6
En la sala de espera hacía mucho calor debido a la impaciencia y la aglomeración de personas. Varias madres miraron esperanzadas a Stephanie cuando esta me acompañó a la salida.
—Hasta pronto —me dijo Stephanie con una sonrisa, saliendo conmigo al pasillo.
Un grupo de hombres —tres en bata blanca y uno en traje de calle de franela gris— se estaban acercando en dirección contraria. La bata blanca que encabezaba la marcha nos vio y llamó a Stephanie:
—¡Doctora Eves!
—Lo que faltaba —dijo Stephanie por lo bajo, haciendo una mueca antes de detenerse.
Los Batas Blancas tenían unos cincuenta y tantos años y ofrecían el bien alimentado y bien afeitado aspecto de los médicos que ejercen su profesión no solo en un hospital sino en sus consultorios privados.
El Traje de Calle era más joven —unos treinta y tantos años— y corpulento. Metro ochenta y dos, unos ciento quince kilos de peso y anchos hombros bien recubiertos de grasa bajo una poderosa cabeza semejante a una columna. Llevaba el descolorido cabello muy corto y tenía unas facciones algo fofas, exceptuando la nariz que se le había roto y le habían escayolado defectuosamente. El fino bigotito no conseguía conferir la menor profundidad a su rostro. Parecía un exestafador metido a empresario. Caminaba un poco rezagado y estaba demasiado lejos como para que yo pudiera leer la tarjeta que llevaba en la solapa.
El médico que encabezaba la marcha también estaba algo grueso y era muy alto. Tenía una boca muy ancha, unos labios muy finos y un cabello rizado entrecano que llevaba un poco largo y con patillas. La prominente barbilla confería a su rostro la ilusión de un movimiento hacia delante. Tenía unos vivos ojos castaños y una sonrosada piel recién salida de la sauna. Los dos médicos que lo flanqueaban eran de estatura media, tenían el cabello gris y llevaban gafas. Uno de ellos ostentaba peluquín.
—¿Qué tal van las cosas en las trincheras, doctora Eves? —preguntó el Barbilla con una profunda voz gangosa.
—Como suelen ir en las trincheras —contestó Stephanie.
El Barbilla se volvió hacia mí e hizo unos cuantos ejercicios gimnásticos con las cejas.
—Le presento al doctor Delaware, miembro de la plantilla del hospital —dijo Stephanie.
El tipo me tendió la mano.
—Encantado. Soy George Plumb.
—Encantado de conocerle, doctor Plumb.
Apretón de manos de llave inglesa.
—Delaware —dijo Plumb—. ¿A qué departamento pertenece usted, doctor?
—Soy psicólogo. —Ah.
Los dos médicos del cabello gris me miraron sin moverse ni decir nada. El Traje de Calle parecía estar contando los orificios del aislamiento acústico del techo.
—Está en pediatría —explicó Stephanie—. Actúa como asesor en el caso de Cassie Jones…, ayudando a la familia a superar la tensión.
Plumb volvió a mirarla.
—Ah, muy bien —dijo, rozándole ligeramente el brazo.
Ella lo soportó un instante y después se apartó.
—Usted y yo tenemos que hablar, Stephanie —dijo Plumb, sonriendo de nuevo—. Le diré a mi chica que llame a la suya y concertaremos una cita.
—Yo no tengo ninguna chica, George. Los cinco compartimos una secretaria.
Los Gemelos Grises la miraron como si estuviera flotando en el interior de un frasco. El Traje estaba en otra parte.
Plumb seguía sonriendo.
—Ya, los constantes cambios de nomenclatura. Bueno pues, mi chica llamará a su secretaria. Que le vaya bien, doctora Eves.
Dicho lo cual, Plumb se retiró con su séquito, se detuvo varios metros más allá y sus ojos recorrieron de arriba abajo una pared como si la estuvieran midiendo.
—¿Qué es lo que pretendéis desmantelar ahora, chicos? —preguntó Stephanie por lo bajo.
Plumb reanudó la marcha y el grupo desapareció, doblando una esquina.
—¿Qué es todo eso? —pregunté.
—Todo eso es el doctor Plumb, nuestro nuevo administrador y gerente. El representante de papá Jones…, el señor Ejecutor de las Órdenes.
—¿Un médico administrador?
Stephanie se echó a reír.
—¿Lo dices por la bata blanca? No, no es médico. Tiene un estúpido doctorado en no sé qué… —Stephanie se detuvo con el rostro arrebolado a causa de la vergüenza—. Perdona.
