12
ROMA, CIUDAD ABIERTA
Y la Rigalt, ¿cómo es? Porque cuando la veo por la tele parece muy parada.
—Mama, pagamos aquí y te lo cuento mientras nos tomamos el café en la piazza Navona —dije haciéndole un gesto al taxista para que se detuviera.
—Bueno, hijo, lo que tú quieras. Pero ¿es simpática?
—¿Qué te he dicho?
—Qué pesado eres, hijo. Desde luego estás hecho un zinguango.
Y me sacó la lengua. Mi madre sabía que aquel gesto me ponía de los nervios, como cuando por la mañana temprano mi padre hacía ruido con la cucharilla dándole cientos y cientos de vueltas al café con leche. Sin embargo, desde que no vivía con ellos, mis padres y sus manías habían dejado de sacarme de quicio.
Había pasado el verano trabajando en Marbella y llevaba cerca de un mes colaborando en el programa de Linda Rubio. Además, seguía colando reportajes en Pronto a buen ritmo, y de repente comprendí que me apetecía celebrar aquella buena racha con ellos, por lo que decidí llevármelos cuatro días a Roma. Cuando llamé a mi padre al trabajo para invitarle desde mi recién estrenado teléfono móvil, lo noté tan feliz que un gustoso escalofrío me recorrió todo el cuerpo.
—Muchas gracias, hijo. Llama a tu madre a casa, que va a ponerse muy contenta. Pero ¿de verdad te va bien gastarte ahora ese dinero? —insistió prudente; era la segunda vez que me lo preguntaba en menos de un minuto—. Oye, que mira que también podemos coger el coche y llegar hasta Francia…
—Que no, que no. Mejor Roma, y tú no te preocupes por nada.
Ya en la piazza Navona, sentados en una terraza y con unos capuchinos delante para nosotros dos y un café solo para mi madre —detesta la leche, nunca he sabido por qué—, me sentí preparado para saciar la curiosidad de mis padres. En la comida había bebido vino, acababa de pedirme una copa de champán y llevaba encima un puntito muy agradable. «Mira que si les hablara de Daniel», pensé.
—¿De qué te ríes? —preguntó mi madre.
Me había pillado, era pensar en su nombre y entrarme la flojera, y claro, ella me había notado algo raro, una expresión embobada o un yo qué sé qué, en la cara. ¿Me habría gustado compartirlo con ellos? No lo sabía aún… Quizá más adelante.
—¿Ah, sí?, ¿me estaba riendo?
—Bueno —cortó yendo a lo suyo, que ella no era de zarandajas—, ¿y entonces la Rigalt cómo es?
—¿Y Marbella?, ¿es tan lujosa como sale en la tele? —preguntó mi padre.
Aunque hubiera querido, no habría podido escabullirme: comenzaba el interrogatorio. Bebí un sorbo de champán y me dispuse a explicarles con pelos y señales cómo se había desarrollado mi verano. Pero evitando mencionar, por supuesto, la gozosa visita de Daniel, las fumadas en los bares cutres del puerto —A saco Paco, se llamaba uno—, y la excursión que hicimos al puticlub Milady Palace la Rigalt, su fotógrafo, una compañera de agencia llamada María —que desde el momento en que la conocí se convirtió en mi amiga— y Lita Trujillo, que llegó al local para reunirse con nosotros a bordo de un espectacular Rolls-Royce. Bueno, lo del puticlub igual terminaba contándolo, fue todo muy naíf; yo acabé dormido en una silla de mimbre y la Rigalt y Lita recorriendo de la mano y con curiosidad cada una de las estancias del local. En una de ellas, por cierto, pillaron a un miembro del Ayuntamiento que luego llevaría a la ciudad al borde del abismo haciendo «tratos» con una tal Sherezade, de Melilla, creo recordar que me contaron. Lo que todavía tengo muy presente, sin embargo, es la bronca que me echó Carmen antes de que me quedara dormido por no parar de repetir que tenía hambre. Tantas veces lo dije, tan pesado me puse, que dos putas me sacaron una bandejita con cacahuetes y aceitunas.
—Y luego tienes que contarnos cómo te va con Linda Rubio. A mí me gusta cómo lo hace, y tú también lo haces muy bien, pero hablas muy rápido, tienes que ir más despacio —recordó mi padre.
—Pero primero cuéntame a mí lo de la Rigalt —insistió mi madre—. ¡Mira que a veces le cuesta hablar a este chico —refunfuñó refiriéndose a mí—, como si no le pagaran por ello…!
No me inquietaba someterme a aquella batería de preguntas porque no tenía que enmascarar la realidad, que era lo que siempre me había obligado a hacer cuando vivía con ellos y me preguntaban cómo me había divertido la noche anterior y con qué amigos había salido.
