30

Milo no me había llamado y yo dudaba de que pudiera acudir a nuestra cita de las ocho. Al ver que no aparecía a las ocho y veinte, pensé que la circunstancia que lo había retenido en Parker Center se habría interpuesto en su camino. Pero, a las ocho y treinta y siete minutos, sonó el timbre y era él. Acompañado de otra persona.

Presley Huenengarth. Su rostro flotaba por encima del hombro de Milo cual una luna perversa. Su boca era tan pequeña como la de un niño.

Milo vio la expresión de mis ojos, me hizo un guiño tranquilizador, apoyó una mano en mi hombro y entró. Huenengarth vaciló un instante antes de seguirle. Mantenía los brazos pegados al cuerpo y no llevaba armas. No se veía ningún bulto en la chaqueta y ninguna señal de coacción.

Ambos hubieran podido ser un par de policías.

—Enseguida vuelvo —dijo Milo, dirigiéndose hacia la cocina.

Huenengarth se quedó donde estaba. Tenía unas manos grandes y llenas de manchas y sus ojos miraban de un lado para otro. La puerta todavía estaba abierta. Cuando yo la cerré, no se movió.

Me encaminé hacia el salón y, aunque no le oí, adiviné que me estaba siguiendo.

Esperó a que yo me sentara en el sofá de cuero y entonces se desabrochó la chaqueta y se acomodó en un sillón. El vientre le sobresalía por encima del cinturón y le tensaba la tela de la camisa blanca abrochada. Todo lo demás era amplio y compacto. El cuello rosado como las flores del cerezo se le hinchaba por encima de la camisa y en él se distinguía con toda claridad el rápido y regular pulso de la carótida.

Oí a Milo trajinando en la cocina.

—Bonita casa —dijo Huenengarth—. ¿Tiene buena vista?

Era la primera vez que oía su voz. Inflexiones del Medio Oeste, ligeramente estridente y chirriante. Por teléfono hubiera parecido la de un hombre mucho más bajito y enclenque.

No contesté.

Apoyó una mano en cada rodilla y miró a su alrededor.

Más ruidos en la cocina. Mirando en aquella dirección añadió:

—Por mí, lo que haga la gente en su vida privada es cosa suya. Mientras lo que haga no interfiera en su trabajo, me importa un comino. Es más, yo puedo ayudarle.

—Muy bien. ¿Le importa decirme quién es?

—Sturgis dice que usted sabe guardar secretos. Pocas personas saben hacerlo.

—Sobre todo en Washington, ¿verdad?

Mirada perpleja.

—¿O acaso es en Norfolk, Virginia?

Frunció los labios y su boca se convirtió en un minúsculo capullo. El bigotito no era más que una mancha de color ratón. Tenía unas orejas sin lóbulos pegadas al cráneo y caídas hacia el cuello de toro. A pesar de la estación en que nos encontrábamos, llevaba un traje gris de lana peinada con vueltas en los pantalones, unos zapatos deportivos con cordones a los que le habían puesto medias suelas y una pluma azul en el bolsillo superior de la chaqueta. Sudaba justo por debajo del nacimiento del cabello.

—Usted ha estado intentando seguirme —dijo—, pero es que no tiene ni la menor idea de lo que está pasando.

—Qué curioso, yo era el que me sentía vigilado.

Sacudió la cabeza y me miró con severidad. Como si fuera un maestro y yo me hubiera equivocado.

—Instrúyame, por favor —le dije.

—Necesito una promesa de total discreción.

—¿Sobre qué?

—Sobre cualquier cosa que yo le diga.

—Eso es muy vago.

—Justo lo que me hace falta.

—¿Tiene algo que ver con Cassie Jones?

Los dedos empezaron a tamborilear sobre las rodillas.

—No directamente.

—Pero sí indirectamente.

No contestó.

—Usted quiere un compromiso por mi parte, pero no suelta prenda. Debe de trabajar para el Gobierno.

Silencio. Examiné el dibujo de mi alfombra persa.

—Si es algo que pone en peligro la vida de Cassie, no puedo prometerle nada —dije.

—Se equivoca —dijo, sacudiendo nuevamente la cabeza—. Si de veras se preocupara por ella, no me pondría impedimentos.

—¿Por qué?

—Porque yo también la puedo ayudar.

—Es usted muy servicial, ¿verdad?

Se encogió de hombros.

—Si realmente puede impedir los malos tratos, ¿por qué no lo ha hecho ya?

Dejó de tamborilear con los dedos y juntó la yema de un dedo índice con la del otro.

—Yo no he dicho que fuera omnisciente, pero puedo ser útil. Usted no ha hecho demasiados progresos hasta ahora, ¿verdad?

Antes de que yo pudiera responder, se levantó y se dirigió a la cocina. Regresó con Milo, el cual llevaba tres tazas de café.

Tomando una para sí, Milo depositó las otras dos sobre la mesita y se acomodó en el otro extremo del sofá. Cuando nuestras miradas se cruzaron, inclinó levemente la cabeza como si me pidiera disculpas.

Huenengarth tomó asiento en otro sillón. Ni él ni yo tocamos nuestras tazas de café.

—Salud —dijo Milo, tomando un sorbo.

—¿Y eso a qué viene? —pregunté.

—Sí —comentó Milo—. El caballero no tiene mucho encanto que digamos, pero, a lo mejor, puede hacer lo que dice.

Huenengarth le miró, enfurecido. Milo tomó otro sorbo de café y cruzó las piernas.

—Está usted aquí por su libre voluntad, ¿verdad?

—Bueno, todo es relativo —dijo Milo. Y dirigiéndose a Huenengarth, añadió—: Deje de comportarse como un agente de la policía secreta y facilítele a este hombre algunos datos.

Huenengarth volvió a mirarle con rabia. Después me miró a mí, contempló su café y se acarició el bigote.

—Esta teoría suya —me dijo— sobre la intención que tienen Charles Jones y George Plumb de destruir el hospital… ¿con quién la ha comentado hasta ahora?

—La teoría 110 es mía. Todo el personal cree que la administración se lo está cargando todo.

—Pero nadie del personal la ha llevado tan lejos como usted. ¿Con quién ha hablado usted, aparte de Lou Cestare?

Disimulé mi sorpresa y mi temor.

—Lou no tiene nada que ver con eso.

Huenengarth esbozó una leve sonrisa.

—Por desgracia, sí, doctor. Un hombre de su posición y con tantos vínculos con el mundo financiero… me hubiera podido crear un grave problema. Por suerte, ha accedido a colaborar. Y justo en estos momentos está hablando con uno de mis colegas en Oregón. Mi colega dice que la finca del señor Cestare es preciosa. —Amplia sonrisa—. No se preocupe, doctor, nosotros solo apretamos las tuercas como último recurso.

Milo posó la taza de café.

—Oiga, tío, ¿por qué no corta el rollo y va al grano de una vez?

La sonrisa de Huenengarth se esfumó. Se incorporó en su asiento y miró fijamente a Milo.

Mirada silenciosa.

Milo puso cara de asco y tomó otro sorbo de café.

Huenengarth esperó un poco más antes de dirigirse a mí.

—¿Hay alguien más con quien usted haya hablado, aparte del señor Cestare? Sin contar a su amiga, la señorita… mmm… Castagna. No se preocupe, doctor. Por lo que yo sé de ella, no es probable que les cuente la historia a los del Wall Street Journal.

—¿Qué demonios quiere usted? —pregunté.

—Los nombres de las personas que ha incluido en su fantasía. Y, más concretamente, de las personas relacionadas con el mundo de los negocios o que tengan algún motivo para guardarle rencor a Jones o a Plumb.

