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EL CHICO DE LA MALETA
SERÍAN más o menos las doce del mediodía, abrí la puerta con cierta dificultad y oí cómo desde dentro de la casa alguien pronunciaba mi nombre con sorpresa:
—¿Jorge?
—Sí —respondí todavía más sorprendido—. Soy yo.
—Perdona, ¿puedes volver un poco más tarde? Es que estoy acompañado.
—Bueno…
Arrastré de nuevo las maletas hacia la calle y me senté en un banco de la plaza de Isabel II a esperar a que el hermano de mi casera acabara de echar un polvo mientras pensaba que sólo me faltaban unos cartones para que me confundieran con un pordiosero o un desahuciado. A apenas un par de metros había una cabina de teléfono, así que podría haber aprovechado para llamar a mis padres y contarles que había llegado a Madrid sin ningún contratiempo, pero a mis veinticinco años todavía me ponía nervioso cuando tenía que llamar a mis padres y contarles una mentira, de modo que decidí dejarlo para otro momento, un momento en el que no oyera dentro de mi cabeza las severas recomendaciones de mi padre, que habían comenzado a taladrarme el cerebro nada más tomar posesión del banco: «Cuidado con esa profesión tuya porque hay muchos maricones», «en la noche hay demasiado vicio, y entre los artistas ni te cuento», «si hubieras escogido una carrera técnica no tendrías que largarte a Madrid para hacer eso que tú haces».
«Eso» que yo hacía —y sigo haciendo— era dedicarme a escribir sobre las aventuras y desventuras de los famosos, un trabajo que no es que en mi casa se viera con malos ojos, es que simplemente no se veía. Había acabado la carrera de Filología Hispánica en el 92, y comencé a colaborar por casualidad en un semanario de Badalona, mi ciudad, entrevistando, en el mejor de los casos, a los actores de las compañías de Madrid que venían a presentar sus obras a Barcelona y, en el peor, haciéndole un sentido reportaje a algún veterano comerciante de la localidad, un tipo de encargo que no me hacía la más mínima gracia. Después de tres años picoteando en trabajos de lo más diverso la suerte llamó a mi puerta en forma de confusión: un domingo apareció en La Vanguardia un anuncio en el que se pedía un reportero gráfico y, con el atrevimiento de la ignorancia, envié mi exiguo currículum sin caer en la cuenta de que lo que solicitaban era un fotógrafo. Yo creí que andaban buscando a alguien que escribiera con soltura y que se defendiera haciendo fotos; de lo primero era capaz y, en cuanto a lo segundo, al menos podía asegurar que cuando me tocaba disparar a mi familia no la sacaba movida. Sin embargo, cuando me llamaron para hacerme una entrevista contesté a todo que sí: sabía escribir —lo demostré redactando un artículo sobre una trifulca que había tenido una folclórica con unos fotógrafos en Barajas— y, por supuesto, que me manejaba con la cámara. A los tres días me comunicaron que el puesto era mío, y así fue como empecé a trabajar para Heres, un grupo que englobaba revistas tan dispares como Pronto, Súper Pop, Nuevo Vale o Teleindiscreta. Mis tareas consistirían en ayudar en los cierres de las revistas y, muy de vez en cuando, salir a la calle para lo que pomposamente se conocía como «tomarle el pulso a la realidad española». O sea, que me hice un experto conocedor de las discotecas más punteras de la Ruta del Bakalao, hasta el punto de saber con precisión cuál era de pastis, cuál de coca y cuál de todo un poco. También cuento entre mis logros el haber escrito para Súper Pop. Como era una revista para adolescentes, cuando tenía que dar cuenta del último concierto de Alejandro Sanz de turno, comenzaba mi artículo con expresiones del tipo: «¡Menudo conciertazo, tías!» o «¡No hay quien pueda resistirse a esos ojazos negros!». Juan Ramón Jiménez en estado puro. Si mi memoria no me falla, también escribí varios artículos para Nuevo Vale dando consejos sobre cómo trajinarse al chulángano de turno.
No me costó redactarlo. La teoría la conocía al dedillo.
Creo que durante el tiempo que trabajé en aquella redacción estuvieron a punto de echarme unas cuatro o cinco veces, porque yo, gran amante de la literatura, intentaba dotar a mis escritos de cierto vuelo poético cuando lo que en realidad se me pedía era que hiciera refritos de artículos ya publicados en otras revistas. Un ejemplo: me encargaron uno sobre la vuelta a los ruedos de un matador más viejo que la tos, y recuerdo que confeccioné un brillante reportaje acerca de la necesidad de largarse de un sitio cinco minutos antes de que a uno lo echen y me «olvidé» de contar dónde había toreado, si había cortado orejas, si su familia había acudido a apoyarlo o si se había cogido después una cogorza para celebrar el triunfo. Por supuesto, tuve que rehacer el trabajo de principio a fin, no sin antes advertir ciertas miradas cruzadas entre el subdirector y la subdirectora de Pronto que no presagiaban nada bueno acerca de mi futuro profesional en aquella casa.