Nada más llegar a Marbella alquilé una Vespa, como en Vacaciones en Roma, y cuando la probé me acordé de las veces que mi padre me había prohibido de chaval comprarme una.
—Mientras vivas con nosotros, aquí no entra ninguna moto.
La de peloteras que tuvimos por aquel motivo. En Marbella lo entendí.
El señor que me la alquiló se ofreció a dar un par de vueltas conmigo para que me fuera haciendo con ella; cuando se despidió me miró a los ojos con tristeza, como si fuese la última vez que iba a verme con vida. Me costaba domarla más que a un pura sangre jerezano, y ya en Madrid la Rigalt me confesó que, desde que nos conocimos y se fijó en lo mal que se me daba montar en ella, había vivido todo el verano con el miedo en el cuerpo, pensando que de una hostia en moto no me libraba ni san Dios.
—Pero ¿tan torpe era? —le pregunté yo, todavía inconsciente del peligro que había corrido.
—Mucha habilidad no tenías, para qué vamos a engañarnos.
Con Carmen ya había coincidido en un par de ocasiones en Madrid, en presentaciones de libros, creo recordar, y las dos veces me había acercado para decirle cuánto me gustaba como periodista, pero ella, tímida profesional, apartaba la mirada, balbuceaba algo ininteligible y desaparecía. Fue en Marbella, gracias a una compañera conocida de ambos, donde comenzamos a trabar amistad. Mi compañera organizó una cena a la que Carmen asistió con el fotógrafo que le había asignado su periódico, y allí, sentados uno al lado del otro, al fin rompimos el hielo. Comenzamos a hablar y ya no paramos en toda la noche. ¿De qué hablamos durante tantas horas? Aunque no lo recuerdo con claridad, sí sé que nos reímos mucho repasando al paisanaje que se había dejado caer por la ciudad aquel verano y enumerando algunos de los tópicos que se empleaban en los medios del corazón para describir a los personajes más usuales de la prensa rosa: «la proverbial elegancia de la Reina», «la campechanía del Rey», «el halo misterioso de Isabel Preysler», «la valentía de Carmen Martínez-Bordiú, que se puso al mundo por montera», «la estilizada figura de una recién parida que ha recuperado con rapidez sus medidas…».
—¡O que Soraya era «la princesa de los ojos tristes» cuando en realidad los tenía vidriosos de tanto darle al alpiste! —sentenció la Rigalt.
A la mañana siguiente Carmen me llamó muy temprano desde Incosol, el hotel donde se alojaba, y a partir de entonces seguimos llamándonos todos los días y quedando por las tardes o por las noches con su fotógrafo para trabajar. Compartíamos las largas esperas a las que a veces nos sometía nuestro oficio charlando sin parar, contándonos la vida y muchas cosas que jamás hubiéramos imaginado que podríamos confesar a personas más queridas o conocidas desde hacía más tiempo. Lo nuestro era afinidad pura y dura, instintiva, animada, una amistad surgida de un flechazo y, como uno de esos flechazos que duran toda la vida, tan duradera y profunda como verdadera. A ella le hacían mucha gracia casi todos mis arranques y mis historias del bloque, pero quizá lo que más divertido le parecía era que yo presumiera de trabajar en Pronto.
—Hombre, Carmen, tal y como están las cosas, tener un trabajo fijo es muy importante —respondía yo cargado de razón.
Por mi parte, me hacía muy feliz que una mujer a la que yo había llegado a escribir y enviar, en mi adolescencia de Badalona, una carta muy cursi confesándole lo mucho que la admiraba me llamara entonces, tantos años después, para preguntarme dónde tenía pensado trabajar aquel día y ver si podíamos ir juntos.
Y claro que íbamos juntos a todas partes, como Pili y Mili, sólo que junto a su fotógrafo Fernando. Las posibilidades solían abarcar desde ir a cubrir una gala benéfica hasta la apertura de una nueva discoteca, aunque tampoco descartábamos pasear por Puerto Banús para ver si clichábamos a algún famoso. Como se puede comprobar por las crónicas que puntualmente enviábamos a nuestras redacciones, nuestro verano transcurrió entre actividades tan apasionantes como enriquecedoras pese a toda nuestra complicidad. De lo que no le dije nada fue de aquella carta que le había enviado. Me callé como una puta, pero si no dije ni mu no fue por orgullo ni nada parecido, sino porque me moría de la vergüenza sólo con recordarlo.
Desde que trabamos amistad pasamos en aquel verano cientos, miles de horas juntos, contándonos parcelas de nuestra vida íntima con desparpajo, sin temor a ser censurados o juzgados. Yo le hablaba de mis líos y mis miedos con naturalidad, y ella no sólo parecía entenderlos, sino que realmente me comprendía. Me reñía cuando observaba en mí maneras de niño caprichoso, pero a mí no me importaba. Lo que de verdad me producía apuro era que me echase en cara las pocas luces que demostraba para escoger indumentaria. ¡El cachondeo que se trajo con una camiseta verde con tela de toalla que a mí me parecía modernísima!