Miré a Milo y este asintió con la cabeza, aunque no parecía muy contento.

—Solo una persona —dije—. Un médico que trabajaba en el Western Pediatric. Ahora vive en Florida. Pero no le dije nada que él no supiera y no entramos en detalles…

—El doctor Lynch —dijo Huenengarth.

Solté una maldición.

—Pero ¿qué ha hecho usted, pincharme el teléfono?

—No, no fue necesario. El doctor Lynch y yo hablamos de vez en cuando. Llevamos algún tiempo hablando.

—¿Él se ha chivado a usted?

—No nos desviemos de nuestro camino, doctor Delaware. Lo principal es que usted me ha dicho que habló con él. Eso es bueno. Admirablemente sincero. También me gusta la forma en que ha abordado las cuestiones. Los conflictos morales significan algo para usted… y eso no suele ser frecuente. Lo cual quiere decir que ahora confío más en usted que cuando he entrado en esta habitación y eso es bueno para ambos.

—Estoy conmovido —dije—. ¿Cuál será mi recompensa? ¿Me dirá su verdadero nombre?

—La colaboración. Puede que los dos nos podamos ser mutuamente útiles. Para Cassie Jones.

—¿Y cómo la podrá ayudar usted?

Cruzó los brazos sobre el abombado tórax.

—Su teoría, esa teoría que incluye a todo el personal, es muy sugestiva. Iría bien para un episodio de televisión de una hora. Unos voraces capitalistas chupan la sangre de una respetada institución sanitaria; intervienen los buenos y lo arreglan todo; corte publicitario.

—¿Quiénes son los buenos aquí?

Se acercó una mano al pecho.

—Usted me ofende, doctor.

—¿De dónde es usted, del FBI?

—La posición de las letras es un poco distinta… no significaría nada para usted. Volvamos a su teoría: sugestiva, pero falsa. ¿Recuerda usted la inicial reacción de Cestare cuando usted se la expuso?

—Dijo que no era probable.

—¿Por qué?

—Porque Chuck Jones era un constructor, no un destructor.

—Ya.

—Pero después echó un vistazo a los antecedentes de Plumb y descubrió que las empresas en las que este había trabajado no solían durar mucho. Lo cual significaba que, a lo mejor, Jones había cambiado de estilo y ahora le interesaba dedicarse al saqueo y el pillaje.

—Plumb es un saqueador —dijo Huenengarth—. Tiene un largo historial de destructor de empresas que después entrega a los buitres, cobrando la correspondiente comisión por la venta. Pero aquellas empresas tenían unos activos que las hacían apetecibles. ¿Qué interés tendría destruir una empresa como el Western Pediatric, que no es rentable y pierde dinero? ¿Dónde están aquí los activos, doctor?

—El solar en el que se asienta el hospital, para empezar.

—El solar.

Otra sacudida de la cabeza, acompañada del meneo de un dedo. Estaba claro que aquel tipo tenía vocación pedagógica.

—En realidad, el solar es propiedad municipal y está arrendado al hospital mediante un contrato de noventa y nueve años de duración, renovable por otros noventa y nueve a petición del hospital, y el alquiler que se cobra es de un dólar anual. Consta en contrato público…, puede echar un vistazo en la oficina del registro, tal como hice yo.

—Usted no ha venido aquí porque Jones y su banda son inocentes —dije—. ¿Qué es lo que pretenden?

Se inclinó hacia delante en su asiento.

—Piense en activos convertibles, doctor. Una inmensa cantidad de títulos y obligaciones de alta calidad a entera disposición de Chuck Jones.

—La cartera de inversiones del hospital… la gestiona Jones. ¿Qué es lo que hace… sisar?

Otra sacudida de la cabeza.

—Se va acercando, pero no del todo, doctor. Aunque es una suposición razonable. Resulta que la cartera del hospital es algo de risa. Después de treinta años de echar mano de ella para equilibrar el presupuesto operativo, se ha quedado en los puros huesos. De hecho, Chuck Jones la ha mejorado un poco…, porque es un buen inversor. Pero el aumento de los gastos se la está comiendo. Allí nunca habrá dinero suficiente para poder mangonear… por lo menos, al nivel en que se mueve Jones.

—¿Qué nivel es el suyo?

—Un nivel de ocho cifras. Chanchullos financieros de primera división. Muchos genios de los negocios se hubieran contado los dedos tras estrechar la mano a Chuck Jones. Su imagen pública es la de un mago de las finanzas que incluso ha salvado a varias empresas de la ruina. Pero todo eso lo alimenta con sus saqueos. Este hombre ha destruido más empresas que los bolcheviques.

—Por consiguiente, también se dedica al pillaje cuando el precio es lo bastante elevado.

Huenengarth miró hacia el techo.

—¿Y cómo es posible que nadie lo sepa?

Huenengarth se inclinó un poco más hacia delante. Sus posaderas apenas rozaban el asiento del sillón.

—Pronto lo sabrán —dijo en voz baja—. Llevo cuatro años y medio siguiéndole los pasos y el final ya está muy cerca. No quiero que nadie me lo estropee… por eso necesito una discreción total. Y no me desviaré de mi camino, ¿comprende?

El sonrosado color de su cuello había adquirido un tono de áspic de tomate. Se manoseó el cuello de la camisa, se aflojó la corbata y se desabrochó el primer botón.

—El actúa con mucha discreción —añadió—. Se cubre muy bien las espaldas, pero yo le derrotaré en su propio terreno.

—¿Cómo se las cubre?

—Con muchas empresas y holdings fantasmas, sociedades falsas y cuentas bancarias extranjeras. Hay literalmente cientos de cuentas de compraventa simultáneamente en marcha. Amén de varios batallones de lacayos como Plumb y Roberts y Novak que solo conocen una pequeña parte de cada operación. La pantalla es tan eficaz que incluso personas tan expertas como el señor Cestare no pueden ver lo que hay detrás de ella. Pero, cuando caiga, caerá con todo el equipo, doctor, se lo prometo. Ha cometido errores y lo tengo en mi punto de mira.

—¿Qué es lo que pretende saquear en el Western Pediatric?

—No es necesario que usted conozca los detalles.

Tomó su taza de café y bebió un sorbo.

Recordé mi conversación con Lou.

«—¿Cómo es posible que unos inversores los compraran y los cerraran?

»—Pudo ser por varios motivos… A lo mejor, les interesaban los activos de la empresa, más que la empresa en sí.

»—¿Qué clase de activos?

»—Equipos informáticos, inversiones, fondos de pensiones…

—Los fondos de pensiones de los médicos —dije—. Jones también los administra, ¿verdad?

Huenengarth posó la taza.

—El directorio del hospital dice que él es el responsable de este apartado.

—¿Y qué ha hecho con ellos? ¿Los ha convertido en una hucha?

Huenengarth guardó silencio.

—Mierda —dijo Milo.

—Algo así —contestó Huenengarth, frunciendo el ceño.

—¿Son los fondos de pensiones los que alcanzan una suma de ocho cifras? —pregunté.

—Ocho cifras largas.

—No me diga, ¿cómo es posible?

