11

DANIEL

CUANDO moví la pierna me di cuenta de que había alguien en mi cama. Intenté hacer memoria. Salí a cenar con Pablo y con Luis, luego nos fuimos a tomar una copa, después nos metimos en el Why Not a tomar otra, y luego otra, y después también otra. Sí, creo recordar que ellos se largaron porque me habían dejado con un ligue, por lo tanto el tío que me daba la espalda debía de ser un cordobés bastante mono que estudiaba Empresariales. Quise incorporarme para verle la cara y certificar su identidad, pero él se me adelantó, se dio media vuelta y nuestras miradas se toparon. No era el cordobés.

—¿Quién eres? —le pregunté con los ojos abiertos como platos—. Tú no eres cordobés, ¿verdad?

—Vaya, ayer estabas más cariñoso. Bastante más cariñoso, diría yo.

Intenté escarbar de nuevo en mi memoria. Él lo notó.

—El cordobés acabó dándote puerta porque no entendía lo que le decías, ibas un poco tocao. Yo también, aunque no tanto como tú, y tengo que decirte que te olvidaste pronto del otro. Me asombró tu capacidad de recuperación, porque a las primeras de cambio intentaste meterme en tu cama.

—Pues parece que no te resististe mucho. —Me picaron tanto sus palabras que se me vino a los labios una contestación algo resabiada, y sellé mis labios para no seguir metiendo la pata.

El tío no estaba mal. Mucho mejor que el cordobés, que resultó ser un niñato de provincias que pretendía tomarse un café al día siguiente para que nos conociéramos mejor antes de follar. Qué manía con lo de los cafés. Puede llegar a ser más embarazoso tomarse un café que follar.

—Creo que he salido ganando con el cambio —solté, y no mentía—. ¿Cuántos años tienes?

—Cuarenta y uno. Bien puestos, creo.

Creía bien. O al menos eso intuía yo, porque todavía no había tenido la oportunidad de hacerle un reconocimiento exhaustivo. La persiana estaba casi echada, así que me levanté a subirla un poco más con la excusa de saber la hora y poder mirar el reloj que había en la mesilla de noche.

—¡Las dos de la tarde! —exclamé falsamente asustado.

Aproveché para mirarlo. Sí, valía la pena. Moreno, rostro anguloso, bonitos ojos, sonrisa agradable. Y, lo mejor de todo, tenía todas las piezas dentales.

—¿Estás examinándome?

Me había pillado. Podría haberle mentido, pero estaba corto de reflejos. Preferí guardar silencio en vez de inventarme una respuesta idiota.

—Ven a la cama —me propuso.

—¿Es una orden? —pregunté con un tono de voz que bien podría haber utilizado Mae West. O, mejor, una aspirante a Mae West.

No respondió. Me agarró del brazo, me tumbó en la cama y me metió la lengua en la boca con una voracidad que me sacudió toda la tontería que llevaba encima. Cuando se puso sobre mí noté que estaba empalmado y, como es lógico, no me costó nada empalmarme también. Me acariciaba el cuerpo con ansia, y su lengua comenzó a viajar de mi boca al cuello, de ahí a las orejas y volvió de nuevo a juntarse con mi lengua para después descender a mis pezones y recrearse en ellos alternando lametones y mordiscos. Lo aparté de mí con brusquedad.

—¡Para! —le exigí con rabia.

—¿No te gusta? —preguntó desencantado.

—¡Estoy a punto de correrme!

Se lo dije cabreado, como si él tuviera la culpa de hacerme disfrutar tanto y tan rápido. Al darme cuenta de lo absurdo de la situación no pude evitar que me entrara la risa: estaba riñendo a un tío porque me estaba matando de gusto. Él se relajó y también comenzó reírse.

—Necesito un café, ¿te apetece uno? —le propuse.

—Vale. Te ayudo.

—No hace falta. Vuelvo en un momento. ¿Con leche o sin leche?

—Solo.

Regresé con dos cafés bien cargados. Creo que ambos los necesitábamos.

—¿Cómo me llamo? —preguntó entonces él de sopetón.

Mierda. Me había pillado desprevenido, el tío no era tonto.

—¿Acaso crees que no lo sé? —respondí intentando hacerme el ofendido, pero no coló.

—Pues claro que no lo sabes. Daniel, me llamo Daniel. Y tú eres Jorge. ¿Ves? Yo sí que me acuerdo de tu nombre.

