25
A la mierda Alexander Graham Bell.
Regresé a otros sagrados lugares que pudiera ver y tocar.
Había un parquímetro libre cerca del edificio de la administración de la universidad. Me dirigí a la oficina del registro y le pedí a una empleada hindú vestida con un sari de color melocotón que me buscara a Dawn Kent Herbert.
—Lo siento, señor, pero no podemos facilitar información personal.
Le mostré mi tarjeta de la facultad de Medicina de la otra punta de la ciudad.
—No quiero nada de tipo personal… solo quiero saber a qué departamento está adscrita. Es por algo relacionado con un empleo. Comprobación de datos académicos.
La empleada leyó la tarjeta, me hizo repetir el nombre de Herbert y se retiró.
Regresó momentos después.
—Me consta como estudiante graduada en la Escuela de Sanidad Pública, señor. Pero su participación ya ha concluido.
Yo sabía que Sanidad Pública se encontraba en el edificio de Ciencias Sanitarias, aunque nunca había estado allí. Después de echar más monedas en el parquímetro, me dirigí al sur del campus, pasé por delante del edificio de Psicología, donde yo había aprendido a adiestrar ratas y a escuchar con un tercer oído, crucé el patio de Ciencias y entré en el Centro por el extremo oeste, cerca de la Escuela de Odontología.
El largo pasillo que conducía a Sanidad Pública se encontraba a dos pasos de la biblioteca donde yo acababa de examinar el historial académico de Ashmore. En ambas paredes había fotografías de todas las promociones que se habían graduado en la escuela. Los nuevos médicos parecían unos niños. Y los batas blancas que recorrían los pasillos parecían tan jóvenes como ellos. Cuando llegué a la Escuela de Sanidad Pública, el pasillo ya estaba más tranquilo. Una mujer salía en aquel momento del despacho principal. Le sostuve la puerta y entré.
Otro mostrador y otra administrativa, trabajando en un reducido espacio. Era una negra muy joven con el cabello estirado y teñido de alheña y una sonrisa que parecía sincera. Llevaba un suave jersey verde lima con un loro bordado en tonos rosas y amarillos. El pájaro también sonreía.
—Soy el doctor Delaware del Western Pediatric. Una de las estudiantes de grado de aquí trabajó en nuestro hospital y quisiera saber quién es su asesor.
—Ah, muy bien. Dígame su nombre, por favor.
—Dawn Herbert.
No hubo ninguna reacción.
—¿A qué departamento pertenece?
—Sanidad Pública.
La sonrisa se ensanchó.
—Eso es la Escuela de Sanidad Pública, doctor. Tenemos varios departamentos, cada uno con su propia facultad.
Tomó un folleto de un montón que había junto a mi codo, lo abrió y me mostró el contenido.
DEPARTAMENTOS DE LA ESCUELA
BIOESTADÍSTICA
CIENCIAS SANITARIAS COMUNITARIAS
CIENCIAS SANITARIAS MEDIOAMBIENTALES
EPIDEMIOLOGÍA
SERVICIOS SANITARIOS
Recordando el tipo de trabajo que hacía Ashmore, dije:
—Tiene que ser en Bioestadística o en Epidemiología.
La administrativa consultó las fichas y sacó una carpeta de tela de color azul. El lomo decía BIOEST.
—Sí, aquí está. Pertenece al programa de doctorado y su asesora es la doctora Yanosh.
—¿Y dónde puedo encontrar a la doctora Yanosh?
—Un piso más abajo… en el despacho B-tres-cuarenta y cinco. ¿Quiere que llame para ver si está?
—Sí, por favor.
—¿Doctora Yanosh? Hola, soy Merilee. Aquí hay un médico de un hospital que quiere hablar con usted sobre una de sus alumnas… Dawn Herbert… Ah… De acuerdo. —Frunciendo el ceño—. ¿Cómo me ha dicho usted que se llamaba, señor?
