23
Tenía las manos, la cara y la ropa manchadas de sangre. Nunca había estado tan cerca de la muerte como aquella mañana. Tenía los zapatos salpicados de bilis y de restos de tegumento. Hacía apenas unos minutos había estado a punto de morir y lo primero que se le vino a la mente fue si aquel hombre no estaría tratando de comprobar que estaba en un sueño. Lo segundo que pensó, mirándose las manos teñidas de rojo oscuro, mirando alrededor, el suelo, el cielo, fue si aquello no sería la prueba definitiva de que él estaba en un sueño.
La vida de Xavier Arteaga siempre se había caracterizado por ser una más, una vida de tantas, una vida monótona sin ambiciones ni sobresaltos, que se limitaba a discurrir mansamente, como si lo único que anhelara fuese llegar a su final sorteando las turbulencias. Aunque nunca había tomado verdadera conciencia de ello hasta ahora, hasta que de repente habían comenzado a ocurrirle las cosas. Aquella misma mañana había salido de su casa dispuesto a seguir y vigilar al amante de su exmujer y eso ya lo hizo sentir distinto. A pesar de encontrarse sumido en un estado de melancolía, era como si una nueva luz inspirase su vida, como si en alguna parte se hubiera abierto una puerta por la que pudieran entrar indicios de aventura, vestigios de riesgo. A veces pensaba que quizá la irrupción de André Bodoc en sus noches no había sido tan nefasta después de todo. No le había costado averiguar el nombre del amante de su exmujer llamando a la sucursal del banco donde trabajaba, ni conseguir luego su dirección en la guía telefónica. Y desde primera hora de la mañana había estado apostado en su calle, esperándolo. Lo reconoció enseguida. En cuanto lo vio salir con uno de aquellos trajes de saldo, caminando como un galán de película antigua y saludando a la gente como si en realidad fuese un gran banquero y no un vulgar oficinista. Xavier quería saber qué hacía aquel hombre cuando no estaba con Carlota. Esta vez, se había acordado de cubrirse el rostro con una mascarilla. En su trayecto al trabajo, su objetivo se detuvo en dos ocasiones, una para desayunar y otra para comprar un boleto de lotería. Comprobó que en efecto eran muchas las personas que lo conocían y que se dirigían a él con cordialidad, pero eso no tenía más mérito que el de ser gestor en una de las pocas oficinas bancarias del barrio. Mientras lo seguía a una distancia prudencial, viéndolo todo con aquella mirada distinta con la que se había levantado aquella mañana, Xavier reparó por primera vez en los muchos comercios del mismo tipo que se congregaban en apenas unas manzanas. En aquellas calles, junto a su casa, había al menos cuatro panaderías o reposterías, tres videoclubs, cinco heladerías, farmacias, carnicerías, pescaderías, fruterías, una tienda de congelados, quioscos, decenas de cafés bar restaurante, probablemente todos ellos con uno, dos o hasta tres televisores, todos encendidos. No cabía duda de que aquella era una zona de la ciudad reservada para quienes por encima de todo valoraban la comodidad, la tranquilidad y el conjunto de rutinas que las hacían posibles. Se preguntó desde cuándo se había convertido en uno de ellos. O si alguna vez había sido otra cosa. Por supuesto, aquel barrio también contaba con su propio centro comercial, dotado de megastores, multicines y de su particular oferta de ocio, al que las familias acudían como plagas de insectos los fines de semana, cada vez que sus rutinas amenazaban con dejar al descubierto huecos en los que poder encontrarse con ellos mismos. Los nuevos templos de la era moderna. Xavier aceleró el paso y se dijo que probablemente había sido uno de ellos desde siempre. Por eso conocía tan bien los mecanismos internos de aquel estilo de vida. Por esa razón sabía que había una finalidad muy concreta en aquella pacífica reiteración de las costumbres, que sólo bajo su tibia protección podía lograrse la felicidad que tanto ansiaban. Una felicidad aletargada, insulsa y anodina. La felicidad autocomplaciente de los idiotas. Lo sabía porque aquella había sido su propia meta durante años. Pasar por la vida sin llegar a quitarle la envoltura. Se detuvo una vez más en una última esquina, manteniendo la mitad de su cuerpo tras el parapeto del ladrillo. Al final de la avenida, el usurpador entró en la sucursal del banco y Xavier no tuvo más remedio que volverse a quedar fuera esperando.
