10
BIENVENIDA A LA MANCHEGA
MARI, hazte a la idea de que tu hijo no vuelve.
Se lo dije nada más entrar en el piso, después de que lo hubiéramos dejado por segunda vez en el aeropuerto rumbo a Madrid. Así como la primera vez había llegado a casa hecho polvo, entonces estaba tranquilo, incluso feliz, qué coño, aunque por mi carácter me cueste tanto utilizar ese tipo de palabras, puesto que me parece que me vienen grandes.
—Mari, ponme un Baileys, anda, que las fiestas navideñas han sido cojonudas.
—¿No te iría mejor un Bitter, después de todo lo que nos hemos zampado?
—Que no. Un Baileys con dos hielos. Hoy que es Reyes acabamos de ponernos tibios y mañana empezamos a cuidarnos otra vez. Que ya vamos teniendo una edad.
Hacía cuatro meses que no lo veíamos, desde que en septiembre se marchara a Madrid. Habíamos hablado por teléfono, sí, y la verdad es que lo notábamos contento, pero yo sé que él se calla muchas de sus cosas para no preocuparnos. Regresó para la Navidad, como dicen en el anuncio, aterrizó en Barcelona el 23 de diciembre y nos dijo que quería pasar todas las fiestas en familia. «Qué raro», pensé para mis adentros —o «para mi capote», como le gustaba decir a mi padre—, porque en los últimos tiempos antes de dejar nuestra ciudad huía de nosotros como un gato escaldado. Por eso cuando me vio nada más bajar del avión y se lanzó a darme un abrazo, se me cayeron los cojones al suelo. No recuerdo que jamás me hubiera abrazado tan fuerte, y encima delante de tanta gente. No lo pude evitar y se me puso una sonrisilla de esas que tanta gracia le hacen a la Mari.
—Mira a tu padre, ya está poniendo la boquita de piñón. ¡Ay, cómo se le cae la baba con su hijo!
Tenía razón la Mari. Como siempre.
Cuando llegamos a San Roque todo le parecía maravilloso, como si no hubiera vivido nunca aquí, el tío. Y al entrar en el octavo tercera se le quedó tal cara de pasmao que tuve que decirle:
—Nene, no exageres, que sólo hace cuatro meses que no estás aquí.
—Ya, pero es que se está tan bien en la casa.
Y examinó nuestra mierda de piso como si estuviera contemplando uno de los salones de La Alhambra.
Qué bonita La Alhambra. Y el Generalife. Qué bien me lo pasaba cuando llegaban las vacaciones y venga, ¡carretera y manta! Cómo me gustaba viajar de madrugada. Me iba a dormir bien pronto para levantarme fresco a las cuatro de la mañana y siempre, al despertar, me encontraba a la Mari dándole a la plancha. Nunca se acostaba la noche antes de irnos de vacaciones, vaya palizones se pegaba con la plancha y las maletas. Y luego yo tenía los santos cojones de quejarme cuando ella se olvidaba algo, como lo de la toalla. Más de treinta años juntos y al acabar de ducharme siempre la misma cantinela:
—Mari, la toalla.
Entonces la Mari abría la puerta y me daba la toalla y dejaba la muda encima de la taza del váter. Si no estaba la Mari tenía que echar mano de alguno de mis hijos, pero no era lo mismo. Prefería que me la diera ella, porque cuando abría la puerta del lavabo yo corría la cortina de la ducha y le enseñaba la picha. Y nos entraba una risa muy tonta al acordarnos del primer día que le hice aquello. Fue la primera vez que nos acostamos, en un hostal muy humilde de la Barceloneta. El Rompeolas, se llamaba.
Tendría yo dieciocho años, y hacía uno que la Mari y yo nos habíamos conocido en un baile de Badalona. Al principio ella se pensaba que no me gustaban mucho las tías, porque yo iba a todos los sitios con el Mercadé, un vecino de mi calle que el pobre… Joder, qué habrá sido de él. A veces tengo mala conciencia, veo a mi hijo, y pienso en él y no sé si lo ayudé lo suficiente. Nunca supe qué hacer ni qué decirle cuando me contaba sus cosas. Me cago en la puta, qué mal tuvo que pasarlo.
—Mari, ponme otro Baileys. Me está sentando bien.