—Vale, lo reconozco, no me acuerdo de nada. No sabía cómo te llamabas, no sé si me dijiste tu edad, no sé en qué trabajas, de dónde eres ni dónde vives… Es más, ni siquiera sé cómo has llegado hasta mi cama. Pero da igual, estoy contento de que estés aquí.

Sonrió, y a mí me dieron ganas de abrazarle.

—Yo también estoy muy contento de haber venido. Cada vez más. Me hace gracia que te enfurruñes con tanta facilidad —reconoció Daniel.

—Mi padre me llama el pequeño dictador.

—Tu padre debe de ser un tío muy listo.

De lo que menos me apetecía hablar en aquel momento era de mi padre. Me bebí el café de un sorbo y volví a meterme en la cama.

—¿Qué tal si comenzamos de nuevo, Daniel?

—Será un placer, cascarrabias.

Retomamos el trabajo que habíamos iniciado anteriormente todavía con más ganas. Nuestros dedos recorrieron nuestros cuerpos a todas las velocidades posibles y las lenguas hicieron parada y fonda en nuestros sexos, y cuando parecía que ya no nos quedaba más que corrernos preguntó:

—¿Tienes condones?

—¿Para qué? —repliqué casi angustiado.

Se incorporó de golpe.

—No vas a dejarme que te la meta, ¿verdad? —dedujo.

No fui capaz de mirarle.

—Nunca me lo han hecho. Me hace daño.

Al escucharme me dieron ganas de pegarme, por gilipollas. Parecía una novicia.

—Joder, qué trabajera me vas a dar. Vamos a corrernos antes de ir a comer, porque tendrás hambre, ¿no?

No me dio tiempo a contestarle, pues al tiempo que me metía la polla en la boca él hacía lo mismo con la mía. Y sí, antes de irnos a comer, nos corrimos.

La primavera estaba estrenándose y apetecía pasear por Madrid. Y más a su lado. Cuando vivía en Badalona nunca quedaba a la luz del día con ninguno de los tíos que conocía por la noche; mis relaciones se iniciaban con la caída del sol, finalizaban justo antes del amanecer y entraban a formar parte del olvido en cuanto ponía los pies en el octavo tercera. En Madrid es donde fui capaz de ver por primera vez de día la cara de algunos de mis amantes.

Atravesamos la Plaza Mayor para coger la calle Toledo y luego acabar en la Cava Baja. Era sábado y la gente tenía tomada la calle.

—¿Hace una caña, moreno?

El tal Daniel estaba consiguiendo que me sintiera muy a gusto a su lado.

—¡Ay, sí! Así equilibramos el pH.

Me sorprendió cuando en plena plaza Mayor me agarró de los hombros, me besó los labios y me dijo al oído:

—Hace un día cojonudo. Me encanta pasarlo contigo.

En la Cava Baja, y ya con las cañas en la mano, brindamos y, mirándome a los ojos, dijo:

—Por nosotros.

Y después de brindar volvió a besarme los labios sin importarle que estuviéramos rodeados de gente que no conocíamos. En vez de ponerme nervioso, me tranquilizaba estar al lado de alguien tan decidido.

Trabajaba dando clases de literatura española en el Beatriz Galindo.

—¡Conozco el instituto! Sale en Nubosidad variable, mi novela favorita —respondí yo emocionado.

—Cierto, ahí estudiaban las protagonistas cuando eran jovencitas.

—«Y él dijo, deteniéndose debajo de la luz de un farol, antes de besarme: “¿No te parece que ahora es siempre?”. Y entonces supe que ese amor me iba a asesinar lentamente porque no era para durar». ¡Me sé partes del libro de memoria!

—¿Otra caña, moreno?

—¡Claro que sí!

Cuando regresó con ellas de la barra comencé a contarle un viaje que había hecho a Cádiz. Todavía estaba en la facultad, salí de copas una noche y ligué con un soldado alicantino que estaba de permiso. No llegamos a acostarnos, pero paseamos por la ciudad de noche y aprovechamos los portales para besarnos y hacer planes para el día siguiente.

—Lo cité a las dos en un bar que hay en el callejón del Tinte porque sale en el libro de Martín Gaite. Lo esperé con un fino, que es lo que se toma Mariana León, una de las protagonistas, mientras aguarda a que llegue un exnovio guapísimo. A las tres de la tarde me di cuenta de que el maldito soldado no aparecería y ¿puedes creerte que me llevé uno de los mayores disgustos de mi vida?

