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HERMANAS
CUANDO yo nací mi hermana Ana tenía diez años y Esther ocho. Supongo que mis primeros años los pasé en la habitación de mis padres, pero muy pronto me trasladaron a dormir con mi hermana Esther en una cama que no llegaría a medir un metro de ancho. Dormimos juntos en aquella cama hasta que yo cumplí ocho años, y nos separaron no porque mis padres consideraran que una adolescente debía tener su propio espacio, sino porque no veían con buenos ojos que un hombre tuviera que compartir sus dominios. La que salió perdiendo con el cambio fue mi hermana Ana, que se vio obligada a recibir a Esther en su diminuta habitación. La reformaron y compraron una cama-nido, la única manera de que el cuarto pudiera respirar un poco, y es que cuando Esther quería desplegar su cama, tanto ella como Ana tenían que entrar de lado porque los bordes pegaban con la puerta, y si Esther se acostaba temprano Ana tenía que pasar por encima de la cama desplegada hasta llegar a la suya, lo que originaba frecuentes quejas, puesto que la torpeza ha sido una peculiaridad inherente a mi hermana mayor desde siempre. Así, cuando Esther no sufría un pisotón recibía un manotazo, porque Ana era incapaz de llegar a su cama sin repartir golpes.
De ese modo, a los ocho años comenzó a forjarse mi poder sobre el piso: ya tenía habitación propia. Me costó adaptarme, pues me lo había pasado muy bien durmiendo con mi hermana. Recuerdo que todos los viernes compraba chucherías y cuando nos íbamos a dormir nos metíamos debajo de las sábanas y comenzaba lo que mi hermana llamaba «la fiesta». Sí que es cierto que dividía la mercancía, pero las reparticiones se hacían de una manera muy poco equitativa: a mí me daba poquito y ella se quedaba con la mayor parte del botín. Cuando le preguntaba el porqué —a media voz, para que no nos descubrieran— me explicaba que teníamos que guardar para los demás invitados. Siempre el mismo cuento, semana tras semana. Como yo era siempre el primero en quedarme dormido, mi hermana me contaba al día siguiente que se había quedado sin caramelos porque se había presentado un montón de gente a la fiesta. Y yo me tragaba la bola sin pestañear. Mi ingenuidad no conocía límites.
¿Era un niño ingenuo? Sí, lo era.
¿Solitario? Probablemente más que otros.
¿Sensible? También.
Pero fundamentalmente yo era el marica. Lo fui en el bloque donde me crié, en la escuela donde estudié EGB, en el colegio del Opus Dei donde me saqué el BUP y el COU y en la facultad en la que me licencié en Filología Hispánica.
Vivíamos en San Roque, uno de los barrios con peor fama de Badalona. A los que no eran de la zona les daba miedo porque había muchos gitanos, pero la verdad es que jamás se produjeron enfrentamientos serios. Mientras estuve allí no me pareció un barrio feo, aunque los bloques que lo poblaban eran espantosos, levantados sin ningún tipo de miramiento en una época —los sesenta— en la que todo valía. El mío tenía ocho alturas y tres pisos por rellano. Mi casa era el octavo tercera, cincuenta metros cuadrados divididos en recibidor, comedor, tres habitaciones, baño, cocina y balcón. Mi madre recuerda que pagaron por él 2.500 pesetas, no más de veinte euros, porque lo subvencionaba el Ayuntamiento o algo así.
Éramos cinco y no recuerdo que nos quejásemos de la falta de espacio porque nos apañábamos muy bien: hasta doce personas llegamos a comer con la mesa desplegada, una proeza. Y la mesa desplegada se convirtió desde el primer momento en un escenario multiuso: comíamos, jugábamos a las cartas y llevábamos a cabo diversos trabajos relacionados con la economía sumergida. En mi casa hemos ensobrado papeletas para elecciones, hemos empaquetado perfumes, hemos metido horrorosas muñecas en bolsas de celofán que hacían un ruido infernal… A mis ocho, a mis diez, a mis doce años, siempre que se presentaba la oportunidad prefería trabajar en casa a bajar a la calle a jugar, porque al juntarme con los vecinos del bloque siempre corría el riesgo de que en medio de una de aquellas peleas tan usuales entre los críos apareciera la palabra «marica».
