13
¿SE ACABÓ?
LO peor fue cuando aparecieron los de la funeraria, lo envolvieron en una sábana blanca, lo colocaron encima de una camilla y se lo llevaron. Serían las doce del mediodía. Mi madre y yo estábamos en la habitación y ella, tapándose los ojos, gritó: «Se lo llevan, se lo llevan». En aquel momento me di cuenta de que iba a ser incapaz de asistir al entierro de mi padre, puesto que no estaba preparado para verla sufrir.
Se había muerto la noche anterior, pero desde mucho antes éramos conscientes de que le quedaba poco, porque cada vez le costaba más respirar. Por la mañana mi madre había llamado a la enfermera que venía ocupándose de él durante los últimos meses y, después de examinarlo, nos dijo que de aquella noche no pasaba.
Como hacía tiempo que el médico nos había comunicado que el tumor iba a matarlo, sus palabras no nos pillaron por sorpresa. El octavo tercera se vio invadido por una tranquilidad quebradiza, porque todos los que estábamos allí —mi madre, mis hermanas, mi tía y yo— sabíamos que la muerte estaba a punto de cobrarse una nueva víctima. Nuestra primera tarea —luego vendrían el tanatorio, el entierro, el funeral— era diseñar cómo debían transcurrir las horas previas al desenlace.
Nos preparamos para esperar y comenzaron a surgir las primeras conjeturas:
—No se morirá por la tarde.
—Claro que no, lo hará por la noche. O a lo mejor de madrugada.
—Lo que está claro es que como mucho amanecerá y adiós.
En tres puntos estábamos todos de acuerdo: que mi padre debía morir rodeado sólo por sus allegados, que la noche podía ser larga y que mi madre no estaría de humor para ponerse a cocinar, por lo que mi hermana Esther llamó a un Telepizza y encargó la cena. A ninguno nos extrañó que mi hermana tomara semejante iniciativa en un momento tan trascendental, pues mi familia siempre se ha caracterizado por crecerse en los pasajes más delicados de nuestra existencia. Bastantes años atrás, justo después de operar a mi padre de un ojo, el cirujano nos explicó consternado que la operación había ido regular y que podría perder la visión —cosa que finalmente no sucedió—. Después de que el doctor hubiera abandonado la sala donde nos había reunido a toda la familia para ponernos al tanto de lo sucedido en el quirófano, un silencio espeso se adueñó del lugar hasta que mi hermana Ana lo rompió con una sentencia impagable: «Bueno, si se queda ciego siempre puede ponerse a vender cupones».
Mi padre murió de madrugada, en su cama, rodeado de su mujer, sus tres hijos, su hermana Carmen, su cuñada favorita —mi tía Gloria, hermana de mi madre— y un cocker que me había comprado hacía poco y al que había puesto de nombre Pronto, como la revista en la que trabajaba. Durante aquel día fuimos pasando por la habitación para estar a su lado y cubrirlo de besos, abrazarlo, tumbarnos a su lado diciéndole al oído lo que le queríamos, dándole las gracias por todo lo que había hecho por nosotros y aprovechando las últimas horas que le quedaban de vida. Hasta que llegó un momento en que comenzó a pasar demasiado tiempo entre una inspiración y otra. No sé quién dio la voz de alarma, pero no tardamos nada en reunirnos en torno a él esperando a que todo se acabara. De repente y ante nuestra sorpresa, se incorporó con una fuerza inusitada, abrió los ojos —quiero creer que se dio cuenta de que estaba rodeado de amor— y murió.
Empecé a escuchar unos llantos que me taladraban la cabeza. No, no quería pasar por aquello, no tenía valor, no quería ver a nadie sufrir. Llevábamos ya mucho tiempo haciéndolo, desde el día en que le diagnosticaron a mi padre el tumor; no estaba preparado para consolar ni ser consolado. Después comenzaron a llegar los vecinos, y fue entonces cuando me tomé un Valium y supe que lo mejor que podía hacer era encerrarme en mi habitación.
Al día siguiente, nada más despertarme, mi madre me pidió que fuera a darle un beso. Así lo hice. Mi padre seguía tumbado en su cama y le habían anudado un ridículo pañuelo en torno a la cabeza para sujetarle la mandíbula y evitar que se quedara con la boca abierta para los restos.
Cuando desaparecieron los de la funeraria nos quedamos en la casa sólo mi madre, Pronto y yo. Bueno, y también mi padre, porque aunque acababan de llevárselo ya nunca más se iría. Siempre lo llevaríamos con nosotros.