—Delaware. Del Western Pediatric Medical Center.
La administrativa se lo repitió a su interlocutora telefónica.
—Sí, por supuesto, doctora Yanosh… ¿Me podría usted mostrar algún documento de identificación, doctor Delaware?
Volví a sacar la tarjeta.
—Sí, la tiene, doctora Yanosh. —Deletreó mi apellido—. De acuerdo, doctora, se lo diré. —Después de colgar el teléfono, la joven añadió en tono aparentemente irritado—: No dispone de mucho tiempo, pero le recibirá ahora mismo.
Mientras yo abría la puerta para retirarme, la chica preguntó:
—¿La asesinaron?
—Me temo que sí.
—Qué horror.
Había un ascensor pasado el despacho, justo al lado de una sala de lectura con las luces apagadas. Lo utilicé para bajar al piso inferior. El despacho B-345 se encontraba unas cuantas puertas a la izquierda.
Cerrado bajo llave. Una placa decía Doctora ALICE JANOS, DIPLOMADA EN SANIDAD PÚBLICA.
Llamé con los nudillos. Entre la primera y la segunda llamada, oí una voz que decía:
—Un momento.
Un taconeo. Se abrió la puerta.
—Doctor Delaware —dijo una mujer de cincuenta y tantos años.
Le tendí la mano. La tomó, me dio un brusco apretón y me la soltó. Era rubia, bajita y gordita, llevaba el cabello ahuecado, iba muy bien maquillada y lucía un vestido blanco y rojo confeccionado a la medida. Zapatos de color rojo, laca de uñas a juego, joyas de oro. Poseía un bello y atractivo rostro de ardillita y, de pequeña, debió de ser la niña más graciosa de la escuela.
—Pase, por favor.
Acento europeo. La hermana intelectual de Zsa Zsa Gabor.
Entré en el despacho. Dejó la puerta abierta y me siguió. La estancia estaba muy ordenada, tenía muy pocos muebles, olía a perfume y en sus paredes colgaban varios pósteres artísticos con marcos cromados. Miró, Albers, Stella y uno de una exposición de Gwathmey-Siegel en el Museo de Boston.
Sobre una mesa redonda de cristal vi una caja abierta de trufas de chocolate y, en un soporte perpendicular al escritorio, un ordenador y una impresora, ambos protegidos por fundas con cremallera. Encima de la impresora descansaba un bolso de cuero rojo de diseño exclusivo. El escritorio era metálico como los que solía haber en todas las universidades, adornado con un tapete de encaje colocado en sentido transversal, un secante con dibujos de Limoges y varias fotografías familiares. Una familia numerosa. Un marido con pinta de Albert Einstein y cinco apuestos hijos adolescentes. Se sentó junto a la caja de las trufas de chocolate y cruzó las piernas. Me acomodé directamente delante de ella y observé que tenía unos tobillos de bailarina clásica.
—¿Es usted médico?
—Psicólogo.
—¿Y qué relación tiene usted con la señorita Herbert?
—Soy asesor de un caso del hospital y resulta que Dawn se llevó una ficha del hermano de la paciente y no la devolvió. Pensé que, a lo mejor, la había dejado aquí.
—¿El nombre de la paciente?
Al ver que yo vacilaba, añadió:
—No puedo responder a su pregunta sin saber lo que tengo que buscar.
—Jones.
—¿Charles Lyman Jones IV?
Sorprendido, le pregunté:
—¿Lo tiene usted?
—No, pero es usted la segunda persona que viene a pedirme lo mismo. ¿Acaso se trata de alguna cuestión genética urgente? ¿Tipificación de tejidos o algo por el estilo?
—Es un caso muy complicado —contesté.
—La primera persona tampoco me dio una explicación demasiado clara.
—¿Quién era?
Me miró inquisitivamente y se reclinó en su asiento.
—Perdóneme, doctor, pero quisiera ver el documento de identificación que le ha mostrado usted a Merilee.