—El último, ¿eh?
No quería ponerme triste. Las fiestas habían sido de cojón de mico. ¡Pobre Mercadé!
—¿Te acuerdas de cuando te enseñé la picha en la ducha del hostal?
Nos reímos.
—Anda, Mari, ponte tú otro, a ver si acabamos la noche como Dios manda.
Nada más conocerla, al poco de hablar con ella, me di cuenta de que no era como las demás. Porque las demás no hablaban, se limitaban a sonreír como si fueran idiotas y a decir a todo que sí; en cambio, la Mari me dijo toda seria en cuanto bailamos nuestra primera canción:
—¿Por qué no me sacas de aquí y me llevas a dar una vuelta por la Rambla? Estoy de Bonet de San Pedro y su Mirando al mar hasta el coño.
Me hizo gracia que utilizara aquella palabra, aunque a mí sí que me gustaba Bonet de San Pedro. Y Jorge Sepúlveda. Y José Guardiola no tenía nada que envidiar a los cantantes italianos, ¡menuda voz!
—¿A ti no te gustan estos cantantes?
—Sí, pero si los escucho muy seguidos me aburren. Prefiero bailar.
Me despedí del Mercadé con una mirada y la Mari y yo nos largamos del baile. Apolo, se llamaba la sala, y era un sábado, a eso de las ocho de la tarde.
—No quiero entretenerme mucho, no puedo llegar a mi casa más tarde de las diez —me advirtió ella.
—¿Dónde vives?
—En el barrio de La Salud.
—No eres de aquí, ¿verdad?
—No, soy de un pueblo de Albacete.
—Si quieres te acompaño hasta tu casa.
—Bueno.
Me contó que estaba a punto de cumplir los diecisiete y llevaba cinco años trabajando en el taller de una tal Mercedes.
—Estoy aprendiendo a zurcir. Me pagan muy poco, por eso tengo que llevarme ropa a mi casa los sábados y domingos y debo echar una mano, porque mi padre está malo del corazón y no puede trabajar muchos días seguidos sin tener que parar alguno para descansar. Hoy he salido de milagro, fíjate, y cuando llegue tendré que ponerme a zurcir tres pantalones. ¿Tú de qué trabajas?
—No trabajo, estudio. Mi padre no quiere que me ponga a trabajar porque dice que empezarán a gustarme los cuartos y entonces no llegaré a ser perito industrial.
—¿Se te dan bien los estudios?
—Sí, la verdad es que sí. Las matemáticas sobre todo, pero el latín se me atraviesa un poco.
—No me extraña, a mí me da miedo cuando se lo escucho a los curas.
Nos reímos. La Mari siempre me ha hecho mucha gracia. Incluso cuando nos cabreamos tengo que meterme muchas veces en el váter para aguantarme la risa. A mí que nuestro váter sea tan pequeño me parece ya una ventaja: me siento en la taza, apoyo la barbilla en la pila, cierro los ojos y me pongo a pensar. O descanso. Cuando entro en algunos lavabos donde la taza está separada de la pila me parecen muy incómodos, porque no dan ganas de quedarse un rato a descansar después de haberse uno aliviado.
Creo que la Mari y yo nos hicimos novios la misma noche que nos conocimos. Seguimos hablando sin parar hasta que llegamos a su casa, y al despedirnos le arreé un beso con lengua que me dejó loco.
—¿Nos vemos mañana? —pregunté.
—Pues claro.
Y nos vimos al día siguiente. Y al otro. Y al otro también. Yo seguía estudiando, pero cada vez con menos pasión. En cuanto acababa las clases me plantaba delante del taller de la Mercedes y esperaba a la Mari en la puerta. Me gustaba todo de ella: su cintura estrecha, sus ojos violetas, su boca carnosa, lo malhablada que era, sus faltas de ortografía, aquella letra tan picuda que demostraba que había pasado poco por la escuela… Pero, sobre todo, me gustaba que no se hiciera la estrecha cuando nos tocábamos. Yo le enseñé a meneármela, y ella me mostró cómo tenía que tocarla para que se corriera de gusto. Pocas noches volvimos a casa sin habernos corrido. Incluso en Semana Santa, que en aquella época tenía mérito, porque el ambiente no invitaba al cachondeo. Joder, qué trajín con la muerte de Jesucristo, la de años que llevábamos llorando por ella y el luto no se relajaba nunca. Uy, el Baileys, que me está haciendo efecto. Total, que digo yo que deberíamos habernos acostumbrado, pero, coño, parecía que todos los años se moría por primera vez. Ni cines, ni teatros, ni pollas en vinagre. Y las tías en Londres poniéndose minifalda. Si pido otro Baileys la Mari me mata, pero es que me lo estoy pasando tan bien yo solo… Cuando se meta en el baño me echo un chorrito.