No recuerdo cuándo la oí por primera vez, he convivido con ella desde que tengo uso de razón, y he convivido también con el miedo que me producía imaginar que mis padres se enterasen de que en la calle me llamaban así. Porque lo peor era que para luchar contra aquel miedo no tenía ningún tipo de arma, iniciaba la batalla ya vencido porque cuando me llamaban marica no mentían. Era verdad, me gustaban los niños. Y desde muy pequeño eran ellos y no ellas los que aparecían en mis ensoñaciones eróticas, aunque intentaba eliminar aquellos pensamientos de mi cabeza porque eran malos, porque ser marica era algo tan terrible que cuando algún niño te insultaba utilizando aquella palabra lo hacía muy bajito, sabiendo que daba donde más dolía y también que corría un grave peligro, porque llamar a alguien marica podía significar que el padre del niño afectado bajara y te diera un par de hostias, y entonces podía bajar también a la calle el padre del niño que había proferido el insulto y liarse a hostias con el otro padre, porque en aquel tiempo y en aquel barrio la gente se enzarzaba con una facilidad pasmosa: ellos se liaban a puñetazos y ellas practicaban con especial virtuosismo el ancestral arte de tirarse de los pelos. Anda que no hemos presenciado mis vecinos y yo peleas; nos dábamos codazos para estar lo más cerca posible de los contendientes y nos daba rabia que alguien interviniera para separarlos, ya que contemplábamos una pelea con la misma naturalidad con la que veíamos un capítulo de dibujos animados por televisión. Así como en la arena de Verona se representa Tosca, nosotros asistíamos a toscas representaciones en un escenario inigualable: bloques de ocho alturas repletos de ropa tendida y vecinos convertidos en participativos espectadores.
En fin, que era verdad. Que me atraían los niños aunque era con ellas con quienes me gustaba estar, y probarme blusas de mis hermanas, y hacer como que llevaba bolso, y cuando me quedaba solo en casa coger las pinturas de mi madre y ponerme como una puerta. Hasta que un día me pilló y, aunque fue incapaz de decirme nada, a mí se me cayó la cara de vergüenza. Y luego apareció una de mis hermanas y en vez de quitarle importancia al asunto avivó el fuego contándole a mi madre que alguna de las veces que me había llevado al colegio había visto restos de maquillaje en mi piel.
¿Qué tendría yo? ¿Once años? Mis hermanas estaban ya en la veintena, ¿no podrían haberme echado un cable o procurado tapar aquella clase de actuaciones? Porque si yo las llevaba a cabo a escondidas sería por algo. ¿Se acercaron a mí e intentaron en algún momento saber por qué era tan solitario?
Que yo recuerde, no.
Así como en mi bloque estaban el borracho o el drogadicto, yo era el marica. Quizá se nos tratara a todos por igual, con cierto toque de conmiseración. Qué le íbamos a hacer, la vida no nos había sonreído. Sin embargo, sería injusto decir que tuve una infancia infeliz. Recibí mucha ayuda de las niñas del bloque, que se enfrentaban a los niños cuando se metían conmigo y me ofrecían refugio siempre que lo necesitaba. Me adoptaron como a uno más de su grupo y al final los niños no se cebaban conmigo, pues consideraban que era más débil que ellos y, eso sí, meterse con gente inferior siempre estuvo muy mal visto en el barrio, era de cobardes, del mismo modo que tampoco aceptaban bajo ningún concepto que apareciera alguien ajeno a nuestro universo y me insultara. Eso jamás se consentía porque nuestro bloque era una tribu, y los miembros de una tribu pueden pelearse entre ellos, pero hacen piña contra los que vienen de fuera a desestabilizarla. Bastante pena tenían los vecinos de mi edad con que hubiera un marica en el bloque, alguien con una discapacidad tan vergonzante que no podía ser utilizado para la lucha contra los vecinos de otros bloques. Era como pretender que un paralítico formara parte de un ejército cualificado, pero al menos no consentían que nadie de fuera se riera del lisiado. Faltaría más.