Había sido Carlos, el marido de mi hermana Esther, quien me había llamado a Madrid un viernes por la tarde.
—Jorge, vente a Badalona, que tu padre está muy mal.
—Pero ¿qué ha pasado?
—No lo sabemos, pero no está bien.
—¿Es grave?
—Jorge, ven.
Me senté en el sofá sin fuerzas para reaccionar, incapaz de dirigirme a la habitación para hacer una bolsa de viaje con lo básico y largarme al aeropuerto. Al poco rato, cuando apenas había metido un par de cosas en la maleta, volvió a llamarme mi cuñado:
—Jorge, tranquilo, ha recuperado la consciencia. Si quieres vente mañana.
Al día siguiente, al llegar a Badalona, mi madre me contó lo que había sucedido:
—¡Ay, Jorge, fue todo muy raro! Salió antes del trabajo porque decía que no se encontraba bien, que todo le olía raro, muy raro. Yo había estado con tu hermana Ana y al llegar a casa me lo encontré sentado en el sillón. Y cada dos por tres diciendo que olía raro. Hasta que de repente le dieron unos temblores y yo me puse muy nerviosa, llamé a tu cuñado Carlos al móvil y él pidió una ambulancia. Y ahora mira dónde estamos, no sé lo que le habrá pasado. Él dice que está bien, pero, claro, los médicos quieren hacerle pruebas. Normal, vaya susto nos hemos llevado.
¡Mi Jorge, ya sabía yo que en Roma te pasaba algo! A tu Mari no la engañas, eso de que durmieras tanto… Ya sabía yo que no estabas bien, allí ya estabas tú malico. Qué rápido ha ido todo, hace dos meses que íbamos con tu hijo paseando por la plaza Narbona esa, y ahora en el Clínico, recién operado, y yo estoy tan nerviosa que no sé si sentarme a tu lado, ponerme a mirar por la ventana o hacer un crucigrama. Menuda mierda todo. Mecachis, qué mala suerte, ahora que te quedaba poco para jubilarte… Vaya palo.
Yo nunca pensé que esto fuera a pasarme a mí, con la de viejos de noventa años que no paran de decir que están cansados de vivir y tú no vas a llegar a los sesenta. Dios egipcio del Sol: «Ra». Anda, qué cosas que se me vienen ahora a la cabeza.
Ya sabía yo que cuando me dijeron que tenían que operarte de la cabeza, malo, porque esas cosas es muy difícil que terminen bien por mucho que la medicina haya avanzado tanto y que las operaciones no sean tan complicadas como las de antes. Por eso no me he venido abajo cuando después el médico ha salido para decirnos a tu hermana y a mí que ha intentado eliminar todas las células malas pero que cree que en tres meses volverán a reproducirse porque el tumor es muy agresivo. Pero no te preocupes, que tú no vas a acabar en un hospital, ya le he preguntado al médico que cómo será el final y me ha dicho que podrás estar en la casica, porque vas a ir quedándote dormido poco a poco. No quiero llorar. No quiero llorar. No quiero que me veas llorar. ¡Ay, qué tonta soy! Si estás recién operado, aquí, dormidico, cómo vas a verme llorar.
Jorge, tú no te preocupes de nada, que vas a tener a tu Mari siempre cerca. Tú no te preocupes, ¿eh?, mi vida, que te voy a cuidar hasta que te vayas. En cuanto podamos nos vamos al piso y ya verás qué bien vamos a estar. Nos ha dicho el médico que disfrutemos el tiempo que podamos, y eso es lo que vamos a hacer, ya lloraremos después, qué coño, y oye, ¿quién dice que los médicos no se equivocan?, a ver si luego va a resultar que son más de tres meses los que tarda eso en volver a salir, ¿y si es un año?, ¿o dos? ¡Ay, Jorge!, cuanto más tarde mejor, yo no quiero quedarme sola, que es muy pronto, Jorge, muy pronto. Nombre de pila de Maura, célebre actriz española: «Carmen». Mira, Jorge, que somos muchos los que nos preocupamos por ti. Y tu hermana, la progre, como tú la llamas, también se ha quedado planchada, no te creas. A ver, se queda sola, la Carmen, aunque más sola voy a quedarme yo, porque a ver con quién me voy ahora los domingos a las Ramblas o a comer algún sábado a Barcelona, y cómo voy a ir yo a ver a tu hijo a Madrid, con lo bien que íbamos en coche los dos, parándonos donde nos daba la gana, ¿tú te imaginas cómo voy a hacer yo ahora el viaje sola, acordándome de todos los sitios en los que he estado contigo? Pero déjalo, no quiero pensar ahora en eso, nos ha dicho el médico que te disfrutemos y eso es lo que voy a hacer, ya tendré tiempo de estar triste, pero sola en mi casa, cuando nadie me vea. Símbolo del Litio: «Li»; capital de Francia: «París».