Mi padre empezó a notar algo raro. Ya no me quejaba de lo cuesta arriba que se me hacía el latín ni le contaba los avances en las asignaturas. Empecé a saltarme algunas clases, y la cabeza la tenía en otra parte, y es que la Mari me tenía sorbido el seso y el sexo. Una noche mi padre mandó a mi hermana a dormir más pronto de lo habitual y, cuando en el comedor nos quedamos mi madre, él y yo, disparó:
—La del economato me ha dicho que te ha visto pasear por las Ramblas varias veces con la misma chica.
Por el tono de voz advertí que no se alegraba de que tuviera novia.
—Se llama Mari, es de Albacete.
—Vaya, manchega —señaló con desprecio.
Me jodió. Me jodió muchísimo que intentara humillar a mi Mari.
—Bueno, tú eres murciano. Parientes cercanos.
—¡No me faltes al respeto!
Cogí aire. Saqué un cigarrillo del paquete, me lo llevé a la boca, lo encendí con una mezcla de tranquilidad y chulería, le di una calada y, mirándolo a los ojos, le respondí:
—No se lo faltes tú a ella.
Del tortazo que me dio me sacó el cigarrillo de la boca. Cayó al suelo e intenté no alterarme. Volví a cogerlo y le di otra calada. Mi madre se puso a llorar.
—Estás haciendo llorar a tu madre.
—Tranquilo, lleva llorando desde que la conozco.
Me arreó otra hostia, aunque en aquella ocasión me dio tiempo a quitarme antes el cigarrillo de la boca.
—Qué poca vergüenza tienes —sentenció.
—Puede. Pero ten por seguro que si un día veo a la manchega llorar no voy a ser capaz de irme a los toros como si tal cosa por mucho que toree Antonio Ordóñez o el mismo Dios bendito vestido de luces.
Estaba jugando con fuego y lo sabía, pero tenía ganas de saber hasta dónde podía seguir apretando las tuercas. Mi madre continuó llorando y se fue a la cocina. Mi padre agarró con fuerza una botella de Anís del Mono que había encima de la mesa y por un momento me asusté, porque pensé que iba a estampármela en la cabeza, pero en cuanto volvió a dejarla en su sitio supe que había ganado no ya la batalla, sino la guerra.
A mi madre le mataron a una hermana más pequeña que ella durante la guerra. Tenía quince años, la enviaron a comprar azúcar y la reventó una bomba. Dicen que mi madre se quedó muy tocada porque era su hermana favorita, el caso es que yo la he conocido siempre triste. Le afectaban los cambios de estación, las Navidades, la humedad, el frío, el calor, los picores de las fajas, los petardos en las verbenas y en general cualquier muestra de dicha ajena. Recuerdo que un día oyó a una vecina reír a carcajadas y, moviendo la cabeza lentamente, con aire compasivo, como si estuviera perdonándole la vida, pronunció la siguiente frase:
—Claro, como a ella no le mataron a una hermana en la guerra…
Harto de sus continuas quejas, le repliqué:
—Hombre, mama, pero los nacionales fusilaron a su padre.
—No me irás a comparar la muerte de un padre con la de una hermana. Es normal que los padres se mueran, hijo.
—No es lo mismo morir a que te maten.
—¿Me lo vas a decir a mí, que me mataron a una hermana en la guerra?
Era inútil intentar dialogar con ella, porque siempre se salía con la suya; cuando veía que comenzaba a perder pie ponía cara de resignación e invariablemente zanjaba la conversación con la misma frase:
—Es lógico que no me entiendas, eres muy joven…
Y siempre lo decía con un tonillo de superioridad que a mí me ponía frenético.