La camaradería entre vecinos se trasladaba de padres a hijos. La mayoría de nosotros éramos hijos de padres desarraigados que convirtieron cada uno de aquellos pisos de cincuenta metros cuadrados en su propio pueblo. Los que vivían en San Roque rara vez salían del barrio, porque San Roque era para ellos su particular estación Termini, el fin de trayecto.
Y aquella era, precisamente, una de las máximas obsesiones de mi padre: salir del barrio. Pero si lo anhelaba no era porque se considerase superior, sino porque él había nacido en Badalona —sus padres, murcianos, habían llegado a la ciudad siendo muy jóvenes— y vivir en San Roque significaba un retroceso. Entendía que lo lógico en su evolución hubiera sido vivir más cerca del centro en vez de en la cruda periferia. Por eso no quiso que yo fuera al colegio público ni al instituto del barrio, porque consideraba que tenía que hacer todo lo posible para que yo ascendiera o, al menos, recuperara el puesto que por derecho me pertenecía, el de ser de la ciudad, formar parte de ella sin que jamás tuviera la sensación de que existía un mundo mejor al que por nacimiento no podía acceder.
Pese a todos sus esfuerzos por que yo saliera de allí, en el colegio donde hice la EGB, cercano al centro de la ciudad, me sucedió lo mismo que en el barrio.
Era un colegio muy pequeño, muy familiar, sólo había un grupo por curso, así que tuve los mismos compañeros desde primero de EGB hasta octavo, y la misma profesora, la señorita Montserrat, de primero a quinto. Aquella mujer adoptó a los más de cuarenta alumnos que conformábamos la clase como si fuéramos sus hijos: nos cuidó, nos protegió, nos mimó y procuró que los modestos trabajos que hacíamos con motivo del día de la madre quedasen lo más lucidos posible: espejos con pinzas, pulpos con madejas de lana, casas de palillos… No le costaba echar horas para reparar nuestros desaguisados con tal de que llevásemos a nuestras casas una pincelada de color en una época en la que hasta los payasos de la tele eran en blanco y negro.
Sí. También en el colegio fui desde siempre el marica, pero se produjo durante aquellos años un hecho rarísimo: yo era el marica pero nadie se extrañaba de que tuviera novias o de que muchas de mis compañeras quisieran salir conmigo, con lo cual deduzco que utilizaban el apelativo no porque repararan en mis gustos particulares, sino para mofarse de mi amaneramiento. Lo cierto es que tuve novias durante la EGB, pero jamás llegué a nada con ellas, y es que tener novia en aquellos años inocentes significaba mandarse cartas o mensajes a través de compañeros y regalarse alguna minucia el día de los cumpleaños, pero poco más. Nunca besé a ninguna.
Sí que establecí, pese a todo, relaciones muy sólidas con algunas compañeras de colegio que, igual que mis vecinas, también me protegían cuando se producía algún ataque virulento por parte de algún niño. Mientras ellos estaban absortos coleccionando cromos de futbolistas, yo me entretenía con ellas comentando películas o escuchando lo mucho que sufrían por amores contrariados. Desde muy pequeño me convertí en un maestro en el arte de escuchar, puesto que yo no podía contarle a nadie nada de lo que sentía.
En mi casa también fui mudo testigo de conversaciones impensables para un niño. Todas las noches, sobre las diez y media, llamaba al timbre la señora Trinidad, la vecina del octavo segunda, y preguntaba si mi padre estaba despierto, porque ella sólo entraba en el piso si mi padre estaba ya en la cama. Mi madre solía aprovechar las últimas horas del día para zurcir, ya que se sacaba un dinero extra trabajando para diversas tintorerías de Badalona, y muchas de las noches de mi infancia se consumieron de la siguiente manera: mi madre zurciendo a la luz de un flexo, la señora Trinidad desgranando los avatares de su vida sentimental y yo acabando los deberes del día. Mientras intentaba escribir redacciones con títulos tan sugerentes como «El día más feliz de tu vida», «Navidad, dulce Navidad» o «Mi familia y yo», oía a la señora Trinidad hablar de queridas, putas, hijos de puta, guarras y cerdos, pero yo ni me inmutaba ni me escandalizaba, porque no encontraba motivos para ello. Escribía y escuchaba a la vez, no podía permitirme el lujo de perder algún detalle de sus narraciones, so pena de perder el hilo, y aquello era algo que no podía suceder porque existía una regla no escrita que venía a decir que a mí se me estaba permitido escuchar pero jamás preguntar, quizá porque mi madre no consideraba conveniente que en mi más tierna infancia la señora Trinidad tuviera que explicarme por qué Fulana era una puta —y nunca mejor dicho— o Mengana una grandísima hija de puta.
