos castaños. ¿Una momentánea dureza tal vez? Después, una sonrisa cansada.
—La doctora Eves es fabulosa. Nosotros… ella fue la que… Ha sido maravillosa con Cassie. Sé que todas estas enfermedades la están afectando muchísimo. Cada vez que la llaman desde la sala de Urgencias, lamento que tenga que volver a pasar por todo este suplicio.
—Es su obligación —dije.
Me miró como si le hubiera propinado un puñetazo.
—Estoy segura de que, en su caso, se trata de algo más que de una obligación.
—Sí, en efecto.
Me di cuenta de que todavía sostenía el Conejito Amoroso en la mano. Y lo estaba estrujando. Alborotándole el pelo del vientre, lo volví a dejar en la repisa. Cindy me miró, acariciándose la trenza.
—No quería ser tan brusca —dijo—, pero lo que me acaba de decir… eso de que la doctora Eves cumple con su obligación… me ha hecho pensar en mi obligación. Como madre. Me parece que no la estoy cumpliendo muy bien, ¿no cree? Nadie te prepara para eso —añadió, apartando los ojos.
—Cindy —dije, inclinándome hacia delante—, está usted pasando por unos momentos muy duros. Eso no es normal.
Una sonrisa entreabrió fugazmente sus labios. Una triste sonrisa propia de una representación de la Virgen.
¿Una Virgen-monstruo?
Stephanie me había pedido que lo examinara todo sin ningún prejuicio, pero yo estaba utilizando sus sospechas como punto de partida.
¿Culpable hasta que se demostrara su inocencia?
Milo lo hubiera llamado «pensamiento limitado». Decidí concentrarme en lo que realmente había observado.
De momento, no había visto nada que resultara visiblemente patológico. No había observado ningún signo de desequilibrio emocional, simulación histriónica o búsqueda patológica de atención. Y, sin embargo, no sabía muy bien si, a su reposada manera, ella había conseguido atraer sutilmente mi atención hacia su persona. Había empezado hablándome de Cassie, pero había terminado refiriéndose a sus fallos como madre.
Pero ¿y si yo le hubiera arrancado la confesión, utilizando miradas, pausas y frases de psiquiatra para ganarme su confianza?
Pensé en su aspecto…, la trenza que le servía de consolador rosario, la ausencia de maquillaje y el sencillo atuendo a pesar de su categoría social.
Todo ello se podía considerar un espectáculo al revés. En una estancia llena de personajes de la alta sociedad, hubiera llamado la atención.
Otras cosas habían quedado atrapadas en mi tamiz analítico mientras intentaba trazar su perfil de Münchhausen por sustitución.
La soltura con la cual empleaba la jerga hospitalaria: «Subida térmica»… «hacer un doble».
«Cianótico».
¿Vestigios de sus conocimientos sobre las técnicas respiratorias? ¿O demostración de su interés por las cuestiones médicas?
También cabía la posibilidad de que todo ello fuera el simple resultado de las muchas horas pasadas en aquel lugar. Durante los años que yo había trabajado en las salas hospitalarias, había conocido a fontaneros, amas de casa, camioneros y contables…, padres de niños enfermos crónicos que dormían, comían y vivían en el hospital y acababan hablando como los residentes de primer año.
Ninguno de ellos había envenenado a su hijo.
Cindy se acarició la trenza y volvió a mirarme.
Esbocé una tranquilizadora sonrisa, recordando lo que ella me había comentado sobre la comunicación casi telepática que había logrado establecer con su hija.
¿Confusos límites del ego?
¿Un patológico exceso de identificación que acaba derivando en malos tratos infantiles?
Sin embargo, ¿existía acaso alguna madre que no alegara —a menudo con razón— mantener un estrecho vínculo con sus hijos? ¿Por qué sospechar en aquella madre la existencia de algo más que un nexo normal? Porque sus hijos no habían llevado unas vidas felices y saludables.
Cindy no apartaba los ojos de mí. Comprendí que no podría seguir sopesando todos los matices sin despertar su recelo.
Contemplé a la niña dormida en la cama y me pareció tan bonita como una muñeca de porcelana.
¿Sería acaso la muñeca vudú de su madre?
—Está usted haciendo todo lo que está en su mano —dije—. No se puede pedir más.
Confié en que mis palabras resultaran más sinceras que mis sentimientos. Antes de que Cindy pudiera contestar, Cassie abrió los ojos, bostezó, se frotó los párpados y se incorporó medio dormida en la cama. Ahora había sacado ambas manos de debajo de la manta. La que antes mantenía escondida estaba hinchada y mostraba las huellas de los pinchazos de las agujas y unas amarillentas manchas de desinfectante.
Cindy corrió a abrazarla.
—Buenos días, mi niña —dijo con melodiosa voz, besando la mejilla de su hija.
Cassie la miró y apoyó la cabeza en su vientre. Cindy le acarició el cabello y la estrechó contra sí. Bostezando de nuevo, Cassie miró a su alrededor hasta que sus ojos se posaron en los Conejitos Amorosos de la mesita de noche.
Señalando con un dedo los animales de felpa, empezó a emitir apremiantes gemidos.
—Eh, eh.
Cindy extendió un brazo y tomó un conejito de color de rosa.
—Aquí lo tienes, nenita. Este es el Conejito Lindo y te está diciendo: «Buenos días, señorita Cassie Jones. ¿Has dormido bien?».
Hablaba despacio y con el suave y cadencioso tono que suelen utilizar los animadores de los espectáculos infantiles.
Cassie tomó el muñeco, lo estrechó contra su pecho, cerró los ojos, se balanceó hacia delante y hacia atrás y, por un instante, pensé que se volvería a quedar dormida. Pero enseguida los volvió a abrir. Grandes y castaños como los de su madre. Su mirada recorrió una vez más la estancia, se desplazó hacia el lugar donde yo me encontraba y allí se detuvo.
Establecimos contacto visual.
Esbocé una sonrisa.
Y la niña se puso a gritar.