Pero la verdad es que nunca fui joven, no me dejaron serlo. Por eso les jodió tanto que apareciera la Mari. Por la noche llegaba tan contento que entraba en mi casa silbando, algo que enervaba de una manera muy especial a mis padres, pues no cuadraba con la máxima que me habían inculcado desde pequeño:
—Hijo, tú no te signifiques.
En aquella época tan lúgubre la felicidad era una sospechosa manera de significarse.
Desde que había empezado a salir con la Mari me costaba regresar a casa, sumergirme en aquel ambiente gris y toparme con las miradas cansadas de mis padres. En mi hermana tampoco podía refugiarme: estaba en plena adolescencia, viviendo su particular vía crucis porque en el colegio la llamaban gorda. Me lo contó un día que fui a buscarla al colegio y me la encontré llorando en el patio.
—Me llaman gorda y me tienen envidia porque mis plumieres son mejores que los de los demás —me confesó Carmen entre lágrimas. Pero le presté poca atención, la verdad sea dicha. También me habló de un broche en forma de Bambi que le habían birlado; yo pensé que si no fuera tan pánfila le pasarían menos cosas, pero no se lo dije para no aumentar su sufrimiento.
Y luego estaba lo del sexo, claro, que me tenía inquieto. La Mari y yo no tardamos en darnos cuenta de que no nos bastaba con meternos mano en el cine o por las noches en algún portal. Fue ella la que, viendo una de John Wayne y después de limpiarse los restos de semen de la mano con un pañuelo, me dijo:
—Esto es una guarrada.
Me sentí culpable, como si estuviera aprovechándome de ella. Y lo advirtió.
—Que no, hombre, si no es por lo de la paja. Es que creo que sería más cómodo hacerlo en una cama.
Y al cabo de una semana fuimos a un hostal de la Barceloneta que me había recomendado un amigo.
—Descuida, no os harán preguntas —me explicó—, están acostumbrados a que las parejas de novios vayan allí a follar. Además, como está cerca del puerto, la dueña está hecha a que por allí paren muchas putas. Con lo guapa y lo fina que es la Mari, va a pensarse que se le ha aparecido la mismísima reina de Saba.
Hicimos el trayecto Badalona-Barcelona en silencio, hechos un manojo de nervios. El hostal estaba en un segundo piso, en una zona repleta de cervecerías que despedían un olor a fritanga que echaba p’atrás.
—¿Quieres que nos tomemos algo antes? —le pregunté.
—No, no, mejor no. Vamos ya, que parece que todo el mundo me está mirando.
Pero si la miraban era por guapa. Qué guapa era la Mari, joder. De caerse de culo. Cuando paseaba con ella tenía sentimientos encontrados. Por un lado me decía: «Joder, menuda mujer llevo a mi lado», y por otro no paraba de preguntarme qué coño hacía yo con alguien como ella. Incluso mi madre, que era poco dada a repartir halagos, llegó un día del cine, varios años después de que nos hubiéramos casado, y me dijo:
—Jorge, he ido a ver una de la Loren y en las fotos que ponen en la entrada me he dado cuenta de que, al taparle la cara de la nariz para abajo, es igual que la Mari.
Lo repitió durante tanto tiempo, tantas veces le dijo a todo el mundo durante años lo guapa que era la Mari, que el día que enterramos a mi madre yo me extrañé de que ella apareciera con un abrigo lila muy bonito, con unos ribetes negros en el cuello, que le quedaba muy bien. No sé, me quedé un poco impactado al verla y no supe qué decirle; estaba impresionante, pero me daba a mí que no había elegido la ropa más adecuada para el sitio al que íbamos a ir. Como notó mi desconcierto, me explicó el porqué de su atuendo:
—Mira, Jorge, tu madre siempre decía: «¡Qué guapa es mi nuera!», y yo quiero ir así al entierro para que me vea bien guapa antes de que la encierren en el nicho.
Coño, que me estoy poniendo a llorar. Y la Mari mirándome de reojo. Pensará que es del Baileys.
La habitación del hostal Rompeolas, fea y pequeña, daba al mar. Había colgado un cuadro del arcángel San Gabriel que brillaba en la oscuridad y la Mari lo puso de cara a la pared, «porque una cosa es que yo no crea en los curas y otra es que ese señor me vea las tetas».