Fue ella la que desde muy pequeño me enseñó un rosario de palabras que abarcaba desde el «coño» al «recoño» pasando por «cabrón» y «me cago en tus muertos» con sus múltiples variantes. Mi madre todavía recuerda cómo un día, estando en la plaza, una monjita quiso juguetear conmigo arrebatándome un caramelo. Ella advirtió a la hermana de la que le podía caer encima si seguía cabreándome, pero la sor, erre que erre, siguió tocándome las narices de tal forma que comencé a soltar por la boca un chorreo de improperios tales que habrían avergonzado al campeón de un concurso de blasfemias. La hermana, que en gloria esté, debe de estar todavía rezando por la salvación de mi alma.
Pero no era sólo por boca de la señora Trinidad como aprendía todo lo que había que saber sobre el amor, los tacos y la traición. Y es que alternaba las aventuras y desventuras de nuestra vecina con las peleas de mis hermanas con sus novios, que tenían lugar en el comedor de mi casa a cualquier hora del día, preferiblemente por la noche, justo antes de cenar. Se peleaban sin descanso por verdaderas tonterías, se enzarzaban en unas peloteras monumentales que nos ponían los nervios de punta al resto de familiares y, de repente, sin venir a cuento, se reconciliaban y se largaban a la calle a celebrarlo dejando, eso sí, el mal rollo ya bien concentrado en mi casa.
Yo sabía que aquello no sucedía en otros hogares porque casi todos mis compañeros de colegio eran los hermanos mayores y, por tanto, no había en su entorno hermanas ennoviadas ni mucho menos en edad de merecer, y quizá por eso desde siempre tuve la sensación de estar viviendo una realidad que no correspondía a un chico de mi edad, y sufría cuando mis hermanas se peleaban con sus novios, y sus decepciones se convertían también en las mías, y me ponía contento cuando se llevaban bien, aunque aquella felicidad llevaba consigo una gran sensación de precariedad, porque sabía que, en el momento más inoportuno, saltaría de nuevo la chispa y el caos se adueñaría de mi familia.
Ahí estaba yo, en medio de todo aquel vendaval de emociones, un niño que se disponía a comenzar, con once años, el segundo ciclo de la EGB y al que su padre, mi padre, empezó a dedicarle más atención. Lo que más le preocupaba era, por encima de todo, mis notas.
No se conformaba con aprobados y bienes, quería que su hijo fuera un estudiante de notables para arriba. Aún hoy asocio el miedo a la espera de las notas y la tristeza al gesto de decepción que él era incapaz de disimular cuando las calificaciones no eran de su agrado.
No sacar buenas notas significaba fallar, no cumplir con las expectativas que tenía depositadas en mí. Era ganar o perder. Y mientras que ganar significaba que estaba haciendo lo que se esperaba de mí, perder jamás conllevaba unas palabras de ánimo, un «no pasa nada» o «ya verás como la próxima evaluación irá mejor». Perder era decepcionar a mi padre, y yo no podía permitírmelo, porque yo era, y lo sabía, su principal apuesta.
¿Fue en aquella época cuando comenzó a fraguarse nuestro distanciamiento? Quizá, porque si antes lo temía entonces empecé a odiarlo. Ninguna de mis hermanas había llegado a la universidad y mi padre se obsesionó conmigo, así que «Este no se me escapa» fue la frase que me acompañó durante gran parte de mi infancia.