Cuando mi madre me dijo que a mi padre le quedaban tres meses no quise creerlo, no me daba la gana de creérmelo. ¿Cómo iba a morirse mi padre tan joven? Los padres se mueren viejos, cuando sus hijos tienen ya una cierta edad. Pero no hay dudas: lo han operado y han dicho que volverá a reproducirse. No puedo asumirlo, ya lo haré cuando llegue el momento. Ahora no quiero pensar. Y lo de las pruebas ya veremos, no estoy de humor. Menos mal que Daniel se hace cargo.
—Tranquilo, Jorge, ya te las harás —dijo—. Pero en esta ocasión, con lo de tu padre, es distinto. No le des la espalda a la realidad como con las pruebas, ahora la cosa es seria y los médicos no suelen equivocarse en los plazos. Aprovecha a tu padre porque va a irse. Vete a Badalona los fines de semana, si quieres te acompaño alguno, pero márchate todos los que puedas, porque si no acabarás arrepintiéndote de no haberlo hecho.
—No tengo ganas de follar. No pasa nada, ¿verdad?
Cuando Daniel me abrazó me di cuenta de que no, no pasaba nada. Estando a su lado parecía imposible que sucediera algo malo.
Si es que tenía que pasar. Ya me lo advirtió el médico, que a los tres meses volvería y entonces no tendríamos nada que hacer. No quiero que se dé cuenta, pero es que como no me siente no sé yo si voy a aguantar mucho tiempo derecha. Me estoy mareando.
—Jorge, voy al váter.
—Oye, ¿no irás a atufar la casa ahora?
—¡Ah!, pues no lo sé.
He intentado sonreír pero no he tenido fuerzas. No sé por qué, pero cuando sonó el teléfono ya sabía yo que no podía ser nada bueno, es como si me hubiera dado un presentimiento. Descolgué, y cuando una señorita me dijo que el doctor Sánchez Redondo quería hablar conmigo, pensé: «Ya está». Pues sí, ya está.
—¿Señora Vázquez?
—Sí, soy yo.
—Buenas tardes, soy el doctor Sánchez Redondo.
—Ah, hola.
—¿Puede hablar? ¿La pillo en buen momento?
—Espere. —Cerré la puerta del recibidor, el Jorge estaba en el comedor y no quería que se enterara de nada—. Ahora sí.
—Verá, siento muchísimo comunicarle que el tumor de su marido se ha reproducido. A partir de ahora todo va a ser muy rápido, probablemente vuelva a sufrir una convulsión. Si eso sucede tráiganlo inmediatamente al Clínico y les diremos qué es lo que tienen que hacer a partir de ese momento. Señora Vázquez, ya sabe que estoy a su disposición para lo que usted quiera. ¿Desea preguntarme algo?
Silencio. La cabeza me daba vueltas. Tenía ganas de llorar. De chillar. De romper cosas. Pero no podía hacer ninguna de las tres porque el Jorge no es tonto e iba a darse cuenta de que algo raro pasaba.
—No, ahora no. Más tarde. Ya lo llamaré yo. Gracias, muchas gracias.
Al abrir la puerta me preguntó:
—Mari, ¿quién era?
—Nadie, que si queríamos dejar el Ocaso y cambiarnos a una oferta mejor, pero les he dicho que no, que estábamos muy contentos.
Anda que vaya excusa más tonta he puesto, hablar ahora de seguros y de muertes con la que tengo encima.
Necesitaba hablar con Daniel. Mis miedos se rebajaban cuando hablaba con él.
—¿Cómo va todo, Jorge? —me preguntó nada más oír mi voz.
—Bueno… —A duras penas conseguí controlar el llanto—. No he podido ir a buscar a mi padre al Clínico. Les he dicho a mi madre y a mí tía que me perdonaran, que estaba muy cansado, pero la verdad es que no tengo valor, Daniel. No tengo valor. Cuando aterricé ayer en Barcelona me fui directamente para el hospital, y al verlo otra vez allí, en la camilla, cogiéndole la mano a mi madre, me vine abajo. Él cuando me vio aparecer sonrió y me dijo: «¡La que estoy liando!», pero se notaba que estaba muy contento de que hubiese volado desde Madrid sólo para estar con él. Esto se acaba, Daniel, tienes razón. Ayer ya lo empezamos a tener todos claro: esto se acaba. Pero no quiero estar aquí, no quiero ver cómo se apaga. Quiero huir a Madrid, estar contigo, trabajar, no pensar. Que todo esto se acabe cuanto antes.