—¡Y el trigémino! —rematé yo.
Qué risa nos entró cuando pronuncié aquella palabra tan absurda. Me gustó que la Mari no tuviera remilgos a la hora de quitarse la ropa y que no me obligara a que la habitación estuviera a oscuras. Había quedado claro que a los dos nos gustaba el sexo, y ella no era de las que se sentían guarras por hacerlo. Para los dos era la primera vez, y yo estaba tan alterado que me corrí nada más metérsela. Fui a por un cigarro, me tumbé a su lado y sonreí con aire triunfal hasta que me confesó:
—Jorge…
—Dime —acerté a responder casi entre suspiros.
—Que yo no me he enterado.
Me quedé planchado, sin saber qué decir, hasta que ella volvió a sugerirme:
—Apaga el cigarro, anda, y vamos otra vez a la faena.
Volvimos «a la faena» y aquella vez llegamos a corrernos los dos. Descansamos un poco y comenzamos a juguetear de nuevo. Me gustaba tocarle las tetas y darle mordiscos suaves en los pezones, hasta que ella me empujó la cabeza con las manos para que bajara a su sexo. Después de lamérselo un rato ella hizo lo mismo con el mío y volvimos a corrernos.
—¡Las nueve! Madre mía, en mi casa me matan.
—Tranquila. Lo tengo todo preparado, hoy volvemos en taxi como unos señores.
En la ducha sólo tenía ganas de reír y de seguir jugando. Llamé a la Mari en voz baja, como si fuera a contarle algo muy feo de Franco, y cuando abrió la puerta del lavabo corrí la cortina de la ducha y le enseñé la picha. Nos dio tal ataque de risa que a duras penas pude pedirle:
—Anda, ven a ducharte conmigo.
Y fue debajo de un miserable chorro de agua templada donde me di cuenta de que no quería seguir viviendo si no era con ella.
—Mari, acábate el Baileys y vente conmigo al sillón.
—Hijo mío, cómo estás de cariñoso.
Sí, estaba cariñoso, aunque también un poco borracho. Cuando se sentó a mi lado tuve ganas de decirle que la quería, pero pese a mi estado no conseguí que aquellas palabras salieran de mi boca, e intenté decírselo con otras, a mi manera.
—Los tuviste cuadraos, ¿eh?
No hacía falta que le explicara por qué, ella sabía muy bien a lo que me refería.
—Es que me daba mucha pena que tuvieras que volver todas las noches a aquella casa tan triste.
—Pero fuiste muy valiente, Mari. Y te lo agradezco.
Intenté pronunciar «de verdad», pero comencé a llorar y me resultó imposible.
—No bebas más, que mira lo tonto que te pones.
Pero era verdad, la Mari tuvo más cojones que el caballo de Espartero. Yo no sé si habría sido capaz de hacer algo así. Vamos, para qué dudarlo, no habría sido capaz. La situación en mi casa fue volviéndose cada vez más insostenible. Cuando le confesé a mi padre que a lo mejor no seguía estudiando porque lo que en realidad me apetecía era ponerme a trabajar para labrarme un futuro al lado de la Mari, dejó de hablarme. Pero antes aprovechó para cargar toda su ira contra ella.
—¡Maldita manchega!
—La quiero.
—Si en vez de salir tanto con el dichoso Mercadé te hubieras ido de putas no estaríamos pasando este calvario ahora.
Fue un golpe bajo, pero no quise entrar al trapo. Mi madre me sorprendió, porque en aquella ocasión no se puso a llorar, sino que comenzó a suspirar cada dos minutos con una pasión tal que parecía que estuviera despidiéndose de la vida. A ella no le importaba demasiado que yo dejara de estudiar, lo que la sublevaba era tener que compartir a su hijo con una mujer más joven y más guapa.
La Mari me lo propuso un domingo por la tarde en la cama del hostal de la Barceloneta, después de echar un polvo. Estaba yo contándole lo duro que se me hacía tener que verle la cara a mi padre al cabo de un par de horas cuando soltó la bomba:
—Déjame embarazada.
Me incorporé del susto.
—¿Qué coño estás diciendo?