—Un poco de suerte y un poco de habilidad, pero, sobre todo, el paso del tiempo, doctor. ¿Ha calculado usted alguna vez lo que podrían valer mil dólares depositados en una cuenta de ahorro al cinco por ciento durante setenta años? Intente hacerlo cuando disponga de un poco de tiempo. Los fondos de pensiones de los médicos son setenta años de acciones de primera clase y obligaciones de empresas que han aumentado su valor diez, veinte, cincuenta y cientos de veces, se han fraccionado y vuelto a fraccionar docenas de veces y han pagado dividendos que se han reinvertido en los fondos. Desde la Segunda Guerra Mundial, e) mercado bursátil ha experimentado un alza constante. Los fondos están llenos de joyas como IBM adquiridas a dos dólares la participación o Xerox, a un dólar. Y, a diferencia de un fondo de inversión comercial, de aquí no sale casi nada. Las normas de los fondos establecen que no se pueden utilizar para los gastos hospitalarios, por lo que la única salida son los pagos que se hacen a los médicos que se retiran. Y esos salen con cuentagotas porque las normas también minimizan los pagos a cualquiera que se vaya antes de haber cumplido veinticinco años de antigüedad.

—Una estructura actuarial —dije, recordando lo que Al Macauley me había dicho a propósito de las pensiones que no se pagaban: «Cualquiera que se vaya antes de un cierto período de tiempo, no cobra nada».

Asintió con entusiasmo. El alumno estaba empezando finalmente a comprender las cosas.

—Eso se llama norma parcial, doctor. Casi todos los fondos de pensiones están estructurados de la misma manera…, con ello se pretende recompensar la lealtad. Cuando la facultad de Medicina accedió a hacer aportaciones al fondo hace setenta años, se estipuló que un médico que abandonara el hospital antes de los veinticinco años, no recibiría ni un céntimo. Lo mismo ocurre con uno que se vaya al cabo de un determinado período de tiempo y siga ejerciendo como médico con unos ingresos similares. Los médicos tienen muchas posibilidades de empleo y, por consiguiente, esos dos grupos constituyen el ochenta y nueve por ciento de los casos. Del once por ciento restante, muy pocos médicos cumplen los veinticinco años de antigüedad y tienen derecho a la pensión completa. Sin embargo, el dinero que se ha ingresado en el fondo por cada uno de los médicos que han trabajado en el hospital, ahí se queda, generando intereses.

—¿Quién hace aportaciones, aparte de la facultad de Medicina?

—Usted pertenecía a la plantilla. ¿Nunca leyó el paquete de beneficios?

—Los psicólogos no estaban incluidos en el fondo.

—Sí, tiene usted razón. Dice «doctores en medicina»… Bueno, pues, alégrese de tener un doctorado en otra disciplina.

—¿Quién hace aportaciones? —repetí.

—El hospital aporta el resto.

—¿Y los médicos no pagan nada?

—Ni un céntimo. Por eso aceptaron una reglamentación tan dura. Pero no tuvieron mucha vista, pues a la mayoría de ellos la pensión no le sirve para nada.

—Una baraja con cartas amarradas —dije—. Eso le da a Jones una suma de ocho cifras…, por eso le está haciendo la vida imposible al personal. Él no quiere destruir el hospital, sino que este siga funcionando con deficiencias para que ningún médico se quede mucho tiempo y se produzcan cambios frecuentes, de manera que los médicos se vayan antes de que transcurran cinco años o cuando sean lo bastante jóvenes como para conseguir otros empleos comparables.

Huenengarth asintió con vehemencia.

—Una auténtica estafa, doctor. Ocurre en todo el país. Hay más de novecientos mil fondos de pensiones empresariales en los Estados Unidos. Dos billones de dólares en fondos para ochenta millones de trabajadores. Cuando el último mercado alcista creó miles de millones de dólares de superávit, las empresas consiguieron que el Congreso suavizara las normas relativas al uso de los superávits. Ahora el dinero se considera un activo de la empresa, más que una propiedad de los trabajadores. Solo el año pasado, las sesenta empresas más grandes de los Estados Unidos disponían de sesenta mil millones de dólares para invertirlos en lo que les diera la gana. Algunas empresas han empezado a adquirir fondos de pensiones para poder echar mano del capital. A eso se debe en parte la manía de las opas… La situación de los fondos de pensiones es una de las primeras cosas que examinan los rapiñadores cuando eligen sus objetivos. Disuelven la empresa, utilizan el superávit en la compra de otra y también la disuelven. Y así sucesivamente. Y lo más triste es que la gente se queda sin empleo.

—O sea que se hacen ricos con el dinero de los demás.

—Y sin necesidad de crear ni bienes ni servicios. Además, en cuanto uno empieza a pensar que es propietario de algo, le es más fácil quebrantar las normas. Se han multiplicado las manipulaciones ilegales de los fondos de pensiones… Malversaciones, utilización de los fondos para préstamos personales, concesión de contratos de gerencia a amiguetes y cobro de comisiones de los amiguetes que perciben unos sueldos exorbitantes…, una auténtica situación de crimen organizado. En Alaska se dio el caso de una empresa en la que los muy ladrones se apropiaron de los fondos y los trabajadores se quedaron sin un céntimo. Algunas empresas han cambiado las normas y han pasado a planes de aportación definida. En lugar de pagos mensuales, el jubilado recibe de golpe una suma según el cálculo de su esperanza de vida y la empresa apuesta sobre el futuro. De momento, el procedimiento es legal, pero constituye una burla de todo el propósito de las pensiones: la seguridad de la vejez para los trabajadores. La mayoría de los obreros no tiene idea de cómo invertir. Solo un cinco por ciento de ellos lo hace. Casi todas las sumas recibidas se desperdician en una serie de gastos dispersos y, al final, el obrero se queda sin un céntimo.

—Superávits —dije yo—. Mercado alcista. ¿Qué ocurre en tiempos de recesión como los actuales?

—Si la empresa quiebra y los fondos han sido saqueados, los obreros cobran lo que les corresponde del seguro que haya suscrito la empresa con alguna compañía de seguros. Existe, además, un fondo estatal de garantía de los beneficios de las pensiones, la llamada Pension Benefits Guarantee Corporation o PBGC, pero, al igual que suele ocurrir con la Federal Deposit Insurance Corporation o FDIC, el organismo público que garantiza las demandas de depósitos a la vista de los bancos asociados, su capacidad es muy limitada. Si empezaran a quebrar muchas compañías cuyos fondos de pensiones hubieran sido saqueados, se produciría una crisis de proporciones gigantescas. Y, aunque funcionara la PBGC, los trabajadores podrían tardar años en cobrar. Los empleados que más tienen que perder son los más antiguos y los más enfermos… es decir, los leales que han entregado su vida a la empresa. La gente espera y pasa a engrosar las listas de los apuntados a la beneficencia. Y muere.

Huenengarth tenía la cara congestionada y mantenía las manos cerradas en puño. Le pregunté si el fondo de pensiones corría peligro.

—Todavía no. Tal como le dijo el señor Cestare, Jones vio venir el Lunes Negro y obtuvo unos cuantiosos beneficios. El consejo de administración del hospital le quiere muchísimo.

—¿Está creando una hucha para un futuro saqueo?

—No, el saqueo ya ha empezado. A medida que va ingresando dólares por una parte, los va sacando por otra.

—¿Y cómo es posible que lo haga sin que nadie se dé cuenta?

—Él es el único que controla todas las transacciones…, lo tiene todo en sus manos. Además, utiliza los fondos como garantía de sus compras personales. Coloca acciones suyas en los fondos, mezcla las cuentas de los fondos con las suyas propias… y se pasa el día moviendo del dinero de un lado para otro. Juega con él. Compra y vende bajo un sinfín de nombres que cambia a diario. Realiza cientos de transacciones diarias.

—¿Y cobra las correspondientes comisiones?

—Por supuesto que sí. Y, además, resulta increíblemente difícil seguirle la pista.

—Pero usted se la ha seguido.

Asintió con el rostro todavía arrebolado…, la emoción del cazador.