—¿Porque un tío que habías conocido la noche anterior y con el que ni siquiera te habías acostado no apareció al día siguiente?

—Así era yo de imbécil. Y de enamoradizo. Estaba tan solo que era capaz de agarrarme a un clavo ardiendo.

—Pobrecito. Suena a una novela de Dickens pero en plan gay adolescente.

—¿Estás riéndote de mí, Daniel?

—No. De verdad.

Daniel se puso serio. O al menos lo intentó, pero se notaba que tenía que hacer grandes esfuerzos para no descojonarse.

—Sigo. Me presenté en el hostal donde me dijo que se alojaba y descubrí que ya había dejado la habitación. Entonces me puse a recorrer las calles de Cádiz como si fuera un zombi; después de pasear por aquellos lugares donde lo había cogido de la mano o donde lo besé, volví a mi hotel y me encerré en la habitación hasta el día siguiente. Adelanté el viaje de vuelta y llegué a Barcelona deshecho, incapaz de asumir que me habían dejado plantado. Después me pasé una temporada escuchando una y otra vez las habaneras de Cádiz cantadas por María Dolores Pradera y mis padres me decían: «Hijo, sí que te ha gustado la ciudad», y yo callado y pensando: «¡Ay, si yo os contara!» Porque la historia tenía tela, no podía ser más folclórica: Cádiz, un soldado y un jovencito suspirando por él. ¡Tócate los cojones!

—¿Lo saben en tu casa?

—Hay dos preguntas que detesto: esa es una. La otra es: «¿De qué signo eres?».

—No lo saben, ¿verdad?

—No. ¿Y en la tuya?

—Mis padres murieron sin saberlo, pero a la única hermana que tengo se lo conté hace ya muchos años, cuando yo era un adolescente. Aunque no soy de presentarle muchos novios, ¿eh?, que luego les coge cariño y cuando lo dejamos quiere seguir manteniendo contacto con ellos.

—¿Has tenido muchos?

—Unos cuantos. A ti no te pregunto porque se nota que no.

—¿Y en qué se nota, si se puede saber?

—Ya te lo iré contando. Si seguimos viéndonos, claro.

No contesté, pero estaba deseando decirle que claro que quería seguir viéndolo. Es más, cuando nos tomamos la tercera caña se me soltó la lengua y le propuse regresar a mi casa.

—Así que quieres volver a acostarte conmigo.

Su respuesta me dejó desconcertado.

—Bueno… No estaría mal. Creo que nos lo hemos pasado bien.

—Y seguro que nos lo pasaremos mejor, Jorge. Pero no hoy. Tienes pinta de ser de los que desaparecen en cuanto echan un polvo y, aunque suene antiguo, prefiero dejarte con las ganas y pensar que al menos vas a plantearte llamarme. Acábate la caña, que nos vamos. Hoy tengo una cena y antes quiero descansar un poco. Ha sido una noche muy movida.

Cuando pronunció la palabra «movida» entrecerró los ojos y el vicio inundó sus pupilas, o al menos así me lo pareció a mí.

—Daniel, acabo de empalmarme.

—Eres más previsible de lo que imaginaba. Venga, que te acompaño hasta el portal de tu casa y luego me pillo un taxi. Por cierto, te he dejado mi número de teléfono en la cocina. Mañana no tengo planes.

No pude ni quise resistirme. Le di un morreo con tantas ganas que hasta una pandilla de jóvenes que pasaba por nuestro lado exclamó: «¡Vivan los novios!». Y yo pensé para mi capote, como decía mi abuelo: «Coño, qué bien se vive en Madrid».

Llamé a Pablo y a Luis para ver si me invitaban a cenar aquella noche en su casa.

—Y así os cuento cómo me ha ido todo…

—Anda, vente, no te hacen falta excusas —me dijo Pablo riéndose.

Vivían cerca de mí, por Noviciado. Antes de ir hacia su casa pasé por El Corte Inglés de Callao y compré dos botellas de vino. Estaba contento. En cuanto abrieron la puerta y me vieron la cara se miraron entre ellos y pronunciaron la misma frase:

—¡Has pillao!

—Sí, pero no con el cordobés. ¿Me dejáis pasar o tomamos una copa en el rellano?