—Que me dejes embarazada y te vengas a vivir con mis padres. Mi hermana está a punto de casarse y ya no tendré que compartir habitación. De momento podríamos vivir ahí los dos.
—Pero ¿te has vuelto loca?
—No. He hablado con mi padre y me ha dicho que por él ningún problema. Sólo pone una condición: que nos casemos para no matar a mi madre del disgusto. Jorge, yo creo que mi padre va a morirse pronto, está muy malico del corazón, con tal de tenerme cerca es capaz de pasar por lo que sea.
—Las vecinas van a sacarte los colores, irás a la boda de penalti.
—Anda y que las zurzan. Es que sé que si no lo hacemos así no vas a ser capaz de plantarle cara a tu padre y ponerte a trabajar.
Cuando aquella noche llegué a casa comencé a pensar que el plan de la Mari no era ninguna tontería. Me encontré a mi padre sentado en una silla con los brazos cruzados y a mi madre suspirando, como de costumbre. Mi hermana me miraba con mala cara porque pensaba que yo era el culpable de que la familia estuviera pasando por un trance tan amargo, qué disgusto, el Jorge no iba a estudiar y estaba a punto de destrozarse el porvenir por culpa de una mujer que lo tenía hechizado perdido. Una hecatombe.
—Mari, que por mí vale. Si tú tienes valor, yo te sigo.
Se lo dije al día siguiente, cuando fui a recogerla al trabajo. Y ella sonrió.
—Pues tendremos que ponernos a la tarea cuanto antes.
Una vez tomada la decisión, no hablamos más del tema y nos pusimos a follar sin descanso para que se quedara embarazada lo antes posible. Lo hacíamos donde podíamos, del hostal sólo echábamos mano de vez en cuando, ya que nuestra economía no daba para muchas juergas. Al tiempo que estudiaba, ayudaba ocasionalmente a mi padre reparando transistores, y la Mari entregaba en casa la mayor parte de lo que ganaba. Los dos esperábamos ansiosos a que cayera la noche para dirigirnos a la playa y empezar a hacerlo en un lugar apartado, pero también lo hicimos deprisa y corriendo en algún portal, e incluso de pie contra los muros de algún descampado. No descarto que mi hija Ana fuera concebida de esta última forma.
Cuatro meses después, la Mari me dijo un jueves al salir del trabajo:
—Ya está.
Sabía a lo que se refería, claro. Iba a ser padre, pero aquello era lo de menos, lo importante era que con su embarazo estaba concediéndome mi particular carta de libertad.
—Vamos a dar una vuelta por las Ramblas —le propuse no para celebrarlo, sino para diseñar la estrategia que debíamos seguir a partir de aquel momento.
Estábamos sentados en una terraza compartiendo una cerveza y yo no paraba de proponer alternativas: el próximo domingo después de comer hablo con mis padres; o mejor no, el sábado por la noche voy a buscarte y nos presentamos los dos en mi casa; quizá lo que deberíamos hacer es…
—Jorge, paga esto que vamos a decírselo ahora mismo, no tenemos ninguna necesidad de esperar. Cuanto antes, mejor.
Me cagué vivo, pero la Mari tenía razón. Llevábamos varios meses buscando aquella situación, no tenía ningún sentido esperar más tiempo. El camino hacia mi casa lo hicimos en silencio, cogidos de la mano. De vez en cuando yo le daba un apretón fuerte, muy fuerte, y ella, antes de responderme con otro, me miraba, sonreía y acercaba la cabeza a mi pecho. Estaba muerto de miedo, aquello no había quien me lo quitara, y es que temía a mi padre más que a un nublao. Sabía que se iba a armar.
—Mari, ¿te acuerdas de cuando se lo dijimos a mis padres?
—Pero, Jorge, ¿qué te ha dado hoy con los recuerdos? Aquello pasó hace ya muchos años.
Llegamos a la puerta de mi casa. Antes de abrirla le di un beso tan fugaz que sólo fue un roce de labios. Ella me dijo con los ojos entrecerrados «Tranquilo», y al entrar nos encontramos una estampa que ya nos resultaba familiar: mi padre con los brazos cruzados, un suspiro de mi madre como bienvenida y Carmen lloriqueando porque en el colegio habían vuelto a llamarla gorda.