—He tardado cuatro años y medio, pero, finalmente, he logrado acceder a su banco de datos y, hasta ahora, él no se ha enterado. No hay razón para que sospeche que lo vigilan, pues normalmente el Gobierno no presta la menor atención a los fondos de pensiones que no generan beneficios. Si no hubiera cometido ciertos errores en algunas empresas que destruyó, estaría tranquilamente en su casa, disfrutando del paraíso sin ningún temor.

—¿Qué clase de errores?

—Eso no tiene importancia —ladró Huenengarth.

Le miré fijamente sin decir nada.

Trató de sonreír mientras levantaba una mano.

—Lo importante es que, al final, se ha agrietado el cascarón y yo lo voy a abrir… Y estoy a punto de machacarlo. Es un momento crucial, doctor Delaware. Por eso me pongo un poco nervioso cuando la gente empieza a seguirme, ¿comprende? ¿Ahora ya está usted satisfecho?

—No del todo.

Contrajo los músculos del rostro.

—¿Qué le pasa?

—Un par de asesinatos, para empezar. ¿Por qué murieron Laurence Ashmore y Dawn Herbert?

—Ashmore —dijo Huenengarth, sacudiendo la cabeza—. Ashmore era un tipo muy raro. Un médico que entendía de economía y estaba en posesión de las habilidades técnicas necesarias para poner en práctica sus conocimientos. Se hizo rico y, como les ocurre a casi todos los ricos, empezó a pensar que era más listo que los demás. Tan listo que no tenía que pagar impuestos. Durante algún tiempo, lo consiguió, pero, al final, el fisco se enteró. Puede que hubiera tenido que pasarse un largo período de tiempo en la cárcel. Entonces yo le eché una mano.

—Vete al oeste, timador —dije yo—. Él fue quien se introdujo en el banco de datos de Jones por indicación suya, ¿no es cierto? Un infiltrado perfecto… un médico que no atiende pacientes. ¿Era auténtico su título?

—Al ciento por ciento.

—Usted le compró un empleo con una beca de un millón de dólares más una subvención al hospital. En el fondo, el hospital cobró por contratarle.

Huenengarth esbozó una sonrisa de satisfacción.

—La codicia. Siempre da resultado.

—¿Actúa usted por cuenta del fisco? —pregunté.

Sacudió la cabeza sin dejar de sonreír.

—Muy de tarde en tarde, un tentáculo roza el otro.

—¿Qué hizo usted? ¿Cursó una petición al fisco? ¿Les dijo, dadme un médico que tenga cuentas pendientes con Hacienda y que, al mismo tiempo, tenga conocimientos de informática… y ellos se lo dieron sin más?

—No fue tan sencillo. Encontrar a alguien como Ashmore me llevó mucho tiempo. El hecho de haberle encontrado fue uno de los factores que contribuyeron a convencer a… mis superiores para que financiaran mi proyecto.

—Sus superiores —repetí yo—. El Ferris Dixon Institute for Chemical Research, o sea, la Federal Deposit Insurance Corporation o FDIC. ¿Qué significaba realmente la «R»?

—Reventar. Era la idea que tenía Ashmore de una broma…, con él todo era un juego. En realidad, él hubiera querido algo que coincidiera con las siglas de la PBGC… «Paul Bowles Grupos Concertados» era lo que más le gustaba. Se enorgullecía de sus aficiones literarias. Pero yo le convencí de que fuera un poco más sutil.

—¿Quién es el profesor Walter William Zimberg? ¿Su jefe? ¿Otro experto en informática?

—Nadie —contestó Huenengarth—. Tal como suena.

—¿No existe?

—No en sentido real.

—Un Münchhausen —musitó Milo por lo bajo.

Huenengarth lo fulminó con la mirada.

—Tiene un despacho en la Universidad de Maryland —añadí yo—. Hablé con su secretaria.

Huenengarth tomó la taza y tardó un buen rato en apurarla.

—¿Por qué era tan importante que Ashmore trabajara fuera del hospital?

—Porque allí se encuentra la principal terminal de Jones. Yo quería que tuviera acceso directo al hardware y al software de Jones.

—¿Acaso Jones utiliza el hospital como centro de negocios? Me dijo que ni siquiera tiene despacho allí.

—Técnicamente es cierto. No verá usted su nombre en ninguna puerta. Pero su aparato se halla escondido dentro del espacio que les ha arrebatado a los médicos.

—¿En el segundo sótano?

—Digamos simplemente que está muy bien escondido. En un lugar difícil de encontrar. En mi calidad de jefe del servicio de Seguridad, yo me encargué de que así fuera.

—Infiltrarse allí dentro debió de ser todo un reto para usted.

Huenengarth no dijo nada.

—Todavía no ha contestado a mi pregunta —dije—. ¿Por qué murió Ashmore?

—No lo sé. Todavía.

—¿Qué hizo? —pregunté—. ¿Le quiso meter un gol a usted? ¿Quiso explotar lo que había averiguado trabajando para usted y así chantajear a Chuck Jones?

Huenengarth se humedeció los labios con la lengua.

—Es posible. Todavía están analizando los datos que él recogió.

—¿Quiénes los están analizando?

—Unas personas.

—¿Y qué me dice de Dawn Herbert? ¿También estaba metida en el ajillo?

—No sé qué juego se llevaba entre manos —contestó—. Ni siquiera sé si jugaba a algo.

Su desconcierto parecía auténtico.

—Pues entonces, ¿por qué buscaba usted sus disquetes de ordenador?

—Porque Ashmore estaba interesado en ellos. En cuanto empezamos a descifrar sus archivos, apareció el nombre de la chica.

—¿En qué contexto?

—Ashmore había hecho una anotación cifrada en la que decía que había que tomarla en serio. La llamaba «entero negativo»…, el término que él utilizaba para referirse a alguna persona sospechosa. Pero ella ya estaba muerta.

—¿Qué otra cosa decía de ella?

—Es lo único que hemos encontrado hasta ahora. Lo ponía todo en clave, unas claves muy complicadas. Se necesita mucho tiempo para descifrarlas.

—Él trabajaba para usted —dije—. ¿Cómo es posible que no le facilitara las claves?

—Solo algunas —contestó Huenengarth, entornando los redondos ojos con expresión irritada.

—O sea que usted robó los disquetes.

—No los robé, me apropié de ellos. Eran míos. Los grabó mientras trabajaba para Ashmore y Ashmore trabajaba para mí, lo cual significa que legalmente me pertenecen.

Pronunció las dos últimas palabras como si las escupiera. El afán de posesión de un niño con un juguete nuevo.

—Eso no es un simple trabajo para usted, ¿verdad? —le pregunté.

Su mirada recorrió la estancia y después se volvió a posar en mí.

—Es ni más ni menos que eso. Lo que ocurre es que a mí me encanta mi trabajo.

—O sea que usted no tiene ni idea de por qué asesinaron a Herbert.

Se encogió de hombros.

—La policía dice que fue un asesinato de tipo sexual.

—¿Y usted lo cree?

—Yo no soy policía.

—Ah, ¿no? —dije yo. La expresión de sus ojos me indujo a añadir—: Pues yo apuesto a que era usted una especie de policía antes de regresar a la escuela. Antes de que aprendiera a hablar como un profesor de escuela de dirección empresarial.

Volvió a mirarme con una expresión tan cortante como la hoja de un cuchillo.

—¿Qué es eso, me está sometiendo a psicoanálisis?

—Dirección Empresarial. O tal vez Ciencias Económicas.

—Soy un humilde funcionario del Estado, doctor. Sus impuestos me pagan el sueldo.