—Pues ella me pregunta mucho por vosotros, y sobre todo por ti, mama. Y cuando le cuento alguna de tus historias o salidas siempre dice: «Ay, la Mari, cómo es la Mari». Le haces mucha gracia.
Mi madre se revolvió en la silla y exclamó con cierto nerviosismo:
—Jorge, ¿qué le has contado? ¡A ver qué imagen va a tener de mí!
—No sé, tonterías; lo de las pipas, lo del Roger o lo de que en Badalona yo era el hijo de la zurcidora.
A Carmen le encantaban las historias como la del Roger, un primo francés de mi padre que desembarcó un verano en mi casa y el pobre volvió a Francia sin haber visitado ni siquiera la Sagrada Familia, porque en cuanto se levantaba, a las ocho de la mañana, se ponía a jugar a las cartas con mi madre y mis hermanas. Abandonaban la partida a eso de las dos de la tarde, cuando desde el balcón yo avisaba con un «Ya viene» de la llegada de mi padre. Entonces poníamos la mesa del comedor a todo correr para que él no se diera cuenta de que en su ausencia se había organizado una timba.
—¿Y por la tarde seguían jugando? —preguntaba divertida la Rigalt.
—¡Uy! En cuanto mi padre volvía a irse a trabajar. El pobre Roger regresó a Francia sin un duro porque mi madre decía que en su casa no se jugaba con garbanzos.
Y Carmen se partía de la risa.
—En mi casa siempre nos ha gustado mucho trajinar —seguía yo—. Para sacarse unos extras, mi madre se hizo distribuidora de Friné, unas cremas tipo Avon, y con ocho años ya me obligaba a llevarle el catálogo a la señorita Montserrat, que era mi profesora preferida. Yo se lo pasaba a escondidas porque me daba apuro que los demás compañeros me vieran, y ella me lo devolvía también a escondidas después de haber marcado con una cruz los productos que había elegido. Yo no sé si compraba porque le gustaban las cremas o por no hacerle un feo a mi madre. Ahora que lo pienso, qué vergüenza me da, Carmen, de verdad, qué vergüenza.
—¿Y dices que tu madre zurcía?
—Sí, aprendió de pequeña, creo que con doce años. Yo en Badalona era «el hijo de la zurcidora». Iba a las tintorerías a recoger las prendas que mi madre tenía que arreglar y, una vez arregladas, las devolvía. ¡Tú no sabes la de horas que mi madre ha echado zurciendo! Pienso en ella y la recuerdo sentada en una silla del comedor reparando rotos y quemaduras de cigarro a la luz de un flexo gris muy usado. Era muy buena, hacía verdaderas obras de arte, y cuando acababa algún trabajo complicado nos lo mostraba muy orgullosa, pero yo creo que no supimos valorar su esfuerzo. Dábamos por sentado que el que traía el dinero a casa era mi padre, pero gracias a las horas y horas que ella echaba con los zurcidos nosotros vivíamos un poco mejor. ¿Te puedes creer que acabo de darme cuenta ahora?
Estábamos tomando el sol en una tumbona del Incosol y cerré los ojos porque estaba a punto de emocionarme y no quería que Carmen me viera llorar. Aún no estaba preparado para bajar la guardia delante de ella de aquella manera. Recuerdo que, tostándome en la tumbona y con los ojos cerrados aún, pensé: «Es pronto, y todavía no he tenido la oportunidad de decírselo, pero cuando vuelva a Madrid la invito a cenar, me achispo un poco y se lo suelto, porque Carmen tiene que saber que gracias a ella me he reconciliado con mis orígenes. Jamás volveré a ocultar que soy de San Roque y que en cincuenta metros cuadrados vivíamos cinco».
¿Las once y media de la noche y se pone a sonar ahora el teléfono de la habitación del hotel? Vaya horas de llamar. Mi hijo pega un brinco desde la cama supletoria para cogerlo, pero yo me adelanto, lo tengo más cerca, en la mesilla.
—¿Quién es?
—Hola, buenas noches, soy Daniel. ¿Podría hablar con Jorge?
Qué voz más bonita tiene. Parece muy educado.
—¿El padre o el hijo? —pregunto yo muy espabilada. Sé que quiere hablar con el crío, claro, pero tengo ganas de seguir escuchándolo. Por el rabillo del ojo compruebo que no va a darme tiempo a jugar mucho, porque ya tengo a mi hijo acercándose rápido como una centella. Aquí está, delante de mí y dispuesto a quitarme el teléfono de un momento a otro. ¿Por qué sabrá que es para él y no para su padre?