—Si te vas a la habitación mañana te compro un bollo —le dije a mi hermana.
Entre un bollo y presenciar una conversación paternofilial ella tenía bien claras sus preferencias: dio las buenas noches y se fue a su habitación. La Mari y yo nos sentamos frente a ellos y mi padre se puso tieso como un palo y mi madre dejó de suspirar. Sin duda advirtieron que iba a suceder algo porque ambos estábamos muy serios. Yo había ido ensayando mi discurso desde que la Mari me había dicho que pagara la cerveza en la terraza de las Ramblas, así que comencé a hablar como si recitara una lección muy bien aprendida:
—Tenemos que contaros algo, sabemos que no va a gustaros mucho…
Mi padre cortó mi discurso:
—Me cago en Dios, me cago en la madre que parió a Peneque, me cago en mi estampa. ¡La manchega está embarazada!
No hizo falta que siguiera hablando. La Mari me dio la mano y me la apretó, ya sólo quedaba aguantar el tirón. Miré a mi padre y me vino a la cabeza aquella canción que decía «Rascayú, cuando mueras qué harás tú / tú serás un cadáver nada más…». Joder, estaba a punto de escapárseme la risa.
Mi padre se tapó la cara con las manos y mi madre se puso a llorar, pero aquella vez de verdad:
—Qué vergüenza, se enterará todo el mundo. Qué vergüenza me va a dar salir a la calle, con qué cara voy a ir yo ahora a comprar a la plaza.
—Conozco a una persona que… —intentó proponer mi padre.
—¡Ni se le ocurra! —fue la Mari la que cortó en seco la frase—. Quítese de la cabeza que yo vaya a quitarme de encima lo que venga. No se preocupen, de momento el Jorge se viene a vivir a casa de mis padres y luego ya nos apañaremos.
—¿Y los estudios?
—Papa, no quiero seguir estudiando. Quiero ponerme a trabajar.
Le cayeron de repente diez años encima. Sus sueños se fueron a tomar por culo y se convirtió en la viva imagen de un hombre vencido, derrotado. Mi madre era incapaz de mirar a otro sitio que no fuera al suelo y, con voz apenas audible, nos preguntó:
—Os casaréis, ¿verdad?
Y la Mari se levantó, la acunó como si fuera una niña y la tranquilizó:
—No se preocupe, Ana. Claro que nos casaremos. Y va a irnos muy bien. Y ustedes van a ser unos abuelos buenísimos.
Mi padre comenzó a llorar. Primero en silencio, luchando contra su llanto, intentando que no fueran demasiadas las lágrimas que rodaran por sus mejillas. Pero una vez hubo comprobado que por mucho que se empeñase no iba a poder luchar contra su dolor, se dejó ir y empezó a llorar como un recién nacido. Mi madre, que jamás lo había visto así, se olvidó por una vez de que ella era la sufridora oficial de su casa y se dedicó a tranquilizar a su marido pasándole la mano por la nuca como si fuera un perrito.
—Yo no quería esto para ti —acertó a decir mi padre entre sollozos.
—Y yo no quería seguir viviendo así. Estamos en paz. Vámonos, Mari, que te acompaño a tu casa.
—Mari, ¿y si nos casamos otra vez?
—¿Es que no tuviste bastante con la primera?
No. No tuve bastante. Tuvimos que casarnos deprisa y corriendo para que se le notara la tripa lo menos posible. Cuando alguna vecina nos paraba por la calle y nos preguntaba con malicia por qué nos casábamos tan pronto, la Mari la cortaba:
—Mira, Angelita, es que me he quedado embarazada. Chica, un descuido, puede pasarle a cualquiera, pero dile a tu hija que ande con cuidado, no vaya a pasarle lo que a mí… Qué le vamos a hacer, no era buscado pero, ya que estoy, pues seguimos p’alante, total, íbamos a casarnos dentro de pocos meses.
La Angelita de turno se quedaba a cuadros, como era lógico. Y la Merche de la panadería, y la Pepa de las longanizas, y la Josefina de la tintorería… A mí, cuando la Mari empezaba con sus explicaciones, me entraba la risa, y cuanto más notaba ella que yo me reía, más se extendía con sus peroratas y más detalles se inventaba:
—Y fíjate, Juani, que siempre poníamos de nuestra parte para que no pasara lo que ha pasado, pero cuando está de Dios, está de Dios. ¡Tengo ya unas ganas de verle la carita! Y no me lo preguntes: me da igual que sea niño o niña, lo que quiero es que venga sano.
