39

Lo primero de lo que tomó conciencia fue del dolor de cabeza. Se removió entre las sábanas, y sintió como si el cerebro se le hubiera desprendido y le diera vueltas dentro del cráneo. El organismo no estaba concebido para esas cantidades de alcohol, fuera cual fuese su precio. Todavía podía distinguir el regusto a vino en el cielo de la boca. Se giró hacia la izquierda para salir de la cama, pero se encontró con un bulto cortándole el paso. Retrocedió un poco, rodó en el sentido contrario y, al llegar al costado opuesto, se volvió a topar con otro cuerpo que le impedía continuar. Trató de pasar por encima, apoyándose con cuidado, pero oyó un quejido meloso que venía de lo profundo de los sueños. Era Claire. De nuevo estaba en el centro de la cama, rodeado, mirando hacia el techo sin ver, cada vez más inquieto. Contó hasta diez, respiró hondo, y, al fin, Xavier fue empujándose sobre las sábanas hasta lograr salir por el extremo inferior de aquella cama interminable.

En la completa oscuridad del dormitorio, trató de avanzar sin hacer ruido ni golpearse con nada. Se sentía muy mareado, como si fuese a desmayarse. Por momentos, comenzaba a arrepentirse de haberse levantado y de haber abandonado la posición horizontal. No obstante, incluso entre los vaivenes del sueño y la resaca, había podido intuir que algo extraño estaba ocurriendo. Dio unos pasos más a ciegas, sin haber llegado a tropezar ni una sola vez con ninguno de los objetos de aquella habitación, y alcanzó el pomo de la puerta. Sabía exactamente dónde estaba el pomo de la puerta. Su altura y su justa ubicación. Porque, a pesar de toda aquella confusión, a pesar de todo aquel desbarajuste que se cernía sobre él como un mal presagio, sentía que ahora las cosas estaban donde debían estar.

Al salir de allí, una luz excesiva lo abordó en el pasillo. Se frotó los ojos con el dorso de las manos. Hacía mucho que no veía una luz como aquella. O quizá fue el mismo día anterior. Parpadeó. Unos haces oblicuos irrumpían por las ventanas iluminando las partículas de polvo estáticas, aquellos corpúsculos que gravitaban en el aire como pequeñas constelaciones. Entonces se vio las manos. Y un abismo inesperado se instaló en su estómago. No acababa de entender qué estaba pasando. Se apresuró por el pasillo en dirección al baño, cerró la puerta por dentro y se situó delante del espejo. Allí estaban, sus sospechas materializadas. Sus miedos hechos carne. Xavier alargó el brazo hacia la superficie del cristal, como si esperase poder atravesarlo y tocar a quien se proyectaba en el otro lado. Primero, posó las yemas de sus dedos sobre la imagen de aquel pelo largo y casi blanco. Después, retiró la mano del reflejo y se asió un mechón de su propio cabello encanecido. Cómo era posible. Había visto aquel rostro cientos de veces en el espejo. Cada mañana, cada noche. Y sin embargo ahora algo era distinto. Él era distinto. Su forma de mirar era distinta. Se desabrochó la camisa del pijama y examinó la imagen de su torso. Los signos de su identidad habían desaparecido. No quedaba ni rastro de ellos. Aquel cuerpo no era el suyo, la piel estaba más ajada, acumulaba más vida pretérita entre sus minúsculas grietas y sus pliegues. En el centro de su pecho se rizaba un corazón de vello grisáceo, y los músculos, aunque mostraban los efectos del ejercicio, habían perdido cierto tipo de vigor y de tensión. Aquel era un cuerpo usado y ajeno. Él había visto cientos de veces aquel rostro y aquel cuerpo siendo André, en aquel mismo lugar, a aquella misma distancia. Pero ahora era Xavier. Todo era casi como siempre. Pero no era como siempre. Ahora tenía conciencia de ser Xavier, atrapado allí dentro. O quizás era André que había perdido del todo la cabeza. Quizás era André Bodoc en otro de sus días, en un día cualquiera de su vida, pero por completo trastornado. O quizá, por fin, se había curado. Se había librado definitivamente de su mal y de aquellas pesadillas. Pero en ese caso, quién se había curado. Era incapaz de responder aquella sencilla pregunta. Quién de los dos se había curado. Se colocó a apenas unos centímetros del espejo y se miró a los ojos. Por fin tenía a André Bodoc allí mismo, delante. Una frase del director de informativos resonó en su memoria: la gente ve lo que quiere ver. Escrutó con detenimiento su reflejo. Nosotros decidimos lo que es visible y lo que no. Se rascó la barba incipiente con los nudillos y se estiró las bolsas que le crecían sobre los pómulos. Seguía sin ver nada. Seguía sin saber lo que se suponía que tenía que ver. Se separó del espejo manteniendo la mirada fija en sus pupilas. De aquellos dos pares de ojos, cuáles estaban siendo mirados y cuáles se estaban mirando mirarse. Sintió un principio de náusea. La inercia de un remolino. La trampa de un bucle infinito. Empezó a sentir asco por encontrarse encerrado en aquel cuerpo, por su pertenencia a aquel cuerpo. Por la cercanía de los procesos internos de aquellos órganos. Por sus jugos, sus secreciones, y la sangre bombeando en sus venas y arterias. Se reprimió una arcada con la mano. Tuvo que apoyarse sobre el mármol de la cisterna. Probablemente, aquellas náuseas no se debían a otra cosa que al exceso de vino al que aquel cuerpo se había visto sometido la noche anterior.