—Mañana voy a recogerte al aeropuerto y luego, si quieres, te llevo a cenar a un sitio tranquilo —me propuso.
—Muchas gracias.
—¿Te has dado cuenta de la suerte que tienes de tenerme a tu lado?
Sabía que estaba bromeando, pero tenía razón; podía darme con un canto en los dientes. Si Daniel no hubiese aparecido en mi vida habría tenido todas las papeletas para acabar aquella noche borracho y en un cuarto oscuro.
En cuanto mi madre y mi tía entraron con mi padre por la puerta del octavo tercera, me encerré con la segunda en mi habitación.
—Tía, ¿cómo ha sido?
—Pues mira, ayer por la tarde me llamó tu madre muy intranquila porque tu padre estaba haciendo movimientos raros con la cabeza, así que, con la excusa de que hacía tiempo que no los veía, me presenté aquí. Todo iba bien hasta que nos pusimos a cenar, entonces tu padre tuvo una convulsión y, tal y como nos dijo el doctor, llamamos inmediatamente a la ambulancia. Fue todo muy rápido, Jorge. En el Clínico nos han dicho que estemos preparados porque empieza la cuenta atrás.
—Y mi madre, ¿cómo está?
—Ella es fuerte, ya lo sabes. Pero no te preocupes por que se venga abajo, que a partir del lunes me vengo a vivir aquí. A tu padre, para que no sospeche, vamos a decirle que no estoy muy bien de ánimo y que necesito compañía.
—¿Y qué hago yo?
—Vuélvete a Madrid. Pero ven todo lo que puedas, porque tu padre se muere.
Fue un fin de semana raro. Sabíamos que se había iniciado la cuenta atrás, pero estábamos muy tranquilos porque mi padre estaba en casa. No me moví de su lado hasta la misma hora de marcharme. Veíamos la tele juntos, abrazados o cogidos de la mano. Tan empalagoso estaba que mi padre, antes de irme, me dijo:
—Qué fin de semana más bueno he pasado. Dan ganas de estar malo toda la vida.
—Pues no te preocupes, porque volveré pronto.
Me marché casi sin despedirme de mi madre, tenía ganas de meterme en el taxi para ponerme a llorar por fin.
En cuanto aterricé en Madrid llamé a la Rigalt.
—¿Ya has vuelto de Badalona, calle Marqués de Montroig, 196-198, octavo tercera?
No entendía nada. No recordaba haberle dicho en ningún momento la dirección de casa de mis padres.
—¡La carta, Jorge, tengo tu carta! ¡La que me enviaste hace años!
—¿Qué dices? ¡Qué vergüenza!
—Ha aparecido este fin de semana mientras ordenaba unos papeles. No sé por qué la guardé al recibirla y no la tiré a la basura.
Sentí algo cercano a la felicidad, y todavía me aproximé más a aquel estado cuando, al salir del aeropuerto, divisé a Daniel. Estaba esperándome, y me descubrí culpable por sentirme de pronto tan bien. Parecía que todo fuese luz en Madrid mientras que en el octavo tercera de una calle de Badalona comenzaba a instalarse inexorablemente el reino de las sombras.
—Nena, vete a Badalona a comprarme pan de payés de ese que me gusta, anda, que quiero que la Mari me ponga un poquito con tomate y jamón —le pedí a mi hermana Carmen.
—Voooy. Anda que no te aprovechas de nosotras…
Quiero quedarme a solas con la Mari. Tengo que hablar con ella antes de que sea demasiado tarde. Lo que no sé es si voy a ser capaz de callarme todo lo que sé. Al menos tengo que intentarlo, pero no las tengo todas conmigo.
—Mari.
—Qué —contestó desde la cocina.
—Ven aquí al comedor conmigo un rato. Siéntate a mi vera en el sofá.
—Voy.
Estuvimos un rato callados, agarrados de la mano. Allá voy. A ver cómo me sale.
—Mari.
—Qué.
—Tú sabes que te quiero mucho.
—Pues claro que lo sé.