—Un humilde funcionario del Estado con identidad falsa y más de un millón de dólares para una falsa beca —dije—. Usted es Zimberg, ¿verdad? Aunque probablemente ese no es tampoco su verdadero nombre. ¿Qué significa la «B» del cuaderno de notas de Stephanie?

Me miró fijamente, se levantó y empezó a pasear por la estancia. Tocó el marco de un cuadro. Mostraba una ligera calvicie en la coronilla.

—Cuatro años y medio —dije—. Ha renunciado usted a muchas cosas para poder atraparle.

No contestó, pero vi que contraía los músculos del cuello.

—¿Qué papel desempeña Stephanie en todo este asunto? —pregunté—. Dejando aparte el verdadero amor.

Huenengarth se volvió a mirarme con el rostro nuevamente arrebolado. Esta vez no a causa de la cólera sino de la turbación. Como un adolescente al que alguien hubiera sorprendido besuqueándose con una chica.

—¿Por qué no se lo pregunta usted a ella? —replicó en un susurro.

Estaba sentada en el interior de un automóvil aparcado a la entrada de mi calzada particular. Un Buick Regal de color oscuro, justo detrás de los setos e invisible desde la terraza. Un punto de luz se movía en el interior cual una luciérnaga atrapada.

Una linterna en forma de lápiz. Sentada delante en el asiento del pasajero, Stephanie la estaba utilizando para leer. Tenía la ventanilla abierta. Lucía una gargantilla de oro que captaba los reflejos de las estrellas y se había puesto perfume.

—Buenas noches —le dije.

Levantó la vista, cerró el libro y abrió la portezuela. En cuanto apagó la linterna, se encendió la luz del techo, iluminándola cual si fuera una actriz en un escenario. Llevaba un vestido más corto de lo acostumbrado. Debía de tener una cita muy importante, pensé para mis adentros. Su buscapersonas descansaba sobre el tablero de instrumentos.

Se desplazó hacia el asiento del conductor y yo me senté en el que ella acababa de desocupar. El vinilo aún estaba caliente.

Cuando el interior del vehículo volvió a quedarse a oscuras, me dijo:

—Perdona que no te lo dijera, pero él necesita actuar en secreto.

—¿Cómo le llamas, Pres o Wally?

Se mordió el labio.

—Bill.

—De Walter William.

Frunció el entrecejo.

—Es su diminutivo…, sus amigos lo llaman así.

—No me lo dijo. Seguro que no me considera su amigo.

Miró a través del parabrisas y asió el volante.

—Mira, ya sé que te engañé un poco, pero es algo de tipo personal. Lo que yo haga en mi vida privada a ti no te concierne, ¿verdad?

—¿Que me has engañado un poco? El señor Siniestro es el que te está sometiendo a chantaje, ¿verdad? ¿Qué otra cosa no me has dicho?

—Nada…, nada que tenga que ver con el caso.

—¿De veras? Él dice que puede ayudar a Cassie; por consiguiente, ¿por qué no le pediste que interviniera antes?

—Mierda —dijo con las manos todavía apoyadas en el volante—. Es demasiado complicado —añadió tras una pausa.

—Ya me lo imagino.

—Mira —dijo casi gritando—, te dije que era siniestro porque esa es la imagen que él quiere transmitir, ¿comprendes? Para poder hacer bien su trabajo, es importante que le consideren un mal chico. Lo que está haciendo, Alex, es muy importante. Tan importante como la medicina. Lleva mucho tiempo trabajando en ello.

—Cuatro años y medio —dije yo—. Me ha contado los pormenores de su noble empeño. ¿Tu ascenso al puesto de jefa de la división forma parte de su plan magistral?

Se volvió a mirarme.

—No tengo por qué responder a esta pregunta. Me merezco el ascenso. Rita es un fósil, hombre de Dios. Lleva muchos años viviendo de las rentas de su fama. Te voy a contar una historia. Hace un par de meses estábamos pasando visita en la Cinco Este. Alguien se había comido una hamburguesa de McDonald’s en la sala de las enfermeras y había dejado la caja en el mostrador…, una de esas cajas plastificadas que te dan para llevarte la comida a casa, ¿sabes?, con los arcos de la «M» grabados en relieve. Rita la toma y pregunta qué es eso. Todo el mundo pensó que lo decía en broma, pero después nos dimos cuenta de que no. Una caja de McDonald’s, Alex. Está totalmente fuera del mundo. ¿Qué relación puede establecer con los pacientes?

—¿Y eso qué tiene que ver con Cassie?

Stephanie tomó el libro que tenía al lado y lo estrechó contra su pecho cual si fuera una coraza. Mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y pudieron leer el título. Urgencias Pediátricas.

—¿Lectura de entretenimiento? —pregunté—. ¿O lo lees para mejorar tus posibilidades de ascenso?

—¡Maldita sea! —Tomó la manilla de la portezuela, pero enseguida la soltó y se reclinó contra el respaldo—. A él le iría muy bien que yo fuera nombrada jefa de la división… cuantos más amigos tenga cerca de ellos, tantas más posibilidades tendrá de obtener la información que necesita para atraparlos. ¿Qué tiene eso de malo? Como no los atrape, el hospital no tardará en desaparecer.

—¿Amigos? —dije—. ¿Estás segura de que él sabe lo que eso significa? Laurence Ashmore también trabajaba para él y no le tiene en muy buen concepto que digamos.

—Ashmore era un imbécil…, un pequeño pelmazo insoportable.

—Creía que no le conocías muy bien.

—No le conocía… y no tenía por qué. Ya te dije cómo me trató… lo displicente que estuvo conmigo cuando le pedí ayuda.

—¿A quién se le ocurrió la idea de que examinara el informe de Chad? ¿A ti? ¿O a Bill? ¿Se pretendía con ello arrojar un poco más de basura sobre los Jones?

—¿Y eso qué más da?

—Sería bonito saber si aquí estamos ejerciendo la medicina o haciendo política.

—¿Y eso qué más da, Alex? ¿Qué coño importa? Lo importante es el resultado. Sí, él es mi amigo. Es cierto que me ha ayudado mucho y, por consiguiente, es lógico que ahora yo le quiera devolver el favor. ¿Qué tiene eso de malo? ¡Nuestros objetivos son los mismos!

—Pues, en tal caso, ¿por qué no habéis ayudado a Cassie? —pregunté también a gritos—. ¡Estoy seguro de que los dos habréis comentado el asunto! ¿Por qué permitir que la niña sufra un solo segundo más si el señor Servicial puede acabar con sus sufrimientos?

Stephanie se estremeció con la espalda apoyada contra la portezuela.

—¿Qué demonios esperas de mí? ¿La perfección? Pues lo siento, pero no puedo cumplir este requisito. Lo intenté… y descubrí que es el camino más corto hacia la infelicidad. Por consiguiente, déjame en paz si no te importa.

Rompió a llorar.

—Olvidemos todo eso —dije— y concentrémonos en Cassie.

—Es lo que estoy haciendo —dijo con un hilillo de voz—. Créeme, Alex, me estoy concentrando en ella…, lo he hecho desde un principio. No podíamos hacer nada porque no lo sabíamos…, teníamos que estar seguros. Por eso te llamé. Bill no quería que lo hiciera, pero yo insistí. Y no quise dar mi brazo a torcer.

La miré sin decir nada.

—Necesitaba tu ayuda para descubrirlo —añadió—. Para estar segura de que era Cindy quien le estaba haciendo daño a la niña. Entonces Bill hubiera podido ayudar. En aquel momento, no podíamos enfrentarnos a ellos.

