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ÉL SE CREE QUE NO

ÉL se cree que no lo entiendo, pero vaya si lo entiendo. ¿Cómo no voy a entenderlo?

Vamos a ver, si un jefe te ofrece doscientas mil pesetas para probar suerte en una ciudad como Madrid y encima te asegura que va a encargarte un montón de trabajo para que puedas no ya llegar a fin de mes, sino prosperar en tu carrera, ¿quién en su sano juicio rechazaría algo así? Pues alguien como yo, para qué vamos a engañarnos. Yo, que siempre he sido un cobarde, un triste, un cagao, un miedica, malditos padres me tocaron en suerte, tan cenizos, menos mal que apareció mi mujer y me sacó de aquella casa tan lúgubre. Mi Mari. Me gustaría decirle que aunque hace poco más de un cuarto de hora que acabamos de dejarlo en el aeropuerto yo también lo echo ya de menos, pero sé que si hago la más mínima referencia a nuestro hijo se va a poner a llorar, yo tampoco seré capaz de reprimir el llanto y llegaremos a Badalona como si acabásemos de asistir a un funeral. Por eso prefiero dejar que siga contemplando el paisaje a través de la ventanilla del coche. «¡Ay, Mari!», me gustaría decirle. Por fin solos en esa mierda de piso que tenemos, aunque vete tú a saber si ahora no se nos van a quedar grandes esos cincuenta metros cuadrados. Con la de veces que he echado pestes del barrio, del bloque, de ese octavo tercera, y ahora daría lo que fuera porque nuestros tres hijos siguieran viviendo con nosotros. «¡Ay, Mari!». Me siento tan mayor a mis cincuenta y cinco años y tengo tantos miedos, tanto cabreo conmigo mismo por no haber sido de otra forma, por ser tan incapaz de echarle alegría a cualquier asunto… Menos mal que estás a mi lado, aunque ya sabes que tampoco sirvo para contar lo que siento, porque para mi padre eso no era cosa de hombres y nunca me enseñó a hacerlo. A los hombres tenían que gustarles los toros. Harto acabé de tener que acompañarlo a La Monumental domingo tras domingo y de escuchar que a aquel no había que tenerlo en cuenta porque toreaba con el pico de la muleta y que después de Antonio Ordóñez, la nada.

—Mari, esta tarde podemos ir al cine, pero no en Badalona. En Barcelona si quieres, a ver una de estreno.

—Ya veremos. No sé…, no tengo ganas. Estoy triste. Sólo tiene veinticinco años.

—Tampoco es un crío, Mari, ya tiene pelos en los huevos. Con su edad nosotros teníamos ya una hija de cuatro años.

—Pero para mí sigue siendo mi hijo pequeño. Yo sé que está mal pensarlo, pero casi prefiero que le vayan mal las cosas y vuelva pronto a la casa. No quiero que le hagan daño.

Me habría gustado que hubiese dejado de hablar en aquel momento, porque ya sabía yo por dónde iba, pero no estaba dispuesto a afrontar la conversación que los dos sabíamos que teníamos pendiente desde hacía tanto, al menos no en aquel instante.

Que mi hijo era raro no tenía que venir a contármelo nadie. Y que me había hecho pasar mucha vergüenza delante de mis compañeros de trabajo por culpa de su amaneramiento tampoco. No volví a quedar con ellos los sábados por la mañana porque mientras sus hijos se ponían a jugar al fútbol el mío se pasaba el tiempo hablando con sus hermanas. Al principio me gustaba llevármelo a la fábrica, pero dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que no les prestaba atención a los carteles de las tías en pelotas que había colgados en los talleres. Lo hice por mí y también por él, porque notaba que lo pasaba mal cuando alguno de mis compañeros le decía que se fijara en las tetas tan grandes que tenía la guarra del calendario y él apartaba la cara rojo como un tomate.

—¿Te acuerdas de cuando le reñías porque antes de que te fueras a trabajar por la mañana temprano él ya estaba metido en nuestra cama? ¿Qué edad tendría el crío por aquel entonces? ¿Ocho, nueve años? —me preguntó la Mari.

—Sí, una cosa así —respondí con frialdad.