Incluso entonces, incluso plantado allí de pie tan sólo aguardando y ocultándose, se sentía distinto a todos los que lo rodeaban. Cómo podía haber sido durante tanto tiempo una de aquellas personas y no haberlo notado. Podía verlo todo tan claro en ese momento: su vida, su vida real, era un desecho. Mientras esperaba que volviese a aparecer aquel que le había robado su familia, Xavier reparó en cuántas parejas con cochecitos de bebé transitaban aquella avenida y las calles adyacentes. Estaban por todas partes, empujando los capazos o las sillitas de paseo. Él mismo había sido padre. Él tenía un hijo. Pero nunca antes había observado con ese distanciamiento el ritual al que se sometían los dos progenitores en torno al bebé y al entramado de artilugios que constituían su cuidado. Como si todo el planeta orbitara alrededor de aquel punto de coordenadas. Una pareja pasó cerca de Xavier y se detuvo a su lado. Por algún motivo, los jóvenes padres comenzaron de improviso a manipular la silla y a hurgar en todos sus accesorios, cestas, mochilas, sombrillas, plataformas con ruedas, enrollaron el protector, extendieron la mosquitera. Empezó a ponerse nervioso, se sentía mareado sin saber muy bien por qué. Trató de sentarse en un escalón y la pareja comenzó a desplegar todo el inventario de instrumentos y objetos relacionados con la alimentación de su hijo, recipientes herméticos, papillas, tarritos de verdura, desenfundaban biberones, elegían tetinas ergonómicas, esgrimían cucharas de plástico alrededor de Xavier. La madre ajustaba el babero, sacaba los kits de limpieza, las toallitas húmedas, los chupetes, los pañales; el padre se servía de todo tipo de juguetes para intentar distraer entretanto al sujeto de sus desvelos, hacía bailar los peluches afinando una vocecilla ridícula, agitaba el arco con los muñecos colgantes, le ofrecía todo tipo de cachivaches sonoros. Xavier se preguntó si los tiempos habrían cambiado; pero muchas de aquellas parejas tenían su misma edad. Aquel era el barrio en el que él mismo había decidido quedarse hacía años. Un barrio lleno de espacios abiertos, de guarderías y parques infantiles. Un barrio destinado a aquellos que sentían que su función primordial en el mundo era procrear. A aquellos que habían relegado a un segundo plano de sus vidas cualquier otro destino que no fuera reproducirse y perpetuar sus genes. Engendrar copias y más copias de sí mismos, que a su vez pronto pudieran volver a repetir el milagro del nacimiento y la multiplicación. Y así indefinidamente. Sin más. Sin mayores aspiraciones. Sin hacer preguntas. Como él. Él había elegido libremente quedarse en aquella zona de la ciudad en la que no había ciudadanos, tan sólo satisfechos consumidores bien informados. Un mundo degradado. Una réplica de una réplica cada vez más alejada del original. Una zona de la ciudad que poco a poco se había ido extendiendo a la práctica totalidad de la ciudad. Como una célula que hubiera sufrido un crecimiento y una multiplicación incontrolados, infiltrándose en los tejidos adyacentes, invadiendo los espacios que no le pertenecían.