—No te preocupes —dije riéndome.
—Te pido perdón con toda sinceridad, Alex. Tú sabes lo que yo opino de los psicólogos…
—Te he dicho que no te preocupes.
Le rodeé los hombros con mi brazo y ella me rodeó la cintura con el suyo.
—Se me va la cabeza —dijo—. Me estoy desmoronando en serio.
—¿En qué está especializado Plumb?
—En dirección o gestión de empresas, algo por el estilo. Utiliza constantemente el título, lleva bata blanca e insiste en que lo llamen «doctor». Casi todos sus lacayos tienen doctorados…, como aquellos dos de ahí, Roberts y Novak, sus principales esbirros. A todos les encanta entrar en el comedor de los médicos y ocupar una mesa. Se presentan sin ningún motivo aparente en las reuniones médicas y durante las visitas de las salas, se pasean por allí, lo miran y examinan todo y van tomando notas. Tal como ha hecho Plumb cuando se ha detenido para examinar la pared. No me extrañaría nada que dentro de poco se presentaran los carpinteros y subdividieran tres despachos en seis y convirtieran los espacios clínicos en despachos. Y ahora dice que quiere hablar conmigo… Ya estoy temblando.
—¿Sois vulnerables aquí?
—Todos lo somos, pero el departamento de Pediatría General está por debajo de todo. Aquí no disponemos de tecnología avanzada ni hacemos cosas espectaculares de esas que saltan a los titulares de los periódicos. Hacemos sobre todo visitas ambulatorias y, por consiguiente, nuestros niveles de ingresos son los más bajos del hospital. Desde que desapareció el departamento de Psiquiatría —dijo Stephanie sonriendo.
—Me parece que la tecnología tampoco está enteramente a salvo —dije—. Esta mañana, cuando estaba buscando un ascensor, pasé por delante de lo que antes era el departamento de Medicina Nuclear y me di cuenta de que lo habían convertido en algo que se llama Servicios Comunitarios.
—Otro de los golpes de Plumb…, pero no te preocupes por los nucleares… están bien. Los han trasladado al segundo piso y disponen del mismo espacio que antes, aunque los pacientes tienen dificultades para localizarlos. Otros departamentos han tenido serios problemas… Nefrología, Reumatología y tus compañeros de Oncología. Los han instalado en unas caravanas en la acera de enfrente.
—¿En unas caravanas?
—Como los indios winnebagos.
—Son unos departamentos muy importantes, Steph. ¿Cómo es posible que lo acepten?
—Porque no tienen más remedio, Alex. Firmaron la cesión de sus derechos. Los hubieran tenido que trasladar a la vieja Torre Luterana de Hollywood… El Western Pediatric la compró hace un par de años cuando los luteranos tuvieron que vender algunas propiedades para hacer frente a sus problemas presupuestarios. El consejo de administración prometió construir unas instalaciones fantásticas para todos los que se trasladaran allí. Las obras se hubieran tenido que iniciar el año pasado. Los departamentos que se mostraron conformes fueron trasladados a las caravanas y sus alas se cedieron a otros. Pero entonces descubrieron, mejor dicho, Plumb descubrió que, a pesar de que tenían dinero suficiente para la compra de la torre y para las obras de remodelación, no se habían asignado fondos suficientes para el mantenimiento y todo lo demás. Una nimiedad de trece millones de dólares. Intenta tú reunir esta cantidad tal y como están ahora las cosas… Los héroes ya no abundan demasiado porque este hospital está considerado un centro benéfico y nadie quiere mojarse.
—Caravanas —dije—. Meléndez-Lynch.
—Meléndez-Lynch se largó el año pasado.
—No me digas. Pero si Raoul vivía aquí.
—Pues ya no. Se fue a Miami. Un hospital le ofreció un puesto de jefe de servicio y lo aceptó. Me han dicho que ha triplicado el sueldo y que tiene la mitad de quebraderos de cabeza que tenía aquí.
—Ha pasado mucho tiempo —dije—. Raoul tenía muchas becas de investigación. ¿Cómo es posible que se lo hayan dejado escapar?
—A esa gente la investigación le importa un comino, Alex. No quieren sufragar los gastos indirectos. Ahora todo ha cambiado —contestó Stephanie, apartando el brazo de mi cintura mientras reanudábamos nuestro camino.
—¿Quién es el otro? —pregunté—. El señor Traje Gris.