—¿En aquel momento? —dije—. ¿Acaso estabas esperando a que Bill te hiciera una señal tan pronto como pusiera en marcha su plan y pudiera atrapar a toda la familia?

—¡No! Él… Lo que ocurre es que queríamos hacerlo de una manera… eficaz. El hecho de formular sin más una acusación contra ellos no hubiera sido…

—¿Estratégico?

—¡Eficaz! Ni ético… No hubiera sido lo más indicado. ¿Y si ella no hubiera sido culpable?

—¿Algo de tipo orgánico? ¿Algún trastorno metabólico?

—¿Y por qué no? Soy una médica, maldita sea, no soy Dios. ¿Cómo demonios podía saberlo? ¡El hecho de que Chuck fuera un miserable no significaba que Cindy también tuviera que serlo! ¡No estaba segura, maldita sea! Tu misión era llegar hasta el fondo de la cuestión… por eso te llamé.

—Te agradezco que lo hicieras.

—Alex —dijo en tono quejumbroso—, ¿por qué me lo haces todo tan doloroso? Tú sabes la clase de médica que yo soy —añadió, resollando y frotándose los ojos.

—Desde que me llamaste, tengo la sensación de encontrarme en un laberinto —dije.

—Y yo también. ¿Crees que me resulta fácil reunirme con esos sinvergüenzas y fingir que estoy a su servicio? Plumb cree que su mano fue creada para descansar sobre mi rodilla. —Stephanie hizo una mueca—. ¿Tú crees que es fácil formar parte de un grupo de médicos, cruzarme con Bill en un pasillo y oír los comentarios que hacen mis compañeros sobre él? Mira, ya sé que no coincide con la idea que tú tienes de un buen chico, pero es que, en realidad, no le conoces. Es bueno y me ha ayudado. Yo tenía un problema —añadió, mirando a través de la ventanilla—. No hace falta que conozcas los detalles. Pero bueno, ¿por qué no? Tenía un problema con la bebida, ¿comprendes?

—Comprendo.

—¿No te extraña? —preguntó, volviendo bruscamente la cabeza para mirarme—. ¿Acaso se me notaba… me comportaba de una manera anormal?

—No, pero eso también les ocurre a personas excelentes.

—¿Nunca notaste nada?

—No eres una borracha babosa.

—No —dijo riéndose—. Más bien una borracha comatosa… igualita a mi madre… es una cosa de tipo genético. —Volvió a reírse mientras apretaba con fuerza el volante—. En cambio, mi padre era un borracho de esos que se enfadan. Y mi hermano Tom, un borracho muy dulce. Ingenioso y encantador… muy a lo Noel Coward. Cuando tomaba unas copas de más, estaba simpatiquísimo. Era diseñador industrial y mucho más inteligente que yo. Un auténtico artista creador. Murió de cirrosis hace un par de años, tenía treinta y ocho. Demoré algún tiempo mi afición al alcohol…, siempre les llevé la contraria a todos. Pero, durante mi período de interna, decidí finalmente incorporarme a la tradición familiar. Me emborrachaba en mis días libres y lo hacía muy bien, Alex. Sabía recuperarme a tiempo y, durante las visitas a las salas, me comportaba como una chica de lo más seria y sensata. Pero después empecé a rodar cuesta abajo y ya no supe elegir el momento. La elección del momento siempre es complicada cuando eres una borracha clandestina… Hace unos cuantos años, me detuvieron por conducir en estado de embriaguez. Provoqué un accidente. Qué escena tan bonita, ¿verdad? Imagínate si hubiera matado a alguien, Alex. Si hubiera matado a un niño. Una pediatra convierte a un niño en una pizza callejera… menudo titular. —Rompió nuevamente en sollozos y se secó los ojos con tal fuerza que cualquiera hubiera dicho que se estaba propinando golpes en la cara—. Mierda, ya basta de compadecerme de mí misma… mis amigos de Alcohólicos Anónimos siempre me regañaban por eso. Estuve un año con Alcohólicos Anónimos y después lo dejé…, no tenía tiempo y ya me había recuperado. Pero el año pasado tuve una recaída por culpa de unos asuntos personales que no me salieron bien. Empecé con aquellos botellines que te dan en los aviones. Recogí unos cuantos en el vuelo de regreso de una convención de la Asociación Americana de Médicos. Un sorbito antes de irme a dormir. Después otros…, hasta que empecé a llevarme los botellines al despacho. Para los momentos de cansancio al término de la jornada. Pero cuidaba siempre de guardarme los botellines vacíos en el bolso y de no dejar ninguna huella. Porque yo sé disimular muy bien. Tú no supiste nada hasta ahora, pero algo te llamaba la atención, ¿no es cierto? ¡Mierda! —exclamó, descargando un puñetazo sobre el volante antes de apoyar la cabeza en él.

—No te preocupes —dije—. Procura olvidarlo.

—Claro, todo está muy bien, es estupendo y maravilloso… Una noche especialmente difícil en que tuve que atender a varios niños gravemente enfermos… me bebí varios botellines y perdí el conocimiento sobre mi escritorio. Bill estaba efectuando un recorrido de seguridad y me encontró a las tres de la madrugada. Había vomitado sobre todas las historias clínicas. Cuando le vi de pie a mi lado, creí morir. Pero él me sostuvo, me limpió y me acompañó a casa… y cuidó de mí, Alex. Eso no lo había hecho nadie. Era yo la que cuidaba de mi madre porque ella siempre estaba… —se golpeó la frente contra el volante—. Por él estoy tratando de superarlo. ¿No te has fijado en lo mucho que he adelgazado y en el peinado que llevo?

—Estás guapísima.

—Aprendí a vestirme, Alex, y me di cuenta de que eso era importante. Bill me regaló la cafetera. Él me comprendía porque en su familia también… Su padre era un borracho como la copa de un pino. Se emborrachaba como una cuba los fines de semana, pero consiguió conservar su empleo en la misma fábrica durante veinticinco años. Después la empresa cambió de propietario, se disolvió y su padre perdió el empleo, y entonces descubrieron que los fondos de pensiones no existían. Habían desaparecido por completo. Su padre no pudo encontrar otro trabajo y murió a causa de las borracheras. Se desangró en la cama por culpa de una úlcera. Bill estaba en el Instituto. Al volver a casa de jugar un partido de fútbol, se lo encontró muerto. ¿Comprendes ahora por qué necesita hacer lo que hace?

—Sí —contesté, preguntándome hasta qué punto la historia sería cierta, sin poder quitarme de la cabeza el rostro del Identikit del hombre que se había alejado en la oscuridad en compañía de Dawn Herbert.

—Cuidó también de su madre —añadió Stephanie—. Le gusta resolver problemas. Por eso ingresó en el cuerpo de policía y por eso se tomó la molestia de estudiar Ciencias Económicas. Tiene un doctorado, Alex, y tardó diez años en conseguirlo porque tuvo que compaginarlo con el trabajo. —Levantó la cabeza mientras una sonrisa le iluminaba el perfil—. Pero no se te ocurra llamarle «doctor».

—¿Quién es Presley Huenengarth?

Vaciló.

—¿Otro secreto de Estado? —pregunté.

—Es… bueno, te lo voy a decir porque quiero que confíes en mí. No tiene nada de especial. Presley era un amigo suyo de la infancia, un niñito que murió de un tumor cerebral a los ocho años. Bill decidió utilizar su identidad porque era lo más seguro… En los archivos no había más que un certificado de nacimiento y ambos tenían la misma edad, por consiguiente, la elección era ideal.