A media mañana, el amante de su exmujer volvió a salir de la oficina en su tiempo de descanso, y lo hizo acompañado de una joven que también parecía vestir uniforme de trabajo. Xavier los siguió hasta el café bar restaurante más cercano. Y a través de un ventanal los pudo ver reír, bromear y mantener la actitud atenta y sugerente propia de quienes se encuentran en el camino de algo más. Cuando el usurpador se levantó para pagar la cuenta, se inclinó hacia ella y se besaron en los labios. Después salieron del bar recostándose el uno sobre el otro; la mano derecha de él apoyada un poco más abajo de la cintura de ella. Conforme se fueron aproximando a la sucursal, empezaron a separarse. Su intuición había sido acertada. Lo sabía. Sabía que la realidad no es nunca lo que parece. Aquel hombre, aquel embaucador que había venido a reemplazarlo en su propia vida, era también un farsante. Y Xavier tenía que soportar ver cómo ante su exmujer exhibía aquel aire encantador y mostraba aquella estúpida sonrisa, tenía que consentir que cada noche se encerrara en aquel piso con ella y con su hijo, tenía que resignarse a que recogiera a su propio hijo de la escuela con aquella cara de imbécil. Las cosas, y sus relaciones y combinaciones, eran siempre más complejas de lo que podía advertirse a simple vista. El mundo como un baile de máscaras. Ahora sabía la verdad pero no podía contársela a Carlota.
Más tarde, cuando caminaba junto a Helena en dirección al restaurante donde habían reservado una mesa, los recién nacidos seguían acosándolo. Ella estaba tratando de hablarle de lo sola que se encontraba y de la mala suerte que venía teniendo desde hacía un tiempo con todas sus tentativas de romance. Pero una pareja con un cochecito paseaba a escasos metros de ellos, avanzando exactamente a su misma velocidad. Era como si los persiguieran, como si una fuerza invisible los mantuviera unidos a ellos. Desde que los dos compañeros se habían encontrado, no habían logrado despistarlos y hacía rato que el bebé no dejaba de llorar con una potencia desconcertante.
—¿Puedes llegar a imaginarte lo difícil que es conocer personas solteras de nuestra edad en una ciudad como esta? —le decía ella.
—Me hago un idea —contestó Xavier, con media sonrisa—. Pero hay más mundo ahí fuera, ¿sabes? Hay otras ciudades, otros lugares en los que se vive de una forma diferente.
Helena buscó los ojos de Xavier y se demoró en ellos un instante.
Él hizo un leve gesto al sostenerle la mirada, con las cejas, con los párpados, o quizá con las pupilas, y ella exclamó:
—No me puedo creer que sigas con eso. Te lo digo en serio, Xavier, ¿has pensado en ir a un psicólogo? Necesitas ayuda. No estoy tratando de burlarme, últimamente haces cosas raras. Estoy preocupada por ti.
Detrás de los profesores, el bebé continuaba berreando. La madre lo había cogido en brazos y daba al padre órdenes confusas.
—Ya estoy yendo a un psicólogo.
—¿De verdad? —La cara de ella pareció iluminarse—. No me habías dicho nada. Me alegro, no encontraba la forma de proponértelo. Y ahora, con lo de tu padre…
—Estoy yendo al psicólogo de Bodoc —añadió él.
Helena se paró en seco. La otra pareja se vio obligada a frenar también con su vehículo cargado de bártulos y complementos.
—Eres tú el que está tratando de tomarme el pelo a mí, ¿no?
—En absoluto. Si Bodoc va al psicólogo, yo voy al psicólogo. Es así como funciona. No está tan mal, Bodoc es el que paga.
—Claro, si todo es estupendo. Si no fuese por el pequeño inconveniente, que quizá no hayas tenido en cuenta, de que ese psicólogo es parte de tu alucinación.
El llanto del bebé se hacía cada vez más estridente. De su garganta y de sus pequeños pulmones surgía una frecuencia aguda difícil de tolerar para un oído humano poco entrenado.
—Ese psicólogo es real. Y puedo demostrarlo.
Habían vuelto a detenerse en mitad de la acera y Helena se había girado hacia él cruzando los brazos. La pareja del niño los adelantó por fin, pero apenas unos pasos más allá dejó de caminar e inició los diversos preparativos necesarios para entrar en el portal de su edificio. El llanto del bebé continuaba llenando el aire, filtrándose entre sus frases, ocupándolo todo.