—Ah, ese es Huenengarth —contestó Stephanie con aire abatido—. Presley Huenengarth. El jefe de Seguridad.
—Parece un matón —dije yo—. ¿Acaso arrea una paliza a los que no quieren pagar las facturas?
—Pues mira, no estaría nada mal —contestó Stephanie riéndose—. Las deudas del hospital ascienden a más del ochenta por ciento. No, no creo que haga gran cosa, aparte de seguir a Plumb dondequiera que este vaya, y mantenerse al acecho. A algunos miembros del personal les parece un tipo siniestro.
—¿Por qué?
Stephanie tardó un momento en contestar.
—Por su comportamiento, supongo.
—¿Tú has tenido alguna mala experiencia con él?
—¿Yo? No. ¿Por qué?
—Te veo un poco nerviosa cuando hablas de él.
—No —dijo—. No es nada de tipo personal…, es por su forma de actuar con la gente. Se presenta sin más cuando menos lo esperas. Aparece por las esquinas. Sales de la habitación de un paciente y te lo encuentras allí.
—Parece un tipo simpático.
—Très. Pero ¿qué puede hacer una chica? ¿Llamar al Servicio de Seguridad?
Bajé solo a la planta baja, encontré el despacho del Servicio de Seguridad abierto, soporté el interrogatorio de diez minutos al que me sometió un guardia uniformado y, al final, me gané el derecho a disponer de una tarjeta de identificación a todo color.
En la fotografía salí con cara de criminal. Me prendí la tarjeta a la solapa y bajé al segundo sótano para dirigirme a la biblioteca del hospital, donde pensaba examinar las referencias de Stephanie.
La puerta estaba cerrada. Un memorando sin fecha fijado a la puerta con cinta adhesiva decía que el nuevo horario de la biblioteca era de tres a cinco de la tarde, de lunes a miércoles.
Me dirigí a la contigua sala de lectura. Abierta, pero vacía. Entré en otro mundo: lustrosos revestimientos de madera, mullidos sofás, sillones de orejas y alfombras persas un poco gastadas, pero de excelente calidad, sobre un reluciente parqué de madera de roble con dibujo de espiga.
Hollywood parecía encontrarse a muchos planetas de distancia.
Toda la estancia, un antiguo estudio de una mansión de estilo inglés, había sido donada años atrás —antes de que yo empezara a trabajar allí como interno—, transportada a través del Atlántico y reconstruida gracias a la colaboración económica de un mecenas anglófilo, el cual pensaba que los médicos tenían que relajarse en un ambiente altamente refinado. Un mecenas que jamás en su vida había hablado con un médico del Western Pediatric.
Crucé la estancia y giré el tirador de la puerta que daba acceso a la biblioteca. Abierta.
La estancia sin ventanas estaba más oscura que el carbón. Encendí las luces. Casi todas las estanterías estaban vacías; en algunas había unas cuantas publicaciones colocadas sin orden ni concierto. En el suelo vi varios montones de libros. La pared del fondo ni siquiera tenía estantes.
El ordenador que yo utilizaba para buscar los archivos de los pacientes no se veía por ninguna parte. Lo mismo cabía decir del fichero de roble con sus etiquetas de pergamino escritas a mano. El único mobiliario era una mesa metálica de color gris sobre la cual alguien había fijado una hoja de papel con cinta adhesiva. Un memorando interno del hospital, fechado tres meses atrás.
A: Personal de Plantilla
DE: G. H. Plumb, doctor en Ciencias Empresariales,
Gerente General
TEMA: Reforma de la biblioteca
Atendiendo a las repetidas peticiones del Personal Médico y tras la decisión favorable del Comité de Investigación, la Asamblea General del Consejo de Administración y el Subcomité de Finanzas de la Junta Directiva, el fichero de referencias de la Biblioteca de Medicina será transformado en un sistema totalmente informatizado en el que se utilizarán los programas estándar de búsqueda de datos bibliográficos Orión y Melvyl. El contrato para dicha conversión ha salido a concurso público y, tras un cuidadoso estudio y cálculo de los costes/beneficios, ha sido concedido a BIO-DAT Inc., de Pittsburgh, Pensilvania, empresa especializada en sistemas de investigación médica y científica e integración de terminales para el seguimiento de la atención sanitaria. Los responsables de BIO-DAT nos han informado de que todo el proceso llevará aproximadamente tres semanas, en cuanto dispongan de todos los datos pertinentes. Por esta razón, los actuales archivos y ficheros de la biblioteca serán trasladados a la central de BIO-DAT en Pittsburgh mientras dure el proceso de conversión y devueltos a Los Ángeles para su almacenamiento y consulta en cuanto terminen los trabajos de conversión. Se ruega colaboración y comprensión durante el período que dure el proceso.