Estaba emocionada y hablaba casi sin resuello, por lo que yo comprendí que «Bill» y su mundo habían sido para ella algo más que una simple ayuda.

—Por favor, Alex —me dijo—, ¿no podríamos olvidar todo esto y trabajar juntos? Sé lo de las inyecciones de insulina… tu amigo se lo dijo a Bill, lo cual significa que confía en él. Vamos a colaborar para atraparla. Bill nos ayudará.

—¿Cómo?

—No lo sé, pero lo hará. Ya lo verás.

Se prendió el buscapersonas en el cinturón y ambos subimos hacia la casa. Milo se encontraba todavía sentado en el sofá. Huenengarth/Zimberg/Bill estaba de pie en un rincón de la estancia, hojeando una revista.

—Hola, chicos —dijo Stephanie con una voz excesivamente cantarina.

Huenengarth cerró la revista, la tomó por el codo y la acompañó a una silla. Acercando otra para sí, se sentó sin que ella le quitara los ojos de encima. Movió el brazo como si fuera a tocarla, pero, en su lugar, se desabrochó la chaqueta.

—¿Dónde están los disquetes de Dawn Herbert? —pregunté—. Y no me diga que eso no es importante porque apuesto a que lo es. No sé si Herbert descubrió lo que Ashmore estaba haciendo para usted, pero no me cabe duda de que tenía sospechas acerca de los hijos de los Jones. Por cierto, ¿ya ha encontrado usted el informe de Chad?

—Todavía no.

—¿Y los disquetes?

—Los acabo de enviar para que los analicen.

—¿Saben lo que buscan los que los van a analizar? ¿La tabla numérica aleatoria?

Huenengarth asintió con la cabeza.

—Probablemente será una clave de sustitución…, no creo que sea muy difícil.

—Aún no han conseguido descifrar todos los números de Ashmore. ¿Qué le induce a pensar que los de Herbert serán más fáciles?

Miró a Stephanie, esbozando una leve sonrisa.

—Me gusta este tío —le dijo.

Ella le devolvió nerviosamente la sonrisa.

—El hombre ha hecho una pregunta muy acertada —terció Milo.

—Ashmore era un caso especial —contestó Huenengarth—. Un auténtico experto en acertijos con un elevado cociente intelectual.

—¿Y Herbert no?

—No, por lo que yo he averiguado sobre ella.

—¿Qué ha averiguado?

—Lo que usted ya sabe —contestó—. Se le daban muy bien las matemáticas, pero era una cleptómana y llevaba muy mala vida…, drogadicta y perdedora.

Stephanie hizo una mueca mientras él escupía las palabras. Huenengarth se dio cuenta y se volvió para rozarle levemente una mano con la suya, pero enseguida la apartó.

—Si en los disquetes saliera algo que pudiera interesarle —me dijo—, tenga la seguridad de que le informaré.

—Tenemos que saberlo ahora. La información de Herbert podría facilitarnos alguna indicación. —Miré a Milo y le pregunté—: ¿Le has contado lo de nuestro amigo, el barman?

Milo asintió con la cabeza.

—¿Todo?

—No se moleste en ser tan sutil —dijo Huenengarth—. He visto la obra maestra que surgió de la mano del barman yonqui y ese no soy yo. Yo no destripo a las mujeres.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Stephanie.

—Una estupidez —contestó Huenengarth—. Tienen una descripción del sospechoso de un asesinato… alguien que no se sabe si asesinó o no a esta tal Herbert… y creen que guarda cierta similitud conmigo.

Stephanie se cubrió la boca con la mano.

—Pero no se me parece ni de lejos, Steph —añadió Huenengarth riéndose—. Yo solo he estado así de delgado cuando estudiaba en el Instituto. —Y dirigiéndose a mí, preguntó—: ¿Ahora ya podemos trabajar?

—Yo nunca he dejado de hacerlo —contesté—. ¿Tiene usted alguna información sobre Vicki Bottomley?

Huenengarth hizo un gesto con la mano en dirección a Milo.

—Dígaselo.

—Hemos intervenido su teléfono en busca de llamadas desde su domicilio al de los Jones y al despacho de Chip.

—¿Hemos? —inquirí.

—Me refiero a él —explicó Milo, mirándole—. Orden federal de detención. La semana que viene le saldrán un par de alas.

—¿Y habéis descubierto algo? —pregunté.

Milo sacudió la cabeza.

—No ha habido llamadas. Y ningún vecino de Vicki ha visto por allí a Cindy o a Chip, lo cual quiere decir que, si hay algún nexo, debe de estar muy escondido. Tengo la corazonada de que ella no tiene nada que ver con eso. Y no cabe duda de que no es la principal envenenadora. En cuanto se desprenda alguna astilla, veremos si ella encaja en algún sitio.

—¿Y ahora qué hacemos?

Milo miró a Huenengarth. Huenengarth me miró a mí, señalándome el sofá.

—Me he pasado todo el día sentado —dije.

Frunció el ceño y se tocó la corbata, mirando a los demás.

—Como empecemos otra vez con el doble lenguaje federal, yo me largo de aquí —dijo Milo.

—De acuerdo —añadió Huenengarth—. Primero, quiero reiterar mi exigencia de discreción y colaboración total por parte de ustedes dos. No podemos dejar nada al azar. Hablo en serio.

—¿A cambio de qué?

—Probablemente del apoyo técnico necesario para atrapar a Cindy. Tengo órdenes federales para Chuck Jones y, con una llamada telefónica de dos minutos, puedo incluir en el paquete al hijo y todo lo que este tiene. Me refiero a los aparatos audiovisuales, la casa, el lugar de trabajo… todo se iría a la mierda. Puedo colocar a alguien que los vigile. Me bastan un par de horas en la casa para instalar unos juguetes de vigilancia que ustedes ni se imaginan. Puedo instalar una cámara en el televisor para que, cuando lo miren, el aparato los mire a ellos. Puedo revolver la casa de arriba abajo en busca de insulina o de cualquier otra mierda que ustedes sospechen sin que ellos tengan que enterarse. Lo único que les pido es que mantengan siempre la boca cerrada.

—Donde más nos interesa que instalen dispositivos es en la habitación de Cassie —dije—. Y en el cuarto de baño que comunica con el dormitorio principal.

—¿El cuarto de baño tiene paredes de azulejos?

—Paredes de azulejos y una ventana.

—No habrá problema…, si no tengo a mano los juguetes que necesito, puedo hacer que me los envíen en veinticuatro horas.

—Les dólares de nuestros impuestos trabajan que da gusto —dijo Milo.

Huenengarth frunció el ceño.

—Algunas veces, sí.

Me pregunté si el tipo sabría lo que era una broma. A juzgar por la extasiada expresión de sus ojos, a Stephanie le daba igual.

—Mañana a última hora de la tarde tengo una cita con ellos en su casa —dije—. Intentaré convencerles de que se reúnan conmigo en el hospital. ¿Podría tener el equipo a punto para entonces?

—Probablemente, sí. En caso contrario, no tardaría mucho…, uno o dos días todo lo más. Pero ¿me puede usted asegurar que la casa estará totalmente vacía? Estoy a punto de echarme encima del padre y no puedo permitirme el lujo de cometer ningún error. ¿Por qué no llamas a Chip y a Cindy para que se reúnan contigo? —le dijo a Stephanie—. Diles que se ha descubierto algo en los análisis del laboratorio y que necesitas examinar a Cassie y hablar con ellos. En cuanto lleguen al hospital, procura entretenerles todo lo que puedas.

—Muy bien —dijo Stephanie—. Les haré esperar, les diré que los análisis se han perdido o algo por el estilo.