Fue hasta la cocina y empezó a prepararse un café. Abrió compuertas y cajones. Sabía dónde estaba el grano molido, sabía cómo funcionaba la cafetera, estaba familiarizado con el panel del microondas. Podía moverse por aquella casa como si fuese la suya. Hacía meses que lo venía haciendo. A continuación, cojeó hasta uno de los taburetes altos de la barra de la cocina americana, y se sentó frente al café y frente a una botella de agua mineral. Gran parte del dolor de cabeza de una resaca era consecuencia de la deshidratación de las meninges. No recordaba dónde había aprendido aquello. Pero ahora sabía que el alcohol hacía que el cuerpo perdiera cuatro veces más líquido del que ingería y que el organismo recuperaba esa agua absorbiéndola del cerebro, como si lo hiciera de una esponja. En la mesa había una carpeta roja y gastada, otra de aspecto más nuevo y un sobre sin abrir. La carta estaba dirigida a André Bodoc. En el membrete figuraba el nombre y la dirección postal de una clínica privada, el nombre de un médico y su especialidad en neurología. Xavier dejó las carpetas una junto a la otra, y levantó la carta entre sus manos. Pensó en abrirla, después de todo en gran medida él era el destinatario. Miró su anverso y su reverso, y reparó de nuevo en sus manos. Cómo era posible que habiendo visto tantas veces aquellas manos, y habiéndose sentido tantas veces su dueño, ahora le resultaran tan extrañas y ajenas. A lo lejos se oyó el ruido de una puerta y sonido de pasos.

—¿Cómo estás? —Claire había entrado en la cocina. Llevaba puesto el top del día anterior y unas braguitas blancas con flores caladas—. ¿Llegaste muy tarde anoche?

Él se puso pálido, notaba cómo la sangre abandonaba su nuevo rostro y huía a algún otro lugar. Se sentía como si le hubieran sorprendido perpetrando un crimen. En pleno delito de allanamiento y suplantación.

—No lo sé… —acertó a decir—. ¿No me oíste llegar?

Le había temblado la voz. Pero sin duda aquella voz grave sonaba como la de André Bodoc.

—¿Cómo no te iba a oír? Claro que te oí, entraste dando tumbos y te dejaste caer en la cama como un animal… Pero no miré el reloj.

—Lo siento.

Lo siento, lo siento… ¿Qué te pasa, André? ¿Otra mala noche? —La joven había abierto la puerta del frigorífico y contemplaba su interior sin ninguna intención aparente—. ¿Cómo te lo pasaste ayer con el gran jefazo? ¿Fuiste al baño con él? ¿Los ricos y poderosos tienen necesidades fisiológicas como el resto de los mortales?

—Me lo pasé muy bien. La cena fue excelente… Quiero decir, no estuvo mal… —Xavier se aclaró la garganta—. No creo que quieras saber lo que costó tan sólo la bebida.

Claire cerró el frigorífico y deambuló por la cocina con expresión distraída.

—Qué suerte. Yo me pasé la noche buscando mi libro de Anne Sexton, que no está por ninguna parte.

Él permaneció unos segundos en silencio. No había dejado de sentir aquellas náuseas, que hacían que todo le diera vueltas alrededor.

—Tercera estantería antes de llegar a la galería del fondo, cuarta balda contando desde abajo —dijo.

Ella lo miró con curiosidad, tal y como lo haría un felino.

—Mataría por tener tu memoria. —Sonrió—. Tan temprano, con resaca, y ya te ha dado tiempo a poner en orden tus recuerdos.

Xavier sintió un sudor frío perlándose en su frente. Las imágenes más diversas habían comenzado a superponerse. El proyector de cine parecía haberse dislocado, las películas se habían mezclado, los fotogramas se estaban fundiendo. Ella encendió dos cigarrillos, se acercó, le puso uno en la boca y atenazó una de sus rodillas con la cara interna de sus muslos. Él miró hacia el techo, dio una larga calada y se pasó los dedos abiertos por el pelo plateado.

—El pasado viene a ti cuando menos te lo esperas —murmuró, sin atreverse a mirarla.

Claire se aproximó a su boca y le mordió los labios. Él permaneció quieto, sin hacer ni decir nada. Como si se encontrara al final de un camino que se bifurca.

—¿Hola…? ¿Hay alguien ahí? ¿Está ahí dentro nuestro pequeño voyeur? —preguntó la joven, y le rozó los dientes con la lengua.