Por tercera vez en media hora, saqué mi tarjeta de la facultad y le añadí mi nueva tarjeta hospitalaria a todo color.
Poniéndose unas gafas de lectura de montura dorada, las examinó cuidadosamente. La tarjeta del hospital fue la que más le interesó.
—El otro señor también la tenía —comentó, sosteniéndola en alto—. Dijo que era el responsable de los servicios de seguridad del hospital.
—¿Se llamaba Huenengarth?
Asintió con la cabeza.
—Parece que ustedes dos andan en busca de lo mismo.
—¿Cuándo estuvo aquí?
—El jueves pasado. ¿Acaso el Western Pediatric tiene por costumbre ofrecer este tipo de atención personal a todos sus pacientes?
—Tal como ya le he dicho, se trata de un caso muy complicado.
—¿Desde el punto de vista médico o socio-cultural? —preguntó con una sonrisa.
—Lo siento, pero no puedo entrar en detalles —contesté.
—¿Discreción psicoterapéutica?
Asentí con la cabeza.
—Respeto su voluntad, doctor Delaware. El señor Huenengarth utilizó otra frase para proteger su discreción. «Información privilegiada». Me pareció un poco misterioso y así se lo dije. No le hizo mucha gracia. Un tipo bastante siniestro, en realidad.
—¿Le entregó usted la ficha?
—No, porque no obra en mi poder, doctor. Dawn no se dejó aquí ningún tipo de informe médico. Siento haberle inducido a error, pero todo el revuelo que últimamente se ha producido en torno a ella me obliga a ser muy cauta. Excepto en lo concerniente a su asesinato, claro. Cuando vino la policía a preguntar, yo misma revisé personalmente su armario. Solo encontré unos libros de texto y los disquetes de ordenador de la investigación que estaba llevando a cabo con vistas a su tesis.
—¿Copió usted los disquetes?
—¿Tiene esta pregunta alguna relación con este caso tan complicado?
—Es posible.
—Es posible —repitió—. Bueno, por lo menos usted no intenta avasallarme como hizo el señor Huenengarth, insistiendo en que se los entregara. —Se quitó las gafas, se levantó, me devolvió la tarjeta y cerró la puerta. Sentada de nuevo en su silla, añadió—: ¿Estaba Dawn metida en algo de tipo delictivo?
—Puede que sí.
—El señor Huenengarth fue mucho más directo que usted, doctor. Me dijo claramente que Dawn había robado la ficha y me informó de que yo tenía el deber de encargarme de su devolución… me lo dijo en un tono muy desagradable, extremadamente autoritario. Tuve que pedirle que se fuera.
—No es demasiado encantador que digamos.
—Eso es decir muy poco…, sus métodos son puro KGB. Mantuvo, a mi entender, una actitud mucho más policial que la de los policías que vinieron a investigar el asesinato de Dawn. Esos fueron más bien blandos. Unas cuantas preguntas rutinarias y listo… Si hubiera tenido que calificarles, les hubiera dado un suspenso. Semanas más tarde llamé para ver si se habían hecho progresos y nadie quiso atender mi llamada. Dejé mensajes y nadie me contestó.
—¿Qué clase de preguntas le hicieron acerca de ella?
—Quiénes eran sus amigos, si alguna vez se había relacionado con delincuentes, si consumía drogas. Por desgracia, no pude responder a ninguna de las preguntas. A pesar de haberla tenido como alumna durante cuatro años, yo no sabía prácticamente nada acerca de ella. ¿Ha formado usted parte alguna vez de comités doctorales?
—Algunas veces.
—Pues entonces ya sabe usted lo que es eso. Con algunos alumnos se establecen relaciones amistosas; otros pasan por tu vida sin apenas dejar huella. Me temo que Dawn pertenecía a esta última categoría. Y no porque no fuera inteligente. Las matemáticas se le daban muy bien. Por eso la acepté, a pesar de tener ciertas reservas acerca de sus motivos. Siempre busco a mujeres a las que no les asusten los números y ella estaba muy dotada para las matemáticas, pero nunca llegamos a… congeniar.