—Bueno, supongo que el hijo… —me dice la voz al otro lado del teléfono.
Noto que lo dice sonriendo. Qué agradable el chico.
—¿De parte de quién?
—De Daniel, un amigo.
—Espera, ahora te lo paso.
¡Ay, que me está entrando la risa! Tengo que ponerme el auricular en las tetas para que no oiga mis carcajadas. Hago un poquito de tiempo, hasta que se me pasa el ataque, y entonces le digo a mi hijo con una voz muy fina:
—Jorgeeee, al teléfono. Es Daniel.
Mi hijo coge el teléfono y se encierra en el baño de la habitación. ¡Uy, si las miradas matasen! Voy a intentar escuchar qué dice. Pero no, por mucho que ponga la oreja, me resulta imposible. En fin, entonces voy a meterme en la cama, a ver si puedo dormirme. Ojalá tuviera la suerte del Jorge grande, que en cuanto se ha acostado se ha quedado roque, y con razón, porque hoy nos hemos pegado un buen tute: el crío nos ha llevado al Vaticano, al Coliseo, a una iglesia donde hay un Moisés que tiene la misma cara que Charlton Heston, pero la misma, la misma, ¿eh? Y a una plaza muy bonita que no me acuerdo muy bien cómo se llama, Narbona, creo que me ha dicho. Allí es donde me ha contado que la Rigalt le pregunta mucho por mí. Que dice que quiere conocerme, que le hago mucha gracia. Pues no sé, hombre, no creo que sea para reírse de mí, mi hijo no la dejaría.
Qué contento veo al Jorge. Yo lo echo mucho de menos; no quiero decírselo para que no tenga más cosas en la cabeza, pero me da una pena cuando me levanto y veo su habitación vacía… Con lo dejado que era y la rabia que me daba que tuviera la habitación siempre hecha un asco, la cama sin hacer… Le daba igual dormir con la cama deshecha y a mí se me llevaban los demonios.
—Jorge, arregla la habitación.
—Pero si yo ya me apaño tal y como está.
—Ya, pero yo no. Y si viene alguien, ¿qué?
—Pues que no la mire.
—¡Ea!, claro, así solucionas tú las cosas.
Por mucho que le llamara la atención, nunca hacía nada y al final me tenía que meter yo a adecentarla. Qué gusto cuando la veía recién fregada, el suelo húmedo oliendo a pino, los libros recogidos dentro de los muebles… Vamos, es que ni me molestaba tener que retirar cucarachas muertas; es más, las echaba de menos cuando no aparecían, nos resultaban tan familiares que acabamos bautizándolas con el nombre de «los visitantes». Porque, para mí, en el fondo era mucho mejor tener «visitantes» que ratas, que era lo que tenían los que vivían en los primeros. Estaban tan asolados que una vecina me contó que a su marido no le temblaba el pulso cada vez que descubría una rata: la cogía del rabo y la estampaba contra la pared para cargársela, y aquello me hizo recordar que, cuando llegamos a San Roque, nos encontramos nada más instalarnos con dos ratones en el piso y, para que las niñas no cogieran miedo, les dijimos que eran hámsteres. Madre mía, qué pasión les entró a las crías con los dichosos roedores que en realidad no eran más que vulgares ratones. Tuvimos que hacerlos desaparecer una noche cuando ellas estaban dormidas, y menudo disgusto se pillaron al día siguiente. Como eran unas crías, les contamos que había venido la madre a buscarlos para llevárselos al campo porque en un piso no estaban contentos, y ellas se lo creyeron y a los cinco minutos no se acordaban ni de que habían existido. Y es que a mí las ratas me dan un asco que pa qué, y a «los visitantes», en cambio, he llegado a tolerarlos, aunque hacen un ruido asqueroso cuando los pisas…
Qué solo está el piso ahora. Vivimos más cómodos pero un poco más tristes. Ahora echo de menos lo mal que lo pasaba cuando me entraban ganas de cagar y estaba el váter ocupado, que era lo más normal del mundo, porque viviendo cinco en una casa ya me dirás. Yo lo llevaba mejor, y se me confundían los retortijones con la risa que me daba tener que llamar a la puerta y decir: «¡Que me cago! ¡Sal, que me cago!», y como el piso es tan pequeño, nada más abrir la puerta del baño llegaba el olor al comedor y el Jorge se cabreaba y me decía: «Mari, abre la ventana, hija, abre la ventana», y yo le contestaba aguantándome las carcajadas: «¡Pero si ya está abierta!», y él se enfadaba más todavía.