Las tres semanas se habían convertido en tres meses. Pasé el dedo por la superficie metálica de la mesa y me quedó toda la yema ennegrecida por el polvo. Apagué la luz y me marché.
Sunset Boulevard era una bullabesa de rabia y miseria mezclada con un poco de esperanza de inmigrantes y aliñada con una pizca de actividades delictivas.
Pasé por delante de los clubes de sexo, las cuevas de la nueva música, los gigantescos carteles del mundo del espectáculo y las boutiques para anoréxicas del Strip, crucé Doheny y me adentré en el santuario del dólar de Beverly Hills. Pasando por delante de mi habitual salida de Beverly Glen, me dirigí a un lugar en el que siempre se puede hacer una buena investigación. El lugar donde Chip Jones había hecho la suya.
La Biblioteca Biomédica estaba llena de personas que investigaban por pura curiosidad y de otras que lo hacían por obligación. Sentada delante de uno de los monitores, vi a una persona a quien yo conocía.
Cara de pilluelo, ojos tremendamente vivos, pendientes colgantes y una doble perforación en el lóbulo auricular derecho. La corta melenita leonada había crecido ahora hasta los hombros. Un ribete blanco adornaba el cuello azul marino del jersey.
¿Cuándo la había visto por última vez? Unos tres años atrás. Debía de tener veinte años.
Me pregunté si ya habría conseguido el doctorado.
Estaba tecleando con gran rapidez. Al acercarme, vi que el texto estaba en alemán. La palabra neuropéptido salía a cada momento.
—Hola, Jennifer.
Ella se volvió.
—¡Alex!
Una sonrisa de oreja a oreja. Después me dio un beso en la mejilla y se levantó del taburete.
—¿Ya eres la doctora Leavitt? —le pregunté.
—En junio —contestó—. Estoy terminando la tesis.
—Felicidades. ¿Neuroanatomía?
—Neuroquímica…, una cosa mucho más práctica, ¿no te parece?
—¿Todavía no has abandonado tu proyecto de matricularte en medicina?
—Lo haré en otoño. En Stanford.
—¿Psiquiatría?
—No lo sé —contestó—. A lo mejor, algo un poco más… concreto. No te ofendas. Lo pensaré bien y veré qué es lo que más me atrae.
—Bueno, para ti no hay prisa… ¿cuántos años tienes, doce?
—¡Veinte! Cumplo veintiuno el mes que viene.
—Una auténtica vieja desdentada.
—¿Acaso tú no eras así de joven cuando terminaste?
—No tanto. Yo ya tenía barba.
Jennifer volvió a reírse.
—Me alegro de verte. ¿Has tenido alguna noticia de Jamey?
—Recibí una postal suya en Navidad. Desde New Hampshire. Ha alquilado una granja y se dedica a escribir poesía.
—¿Está… bien?
—Está mejor. En la postal no había remitente y su nombre no figura en la guía. Llamé a la psiquiatra que lo había tratado en Carmel y me dijo que la medicación le había ido muy bien. Por lo visto, tiene alguien que le cuida. Una de las enfermeras que lo atendía allí.
—Pues me alegro —dijo Jennifer—. Pobre chico. Lo tenía todo en contra.
—Buena manera de expresarlo. ¿Has mantenido algún otro contacto con los demás componentes del grupo?
El grupo. Proyecto 160. Como el CI. Cursos acelerados de asignaturas para chicos superdotados. Un importante experimento; uno de los componentes acabó convertido en asesino en serie. Yo había participado y recorrido el camino del odio y la corrupción…
—… está en la facultad de Derecho de Harvard y colabora con un juez. Felicia estudia matemáticas en Columbia y David dejó sus estudios de medicina en la Universidad de Chicago al cabo de seis meses y se ha convertido en comerciante. Una pena. Siempre fue un chico muy de los ochenta. Sea como fuere, el proyecto ha muerto…, la doctora Flowers no renovó la beca.
—¿Problemas de salud?
—En parte, sí. Pero es que, además, la publicidad en torno al caso de Jamey resultó nefasta. Supongo que se fue a las Hawai para librarse de la tensión provocada por el escándalo que se armó.
