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MADRID, NOCHE PRIMERA
MADRID era para mí una mezcla de versos e imágenes de Lope de Vega, Pérez Galdós, Alfonso XIII y Radio Futura. Un dispar batiburrillo que poco tenía que ver con aquella Barcelona limpia, moderna, aséptica y abierta al mar que había dejado atrás. Acababa de cambiar una ciudad que vivía corriéndose de gusto al mirarse al espejo —no en vano había organizado los mejores Juegos Olímpicos de la era contemporánea— por otra que olía a cañas y a tascas y, acostumbrado a los bares de diseño que habían comenzado a surgir en la Barcelona posolímpica, me quedaba embobado contemplando en Madrid los bares mugrientos que vendían bocatas de calamares como si fueran perlas. Todo me llamaba la atención: lo viejo que estaba el metro en el centro, aquella Gran Vía atiborrada de gente, que una mujer le preguntara a su acompañante «¿Hace una caña, moreno?», o que en una panadería una señora se quejara a la dependienta de que la palmera no estuviera «hojaldre».
—¿Que no está «hojaldre», señora? —respondió la muchacha como si fuera la protagonista de un sainete—. Será que no la ha visto usted bien.
Yo paseaba por la ciudad con ansia y me emocionaba cuando salían a mi paso lugares que conocía por motivos diversos: la travesía de Bringas de Fortunata y Jacinta, la Plaza Mayor, el teatro La Latina y el enorme cartel que anunciaba la revista de su estrella por antonomasia, el Chicote de los cocktails de posguerra… Y Chueca. Sobre todo Chueca, aquel barrio que todavía acogía en su plaza a camellos de hachís pero que estaba comenzando a convertirse en la zona gay por excelencia.
Tenía tantas ganas de pisar la tierra prometida que no habrían pasado ni seis horas desde mi llegada a Madrid cuando fui a conocerlo en persona. Nada más tomar posesión real y efectiva del piso, una vez que hubo salido de él el hermano de mi casera, fui a hacer unas compras básicas a El Corte Inglés de Sol, volví, me duché, llamé a mis padres y me dispuse a ejercer mi albedrío. Estaba feliz. Les conté que el vuelo había ido muy bien, que había tomado posesión de la casa sin ningún contratiempo —mentira— y que Madrid me parecía una ciudad maravillosa. Ahí sí que no mentía: quizá fuera la primera vez en mi vida que sentí que el mundo me pertenecía: podía meterme en un bar de ambiente sin temor a ser descubierto.
Aquello, tan básico, era la libertad para mí.
Pero, con todo, no sería la primera vez que pisara un bar gay. Aquel acontecimiento había tenido lugar cuatro años atrás y había sido gracias a un compañero de la facultad llamado Joan. Yo tenía veintiún años y él me llevaba más de diez, sin embargo jamás quiso especificar cuántos más. Era guapo y tenía buen cuerpo, aunque nunca llegué a sentirme atraído por él, quizá porque desde el primer momento desempeñó el papel de padre, madre y guía.
Coincidíamos en Literatura Española del Siglo de Oro, y él destacaba entre todos los alumnos no ya por su edad, sino por su aire de madurez, de saber mucho más de todo que nosotros. Joan había estudiado antes otra carrera técnica y, ya metido de lleno en el mercado laboral, se había dado cuenta de que la literatura era su auténtica vocación, por lo que se había matriculado en la facultad con la certeza de que aquello era lo que quería, una opción verdadera en la que había decidido volcarse de lleno y no una salida apresurada nada más terminar la selectividad. Muchos de mis compañeros habían elegido aquella carrera porque parecía fácil, o porque no pedían mucha nota para entrar y la media no les había dado para alcanzar alguna otra facultad más deseada. Tal vez aquella seguridad, aquel aire de determinación, fuera lo que lo diferenciaba. A su lado, todos eran niñatos.
Comenzamos a dedicarnos miradas, de las miradas se pasó a las sonrisas y de las sonrisas a los saludos. Y un día, antes de que comenzara una clase, me dirigí a él y le pedí que me prestara los apuntes del día anterior.
—Chico, es que ayer preferí ir al cine antes que venir a clase, me aburre bastante la profesora —le dije como excusa.
—Joan, me llamo Joan. Y yo también me aburro, no te creas.
Joan sabía que yo no buscaba sus apuntes, lo que deseaba era acercarme a él y encontrar un cómplice. Jamás le agradeceré lo bastante que me lo pusiera tan fácil.
—Si quieres quedamos al final de la clase, haces fotocopias y, como muestra de gratitud, me invitas a un café —me propuso.
—Vale.