—Tranquilito, ¿eh? —me aconsejó Pablo—. No te pongas rabi.

«Rabi» venía de «rabioso».

—¡Estáis fumando! ¿Lleváis toda la tarde fumados? —los acusé—. Entonces no os vais a enterar de lo que voy a contaros. ¡Joder!

Luis fue a la cocina a por una cerveza y Pablo se quedó mirándome sin pestañear, aturdido, superado por mi verborrea.

—Jorge, es sábado, pon el freno. Nos hemos fumado un par de porros, pero no te preocupes, que ahora cenamos y te prestamos toda la atención que te mereces, que creo que va a tener que ser mucha. ¿Quieres una calada?

—No, que me da mucha hambre. Bueno, va, dame una. Pero que no me toque la pava, que siempre me hacéis lo mismo.

Pablo era de Plasencia y Luis de Pamplona. Ambos tenían mi misma edad, se habían conocido estudiando Periodismo en Salamanca, se habían hecho novios y hasta hoy. Ninguno había estado antes con otros tíos ni se habían acostado con otros siendo pareja. A mí aquello me parecía por una parte cienciaficción y por otra algo envidiable, y se lo repetía cada vez que los veía, que era muy a menudo, pero Pablo siempre me respondía lo mismo:

—Oye, Jorge, que la pareja tampoco es la panacea. Y no te quejes que tú te lo pasas de puta madre, no tienes que dar cuentas a nadie y estás con los tíos que te da la gana. A ver cuándo empiezas a darte cuenta de que hay mucha gente que envidiaría la vida que llevas.

—Pero yo quiero tener novio, estoy harto de lo mismo.

—¿Ah, sí? ¿Estás harto de conocer gente nueva?, ¿de acostarte con tíos diferentes?, ¿de que cada noche que salgas pueda convertirse en una fiesta? Cállate, por favor, no digas tonterías.

Visto desde fuera tenía razón, pero yo llevaba muchos años soñando con que apareciera un hombre que me liberara de mis tortuosos sentimientos de culpa y que me alejara de los peligros del mundo nocturno y de la carne débil. Cada vez que me ponía lírico, trágico o ambas cosas a la vez, recurría a Pablo y este me decía:

—Jorge, llevas toda la vida castigándote por tu comportamiento. Eres como eres: te gusta salir, te gusta la noche, te gusta estar con unos y con otros, ¿qué tiene de malo eso? Deja ya de juzgarte, de tener mala conciencia por pasártelo bien. Joder, pero ¿tú de dónde has salido?

Envidiaba a Pablo. Provenía de una familia de izquierdas, su padre era político, su madre cantante y tenía cuatro hermanos mayores con los que se llevaba de cine.

—Mientras tú de pequeño le cortabas embutidos a Felipe González y pasabas todos los 25 de abril en Lisboa festejando con tu familia la Revolución de los Claveles, yo estaba encerrado en mi diminuta habitación del octavo tercera devorando a Delibes y a Torrente Ballester. No es lo mismo.

—Jorge, no me toques los huevos. Cuando le dije a mi padre que era homosexual, así, con esa palabra, se quedó lívido, tardó largo rato en reaccionar, y cuando lo hizo fue para preguntarme con un hilo de voz si tenía pensado cambiarme de sexo. Ninguna familia es fácil, y cuando haces ese retrato tan idílico de la mía no la reconozco, de verdad. No voy a decirte que te sinceres con tus padres, cada uno sabe lo que tiene en casa, pero tampoco pretendas que se acerquen a ti si no te explicas.

—Cuéntame cómo os liasteis Luis y tú.

—Entendido, no quieres seguir escuchando.

Tenía razón: cuando las conversaciones con Pablo llegaban al punto en el que tenía que revisar algún aspecto de mi vida, prefería evadirme. No estaba preparado porque era consciente de que mis años iban transcurriendo a tientas, era incapaz de sanar mis heridas, las ocultaba con parches que, prendidos con alfileres, no tardaban en caerse dejando al descubierto heridas aún abiertas, y por eso, cuando advertía que el dolor iba a aparecer de nuevo, me gustaba refugiarme en la historia de Pablo y Luis.

—¿Cuántas veces te la hemos contado ya? Debes de sabértela de memoria.

Era verdad. Hasta tal punto que a veces me atrevía a hacerle alguna corrección, ya que él se olvidaba de pequeños detalles de su propia historia.