Por segunda vez en un día me estaba adentrando de nuevo en el pasado y me daba cuenta de los muchos cabos sueltos que había dejado.
—Y bien —dijo Jennifer—, ¿qué te trae por aquí?
—He venido a buscar material para un caso.
—¿Es interesante?
—Un síndrome de Münchhausen por sustitución. ¿Sabes lo que es eso?
—He oído hablar del síndrome de Münchhausen…, personas que se maltratan físicamente a sí mismas para simular enfermedades, ¿verdad? Pero ¿qué es eso de la sustitución?
—Personas que simulan enfermedades en sus hijos.
—Qué cosa tan tremenda. ¿Qué clase de enfermedades?
—Casi todas. Los síntomas más comunes son problemas respiratorios, hemorragias, fiebres, infecciones y pseudoataques.
—Por sustitución —repitió Jennifer—. La palabra resulta un poco… fría, parece una cosa de tipo comercial. ¿De veras estás trabajando con una familia así?
—Estoy estudiando a una familia para intentar establecer si es eso lo que ocurre. Todavía estamos en la fase del diagnóstico diferencial. Tengo unas referencias preliminares y quería echar un vistazo a la literatura.
—Tendrás que ir a los archivos de fichas. ¿O acaso ya te has familiarizado con el ordenador?
—Prefiero el ordenador. Siempre y cuando hable en inglés.
—¿Ya tienes una cuenta de REI?
—No. ¿Qué es eso?
—«Recuperación e Impresión». Un nuevo sistema. Todas las publicaciones que existen en los archivos…, se pueden examinar textos completos. Puedes recuperar e imprimir artículos enteros. Siempre y cuando estés dispuesto a pagar. Mi presidente me ha conseguido una tarjeta provisional de lectora y una cuenta para mí sola, pero a cambio espera que yo publique mis resultados y los firme con su nombre. Por desgracia, las publicaciones extranjeras aún no constan en los archivos del sistema informático y, por consiguiente, las tengo que buscar por el método antiguo. —Jennifer señaló la pantalla—. La lengua principal. ¿No te gustan estas palabras de sesenta letras y estos Umlauts? La gramática es para volverse loco, pero mi madre me ayuda en los pasajes más difíciles.
Recordé a su madre. Gorda y simpática, aromas de azúcar y masa de harina. Unos números azules en la suave y blanca piel de su brazo.
—Pide una REI —me dijo Jennifer—. Es divertidísimo.
—No sé si a mí me la darían. Mis actividades profesionales las desarrollo en la otra punta de la ciudad.
—Yo creo que sí. Enséñales tu tarjeta universitaria y paga la cuota. Tardan aproximadamente una semana en procesarlo.
—Pues, en tal caso, lo haré más adelante. No puedo esperar tanto.
—No, claro. Mira, en mi cuenta me queda todavía mucho tiempo disponible. Mi presidente quiere que lo gaste todo para que, de esta manera, el año que viene pueda solicitar mayor asignación presupuestaria para servicios informáticos. Si quieres que te busque algo, déjame terminar lo que estoy haciendo y encontraremos todo lo que quieras saber sobre esas personas que martirizan a sus hijos por sustitución.
Subimos a la sala de REI ubicada en el último piso del edificio. El sistema de búsqueda no se diferenciaba en nada de los terminales que acabábamos de dejar: unos ordenadores dispuestos en varias hileras de compartimientos. Encontramos uno vacío y Jennifer buscó referencias sobre Münchhausen por sustitución. La pantalla se llenó inmediatamente. La lista incluía todos los artículos que me había facilitado Stephanie y algunos más.
—Veo que el primero corresponde al año 1977 —dijo Jennifer—. Lancet. Meadow, R. «El síndrome de Münchhausen por sustitución: el hinterland de los malos tratos infantiles».
—Ese fue el artículo inicial —dije yo—. Meadow es el pediatra británico que identificó el síndrome y lo bautizó.
—Eso de hinterland… suena muy siniestro. Aquí hay una lista de temas relacionados: síndrome de Münchhausen, malos tratos infantiles, incesto, reacciones disociativas.
—Sácame primero las reacciones disociativas.
Nos pasamos una hora revisando centenares de referencias y destilando otros doce artículos que parecían interesantes. Al terminar, Jennifer archivó el documento y tecleó un código.
—Eso nos conecta con el sistema de impresión —me explicó.