—¡Acción, cámara! —dijo Huenengarth.

—¿Cómo podrá usted incluir a Chip en la orden de detención? —le pregunté—. ¿Acaso está implicado en los chanchullos financieros de su padre?

No hubo respuesta.

—Pensé que íbamos a ser sinceros —dije.

—Él también es un pájaro de mucho cuidado —contestó Huenengarth, visiblemente molesto.

—¿Las cincuenta parcelas que posee? ¿Son uno de los negocios de Chuck?

Sacudió la cabeza.

—Los negocios de los terrenos son una mierda… y Chuck es demasiado listo como para eso. El hijo, en cambio, es un perdedor y no sabe ahorrar. Ya se ha gastado un montón de dólares de su padre.

—¿En qué se los gasta, aparte de los terrenos? —pregunté—. Lleva un tren de vida muy sencillo.

—A simple vista, sí. Pero no es más que una parte de la imagen: el señor que se ha hecho a sí mismo. Y una mierda. El centro de mala muerte donde enseña le paga veinticuatro mil dólares anuales… ¿usted cree que con eso se podría comprar una casa y no digamos todos aquellos terrenos? Aunque, en realidad, ya no son suyos.

—¿De quién son?

—Del banco que financió la operación.

—¿Por impago de la hipoteca?

—Podría ocurrir de un momento a otro. —Sonrisa de satisfacción—. El padre compró los terrenos a precio de saldo años atrás y se los regaló al hijo, confiando en que este los vendiera en el momento oportuno y se hiciera rico por su cuenta. Incluso le indicó cuál sería el momento, pero el hijo no le hizo caso. —La sonrisa se convirtió en la sonrisa de un ganador de la lotería—. Y no era la primera vez. Cuando estudiaba en Yale, el hijo puso en marcha un negocio, pensando que le iría muy bien. El padre lo inundó de dólares, algo así como cien mil. Todos perdidos porque, aparte de ser un proyecto descabellado, el hijo perdió el interés. Siempre le ocurre lo mismo. No termina nada de lo que empieza. Unos años más tarde, cuando cursaba estudios de grado, quiso dedicarse al negocio de las publicaciones y editar una revista de sociología dirigida al gran público. Otro cuarto de millón de dólares de padre. Y ha habido otros negocios por el estilo. Según mis cálculos, alrededor de un millón de dólares perdidos sin contar los terrenos. No es mucho para la fortuna que tiene su padre, pero cualquiera con dos dedos de frente hubiera podido hacer algo un poco más provechoso con toda esa pasta, ¿no cree? El hijo, no. Él es demasiado original.

—¿Qué pasó con los terrenos?

—Nada, pero estamos en un período de recesión y los precios han bajado. En lugar de vender y cortar las pérdidas, el hijo decidió lanzarse al negocio de la construcción. El padre comprendió que era una estupidez y le negó los dólares que necesitaba y entonces él pidió un préstamo al banco, utilizando al padre como aval. Pero, como de costumbre, perdió el interés, los contratistas vieron que tenían un pollo en sus manos y empezaron a desplumarlo. Esas casas son una basura.

—Seis fases —dije, recordando la artística arquitectura de los edificios—. No se ha hecho gran cosa.

—Puede que la mitad de una fase. El plan preveía una auténtica ciudad. Su ciudad personal —explicó Huenengarth, riéndose—. Hubieran tenido que ver ustedes la proposición que le envió a su padre. Parecía una redacción escolar…, delirios de grandeza. No cabe duda de que el banco acudirá primero al padre, antes de quedarse con las escrituras. Y puede que el padre acabe pagando porque quiere mucho a su hijo y no se cansa de contarle a quien quiera escucharle lo listo que es su niño…, otra mentira. El niño cambió varias veces de especialidad durante la carrera. Ni siquiera terminó el doctorado… se cansó, como de costumbre.

—Pero nunca se ha cansado de la enseñanza —dije yo—. Y, por lo visto, lo hace muy bien… incluso ha ganado premios.

Huenengarth sacó la punta de la lengua a través de sus finos labios y sacudió la cabeza.

—Sí. Organizaciones Formales, Técnicas de Gestión de la Nueva Era. Teoría marxista y rock and roll. Es un artista de variedades. Tengo cintas de sus clases y lo que hace en el fondo es dar gusto a sus alumnos. Mucha retórica anticapitalista y diatribas contra los males de la corrupción empresarial. No hace falta ser Freud para comprender de qué va la cosa, ¿verdad? Le gusta restregárselo al viejo por la cara… Su mujer también debe formar parte del programa.

—¿En qué sentido?

—Vamos, doctor. Aquí Milo me ha contado que usted descubrió lo de la carrera militar de la señora. Esa chica es una pelandusca. Una perdedora de mierda. Aparte de lo que le está haciendo a la niña. No es posible que sea lo que el viejo tenía pensado para su hijo.

Sonrió y volvió a ponerse colorado y a sudar profusamente, casi levitando de rabia y deleite sobre su asiento. Su ponzoñoso odio resultaba casi tangible. Stephanie lo notó y le miró con embeleso.

—¿Y qué me dice de la madre de Chip? —pregunté—. ¿Cómo murió?

Huenengarth se encogió de hombros.

—Suicidio. Pastillas tranquilizantes. Toda la familia es una basura. No le reprocho lo que hizo. Supongo que vivir con Chuck Jones no debió de ser precisamente una delicia. Tiene fama de mujeriego…, le gustan en grupos de tres o cuatro, jóvenes, pechugonas, rubias y tontas de remate.

—Usted querría atraparlos a todos juntos, ¿verdad?

—Son un hato de sinvergüenzas —contestó. Se levantó, dio unos pasos, se volvió de espaldas a nosotros y se desperezó—. Bueno pues, vamos a organizar lo de mañana. Ustedes los sacan de allí y nosotros entramos y empezamos a jugar.

—Muy bien, Bill —dijo Stephanie. De pronto, su buscapersonas empezó a sonar. Se lo quitó del cinturón y estudió la lectura digital—. ¿Dónde está tu teléfono, Alex?

La acompañé a la cocina y esperé a su lado mientras marcaba los números.

—Aquí la doctora Eves. Acabo de… ¿Cómo?… ¿Cuándo?… Muy bien, páseme al residente que está de guardia… ¿Jim? Soy Stephanie. ¿Qué ocurre?… Sí, sí, todo eso ya figura en la historia… Totalmente, ponle enseguida el gota a gota. Lo estás haciendo todo muy bien, pero hazme urgentemente un análisis toxicológico completo. Comprueba los metabolitos hipoglucémicos. Busca en todo el cuerpo la posible huella de pinchazos y vigílalo todo, ¿de acuerdo? Es muy importante, Jim. Por favor… Gracias. Y mantenía totalmente aislada. No tiene que entrar nadie… y ellos menos que nadie. ¿Cómo?… En el pasillo. Deja las cortinas descorridas para que puedan verla, pero que no entren… Me importa un bledo… ya lo sé. Échame la culpa a mí, Jim… ¿Qué dices?… No. Tenía en la UCI. Aunque mejore… No me importa, Jim. Busca una cama donde sea. Es importantísimo… ¿Cómo?… Pronto. En cuanto pueda… dentro de una hora tal vez. ¿Cómo dices?… Sí, lo haré… De acuerdo, gracias. Estoy en deuda contigo.

Colgó el aparato. Estaba muy pálida y respiraba afanosamente.

—Otra vez —dije yo.

Irguió la cabeza y su mirada se perdió en la distancia.

—Otra vez —dijo—. Y esta vez ha perdido el conocimiento.