—Pero mucho, ¿eh? Mira que nos hemos enfadado veces y hemos pasado días sin hablarnos, pero yo nunca he dejado de quererte. Vaya mierda de vida hubiese llevado sin ti.
Quería seguir hablando, pero me lo impedía un nudo en la garganta. Agarré más fuerte su mano.
—Mari, lo sé todo.
No pude evitarlo, lo solté como me vino, y es que estaba cagado de miedo. Tendría que haber tenido más cojones y haberme quedado callado como una puta, pero no pude. Estuvimos en silencio unos minutos. La Mari estaba esforzándose por no llorar, la conozco, menuda es. Al final me preguntó:
—¿Cómo te has enterado?
—Un día que no estabas llamó preguntando por ti la secretaria del doctor Sánchez Redondo. No quiso dejar recado, sólo me dijo que volvería a llamar porque quería consultarte una cosa. Yo me quedé con la mosca detrás de la oreja, no había ninguna razón para que llamaran, no tenían que darme el resultado de ninguna prueba. Así que al día siguiente llamé yo y hablé con el doctor. Le pedí que me dijera toda la verdad, le dije que tenía derecho a saber si sucedía alguna cosa, que quería que me hablara muy claro porque, si iba a pasar algo, yo quería dejar todo bien atado. Y entonces me lo contó, Mari. Y me enteré de que esto se acaba.
No pude continuar hablando. Se me deshizo el nudo de la garganta y fue como si abrieran la compuerta de una presa.
—Perdóname, Mari, perdóname. No quería que supieras que lo sé, pero es que me muero de miedo, es que estoy acojonado y no puedo desahogarme con nadie, perdóname, de verdad.
La Mari empezó a llorar también y me abrazó con fuerza al tiempo que me decía:
—Pero ¿tú eres tonto? No tengo que perdonarte nada, faltaría más. Dame un beso, anda, dame un beso, con lo que yo te quiero, Jorge. Tú no te preocupes que no va a faltarte de nada, aquí voy a estar yo para cuidarte, no voy a dejarte solo. No llores más, por favor, que si no cuando venga tu hermana nos va a ver aquí hechos unos cristos. Venga, vamos a pensar en cosas bonitas.
—Mari… —me costaba hablar—, yo sé… que tú vas a salir adelante… Pero cuida de tus hijos, sobre todo del Jorge, que me da mucha pena y no quiero que le pase como al Mercadé. ¿Te acuerdas de aquel amigo que estaba conmigo cuando te conocí en el Apolo?
El llanto me ahogaba. Se me estaba quebrando la voz, pero tenía que seguir, no quería dejar aquella conversación a medias, no podía. No debía.
—Mis amigos se reían de él porque le gustaban los hombres, pero bien que muchos de ellos le dieron por culo porque las tías no se dejaban follar y él siempre estaba disponible. Yo le decía:
—Mercadé, pero ¿no ves que luego te tratan mal y te insultan y te llaman maricón?
—Ya, pero es que me gusta —me respondía.
—¿El qué te gusta, que te insulten?
—No, que me la metan.
—Pues búscate un novio que te quiera y te cuide.
—¿Y quién va a quererme a mí…? A nosotros no nos quiere nadie.
—Uno que sea igual que tú, joder.
—Los que son igual que yo se casan con mujeres, Jorge, y luego son los peores, porque después de follarme son los que más me pegan.
Mari, el Mercadé acabó sonao después de una paliza que le dieron tres hijos de puta en una verbena. Luego su familia lo quitó de en medio, lo mandó a no sé qué pueblo y le perdí la pista para siempre. Y yo no quiero que al Jorge le pase como al Mercadé. Tengo mucho miedo de que acabe así, en Madrid hay mucha gente…
—Jorge, tú tranquilo, que yo cuidaré de él.
—¿Me lo prometes?
Mi hermana abrió la puerta del piso y desde el recibidor preguntó:
—¿Qué te tiene que prometer la Mari?
—Que nunca va a olvidarse de lo que la quiero.
Mi mirada se encontró con la de la Mari y los dos sonreímos.
—Te lo prometo —me dijo en voz baja.
Le di un beso en los labios y me sentí muy aliviado. Por fin sabía que podía descansar en paz.
—Ay, Mari, qué rollo, mañana a trabajar otra vez. Qué pena que se acabe el domingo —me comentó mi cuñada.
—No digas eso, Carmen, con lo que yo daría por que el Jorge pudiera irse mañana a trabajar.
—Perdóname, Mari.