—Es fácil de demostrar —prosiguió—, ¿cómo es posible que yo sepa qué es un test de realidad? En mi vida había oído hablar de nada semejante. Y te juro que no he leído sobre ello en ninguna parte ni lo he buscado en internet. ¿Cómo es posible que conozca las preguntas concretas que tengo que hacerme si no estoy seguro de estar soñando o no? Como por ejemplo, ¿puedo recordar cómo he llegado hasta aquí?
—¿Que cómo has llegado hasta aquí? Xavier, por favor, deja de asustarme.
—Si sé cómo he llegado hasta aquí y recuerdo lo que he hecho antes, hace una hora, o esta mañana, entonces es que no estoy en un sueño. Son preguntas de control, ¿comprendes? Mira, si puedo leer esto —dijo, cogiendo el paquete de tabaco que Helena tenía en la mano— es que no estoy soñando. Fumar provoca cáncer mortal de pulmón. ¿Lo ves? Si estuviera soñando las letras se deformarían, se disiparían, huirían de mi vista. Estas letras son la prueba de que esto es real.
—Quizá sea yo la que está soñando.
—Mi reloj funciona y puedo comprobar la hora. ¿Ves? Y si salto no caigo flotando. Mira. —Xavier saltó.
—Déjalo ya, por favor.
—Y si ahora mismo me subiera a la azotea de un edificio y tratara de comprobar si soy capaz de volar, no lo conseguiría, me estrellaría contra el asfalto. ¿Te das cuenta de que no podría conocer ninguno de estos métodos si no fuese gracias al psicólogo de Bodoc? Estoy haciendo progresos. Sé que si esto fuese un sueño sucederían cosas anormales, se darían situaciones absurdas. Por eso sé que todo esto es real.
—El problema, Xavier, es que esas no pueden ser al mismo tiempo las pruebas de que esto es real y habértelas facilitado un auténtico psicólogo en tus sueños. ¿En qué quedamos? ¿Lo real es esto o es aquello?
Había dejado de oírse el llanto del bebé. De pronto fue como si alguien hubiera quitado el volumen a aquella parte del mundo.
—¿Y no pueden serlo ambas cosas? ¿No podemos ser reales los dos, Bodoc y yo?
—No, Xavi. No. Esto es lo real. En la realidad no se es presentador de televisión, ni se tiene a todas las chicas a tus pies, ni se pasa uno el día en fiestas de famosos. En la realidad se tiene un trabajo corriente, se cobra un sueldo de mierda y se vive en una ciudad aburrida. ¿Cómo no lo ves claro? En la realidad se te muere un padre, y se te muere un hijo, y cada vez que te levantas por la mañana te preguntas qué vas a hacer con tu vida. ¿De verdad no lo entiendes? En la realidad no pasan cosas extraordinarias.
Fue entonces cuando oyeron algo. Una especie de aleteo y de silbido. Una vibración en el aire. Y a sus pies, desde la nada, en ese mismo instante cayó un hombre, estrellándose contra el suelo. Pasó a escasos centímetros de Xavier. Pudo sentir una leve brisa en la cara, como una exhalación, justo antes del impacto. Si hubiese dado un paso más, si cualquier pequeño cambio en aquel paseo o en la conversación con Helena hubiera hecho que caminara un paso por delante, la masa y la velocidad de aquel cuerpo lo habrían aplastado contra el pavimento. Las vidas de dos hombres en colisión. Y toda la estela de sus interrogantes. Xavier se miró las manos manchadas. Miró el cuerpo descoyuntado en el suelo. El charco denso y oscuro no hacía sino aumentar. Las vísceras se habían vaciado fuera del abdomen, y le regaban los bajos del pantalón y los zapatos. Miró al cielo, buscando la explicación y el lugar desde el que había saltado aquel hombre. Buscó la cara de Helena, atravesada por una ráfaga de gotitas de sangre. Buscó los rostros de más testigos que como él pudieran haber presenciado el incidente, aquella circunstancia extraordinaria. Alguien que pudiese darle alguna respuesta, decirle al menos si aquello lo había provocado él o si no era más que la prueba definitiva de que ya nada importaba.