—¿Qué tenían de malo sus motivos?
—Pues que no tenía ninguno. Siempre me dio la impresión de que estaba haciendo estudios de grado porque era el camino más fácil. Había presentado una instancia de admisión en la facultad de Medicina y la habían rechazado. Siguió presentando instancias incluso tras haberse matriculado aquí… Una causa perdida, en realidad, pues sus calificaciones en otras asignaturas no eran muy buenas e incluso algunas estaban significativamente por debajo de la media. Pero sus calificaciones matemáticas eran tan altas que decidí aceptarla a pesar de todo. Llegué incluso al extremo de conseguirle una beca de Graduación Avanzada. En otoño pasado, la tuve que anular. Fue cuando ella encontró trabajo en su hospital.
—¿No rendía lo suficiente?
—No adelantaba en la preparación de la tesis. Terminó el trabajo del curso con buena nota, presentó un proyecto de investigación que parecía muy prometedor, lo dejó, presentó otro, también lo dejó, etc. Al final, encontró uno que, por lo visto, le gustaba, pero, de pronto, se quedó paralizada y no hizo absolutamente nada. Ya sabe usted lo que ocurre…, algunos alumnos corren como locos y otros languidecen durante años. Yo he ayudado a muchos alumnos perezosos y traté de ayudar a Dawn. Pero ella rechazaba los consejos. No se presentaba a las citas, daba excusas, repetía constantemente que ya lo haría, que simplemente necesitaba un poco más de tiempo. Nunca pensé que pudiera llegar a alguna parte con ella. Estaba a punto de pedirle que abandonara el programa. Pero entonces… —Se frotó una uña color sangre con la yema del otro dedo—. Supongo que ahora todo eso ya no tiene la menor importancia. ¿Le apetece una trufa de chocolate?
—No, gracias.
Contempló las trufas y cerró la caja.
—Considere este pequeño discurso una respuesta exhaustiva a su pregunta sobre los disquetes —dijo—. Pero sí, los copié y no encontré en ellos nada significativo. No había adelantado absolutamente nada en la tesis. De hecho, ni siquiera me los había mirado cuando se presentó el señor Huenengarth… Su muerte me causó una impresión tan honda que me limité a guardarlos y me olvidé de ellos. El hecho de tener que revisar su armario me había resultado muy penoso. Sin embargo, él insistió tanto en que se los entregara que, en cuanto se retiró, los copié. Era peor de lo que había imaginado. A pesar de mis palabras de aliento, los disquetes no contenían más que una repetición de sus hipótesis y una tabla numérica aleatoria.
—¿Una tabla numérica aleatoria?
—Para muestras aleatorias. Seguramente usted ya sabe cómo se hacen.
Asentí con la cabeza.
—Se genera una serie de números al azar con un ordenador o cualquier otra técnica y se utiliza para seleccionar sujetos de un muestreo general —dije—. Si la tabla dice cinco, veintitrés, siete, se eligen la quinta, la vigesimotercera y la séptima persona de la lista.
—Exactamente. La tabla de Dawn era inmensa…, miles de números. Páginas y páginas generadas en el gran ordenador del departamento. Una pérdida total de tiempo. No había llegado tan siquiera a la selección de la muestra. Y todavía no tenía muy clara la metodología básica que iba a emplear.
—¿Cuál era el tema de la investigación?
—Predicción de la incidencia de cáncer a través de la localización geográfica. Eso era lo único que tenía claro. Me entristeció muchísimo la lectura de los disquetes. Incluso lo poco que había escrito era totalmente inaceptable. Desorganizado y sin una secuencia lógica. Llegué a preguntarme si efectivamente consumía drogas.
—¿Vio usted en ella algún signo sospechoso?