Y yo venga a reírme más todavía. Incluso el día de la boda tuve fuerzas para reírme, aunque me costó lo mío, porque parecía que nos llevaran al matadero. La Mari estaba ya de cuatro meses y comenzaba a notársele la tripa. Por aquella época todas las mujeres que se casaban de penalti intentaban disimular las barrigas, pero la Mari tenía muy claro que no iba a pasar por el aro.
—Y una leche que se coman. Yo no me voy a poner un saco. Bastante que me obligan a casarme a las seis de la mañana.
Y se plantó un traje de chaqueta oscuro y tan ajustado que no sólo no disimulaba la tripa, sino que la realzaba.
Vaya gentuza los curas. A las seis de la mañana tuvimos que casarnos porque consideraban que no era de recibo plantarse con una barriga en el altar para pronunciar el «Sí, quiero». Habíamos sido malos, nos habíamos comido el cocido antes de las doce, ¿es que no sabíamos aquello de «besos y abrazos no traen niños pero tocan a vísperas»? Según ellos no nos merecíamos casarnos a la luz del día, debíamos hacerlo a escondidas para que nuestra desvergüenza no adquiriera notoriedad. Qué asco, joder. ¡Qué asco! A las cinco y media de la mañana nos encontramos la Mari y yo delante de la iglesia, todavía era noche cerrada y parecía que íbamos a perpetrar un crimen. Mis padres y los suyos se saludaron con tristeza y todo pintaba fatal, porque los escasos familiares que habíamos invitado llegaban con tal cara de circunstancias que parecía que iban de funeral en vez de a una boda. A las seis menos diez apareció por fin el cura que iba a oficiar la ceremonia y se dirigió a la Mari.
—Usted podría haberse vestido con más decoro, con un traje más holgado… Se le nota la barriga.
—Y usted podría haber tenido un poco de compasión y casarme a las doce, porque no sabe lo que me ha costado levantarme a las cuatro y media de la mañana. Con decirle que he estado a punto de no venir…
Silencio. La Mari no apartaba la mirada del cura y este no sabía si perdonarnos o enviarnos directamente al infierno. Yo a duras penas pude decir «Mari, por Dios», y cuando parecía que la situación no podía ir a peor, oímos al padre de la Mari emitir unos sonidos extraños. Todas las miradas se dirigieron entonces hacia él y comprendimos que estaba haciendo lo imposible por contener la risa. Yo no sabía dónde meterme, porque la risa de mi suegro comenzó a contagiarse al resto de la gente: primero a mí, luego a mi padre y después a mi futura esposa. Las únicas que guardaban la compostura eran nuestras madres. Si no hubiera sido pecado el cura nos habría asesinado allí mismo.
—¡Acabemos con esto cuanto antes! —bramó.
—Eso, eso, rapidito, que son las seis de la mañana y se nos está haciendo tarde —remató la Mari.
Aquello ya fue el despiporre. ¿Cómo no iba a querer pasar el resto de la vida con una mujer que era capaz de darle la vuelta a una situación tan miserable?
Estaba ya bastante borracho cuando le dije:
—Venga, Mari, vámonos a la cama a ver si cae algo.
—Anda, que estás tú bueno para moverte mucho.
Cuando me tumbé todo me daba vueltas, demasiadas, pero al abrazarla me sentí seguro. Allí estaba siempre ella, consiguiendo que me calmara cuando a mi alrededor todo eran turbulencias. Estaba eufórico. Había visto a mi hijo mejor que nunca, no se había resistido a la hora de salir a pasear conmigo y hasta nos había dicho que en Madrid nos echaba de menos.
—¿Sabes qué te digo, Mari?
—Qué.
—Que prefiero tener un hijo maricón a fraile.
—¡Ese no lo había oído yo nunca! La gente dice que prefiere tener un hijo muerto antes que maricón.
—Ya, ya, pero yo sé muy bien lo que me digo.
Y aunque intenté meterle mano para ver si podíamos hacer algo me quedé dormido en el intento.