No tenía problemas para sacar de manera más o menos brillante las asignaturas de letras, pero se me atragantaban aquellas que él controlaba: matemáticas, dibujo técnico… Llegar a casa y ponerme a hacer los deberes se convirtió en un suplicio. Mi madre zurcía, mi padre repasaba papeleo del trabajo y yo me peleaba con las reglas de tres y los malditos Rotring. Recibí tortazos por no saber sacar adelante un problema o por ser tan torpe con los Rotring que tenía que presentar mis láminas con unos manchurrones que no podían disimularse ni rascando con cuchillas de afeitar. Cuando mi padre me pegaba ella permanecía en silencio, los dos sabíamos que era mejor, porque si no su ira podía llevarlo a estampar contra el suelo platos, vasos o lo que tuviera a mano. Cuanto más lloraba yo más se enfadaba él, y conforme iban avanzando mis llantos menos posibilidades tenía de sacar adelante los deberes. No entendía nada, no comprendía nada, todo era negro y triste como los goterones de tinta en el papel de dibujo, de ahí que más de una noche me metiera en la cama repitiendo en voz baja y en el tono más melodramático posible: «Me quiero morir, me quiero morir», influido seguramente por alguna historia de la señora Trinidad o por alguna heroína de aquellas películas que comentaba con mis compañeras o sobre la que había oído hablar a mis hermanas.
Si es verdad que la infancia es la patria de cada uno, yo soñé desde muy pequeño con el exilio.
El carácter exigente de mi padre me empujó a refugiarme en mi madre. Estar a su lado era fiesta de guardar, me gustaba acompañarla a las tintorerías, viajar a su lado en el autobús, ir a Barcelona a El Corte Inglés, ayudarla a hacer la compra en la plaza, comer pipas con ella… Me gustaba oírla cuando alguna mañana de invierno tenía que llamar al colegio para decir que era la mamá de Jorge y que su hijo no podría ir ese día porque se encontraba enfermo. Y entonces yo me acurrucaba en mi cama, que siempre estaba fría, y le pedía que me llevara la estufa a la habitación y me la pusiera aunque fuera muy bajita, y el amodorramiento que me provocaba el calor del butano, y sobre todo el calor materno, me acercaba a lo que ahora sé que es la felicidad.
A mi padre también le gustaba que yo lo acompañara, pero yo no disfrutaba igual, porque con él me aburría: siempre salía a colación la idea de convertirme en un hombre de provecho, de los sacrificios que iban a hacer mi madre y él para que estudiara en el colegio del Opus Dei y de que tenía que trabajar duro para cuando me casara y tuviera hijos, algo que me parecía muy lejano porque, como yo pensaba, todavía era muy pequeño.
Y sin embargo creo que me hice mayor demasiado pronto, en el verano de 1984.
Aquel año se produjeron una serie de situaciones que llenaron el depósito de mi soledad, pues finalizaba mi paso por la EGB y tenía que decir adiós a unos compañeros con los que había pasado ocho años de mi vida. Para celebrar el fin de curso mis profesores decidieron montar la obra El mercader de Venecia y a mí me tocó representar el papel de Porcia. No existió mala leche por su parte, proponían una lectura lúdica de la obra de Shakespeare y querían que los papeles masculinos los representasen chicas y a la inversa. Pero mi padre no entendió el juego y me prohibió participar en la función. Yo le mentí diciéndole que si no la hacía suspendía lenguaje, y así obtuve su permiso. Pero no su presencia: el día de la representación acudirían a aplaudirla todos los padres menos los míos.
No se me olvidará jamás que el día de autos, justo antes de que saliera rumbo al colegio para representar la función, mi padre se metió en el váter para evitar despedirse de mí. Mi madre, sin embargo, me dio un abrazo largo, fuerte, y me besó con la misma intensidad con que me besaba cuando salía de excursión con el colegio, porque le costaba separarse de mí aunque sólo fuera un día. Me dijo al oído muy bajito, para que sólo lo oyese yo: «Que te salga muy bien».