—Sí. Sí que lo está —aseguró—. Más cerca de lo que piensas.

Y como para demostrarlo se precipitó sobre ella, empujándola contra la barra de la cocina, subiéndola al tablero, besándola con unas mandíbulas feroces, metiendo sus manos ansiosas debajo del top minúsculo, debajo de aquellas bragas casi transparentes, buscando su sexo de muñeca, buscando lo que ya conocía y había visto decenas de veces. Como si fuera la primera vez. Desordenándolo todo como lo haría un huracán. Acabando con el orden del mundo. Buscando la fisura del mundo. Podía sentir sus propios latidos retumbar bajo sus costillas y en su cuello, la sangre atropellándose en sus sienes y entre sus piernas. La cabeza le iba a estallar. Podía notar que le iba a estallar. La botella de agua rodó por la mesa hasta que resonó contra el suelo; una taza se estrelló y saltó en mil pedazos de reluciente porcelana; la vieja carpeta también cayó, se abrió en el aire y lo llenó todo de antiguas noticias, de notas y de recortes. En medio de la danza de las hojas, ella lo detuvo.

—Espera. —Lo separó de sí, conteniendo el ímpetu de su pecho con los antebrazos—. No estamos solos… ¿Vamos?

Xavier trató de calmarse. Sentía las revoluciones de su respiración subiendo hasta su nariz y su boca. De nuevo, la luz que entraba por las ventanas hacía que no pudiera distinguir los contornos de las cosas. Dónde estaba. Quién era él. Qué eran los cuerpos. Claire bajó de un saltito, lo cogió de la mano y ambos salieron de la cocina, dejando atrás un suelo por entero cubierto de papeles viejos y, sobre la mesa, una carta sin abrir.

Al llegar al final de un pasillo fue él quien la detuvo.

—Un momento. —Había atravesado el brazo y apoyaba la palma de su mano sobre la superficie de aquella puerta cerrada—. No sé si quiero entrar ahí.

Ella dejó escapar una breve carcajada.

—¿Te da miedo entrar en el dormitorio? No te preocupes, no te haremos daño. —Claire seguía manteniendo aquel tono malicioso que hacía que todo pareciera siempre un juego.

—No es eso —dijo, sin levantar la mano de la puerta—. Prométeme que no dejarás que me duerma.

—Te lo prometo. No te lo permitiremos. ¿Lo que te asusta es volver a ser Xavier?

—No, en realidad no. Tengo la sensación de que no voy a tener nunca más ese problema. Pero ahora me asaltan otras muchas dudas. Esta mañana me rondan la cabeza un montón de nuevas preguntas, a cuál más inquietante… ¿Y si la próxima vez que me duerma no volviese a ser Xavier ni André? ¿Y si fuese otro, y tuviera que empezar de nuevo toda la pesadilla? O peor todavía. ¿Y si tampoco fuera ningún otro? ¿Y si fuese algo totalmente distinto? No sé si entiendes lo que te quiero decir. No sé si te haces una idea del alcance que estas cuestiones tienen para mí, Claire. Quizá los demás no os hagáis nunca estas preguntas. Pero te aseguro que es algo que nos puede estar esperando ahí mismo a cualquiera de nosotros. A cualquiera. Y puede ser aterrador.

Había dicho todo aquello casi sin tomar aire, más porque se sintió en la necesidad de hacerlo que porque esperase obtener respuestas.

—No sé si me estás hablando de zombis o de alienígenas. Pero estoy harta de tanta especulación —dijo ella, le agarró la mano con la que sostenía la puerta y lo arrastró al interior del cuarto.

La habitación seguía envuelta en la oscuridad absoluta, una negrura anónima que la hacía idéntica a todos los otros dormitorios de su vida. Avanzó unos pasos y al momento dejó de sentir la mano de Claire sujetando la suya. Se oyó un roce de telas cayendo hasta el suelo, un leve chirrido amortiguado. Luego, sólo silencio. Era como si no hubiese ningún vínculo que lo uniera con el resto del mundo. Caminó por aquella nada negra como si transitara por los habitáculos de su mente. Sentía como si todo aquello estuviera en el fondo de algo. Como si aquel dormitorio, que podía ser su dormitorio o el de cualquier otro, de igual manera que él mismo podría ser ya otro en un lugar muy distinto o en cualquier otro tiempo, se encontrara muy en el fondo de algo. Como si aquella habitación dispusiese de más puertas de las que de verdad tenía, y algunas de ellas ocultaran pasadizos, y otras, escaleras que subían, y otras, escaleras que bajaban. Y todas ellas condujeran a habitaciones similares. Dio un último paso y se paró, justo antes de llegar a tropezar con la estructura de hierro forjado que sostenía el somier. Conocía aquel dormitorio como si fuese el suyo propio. Se desnudó despacio, alargó unas manos ciegas hacia delante, palpó unos cuerpos y se metió en la cama.