A pesar de todo, con voz cargada de paciencia, comenzó:

—Compartíamos piso con otras dos chicas en Salamanca. Yo estaba colado por un camarero con el que jamás llegué a nada, un tío que estaba buenísimo, rollo surfero, y Luis por aquella época estaba a su bola. Todavía hoy asegura que no le iban los tíos, pero yo creo que ya le iban más que mí, que ya es decir. Al principio él no me atraía, yo para eso he sido siempre muy obvio: me tiraban los músculos y los canallas. Pero fíjate que, estando a punto de finalizar la carrera, después de vivir cuatro años juntos, comenzamos a darnos cuenta de que nos gustábamos.

—Qué bonito, ¿no? —sostuve tras darle una calada profunda a un porro y otorgándole a la anodina frase intensidad suficiente como para que pareciese que se tratara de un pensamiento de María Zambrano.

—Si te pones así no sigo, Jorge.

—¿Así cómo? —pregunté inocente.

—De idiota.

El efecto del porro se diluyó al momento.

—Vale. Ahora viene lo de la cafetería, ¿verdad?

—Espeeeeera, todavía no. Primero comenzamos a buscar tiempo para vernos a solas fuera de la casa, no queríamos estar con nuestras dos compañeras de piso y necesitábamos pasar tiempo juntos sin nadie a nuestro alrededor. Pero no te creas que pasaba nada, ¿eh? Paseábamos, íbamos al cine, nos emborrachábamos con vino barato porque no teníamos ni un duro y por las noches nos quedábamos en un salón muy pequeño que había al lado de la entrada viendo la televisión encima de un colchón. ¡Nos tragábamos lo que nos echaran! Nuestras compañeras de piso se iban a la cama agotadas y nosotros nos quedábamos solos viendo programas absurdos y haciendo piececitos.

—¿Cómo?

—Bueno, jugueteábamos, tonteábamos con los pies, los entrelazábamos de tal manera que llegarías a fliparlo. Nos íbamos a la cama con un dolor de huevos que no puedes imaginarte, pero éramos incapaces de hablar a las claras sobre…

—Aquel sentimiento que os estaba consumiendo.

—Estaba a punto de pronunciar una frase tan ridícula como esa, gracias por tomar la delantera y evitar que me sintiese un gilipollas.

—De nada. ¿Entonces fue cuando quedasteis en la cafetería España?

—Cómo se nota que ya te sabes la historia. Así es, le dije que tenía que hablar con él en ese lugar. Faltaban pocos días para las fiestas de Navidad, él se marchaba a Pamplona y yo a Plasencia… Me entró el agobio, no me veía capaz de pasar tantos días sin verlo y decidí confesarle lo que sentía por él.

—¿Te costó decírselo?

—No, la verdad es que no. Bueno… no sé. Mira, en Salamanca, cuando pedías un café te ponían también una tapa, y recuerdo que antes de hablar se me cayeron unas natillas al suelo de lo nervioso que estaba. Pero cuando comencé a explicarme me relajé, le dije que estaba empezando a sentir algo muy fuerte por él, que creía que me estaba enamorando, y él contestó que le pasaba lo mismo. Al final todo fue muy sencillo, y decidimos adelantar nuestro regreso de las vacaciones para estar solos en el piso.

—¿Y qué pasó cuando volvisteis? —Yo lo preguntaba con ferocidad profesional, como si estuviera entrevistando a una de las famosas habituales para Pronto, pero la verdad era que me sabía la historia de memoria.

—Que una de nuestras compañeras estaba ya en el piso y aquella noche tuvimos que follar haciendo el menor ruido posible para que no se enterara. Mira que lo tuvimos complicado, porque durante el polvo no sé qué pasó que a mí se me quedó el condón dentro y nos dio un ataque de risa horroroso, tuvimos que taparnos con las almohadas para intentar que no saliera ningún ruido de la habitación. Esa es otra, la de los condones: tú sabes que el de Pamplona los tiene cuadraos, así que aunque le juré y le perjuré que no había estado con ningún hombre me obligó a hacerme la prueba del sida.

Miré para otro lado. Era la parte de la narración que menos me gustaba.

—Me las hice y di negativo, claro. Quizá sea algo que deberías plantearte en serio, ir a un centro de salud y hacértelas de una puta vez —me soltó sin ningún disimulo.