—Yo te daba la razón para que no te cabrearas, aunque a mí me gustaba mucho que lo hiciera. Es una tontería, pero creo que me sentía joven. Oler a crío pequeño hacía que se parara el tiempo.

Sin embargo a mí se me llevaban los demonios cada vez que veía al Jorge pasarse de su habitación a la nuestra, porque no podía soportar la complicidad que tenían la madre y el hijo. Los domingos mi mujer se levantaba pronto, bajaba a comprarme fresas con nata a una churrería ambulante que instalaban cerca de casa y yo me quedaba en la cama esperando. Esperando a que el crío viniera, igual que hacía los días de entre semana, cuando el que se levantaba era yo y la que se quedaba en la cama era su madre. Pero él nunca venía a no ser que la Mari lo obligara. Anda que no la he escuchado yo veces decirle en voz baja:

—Venga, Jorge, vete un rato con tu padre.

Y el crío que no, que no quería. Y yo muerto de celos en la cama. Tenía gracia la cosa: toda mi vida suspirando por un hijo y luego va el niño y no se separa de las faldas de su madre. Menuda mierda todo, y menudo fracaso el mío. Ni a nadar aprendió cuando lo apuntamos a la piscina para que no fuera como yo, que vamos a la playa y hasta me da miedo mojarme los pies. Pero, nada, lo tuvimos que borrar a la tercera clase porque se ponía a chillar como una nenaza.

Desde siempre tuve muy claro que mi hijo acabaría siendo médico. O ingeniero. Sus dos hermanas se me escaparon, yo quería que estudiaran pero acabaron haciendo formación profesional, ese sitio donde acaban los fracasados que no se veían capaces de sacar adelante el Bachillerato. Después hicieron corte y confección; no sé para qué, porque luego ni se hacen los bajos de la ropa que se compran. Nada: hacer eso y tocarse los huevos es lo mismo. En fin, son mujeres, tampoco es tan importante que tengan carrera, con que trabajen ya está bien, pero, vamos, que mi hijo no iba a acabar haciendo formación profesional lo sabía hasta mi padre.

Lo llevamos a un colegio privado para hacer la EGB y luego lo metimos a hacer el Bachillerato y el COU en uno del Opus Dei. Tenía claro que por mucho que tuviera que sacrificarme no iba a dejarlo ir al instituto del barrio, porque seguro que allí me lo habrían mangoneado. Sacó los dos primeros cursos de BUP sin dificultad, pero el día que me dijo que en tercero iba a matricularse en letras puras me dieron ganas de pegarle tres hostias. Le pregunté para qué coño iban a servirle el latín y el griego, que se equivocaba, que tenía que hacer una carrera técnica porque ahí era donde estaba el futuro, pero no me hizo caso y envió a tomar por culo mis sueños. Me cabreé conmigo mismo por imbécil, por no querer darme cuenta de lo que tenía delante, porque desde el episodio de las agujas yo ya me tendría que haber empezado a preparar, pero me engañé e intenté borrarlo, como tantos otros, no quise ver lo que tenía delante. Joder, ¿por qué me tenía que haber tocado a mí?

Tendría el crío diez años. Una tarde llegué a la casa antes de lo previsto porque no me encontraba muy católico. Nunca he sido de los que se escaquean del trabajo y mucho tenía que dolerme la cabeza para que me largara antes de mi hora, así que al abrir la puerta del maldito octavo tercera los sorprendí a todos.

—Tu padre, corre, guarda las agujas —oí decir a mi mujer en susurros.

Pero no le dio tiempo. Pillé al Jorge a punto de entrar en su habitación con dos agujas de tejer en la mano y algo que podía parecerse a una bufanda.

—¿Qué coño es eso? —pregunté a la Mari sin dejar de mirar a mi hijo con odio, con rabia, casi con asco.