A mis hijos tampoco les hacía mucha gracia aquello, y se llevaban las manos a la nariz y decían: «¡Qué peste, mama!», y entonces a mí me entraba todavía más la risa y ellos acababan riéndose también, todos menos el Jorge grande. Pero, claro, cuando él iba al váter y se llenaba la casa de sus olores, salía sonriendo y éramos nosotros los que le decíamos: «Echa ambientador, anda, por favor…», y él bien que echaba, aunque mientras lo hacía siempre soltaba la misma cantinela: «¡Pero si no huele, Mari, no huele nada!». Ay, mi Jorge grande, que más que grande se me está haciendo mayor.
Lo está cansando mucho el viaje, lo noto, y quiere dormir a todas horas. Y el crío que sigue hablando con el tal Daniel; no sé yo, a ver si me cuenta algo. Madre mía, mira que si nos ha traído a Roma para decirnos que es su… ¡Ay, que me está entrando la risa otra vez y al Jorge grande le da un síncope como se entere! Aunque algo se huele, porque desde hace tiempo ya no le pregunta si tiene novia.
Ahora que caigo, ¿no le habrá contado el crío a la Rigalt lo del váter?, ¡que este es capaz! Mira qué orgullosa estoy de él, como para no estarlo. Gracias a mi hijo estamos aquí, si no de qué, ¿quién iba a decirme a mí que acabaría visitando Roma a mis años? Me lo dicen y no me lo creo. Bueno, tampoco es que de pequeña tuviera yo mucha idea de dónde estaba Roma; dejé el colegio nada más cumplir los ocho, ya ves tú. El colegio y Valdepeñas; mira que tengo ganas de volver a Valdepeñas, y el Jorge que no me lleva, pero lo que daría yo por ir otra vez a la casa que teníamos en la calle del Sol número 10. Qué grande era. Lástima que mi padre se pusiera malo del corazón y no pudiese seguir trabajando la tierra; tuvieron que malvenderlo todo, y mis padres, mis dos hermanas y yo emigramos a Barcelona. Todos. Y madre mía, cómo era el sitio adonde fuimos a parar, una barraca en la Barceloneta que compartíamos con unos vecinos de Valdepeñas.
En el suelo dormíamos. Nos pusieron a trabajar a las tres hermanas en un puesto que vendía ropa de pescadores, y ya me ves tú a mí a los nueve años dándoles con un plumero a los pantalones desde la mañana hasta la noche para que no cogieran polvo. Rosa, se llamaba la dueña; qué buena era. Cuando acabábamos de trabajar nos daba de merendar leche con nata, y qué mal lo pasaba yo, qué asco, por Dios; tanto me repugnaba que a pesar del hambre que tenía aprovechaba cuando no me veía para tirarla debajo de la mesa. Como ese capuchino de hoy, quita, quita, voy a tomarme yo eso con tanta leche como parece que tiene…
¿Y la que se lió un día cuando la señora Rosa me mandó a Sant Boi a entregar unos pantalones? «Tú móntate en el tren y al bajar pregunta por la calle», me dijo, fíjate tú, yo, con nueve años, y me dieron las diez de la noche para llegar de regreso a la estación de Barcelona, y allí estaba mi hermana mayor dando vueltas por los andenes como una loca, vete a saber qué jaleo me habría hecho yo con los trenes. De lo que sí me acuerdo es de que en Sant Boi, cuando entregué los pantalones, me dieron de comer. Y después me mandaron más veces, pero ya no me confundía con los trenes y no tardaba tanto, aunque sí me quedaba a comer, eso siempre.
Luego ya con el tiempo mis padres, mis hermanas y yo dejamos la barraca y los cinco nos metimos en una habitación en el barrio de La Salud, en Badalona. Qué asquerosa era la dueña, una señora mayor con una mala baba que pa qué. «Cuidado con gastar agua, cuidado con gastar mucha agua», repetía una y otra vez, y nosotros lavándonos los cinco en un barreño, casi a escondidas, para que no nos riñera. ¡Cómo nos gustó dejar aquella habitación y meternos en el piso que compraron mis padres! A ese mismo es al que nos fuimos el Jorge y yo cuando me quedé embarazada de la Ana. Y mira, tan mal no nos ha ido. Ahora mi hijo nos trae a Roma y no hace más que decirme que si me compra unos zapatos, que si me regala un bolso, que me pruebe esa blusa… ¡Pero si a mí lo que de verdad me gustaría es que no hubiera crecido y tenerlo siempre conmigo! Aunque, oye, a lo mejor a un bolso bien bonito no le digo yo que no, vete tú a saber cuándo vuelvo yo a Roma otra vez.
Nada más salir del baño mi madre me preguntó en voz baja:
—¿Quién era?
Y yo le respondí con la voz igual de bajita:
—¿Todavía estás despierta? No es nadie, sólo un amigo. ¡Venga, a dormir, que mañana nos espera una buena caminata!