Pese a que les había explicado una y mil veces el terror que para mí suponía pasar por aquel trance, ni Pablo ni Luis entendían que yo prefiriera vivir en la ignorancia:

—Pero si además nosotros te querríamos igual, ya lo sabes.

Y poniendo voz de entregada monjita comenzó a decirme al oído mientras me acariciaba exageradamente un brazo:

—Y te cuidaríamos y estaríamos al tanto de que te tomaras la medicación, y te prepararíamos calditos en invierno y gazpachos no muy fríos en verano. ¿A que sí, Luis? —gritó Pablo desde el salón. Pero Luis no contestó, llevaba tiempo en la cocina hablando por teléfono. Ante su silencio, Pablo cambió el tono y se puso serio:

—Tienes que hacértelas. La gente ya no se muere, convive con la enfermedad. Mucha más gente de la que tú crees, incluso compañeros de trabajo.

—¿Quiénes?

—No te lo voy a decir, pero más de los que te imaginas. Y llevan una vida normal.

—Bueno, tal vez después del verano —concedí remolón.

—Jorge, cuando te pones así te daría de hostias.

—¿Os seguís hablando con vuestras compañeras de piso? —Cambié de conversación más que nada por ver si había suerte, no creía que fuera a colar, pero Pablo estaba tan acostumbrado a mis giros que pasó sin transición de darme la charla a continuar con su historia de amor en Salamanca.

—Al principio nos costó, porque cuando se enteraron de lo nuestro fue una tragedia. Resulta que una estaba enamorada de Luis y la otra de mí. De risa, vamos. Y por las noches, en vez de dedicarnos a follar, teníamos que ir a consolar a cada una de nuestras enamoradas hasta que se quedaban dormidas.

—¿Y luego?

—Jorge, pero si ya lo sabes. Pasamos el curso como pudimos, evitándolas siempre, a veces no salíamos de la habitación para no coincidir con ellas, y en cuanto acabamos la carrera nos vinimos a Madrid.

Fue en Madrid donde los conocí. Primero a Pablo, en la rueda de prensa de una estrella norteamericana que venía a promocionar una película. Trabajaba en la radio, como su novio, en el mismo programa de tarde que conducía una periodista de esas que se autodenominan «de prestigio».

Luis apareció en el salón con otra cerveza en la mano.

—Mira que eres pesao, Pablo, el que dijo de ir a hablar contigo a la cafetería España fui yo.

—Esta es nuestra eterna lucha, Jorge; él dice eso y yo estoy convencido de que fui yo el que dio el primer paso. Por cierto, ¿con quién hablabas?

—Con Inés.

Inés era la periodista de prestigio para la que ambos trabajaban en la emisora.

—¿Y qué le pica un sábado por la noche a la pesada esa?

—Lo de siempre —respondió Luis—: que a ver si nos ponemos las pilas para llevar a gente de primera a las entrevistas. Se piensa que con sólo pronunciar su nombre los personajes van a decir que sí al momento, pero ¿a quién le importa que lo entreviste esa tía cuando por hacerlo en la tele cobran un pastón? Por cierto, Jorge, en septiembre comienza a hacer radio Linda Rubio, y están buscando a gente para hacer crónica social. ¿Quieres que te echemos un cable?

—¿Linda Rubio? Pero ¿esa no es la que presentaba la quiniela hípica en Televisión Española? —añadí yo con un poso de maldad.

—La misma.

—Te vendría bien empezar a hacer otras cosas —me aconsejó Pablo—, aunque sea con ella. Qué coño, Luis y yo vamos a hacer todo lo posible para que trabajes con Linda y sepas lo que significa estar al lado de una estrellita de ese calibre. De abrirse las venas, te lo puedo asegurar.

—¿Inés también es así?

—Inés es una tonta con ínfulas, pero tonta, tontísima. Sin embargo, fíjate, la Rubio tiene pinta de ser una hija de puta en toda regla.

—Bueno, haced lo que queráis. Por cierto, la revista me manda este verano a currar a Marbella. ¿Vendréis a verme?

—Hombre, si nos deja el tío ese que te ha dejado un poco más idiota de lo que eres, quizá podamos hacerte una visita. ¿Cómo se llama? ¿Cuándo nos vas a contar lo de anoche?

—En cuanto me líes un porro.

Pablo se puso serio.

—Que sepas que es el último que te lío.

Nos dio la risa a los tres. Llevaba pronunciando la misma frase desde el día que nos conocimos.