Al salir a la calle, cada vez que me volvía la veía a ella en la ventana, seguía diciéndome adiós con el brazo desde el octavo tercero, y continuó haciéndolo hasta que mis lágrimas la convirtieron en un punto borroso y lejano, en una pequeña mancha en el horroroso bloque.
No me sentí ridículo vestido de Porcia ni eché de menos que mis padres estuvieran a mi lado, riéndose al verme vestido así, o que mis hermanas —que tampoco se presentaron para evitar una posible bronca de mi padre— me aplaudieran como unas descosidas desde sus asientos. Si con su ausencia mi padre pretendió que me avergonzara hacer de Porcia, no consiguió su propósito. Me tomé mi papel mucho más en serio que el resto de mis compañeros e interpreté a mi personaje como si me fuera la vida en ello. Y el público así lo advirtió, porque cuando cayó el telón y me tocó saludar me llovieron las ovaciones, y mis compañeros también me aplaudieron, algunos de ellos incluso se emocionaron, porque sabían que estaba solo, que nadie había ido a verme, y porque aunque sólo tuvieran catorce años comenzaban a intuir que fuera del colegio no me esperaba una vida fácil.
Aquella noche llegué a casa cambiado. Más seguro. Más pasota. Había crecido y tenía muy claro lo que quería: que mi padre se enterara de lo bien que me había ido. Sin embargo al entrar no lo vi por ninguna parte.
—Ya se ha acostado, decía que le dolía mucho la cabeza.
Mi madre pronunció la frase en un tono más alto de lo habitual, quería que mi padre la oyera, y con un gesto mudo me instó a entrar en su habitación y darle dos besos. No obstante, yo no tenía ganas de ser generoso con alguien que se avergonzaba de mí, así que bien alto —para que mi padre lo oyese, sí— le conté a mi madre lo bien que me había salido la representación, que todo el mundo me había felicitado y que mis profesores me habían dicho que servía para actor.
—¡Ea! Lo que nos faltaba —exclamó ella.
Y entonces nos reímos los dos y nos olvidamos de que en el piso había una persona que estaba sufriendo.
—¿Tienes pipas?
Mi madre fue a la cocina, sacó una bolsa de medio kilo, pusimos la televisión y empezamos a comer pipas como los loros. Mi padre detestaba aquella manía nuestra y siempre lo teníamos que hacer a escondidas, pero aquella noche poco nos importó que pudiera llegar a llamarnos la atención. Había sido derrotado por el ejército que mi madre y yo formábamos, y él, como perdedor, no podía ni debía gozar de ningún derecho.
El asunto de Porcia le sirvió a mi hermana Esther para intentar destruirme cuando nos enfadábamos. Cada vez que discutíamos y llegábamos a ese punto muerto en el que nos habíamos cansado de decirnos los peores adjetivos del mundo, ella zanjaba la pelea llamándome Pavlovsky. A mí no me afectaba porque hacer de Porcia me había ayudado a sentirme superior a todos los miembros de mi familia con la sola excepción de mi madre, que fue la única que me mostró su apoyo en todo momento. Con lo que no contábamos era con mi padre, que un día oyó lo de Pavlovsky y, pegando un puñetazo sobre la mesa, exclamó con rabia acumulada durante años:
—¡Que sea la última vez que llamas maricón a tu hermano!
Todos callamos y, en efecto, mis hermanas no volvieron a llamarme así en aquella casa, más que nada porque no tardaron en abandonar el nido: en agosto de 1984 se casó mi hermana mayor y tuvo el honor de convertirse en el primer miembro de la familia que lograba abandonar el piso de San Roque.
Todos lo vivimos como una tragedia: mis padres porque se les iba una hija, mi hermana Esther porque ya no tendría con quien pelearse tirándose cuchillos o tenedores, y yo porque algún día mis padres descubrirían que no quería casarme.
Recuerdo que durante aquella época prometí no volver a hacerme pajas pensando en tíos, porque consideraba que lo que durante aquellos años infantiles había vivido como una especie de dulce confusión sentimental y sexual podía llegar a convertirse en catástrofe si no lograba pararlo a tiempo.
Jamás cumplí la promesa.