No había nada que perdonar. La vida sigue por mucho que a mí me parezca que el mundo se está acabando. El crío me llama todas las mañanas antes de entrar a trabajar con Linda Rubio, y yo qué voy a decirle, pues lo de siempre, que sigo igual, que todo sigue igual, y él se queda callado porque no sabe qué responderme y me cuelga en seguida; ya me gustaría a mí contarle que su padre está mejor y que se ha levantado y ha caminado un poco, y que a lo mejor el fin de semana vienen nuestras dos hijas y nos vamos a la calle un ratico con él. Es que duerme mucho, y cuando está despierto ya no da una a derechas. El otro día se presentó mi madre en casa y él fue y le preguntó que por qué llevaba un sombrero tirolés, y mi madre, que está medio sorda, no entendía nada, y al llegar yo a la habitación y oír lo del sombrero tirolés, me dio un ataque de risa y el Jorge también se rió; vete tú a saber de qué, porque ya no se entera de nada.
Con pañales va ya. Hace una semana tuve que mandar a la Carmen a que fuera a una farmacia de guardia porque empezó a cagarse encima. Está quedándose en los huesos, parece un pajarico. Y aun así el otro día se nos cayó cuando lo llevábamos entre las dos del comedor a la habitación. ¡Ay!, qué pena me dio verlo tirado en el suelo, qué rabia me entró, qué ganas de tirarme de los pelos, de arañarme, de hacerme yo daño. Desde entonces lo atamos a una silla con ruedas que se compró para estar más cómodo frente al ordenador y lo empujamos hasta la cama. Al Jorge pequeño se le escapó el otro día que, para estar así, mejor que no esté, pero yo es que prefiero que esté así a que no esté conmigo, a mí no me importa cuidarlo, lavarlo, cortarle las uñas de los pies y de las manos, cambiarle los pañales y asearlo; yo lo que no quiero es que se muera, por Dios, yo quiero seguir despertándome a su lado y quiero seguir escuchando su respiración cuando me desvelo; con lo miedosa que soy, ¿cómo voy a vivir sin él, cómo voy a apañármelas? ¿Cómo voy yo a querer que se muera, para qué coño quiero que no esté, para quedarme sola? ¿Para echarle de menos? Vamos, nene, ni que estuviera yo loca.
—Mari, ¿te acuerdas de cuando mis padres te llamaban la Manchega?
—Ay, qué duros fueron al principio conmigo, hija.
Acabábamos de acostar al Jorge e íbamos a ponernos a cenar. Llevábamos días, semanas, alimentándonos de bocadillos, hasta que un día le dije a mi cuñada:
—Carmen, no podemos seguir viviendo de esta manera. Tenemos que prepararnos unas cenas como Dios manda, porque no sabemos cuánto tiempo vamos a estar así.
Y a partir de aquel día empezamos a cenar en condiciones. Y a echar mano de los recuerdos antes de acostarnos.
—Mari, ¿sabes que todavía guardo un pañuelo que me regalaste por mi santo cuando yo era pequeña? Me acuerdo que me dijiste: «Carmen, me habría gustado regalarte algo más, pero es que no tengo dinero porque todo el que gano lo doy en casa para pagar las medicinas de mi padre».
—Déjate de acordarte de esas cosas ahora, anda. Lo que nos faltaba, más tristezas… Oye, Carmen…
—Dime.
—¿Por qué no me das a probar una de esas cosas que fumas tú?
—¿Un porro?
—Fíjate que me da vergüenza hasta decir la palabra.
La Carmen fue a la habitación del Jorge y regresó con una cajita de madera, de esas que venden los hippies.
—Cuando tu hermano se enteró de que fumabas eso casi le dio un pasmo —le confesé—. Yo estuve a punto de matarte un día en que el crío estaba hablando por teléfono y le oí contarle a un amigo que a veces fumaba porros contigo. Menos mal que cuando colgó me dijo que era muy de vez en cuando, por eso te libraste. Pero que te quede claro que sé que a veces fuma contigo. Y no me hace mucha gracia, y menos me la hacía entonces. Pero no decía nada porque como era tan buen estudiante…
Noté a mi cuñada algo avergonzada, se calló y casi parecía que ni se atrevía a mirarme, así que yo, como si estuviera muy suelta, fui y le dije:
—Mira, con lo que tenemos encima no vamos a ponernos a discutir por eso. Venga, enciende uno que tengo mucha curiosidad por ver a qué sabe. Ojalá me distraiga un poco, que tengo la cabeza que me va a estallar.
—Primero tengo que liarlo.