Pero no me desanimé: si una idiota que deambulaba por allí ejercía de directora de una revista que duró un suspiro, a mí me esperaba como mínimo un TP de Oro.
Y, tal vez como castigo por pensar aquello, tuve que trabajar a las órdenes de la idiota un par de meses. Pertenecía a ese grupo de tías que desempeñaban un puesto de trabajo tradicionalmente destinado a los hombres y, para estar a la altura, se dedicaba a copiar esos comportamientos tan habituales en jefes varones e inseguros: gesto de perpetuo cabreo, convencimiento existencial de que el destino del mundo depende de ellos, disertación con gesto rijoso en la redacción sobre que había que follarse el trabajo porque si no él se encargaba de darte por culo a ti… La idiota encontró en mí una presa fácil debido a mi timidez y consiguió que acudiera a trabajar con el miedo en el cuerpo hasta que un día la oí pronunciar la siguiente frase: «Antonio García Obregón, a la sazón padre de Ana Obregón…». A partir de entonces troqué el miedo por el desprecio y descubrí lo tranquilo que se trabajaba recibiendo órdenes y bufidos de una burra.
El caso es que le cogí el tranquillo a aquello de hacer refritos, aunque con lo que yo soñaba era con trasladarme a Madrid y tratar de tú a tú con los personajes sobre los que escribía. No me iba lo de ser rata de redacción, escribía con la misma pasión que quien pega sellos. Lo único que me hacía gracia era la versatilidad que iba adquiriendo mi personalidad: si me tocaba escribir sobre personajes americanos, firmaba mis artículos como George Scott, mientras que los días que los protagonistas de mis reportajes eran aquellos actores de culebrones tan en boga por aquella época me convertía en Héctor Banderas; y si por casualidad me tocaba en el reparto escribir sobre el Festival de San Remo, firmaba como Giorgio Coletti. Podría decirse que tenía heterónimos a tutiplén, como Pessoa.
Un día de principios de agosto de 1995 le trasladé a mi director mis inquietudes sobre mi idoneidad para aquel puesto. Yo creo que por una parte vio el cielo abierto —me marchaba yo sin necesidad de que él tuviera que pasar por el mal trago de despedirme—, aunque también adiviné en su mirada cierta dosis de envidia. Antes de convertirse en director había gastado noches en los tablaos capitalinos alternando con las figuras nacionales de la época. En una de esas se enamoró perdidamente de una folclórica pop. La folclórica pensó que aquel diligente reportero conseguiría encumbrarla a las más altas cimas de la popularidad, pero cuando vio que pasados tres meses sólo había sido capaz de sacarla en pelotas en una revista de cuarta categoría regional, lo extirpó de su vida de un día para otro. Ella acabó liándose con el dueño de una venta de Murcia y mi director se casó con una catalana a la que conoció en el Café Gijón una tarde en que pretendía ahogar su pena en una piscina de absenta.
—Voy a apañarte una entrevista con el editor —me propuso en un acceso inusitado de generosidad.
¡El editor! Aquel célebre editor que en su día también animara a Maruja Torres a abandonar el barco —sí, Maruja también escribió un tiempo para una revista del grupo que se llamaba Garbo— y trasladarse a Madrid para convertirse en la diosa del periodismo que es hoy. Ese editor —al que Maruja bautizó en uno de sus libros con el apelativo de Viceversa por su habilidad para oponerse a todo lo que se le proponía— me recibió en un amplio despacho desde el que se divisaba gran parte de Barcelona. Era un hombre de pocas palabras y, aunque siempre pedía opinión sobre cualquier asunto que expusiera, lo que esperaba en realidad era que su interlocutor acabara dándole la razón.
—Así que te gustaría trabajar en Madrid.
—Sí, mucho —acerté a responder con voz de princesa casadera.
—Muy bien, muy bien. Te doy doscientas mil pesetas para que pases el primer mes allí y veas si te haces o no a la ciudad. Nosotros te encargaremos reportajes para las revistas del grupo y también estaremos abiertos a que nos propongas entrevistas con la gente que puedas conseguir. Si te mueves bien, no te costará trabajo salir adelante. Mucha suerte.
Y dio por terminada la reunión.
Viceversa acababa de decidir mi futuro en poco menos de un minuto. ¿Levantó la vista de sus papeles cuando me di la vuelta y me dirigí hacia la puerta? Supongo que no, pero tampoco me importó.