—Supongo que la falta de seriedad se hubiera podido considerar un síntoma. A veces, se mostraba muy nerviosa…, casi exaltada. Quería convencerme, y convencerse a sí misma, de que estaba haciendo progresos. Pero sé que no tomaba anfetaminas. Aumentó varios kilos durante los últimos cuatro años… por lo menos, quince. Al principio, era una chica muy agraciada.
—A lo mejor, tomaba cocaína —apunté.
—Sí, es posible, pero he observado el mismo comportamiento en alumnos que no se drogaban. La tensión de los estudios de grado puede volverle a uno transitoriamente loco.
—Muy cierto —dije.
Se acarició las uñas y contempló las fotografías de su familia.
—Cuando me enteré de que la habían asesinado, cambié de opinión. Hasta entonces, yo estaba furiosa con su comportamiento. Pero, al averiguar cómo la habían encontrado…, me compadecí de ella. La policía me dijo que iba vestida de punki. Entonces comprendí que la chica llevaba una vida oculta que yo ignoraba. Era una de esas personas para quienes el mundo de las ideas jamás hubiera sido importante.
—¿No cree usted que su falta de motivación pudo deberse a la existencia de unos ingresos independientes?
—Oh, no —contestó—. Era muy pobre. Cuando la acepté, me suplicó que le buscara una beca, pues sin ella no se hubiera podido matricular.
Pensé en la despreocupada actitud hacia el dinero de que Dawn había hecho gala en casa de los Murtaugh. Y en el automóvil recién estrenado en el que había muerto.
—¿Y su familia? —pregunté.
—Me parece recordar que su madre era una… alcohólica. Sin embargo, la policía me dijo que no habían podido localizar a nadie que se hiciera cargo del cadáver. Aquí se hizo incluso una colecta para sufragar los gastos del entierro.
—Una pena.
—Pues sí.
—¿De qué parte del país procedía?
—Creo que del este. No, no era una chica rica, doctor Delaware. Su falta de interés se debía a otra cosa.
—¿Cómo reaccionó ante la pérdida de la beca?
—No reaccionó en absoluto. Yo esperaba que se enfadara o llorara o cualquier otra cosa… Esperaba que ello contribuyera a aclarar la situación y que, de este modo, ambas pudiéramos llegar a un entendimiento. Pero ella ni siquiera intentó ponerse en contacto conmigo. Al final, la mandé llamar y le pregunté cómo se las iba a arreglar para su manutención. Entonces me habló del empleo que había encontrado en el hospital. Me dio a entender que era un trabajo muy prestigioso… porque, en realidad, era bastante presumida. Sin embargo, el señor Huenengarth me la presentó como una simple limpiadora de frascos.
No había ningún frasco en el laboratorio de Ashmore. Pero no dije nada.
Consultó su reloj y contempló el bolso que había dejado encima de la impresora. Por un instante, pensé que iba a levantarse. En su lugar, acercó un poco más su silla a la mía y me miró fijamente a los ojos. Tenía unos cálidos ojos de color avellana. Unos ojos cálidamente inquisitivos. Como los de una ardilla que estuviera buscando su escondido tesoro de bellotas.
—¿A qué vienen todas estas preguntas, doctor? ¿Qué es lo que usted busca realmente?
—Siento no poderle facilitar detalles, pues se trata de un asunto confidencial —contesté—. Ya sé que eso no parece muy justo.
Tras una pausa de silencio, me dijo:
—Era una ladrona. Los libros de texto que guardaba en su armario se los había robado a otro alumno. Y encontré otras cosas, además. El jersey de otra compañera. Una pluma mía de oro. Por consiguiente, no me extrañaría que hubiese estado metida en algo de tipo delictivo.
—Puede ser.
—¿Algo que fue la causa de su asesinato?
—Es posible.
—¿Y cuál es su papel en todo este asunto, doctor?
—El bienestar de mi paciente podría correr peligro.
—¿Se refiere a la hermana de Charles Jones?