—¡Ah! ¿No los venden hechos?
Pues mira, no. Sacó una piedra marrón y un cigarro normal y corriente, rompió el cigarro, luego le prendió fuego a la piedra y después se puso a mezclar una cosa con la otra. ¡Madre de Dios, qué jaleo lleva eso!
—A ver, Mari —me dijo Carmen como si estuviera explicándome la lección—, dale una calada muy pequeña y te metes el humo para adentro.
Fumé muy poquito, como ella me había dicho. Y me tragué el humo.
—Dame un poquito más, que no me entero de nada.
—Mari, todavía es pronto para que lo notes.
—¡Anda y calla!
Y le di otra calada. Y luego otra más fuerte, hasta que mi cuñada me arrancó el porro de las manos porque se ve que ya era demasiado.
—Carmen.
—Qué.
—¿Te acuerdas de lo gorda que eras de pequeña? ¡Menudas piernas tenías! Parecían jamones.
—En el colegio se metían mucho conmigo, no me lo recuerdes tú ahora.
—No me extraña, con aquellas trenzas que te ponía tu madre, que parecían de esparto. Uy, qué risa más tonta me está entrando. ¿Y tú, Carmen, de qué te ríes tú?
—¿Te acuerdas de cuando llegasteis el Jorge y tú y les dijisteis a mis padres que estabas preñada?
—Calla, calla, qué disgusto se llevó tu madre. Pues oye, cuando se alborotó tanto tendría que haberle respondido: «¿No perdió usted a una hermana pequeña en la guerra, que no hace más que recordárselo a todo el mundo? ¡Pues yo vengo con el repuesto!».
No podíamos dejar de reír, cuanto más reíamos más queríamos. ¿Cuánto tiempo pudimos pasar así? No lo sé, pero luego nos entró una modorra la mar de agradable.
—Carmen, yo sé que mi hijo tiene mucha confianza contigo y te cuenta cosas que no nos dice a nosotros. ¿A ti te ha dicho que le gustan los hombres?
—No, la verdad es que no.
—¿Y tú qué crees?
—Que sí.
—¿Y crees que es feliz?
—Ahora igual no. Pero no te preocupes, lo será.
—¿Nos vamos a dormir?
—Sí, Mari, que mañana quiero ir bien temprano a la farmacia a comprar pañales, que no quiero que nos quedemos sin…
—Carmen.
—Qué.
—A veces tengo miedo.
—Mari, lo raro sería que no lo tuvieras. Buenas noches.
—Venga, Pronto, vámonos al comedor, que el Jorge ya se ha ido a Madrid.
El chico tenía que irse, debía seguir trabajando, era su obligación, y yo lo entiendo. Lleva conmigo una semana y media, desde la muerte de su padre. Creo que estaba deseando largarse, pero a mí se me ha encogido el corazón cuando antes de subirse al taxi ha levantado la cabeza y nos hemos dicho adiós moviendo la mano, como hacemos siempre. Cuando se ha cerrado la portezuela del coche me han dado ganas de seguir apoyada en la barandilla del balcón y pasarme un tiempo ahí, como hacía antes, sólo que entonces sabía que tampoco podía entretenerme mucho, porque tenía que ponerme con la comida, la plancha, mis zurcidos… ¿Y ahora?, ¿ahora qué? Pues ahora el perro, el Pronto. El Jorge me lo ha dejado porque así sabe que como mínimo tengo que bajar tres veces al día a la calle; con lo que yo me he reído de la gente que va con su perro a todos los lados, y ahora voy a ser yo una de esas.
Voy a sentarme en el sillón, estoy muy cansada. Madre mía, qué cansancio llevo encima. Me di cuenta cuando te metieron en el nicho, Jorge; de repente me dieron ganas de dormir, de acostarme y pasarme días enteros en la cama durmiendo. ¡Cuánta gente fue al entierro! ¡Cuánto te querían! ¡Y cómo te quería yo! ¿Cómo no iba a quererte? No sabías ir a ningún sitio sin mí, que yo te decía: «Pero, hijo, sal con tus amigos, déjame a mí un poco tranquila», y tú me contestabas: «Es que sin ti no me lo paso bien, por eso quiero que vengas». Y yo hacía como que me enfadaba, pero me gustaba mucho que me dijeras aquellas cosas. Qué lástima, por Dios, qué lástima. Yo que antes no me compraba bragas para ahorrar, tú que has trabajado más horas que un reloj, que algunas veces nos las hemos visto y deseado para llegar a fin de mes, y ahora que estábamos viviendo cómodamente me quedo sola. A lo mejor me pongo otra vez a zurcir, para entretenerme.