Iba a meterme en la cama, pero antes me acerqué a mi madre y me puse a darle besos en el cuello, y ella se moría de la risa, porque no soportaba el roce de la barba.
—Para, que va a despertarse tu padre.
—¡Qué va a despertarse! Pero ¿no te das cuenta de cómo duerme? ¿En Badalona también duerme tanto?
—Los últimos días sí, hijo. Serán los años… Bueno, a dormir. Que descanses.
Me gustó que me llamara Daniel. Y también que fuese a verme a Marbella. La verdad era que estaba teniendo una paciencia conmigo… No lo llamé al día siguiente de conocerlo, me daba miedo. No estaba acostumbrado a repetir con un amante, y me inquietaba establecer lazos emocionales con la gente con la que me acostaba. Martirizaba a Pablo y a Luis suplicándoles que me ayudaran a encontrar un novio y, en cuanto alguien demostraba un poquito de interés por mí, yo desaparecía. Era incapaz de mantener relaciones no ya sexuales, sino mínimamente sentimentales, si no había noche y alcohol de por medio.
Tardé exactamente una semana en llamarlo. Era sábado al mediodía.
—Hombre, Jorge —dijo nada más descolgar el teléfono y escuchar mi voz—, pensé que te habías olvidado de mí. Debes de habértelo pasado muy bien estos días. Como me dijiste que conmigo habías disfrutando tanto… —añadió con sorna.
—Te invito a cenar esta noche.
—Me encantaría, pero he quedado. Con varios días de antelación, además. Aquí en Madrid pasa eso, ¿sabes? A lo mejor es que en Barcelona soléis aburriros tanto que estáis deseando que alguien os llame para sacaros a pasear.
Me quedé cortado. Idiotizado. Al borde mismo de la lágrima.
—Bueno, pues entonces…
Silencio. Me había costado un mundo atreverme a llamarlo, y ante su negativa estaba deseando poner fin a la conversación y desaparecer de su vida para siempre. Joder, lo que me va el melodrama.
—Entonces, Jorge, ¿te va bien que nos tomemos mañana unas cañas por Latina?
El tío era un cabrón. Un auténtico cabrón.
—Vale —acerté a contestar.
—Te paso a buscar al mediodía, sé dónde vives, y ya mañana te cuento cómo me ha ido la semana. ¡Ay, perdona, que no me lo has preguntado!
—Qué hijo de puta eres.
—Ya. Pero te gusto.
Claro que me gustaba. Me gustaba que no se hubiera planteado anular su cena del sábado, me gustaba que viniera a buscarme al día siguiente y, sobre todo, me gustaba que no me diera la opción de cambiar la hora, el lugar de la cita o el destino.
Al día siguiente, tras llamar a la puerta de mi casa, me gustó que nada más verme me diera un morreo al tiempo que me metía la mano por el pantalón para tocarme el culo. Me gustó que me dijera que necesitaba follar conmigo antes de que nos fuéramos a tomar una caña porque tenía los huevos a punto de explotar, y me gustó, por fin, que, después de corrernos, me pidiera que me quedara en la cama mientras él salía a la calle a comprar comida para poder así pasar todo el día en casa conmigo.
—Trae vino —le grité entre las sábanas antes de que cerrara la puerta.
—¿Algo más?
—A ti.
Y regresó a la habitación para darme un beso, y antes de marcharse me dijo al oído:
—Eres un pesado y tu profesión me parece una idiotez, pero qué vamos a hacerle: me gustas.
Daniel. Maldito Daniel. Dichoso Daniel.
A partir de aquel domingo empezamos a quedar todos los fines de semana: primero de sábado por la noche a domingo por la noche, luego de sábado por la tarde a domingo por la noche y, al fin, llegó un día en el que se plantó en mi casa un viernes por la noche y ya no se largó hasta el lunes por la mañana, directo a trabajar. Se lo presenté a Marisol y a Antonio y les encantó. También a Pablo y a Luis, que opinaron lo mismo, y también hizo muy buenas migas con la Rigalt cuando se plantó en Marbella para pasar unos días conmigo.
—Jorge, tú mismo: o voy a verte o me lanzo a las calles a tirarme al primero que pase —me amenazó en una de nuestras conversaciones telefónicas de larga distancia—. Hoy me he descubierto mirándoles los paquetes a los tíos.
—Ya estás tardando en venir.
Marbella le pareció un espanto, como a mí, y aquello también me atraía de Daniel, que no se dejara seducir por el Beach del Marbella Club o por el brillo que despedían los trajes de las invitadas a la Gala de la Cruz Roja. De todas maneras era difícil que aquella Marbella dirigida por Jesús Gil consiguiera deslumbrar a alguien: el lujo del pasado había sido sustituido por la presencia indiscriminada de grúas y más grúas que ayudaban a levantar bloques de apartamentos que jamás se terminarían. Los príncipes destronados y las princesas de países ignotos habían huido y su puesto había sido ocupado por putillas que aspiraban a trabajar en televisión y chorizos con ínfulas de maromos.