No hizo falta que nos confesáramos nada. Ambos sabíamos lo que éramos aunque nos separara un factor muy importante: la experiencia. Mientras que él conocía al dedillo adónde tenía que ir para ligar, yo sólo sabía que había bares en Barcelona donde tíos que no se habían visto en la vida se saludaban y al rato —tres cuartos de hora, dos horas después como mucho— acababan encamados. Y también sabía, porque lo había probado, que había tíos que follaban por pasta. Me ponía muy caliente leer en los anuncios por palabras de los periódicos la manera en la que se anunciaban, aunque no era capaz de reunir el valor suficiente para llamar a uno de ellos. Más o menos por aquel entonces, mi excitación aumentó de manera espectacular un domingo en que, después de ir solo a ver una obra de teatro que se representaba en el Paralelo, paseé hasta llegar a las Ramblas y descubrí que en los kioscos había revistas que llevaban en la portada tíos en pelotas, tíos de todas las clases habidas y por haber (musculados, fibrados, con vello, imberbes, sudados, en bañador, con slips), aunque con un denominador común: un paquete tan descomunal como sugerente. Después de una lucha titánica contra mi desmesurado sentido de la vergüenza, compré una de aquellas revistas, y también compré otras tres o cuatro más que no tenían nada que ver con ella para enmascarar mi adquisición. Llegué a Badalona sobre las diez de la noche, y nada más entrar en casa me dirigí al baño con la revista que tanto esfuerzo me había costado conseguir.
Lo que vi me volvió loco. De repente sentí como si cientos de monstruos que hubieran vivido aletargados en mi interior durante años se despertaran todos a la vez y lucharan con furia por dirigirse desde mi estómago hasta mi boca con el fin de ser expulsados de mi cuerpo a modo de vómito (ahora, con los años, sé que sufrí un ataque de ansiedad). Salí del baño y cogí un periódico que había encima del sofá, busqué la página de contactos, memoricé un teléfono y me dirigí hacia el recibidor como si fuera sonámbulo. Cerré la puerta que separaba la diminuta estancia del no menos diminuto comedor, cogí el auricular y marqué el número memorizado.
—¿Frank? —pronuncié con voz apenas audible.
—Sí, soy yo.
—Mira, es que te llamaba para ver si podía quedar contigo ahora.
—Claro, ningún problema.
Los monstruos fueron calmándose poco a poco. Entendí en su voz cierto matiz de colegueo, o quizá Frank estuviera acostumbrado a que lo llamasen primerizos y se le diera bien tranquilizarlos.
—¿Cuánto cobras?
—Son cinco mil pesetas. Mira, te paso la dirección y espero como máximo una hora. Si no, me piro.
—Vale, vale, no te preocupes, que ya salgo para allá.
El primer problema ya estaba resuelto. Sólo faltaba salir de casa sin que mi padre se mosqueara excesivamente, aunque llegados a aquel punto me daba igual cómo se pusiera. Estaba dispuesto a follar con un tío de una puta vez aunque tuviera que soportar un mes de caras largas.
—Acabo de hablar con una amiga de la facultad que me he encontrado al salir del teatro y me ha invitado a una fiesta que va a hacer ahora en su casa.
Mi padre, que estaba viendo la tele, miró a mi madre y frunció el morro. Mal vamos, pensé yo.
—¿Vas a salir de casa a estas horas?
—Bueno, tampoco es muy tarde.
—No me gusta que vayas a esas fiestas. Seguro que hay cocaína.
Flipé. Jamás había escuchado a mi padre pronunciar el nombre de aquella droga. Me quedé sin respuesta y él interpretó por mi silencio que yo hacía oídos sordos a su recomendación.
—Haz lo que quieras —sentenció.
Y lo hice. Salí de casa, pillé un taxi y a la media hora ya estaba en casa de Frank. Era un chico alto, delgado y muy amable que me recibió con vaqueros, camiseta blanca y botas. «Antes de» hablamos muy poco, porque en seguida me abalancé sobre él: nos desnudamos sin ceremonias, alcancé a darle tres o cuatro besos, lamí menos de dos minutos un sexo que no terminaba de ponerse duro y al juntar su rabo con el mío me corrí. Aquella fue mi primera experiencia sexual con un hombre y todavía hoy le agradezco que no me echara nada más terminar su servicio: me vio tan torpe que tuvo la delicadeza de dedicarme unos minutos de conversación en los que me puse al tanto de los bares por los que se movía la gente como yo.
Al entrar de nuevo en casa me sobresaltó la voz de mi padre:
—¿Eres tú, Jorge?
—Sí, ya estoy aquí. Duerme tranquilo.
Poco podía imaginar que el que no iba a dormir tranquilo durante los siguientes siete años era yo. Frank me había contagiado el sida.