Las impresoras se encontraban detrás de los paneles azules que cubrían dos paredes de una sala contigua. Cada una de ellas tenía una pequeña pantalla, una ranura para tarjetas, un teclado y una bandeja de tela metálica bajo una ranura horizontal de unos treinta centímetros de anchura que me recordaba la boca de George Plumb. Dos de las terminales estaban libres. Una de ellas decía: NO FUNCIONA.
Jennifer activó la pantalla operativa, insertó una tarjeta de plástico en la ranura y tecleó a continuación el código alfanumérico, seguido de las letras de identificación del primero y el último de los artículos que habíamos recuperado en pantalla. Segundos después, la bandeja empezó a llenarse de hojas de papel.
—Cotejo automático. Qué chulo, ¿verdad?
—Melvyl y Orión —dije yo—. Esos son los programas básicos, ¿no es cierto?
—Neanderthal. Son solo un punto superior a las fichas de cartulina.
—Si un hospital quisiera informatizar sus archivos y dispusiera de un presupuesto muy menguado, ¿se podría permitir el lujo de ir mucho más allá que eso?
—Pues claro. Muchísimo más. Hay toneladas de nuevos programas de software. Hasta un médico particular podría ir mucho más allá.
—¿Has oído hablar alguna vez de una empresa llamada BIO-DAT?
—No, creo que no, pero eso no significa nada… yo no soy una experta en informática. Para mí no es más que una herramienta. ¿Por qué? ¿A qué se dedican?
—Están informatizando la biblioteca del Western Pediatric Hospital. Y convirtiendo las fichas de referencia a los sistemas Melvyl y Orión. Tendrían que haberlo hecho en tres semanas, pero ya llevan tres meses.
—¿Es muy grande la biblioteca?
—No, más bien pequeña.
—Si lo único que hacen es examinar y buscar, con un escáner de impresión lo podrían hacer en un par de días.
—¿Y si no tienen un escáner?
—Pues entonces significa que viven en la Edad de Piedra. Lo cual quiere decir que tendrían que hacer las transferencias a mano, mecanografiando cada una de las referencias. Pero ¿por qué contratar a una empresa tan primitiva, habiendo…? Ah, ya está listo. —Un abultado montón de hojas llenaba la bandeja—. Ya has visto lo rápido que es este chisme —dijo Jennifer—. El día menos pensado lo podrán programar absolutamente todo.
Le di las gracias, le expresé mis mejores deseos y regresé a casa, dejando el voluminoso fajo de documentos en el asiento de atrás. Tras ponerme en contacto con mi centralita, repasar la correspondencia y dar de comer a los peces (los koi que habían sobrevivido a la infancia se encontraban en perfecto estado), me terminé medio bocadillo de rosbif que me había sobrado de la cena de la víspera, me bebí una cerveza y me puse a trabajar.
Las personas que martirizan a sus hijos…
Tres horas más tarde, me sentía una basura. La fría prosa de las publicaciones médicas no había conseguido suavizar el horror.
El vals del diablo…
Intoxicaciones por medio de sal, azúcar, alcohol, estupefacientes, expectorantes, laxantes, eméticos e incluso heces y pus para crear «niños bacteriológicamente destrozados».
Niños, incluso de meses, sometidos a una sobrecogedora lista de torturas que evocaban los «experimentos» nazis. Casos y más casos de niños en los que se había provocado una aterradora variedad de falsas dolencias… Por lo visto, se podían simular prácticamente todas las enfermedades.
Los culpables solían ser las madres.
Y las víctimas, casi siempre las hijas.
Perfil criminal: madre modelo, a menudo bella y encantadora, con antecedentes profesionales en el campo de la medicina o la sanidad. Insólita serenidad en presencia de la desgracia…, ausencia de afecto disfrazada de entereza. Actitud solícita y protectora… Un especialista advertía incluso a los médicos en contra de las madres «exageradamente cariñosas».
A saber qué habría querido decir.
Recordé cómo se habían secado de golpe las lágrimas de Cindy Jones en cuanto Cassie se había despertado. Cómo la había acariciado y consolado y le había contado cuentos de hadas.
¿Cuidados solícitos o perversidad?
Había otra cosa que también coincidía.
Otro artículo del doctor Roy Meadow, el pionero de la investigación. Un descubrimiento hecho en 1984 tras examinar los antecedentes de treinta y dos niños aquejados de falsa epilepsia:
Siete hermanos muertos y enterrados.
Todos ellos a causa de muerte súbita del lactante.