Daniel, Carmen y yo asistíamos a aquel espectáculo con distancia, entre horrorizados y descojonados de la risa. Una noche salimos a cenar los tres y en un momento en que Daniel fue al baño ella aprovechó para advertirme:
—Protégete, Jorge. Estás colándote demasiado. Él tiene cuarenta y un años y tú no has cumplido los treinta. Me gusta, es inteligente, no un gilipollas; pero si desaparece no quiero tener que pasarme el invierno recomponiendo pedacitos de ti.
—Dice que le gusto.
—Y seguro que es así. Pero ten cuidado, sabe mucho.
La advertencia de Carmen me dio qué pensar. Repasé mentalmente la historia con Daniel y comencé a encontrar agujeros negros: no sólo no conocía su casa, sino que incluso se había negado a presentarme a alguno de sus amigos, mientras que yo le había presentado a todos los que eran importantes para mí.
—¿Para qué, Jorge? —argumentó cuando se lo comenté—. Tú y yo estamos muy bien solos.
—Pero tú bien que conoces a los míos.
—Porque tú has querido.
No quería rayarme, al menos no durante el verano. Quería esperar a ver qué pasaba en Madrid en otoño, pero llegó septiembre y seguíamos con la misma rutina de vernos el viernes por la noche y despedirnos el lunes por la mañana. Y justo entonces, cuando sólo llevaba dos noches en Roma, fue el tío y me llamó a la habitación del hotel.
—Te echo de menos, pesao.
—No puedo hablar muy alto, estoy durmiendo en la misma habitación que mis padres.
—Mira que eres rata.
—Oye, que la vaca da pero tampoco para tanto. Como dice mi madre: «No tanta luz, que me encandilo».
—Me gustaría estar ahí contigo. Sólo llamaba para decirte eso.
El tal Daniel estaba volviéndome loco. Y yo, haciendo caso omiso a lo que me aconsejara la Rigalt, no estaba poniendo ningún obstáculo para evitarlo.
—Vamos, que te lo has pasado de puta madre —resumió Daniel a mi regreso a Madrid.
—No, no creo que «de puta madre» sea la expresión adecuada. Aunque te suene un poco cursi ha sido un viaje plácido, incluso emotivo. Me ha gustado muchísimo invitar a mis padres a todo, darle un manotazo a la cartera de mi padre cuando intentaba hacerse con la cuenta de algún restaurante, pagar sin preocuparme por cuánto era la factura del hotel o coger taxis para movernos por la ciudad en vez de obligarlos a dar largas caminatas o hacer cola en las paradas de los autobuses. Quizá haya sido mi manera de mostrarles que deben estar tranquilos, que en Madrid las cosas me van incluso mejor de lo que yo esperaba. Y tú, ¿me has echado de menos?
—Un poco, ya lo sabes.
Estábamos cenando en un restaurante de la calle Morería, cerca del Viaducto, y habíamos llegado hasta allí después de pasear por una de las zonas que más me gustaban de Madrid: desde mi casa salimos a la calle Mayor y luego pasamos por la calle del Rollo, la plaza del Alamillo, la de la Paja y la calle de la Redondilla. Aquella misma tarde me había despedido de mis padres en Roma —ellos iban en un vuelo directo a Barcelona—, y al aterrizar en Madrid sentí la necesidad de llamar a Daniel y quedar para cenar con él. No quería pasar la noche solo, acababa de darme un buen chute de ambiente familiar y temía que se me cayera la casa encima.
—Es curioso, Daniel, me encuentro a gusto con ellos aunque haya demasiados espacios de mi vida que no puedo compartir. Creo que estamos aprendiendo a ser felices… Bueno, borra esa palabra, empiezan a agobiarme esos términos tan pomposos, tal vez sea mejor decir que empezamos a encontrarnos muy cómodos juntos, porque ellos al fin tienen claro que mi vida no va a ser como la de mis hermanas: han comprendido que no voy a casarme, que no voy a tener hijos y hasta que es poco probable que me conozcan alguna novia, pues, cuando les hablo de amigas, incluso han dejado de hacer bromas. Y es que ya saben que son amigas y nada más, porque para evitar confusiones bien que me encargo de advertirles de que la mayoría tienen novios o están casadas. Y además me ven contento, me notan tranquilo… Mi padre se corre de gusto cuando le cuento cosas de mi trabajo, y ya no piensa que estoy haciendo el gilipollas en Madrid.
—¿Y por qué no les has hablado de mí?