Volví a casa con una sensación cercana a la de quien está sedado. No estaba excitado, ni nervioso, ni eufórico, pero al bajarme del metro en Badalona comprendí que comenzaba a despedirme de mi ciudad, de mi barrio, de mi familia. Abrí la puerta de mi casa y me encontré a mis padres sentados en el comedor: él leyendo el periódico, ella zurciendo una camisa. Cuando les comuniqué que me largaba fuera a buscarme la vida, mi madre se fue a la cocina con la excusa de que se le pegaba la carne y mi padre se limitó a decir:
—¿Estás seguro?
Yo no estaba seguro de nada, pero lo que sí tenía claro era que no quería vivir más tiempo encerrado en aquella casa de cincuenta metros cuadrados en la que estaba prohibido ese tipo de alegría tan asociada al riesgo, a la diversión, a la aventura. No quería conseguir el trabajo estable por el que suspiraba mi padre, no quería un horario fijo, ni siquiera quería tener novia. Detestaba llevar una vida previsible y, lo más preocupante, comenzaban a agotárseme las excusas cuando me preguntaban dónde y con quién había estado la noche anterior. Vivir engañando me resultaba extenuante.
Antes de trasladarme ¿definitivamente? a Madrid me planté en casa de Marisol y Antonio, unos amigos que vivían en la capital —y a los que había conocido en un viaje a Jordania organizado por una agencia barata—, para comunicarles la buena nueva y pedirles que me acogieran durante los tres o cuatro días en que me dediqué a buscar un buen piso de alquiler. Antes, en Badalona, había leído con fruición el Segunda Mano, seleccionado varios anuncios que me parecieron atractivos y concertado las visitas pertinentes, que agrupé en aquellos pocos días que pasé en casa de mis amigos. No recuerdo la búsqueda con alegría: la mayoría de los pisos que estaban a mi alcance estaban destartalados, eran tristes y tenían las paredes desconchadas, las cortinas sucias y unas cocinas de alicatados imposibles que provocaban pánico. Hasta que di con uno en la calle Escalinata, en pleno Madrid de los Austrias. Aunque era caro —noventa mil pesetas mensuales— respondía a mis necesidades: céntrico, bien comunicado y con los muebles justos para entrar a vivir sin que aquello pareciera un campamento. Me lo enseñaron la propietaria y su hermano, un chico cinco o seis años mayor que yo que todo el tiempo me sonreía con cierta insistencia y sin venir a cuento. Me llevó una tarde decidir que desde aquel centro de operaciones iniciaría mi asalto a la capital. Así pues, volví a Badalona con la primera de las misiones cumplida y dispuesto, entonces sí, a organizar mi traslado definitivo.
Me costó poco despedirme de la que había sido mi vida hasta los veinticinco años. Quería a mis padres, claro, pero necesitaba alejarme de ellos para comenzar a vivir sin remordimientos ni engaños. Con mis dos hermanas —Ana y Esther, diez y ocho años mayores que yo, respectivamente— tampoco tenía mucha relación. Nos llevábamos bien, pero no nos hacíamos partícipes de nuestras existencias. La mayor acababa de separarse y andaba ennoviada con un uruguayo, y la mediana vivía feliz con sus dos hijos. Si les dolía mi marcha, no me lo hicieron saber, o al menos yo no lo sentí.
El día de mi partida fue menos trágico de lo que había imaginado. Supongo que mis padres pensaban que cuando se me acabara el dinero tendría que volver a casa sin aquellos pájaros que poblaban mi cabeza y comenzar a tomarme en serio eso de vivir. Me llevaron al aeropuerto, me despidieron con dos fuertes abrazos y, después de decirles adiós, no quise volverme porque sabía que mi madre estaría con la lágrima a punto de caramelo. Pero también porque no quería sentirme mal por lo feliz que era marchándome de su lado.
Sin embargo, después de la hora escasa de vuelo, del taxi al centro y de la fallida entrada en mi nuevo hogar, allí estaba yo, con mis grandes planes destruidos, o al menos aplazados, sentado en un banco de la plaza de Isabel II sin saber bien qué hacer.
Después de una hora decidí dejar de sentirme ridículo y plantarme en el que ya era mi piso. Me esperaba el hermano de la dueña, todo sonrisas y disculpas. Me contó que había ligado con un tío la noche anterior y que, como no tenía mucha pasta ni tampoco intimidad en su casa, había decidido utilizar como picadero una última vez el que ya era mi piso. Vaya, pensé animándome de pronto, tampoco tenía tantos motivos para estar triste; al fin y al cabo era sábado, y quizá yo pudiera empezar también aquella misma noche a salir por discotecas «de ambiente» sin temor a que alguien me reconociera y fuera con el cuento a mis padres.