El crío se quedó inmóvil y fui hacia él con ganas de partirle la cara. Teniendo en cuenta las raquíticas dimensiones del comedor, me bastaron cuatro pasos para plantarme delante del crío, pero durante los dos segundos que duró el recorrido se me pasaron por la cabeza mil y una maneras de humillarlo, porque lo que no iba a consentir es que el mierda de niño aquel se me hiciera mariquita. A saber la bronca que me echaría mi padre y el cachondeo de mis amigos. Al levantar el brazo para cruzarle la cara me di cuenta de que se le empezaban a mojar los pantalones. Se estaba meando de miedo. Y bajé la mano. Me dieron ganas de abrazarlo, de decirle que no pasaba nada, de estrujarlo con fuerza, de comérmelo a besos… Pero era consciente de que, si daba aquel paso, todo estaría perdido.

—¡A tu habitación!

Cuando cerró la puerta busqué la mirada de mi mujer. Estaba llorando.

—La culpa la tienes tú —le vomité con toda la mala leche que fui capaz de sacar—. La culpa la tienes tú por tenerlo todo el día aquí metido y no obligarlo a que baje a jugar a la calle como hacen todos los demás críos del bloque.

—Es que a veces le pegan —balbuceó—. Y le insultan. Cuando le pregunto qué le dicen no me lo quiere contar. Pero ¿qué te crees, que yo soy sorda?

Y de repente dejó de llorar y se le transformó el rostro. Y me acojoné. Porque me plantó cara.

—Y no me da la gana. ¿Te enteras? No me da la gana de que lo pase mal, y estoy harta de que tengan que bajar sus hermanas a defenderle porque lo que me gustaría sería bajar yo misma y coger a los críos que se meten con mi hijo y estamparlos contra la pared. Pero no puedo, porque entonces bajarían sus madres y se armaría la de San Quintín, acabaríamos tirándonos de los pelos y encima tendría que aguantar una bronca de las tuyas por dar un espectáculo.

No supe qué decirle. Rompía el silencio la respiración entrecortada del crío en su cuarto, al que adivinaba luchando con todas sus fuerzas para que no lo oyéramos llorar. La Mari continuó:

—La señorita Montserrat me llamó para preguntarme si nos molestaría que el Jorge tejiera en la clase de trabajos manuales. Y cómo iba a molestarme si fui yo la que lo enseñé. Un día que estaba aburrido en casa, porque, como siempre, no quería bajar a jugar a la calle, le di dos agujas y empezó a practicar. Y no sabes lo bien que se le da. ¿Qué te piensas, que los sobresalientes en manualidades los saca dibujando? Pues no, hijo. No. Los saca tejiendo: punto redondo, punto de cruz, lo que le echen. Y no sabes la compañía que me hace: mientras yo zurzo, él se pone a mi lado dale que te pego y aunque no hablemos se me pasa el trabajo volando.

—¿Qué hay de cena?

—Pues hoy bocadillo, porque cuando acabe la camisa tengo que ponerme a zurcir unos pantalones que tengo que entregar mañana por la mañana.

Cuando la Mari ponía los cojones sobre la mesa no había quien se enfrentara a ella.

—¿Me preparas la toalla, que voy a darme una ducha?

Después de lo de las agujas pasaron más cosas. Lo de Porcia, lo de Pavlovsky… Situaciones que fueron colmando el depósito de mi decepción y que dinamitaron el proyecto de vida que tenía preparado para mi único hijo varón. Y hoy se ha ido y lo entiendo.

Cómo no lo voy a entender. La de veces que habrá tenido que comerse las ganas de mandarme a la mierda; la de veces que me ha entrado el impulso de decirle que entendía que se largara, que me habría gustado ser otra clase de padre… Pero incluso hoy he sido incapaz de meterme en su habitación mientras cerraba la maleta y darle un abrazo chillao de esos que les pido a mis nietos. Fuera, no quiero pensar en eso ahora, sé que la Mari está mirándome por el rabillo del ojo porque hace tiempo que no hablo.

—Mejor nos quedamos esta tarde en la casa y vemos qué ponen en la tele, ¿no? —le digo procurando que no me tiemble la voz.

Joder, lo que me ha costado acabar la frase sin llorar. Y la Mari lo ha notado, por eso se ríe, a ver si te crees tú que es tonta.

—Y si no echan nada, nos ponemos una porno.

Intento reírme, pero al final reviento y empiezo a llorar y no puedo parar. Hasta me salen hipidos.

—Jorge, para el coche, anda, que nos la vamos a pegar.