Asentí con la cabeza, sorprendiéndome de que Huenengarth le hubiera revelado aquel detalle.
—¿Acaso sospecha de la existencia de malos tratos infantiles? —preguntó—. ¿Algo que Dawn tal vez averiguó y de lo que quizá quiso sacar provecho?
Tragándome el asombro, conseguí encogerme de hombros y me pasé un dedo por los labios.
Me miró con una sonrisa.
—Yo no soy Sherlock Holmes, doctor Delaware. Pero la visita del señor Huenengarth me dio mucho que pensar…, no comprendí a qué obedecía su insistencia. Llevo demasiado tiempo estudiando los sistemas de atención sanitaria como para creer que pueda haber alguien que se tome tantas molestias por una paciente cualquiera. Entonces le pedí a mi marido que hiciera averiguaciones sobre el hijo de los Jones. Es cirujano vascular y está vinculado al Western Pediatric aunque lleva muchos años sin operar allí. Por consiguiente, sé quiénes son los Jones y el papel que desempeña el abuelo en la turbulenta situación que está atravesando el hospital. También sé que el niño murió de síndrome de la muerte súbita y que la niña está siempre enferma. Los rumores van corriendo. Si a ello se añade el hecho de que Dawn robara la ficha del primer hijo y pasara de la más negra miseria al derroche de dinero y de que dos profesionales me han venido a visitar por separado en busca de esa ficha, no hace falta ser un lince para empezar a atar cabos.
—Aun así, me deja usted de una pieza.
—¿Usted y el señor Huenengarth tienen propósitos divergentes?
—No trabajamos juntos.
—¿Del lado de quién está usted?
—Del de la niña.
—¿Y quién le paga los honorarios?
—Oficialmente, los padres.
—¿Y eso no le parece un conflicto de intereses?
—En caso de que tal cosa llegara a ocurrir, no les presentaría la factura.
—Le creo —dijo, tras estudiarme unos momentos en silencio—. Y ahora dígame una cosa: ¿le parece que la posesión de los disquetes me coloca en una situación de peligro?
—Lo dudo, pero no se puede descartar.
—No es una respuesta muy consoladora.
—No quiero engañarla.
—Se lo agradezco. Sobreviví a los tanques rusos en Budapest en el 56 y, desde entonces, tengo el instinto de supervivencia muy desarrollado. ¿Cuál cree usted que puede ser la importancia de los disquetes?
—Es posible que contengan datos codificados ocultos en la tabla numérica aleatoria —contesté.
—Confieso que yo también lo he pensado… No había ninguna razón para que generara una tabla de tal magnitud en la fase inicial de su investigación. Por eso la examiné, utilizando unos cuantos programas básicos, y no aparecieron algoritmos evidentes. ¿Tiene usted conocimientos criptográficos?
—Ninguno en absoluto.
—Yo tampoco, aunque existen unos excelentes programas de descodificación que hacen innecesario que uno sea un experto. No obstante, ¿por qué no echamos un vistazo ahora mismo, a ver si nuestras sabidurías combinadas consiguen descubrir alguna cosa? Después, le entregaré los disquetes a usted y me libraré de ellos. Acto seguido, escribiré una carta a Huenengarth y a la policía y enviaré una copia a mi decano, señalando que le he pasado los disquetes a usted y no tengo el menor interés por ellos.
—¿Y si se limitara a escribir a la policía? Puedo facilitarle el nombre de un investigador.
—No. —Regresó al escritorio, tomó el bolso de diseño y lo abrió, sacando una pequeña llave que introdujo en la cerradura del primer cajón—. Por regla general, no cierro las cosas de esta manera —me explicó—. Pero ese hombre me hizo sentir de nuevo como en Hungría.
Abrió el archivador de la izquierda, lo examinó con el ceño fruncido. Introdujo la mano, buscó y la sacó vacía.
—Han desaparecido —dijo, levantando la vista—. Qué curioso.