—Porque no lo necesito, Daniel, porque hacerles partícipes de tu existencia significa obligarlos a revisar toda mi vida, a preguntarse por qué, a tener que decirse «ya nos lo imaginábamos», a enfrentarse a los vecinos de siempre… No sé si ya lo han hablado entre ellos, probablemente sí, y supongo que si han tenido esa conversación habrán decidido no mantenerla conmigo. Vale, de acuerdo, tengo claro que en nuestra relación hay muchas sombras, demasiados territorios por los que evitamos transitar para no tener que enfrentarnos a situaciones que nos pondrían incómodos, pero por ahora nos sirve vivir así. Mi padre ya no me reprocha nada, se está evaporando el desencanto que sentía hacia mí.
—Pero a mí siempre me has contado que tiene un carácter muy duro.
—Y es verdad, pero conforme han ido pasando los años se le ha ido dulcificando. Ahora cada vez que está a punto de enfadarse nos descojonamos, e incluso le gastamos bromas cuando intenta amedrentarnos con esas miradas que antes nos producían pavor. Fíjate que yo años atrás no era nada cariñoso con él, incluso lo rehuía, pero ahora me dan ganas de abrazarlo, porque lo veo tan vulnerable… Es como un oso, no sabes lo que duerme, muchísimas horas. En Roma siempre estaba deseando volver al hotel para meterse en la cama, a las nueve de la noche ya le costaba tener los ojos abiertos. Dice mi madre que últimamente está así, suspirando porque le llegue la jubilación para descansar. Han sido muchos años levantándose a las cinco de la mañana, la verdad es que ha trabajado como una bestia. ¿Te apetece una copa o nos la tomamos en mi casa?
—¿Y por qué no en la mía? —propuso Daniel por sorpresa.
Me costó unos segundos reaccionar, y al principio incluso pensé que había oído mal. Él parecía disfrutar con mi desconcierto.
—Estás borracho, ¿no? —le pregunté.
—Hombre, el vino me ha dejado un poco achispado, es una palabra que me encanta, pero estoy lo suficientemente sobrio como para invitarte a dormir en mi casa por primera vez.
—Te has dado cuenta de que no puedes vivir sin mí.
—Mira, vivir sin ti podría, Jorge. Me costaría, claro: eres maravilloso, inteligente, estás buenísimo, tienes un futuro prometedor… Sí, supongo que me costaría años hacerme a la idea de no disfrutar de tu presencia. Ahora bien…
—«Si poco a poco dejas de quererme, dejaré de quererte poco a poco» —lo corté.
—Neruda.
—Me lo enseñó Carmen este verano en Marbella —confesé—, y desde entonces estamos cada dos por tres con el «ahora bien» y recitando el verso entero.
—Vuelvo a lo mío. Ahora bien, Jorge, o te haces las dichosas pruebas o dejaré de metértela poco a poco. Estoy hasta los huevos del condón.
No podía dilatar más la espera, Daniel llevaba tiempo empujándome a que me las hiciera: «Vamos juntos y así te da menos miedo». «Pero ¿y si estoy infectado?». «Ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él, ¿no te parece?». Antes de conocer a Daniel el dolor y el temor a estar contagiado se habían ido amortiguando, pero después de conocerlo ambos volvieron a aparecer corregidos y aumentados: ¿qué pasaría si las pruebas daban positivo? ¿Dejaría de verme?
—Si eso es así, mejor que lo sepas cuanto antes, porque no vale la pena estar al lado de un tío que haría eso —me aconsejaba Pablo.
Todos tenían razón. Había llegado el momento de pasar por el centro de salud de la calle Sandoval, que era el lugar al que peregrinaban de manera periódica aquellos amigos míos que tenían más valor que yo. Por fin todo parecía estar en orden en mi vida: mis relaciones familiares, mi incipiente relación sentimental y el trabajo; ya sólo faltaba despejar aquel interrogante para ser feliz. «Ni palabras grandilocuentes ni pollas, es que lo tengo todo», pensé para mí mientras nos dirigíamos en taxi al barrio de Bilbao, que era donde Daniel tenía su casa.
Y luego: «Qué coño. Me las hago. No hay más que hablar».
—Daniel —le dije mirándolo fijamente cuando el auto se detuvo en un semáforo—, pide hora, que la semana que viene vamos a Sandoval.
Daniel sabía que hacerme las pruebas significaba enfrentarme a más de siete años de miedo, de pavor, de angustias, de noches sin dormir.
Se acercó a mí en el asiento trasero y me susurró al oído:
—Estoy empezando a quererte.
No contesté porque hacía algún tiempo que yo iba cuesta abajo y sin frenos, pero por consejo de Carmen no se lo decía para no asustarlo: «Recuerda siempre que los hombres son arrancada de caballo y parada de burro», me repetía ella machaconamente.
Pero ¿quién dijo que fuera un chico obediente?
—Yo hace tiempo que vengo haciéndolo —respondí al fin.