—Pronto, ven conmigo al sillón.
Me gusta acariciarle la cabecica. La de noches que me he pasado acariciando la tuya, Jorge. El médico me decía que ya no reconocías a nadie, pero yo sé que cuando te pasaba los dedos por el pelo te acordabas de mí, porque te reías, porque seguramente te venía a la cabeza cuando ibas a buscarme al pasaje de la calle Industria, cuando trabajaba yo con la Mercedes zurciendo, o puede que a lo mejor también te acordaras de lo bien que lo pasamos cuando nos fuimos los dos solicos a Lisboa y nos metimos a cenar en una casa de fados. ¡Ay, madre mía, lo que nos pudimos reír! Tú empeñado en ir y yo, nada decidida, que te decía: «¡Uy, no sé!», y cuando ya por fin me convenciste y empezaron a cantar tan triste, venga una canción, venga otra, tú no sabías dónde meterte. Pero hacías como que te gustaba, y se te notaba a la legua que te aburrías como una ostra, hasta que yo te dije:
—Venga, vámonos.
—No, Mari, qué vergüenza.
—Cómo que no, ni fados ni fadas, que me estoy durmiendo.
Y cuando ya estábamos en la calle tuvieron que llamarnos la atención de la risa que nos dio.
Qué sola está la casa sin ti, Jorge. A estas horas estaría ya atándote a la silla del ordenador para llevarte a la cama. Menos mal que el piso no es grande, ¿ves como el octavo tercera también tiene cosas buenas? Tú imagínate lo que habría sido tener que llevarte de un sitio a otro en una silla en un piso grande, ¡ay, que se me escapa la risa! Si estoy riendo por no llorar, porque como empiece no termino, y encima tendré que sacar al Pronto a la calle y la gente me parará, y me hablará de ti, y yo qué voy a decirles con las pocas ganas que tengo de hablar de ti con nadie, porque tú eres mío, que es como si te tuviera dentro de mi corazón con un tapón cerrado a cal y canto, y cuando los demás me hablan de ti es como si el tapón se abriera y se me fuera un poquito de mi Jorge, y yo no quiero eso, yo quiero que todo lo que he vivido y lo que he pasado contigo se quede conmigo, porque ha sido muy bueno.
Uy, ¿estoy hablando sola? Ya estoy como las locas. Y ahora me río.
—Anda, Prontico, vámonos a la calle un rato, que si no me voy a poner mala y eso no puede ser, porque mis hijos me necesitan. Y ahora tú también.
La promesa. La promesa que le hice al Jorge.
Yo no sé cómo acercarme al Jorge pequeño, aunque el viernes, un día después de que te enterrásemos, me dijo:
—Mama, acompáñame a Barcelona que tengo que ir a hacerme unos análisis.
—¿Unos análisis de qué, hijo?
—Nada, para un viaje que voy a hacer, unas vacunas.
—¿Y adónde tienes que ir?
—A unos laboratorios que hay justo detrás de la universidad donde estudié. Y después de que me los haga, nos damos una vuelta y nos quedamos a comer por allí. ¿Te parece?
Me hizo mucha ilusión que me pidiera que lo acompañara, porque él es de los que van por libre. Los laboratorios estaban en la calle Balmes, y fue tan derechico al sitio que parecía que ya había estado antes. En cuanto entró se dirigió a una chica morena con el pelo rizado y, como los resultados tardaban unos días en entregarse, pidió que se los enviaran a Madrid. Al salir le pregunté:
—¿Conocías el lugar?
—Sí, estuve hace algunos años, cuando estudiaba en la facultad.
—¿Y para qué?
—Nada… ¿te acuerdas de cuando me fui a Jordania? Pues eso.
Sabía que estaba mintiéndome. Lo conocía más que si lo hubiera parido. Qué coño, lo había parido yo. En fin, pensé que durante la comida a lo mejor me hablaba de ese Daniel que ya en Roma lo llamó por teléfono.
No lo hizo. Pero no te preocupes, Jorge, que no voy a olvidarme de la promesa que te hice: tu hijo no las pasará tan putas como tu amigo Mercadé.
Ahora me voy a la calle a pasear al Pronto, y por eso voy a dejar de hablarte un rato, no vaya a ser que se piensen los del barrio que por tu muerte me he quedado turulata y encima me encierren.
No tardo nada, ahora vuelvo.