35
—¿Dónde estás? Llevo intentando hablar contigo desde ayer, Xavier.
Era mediodía y sobre la ciudad se cernía un cielo negro como la noche. La nube de cenizas volcánicas se había expandido hasta alcanzar unas dimensiones varios cientos de veces superiores a las que contemplaban las previsiones más pesimistas. Nadie había imaginado que las erupciones pudieran seguir multiplicándose por simpatía a lo largo de toda la dorsal atlántica. Era como si la roca líquida que bullía bajo la tierra hubiera encontrado en aquella fisura un lugar a través del que liberar por fin toda su presión, amenazando con volarlo todo por los aires. El mundo y sus pulsiones latentes. Xavier estaba sentado en el suelo, con las rodillas abrazadas al pecho. La temperatura no había dejado de descender. Sin embargo, a pesar del frío, se había enfundado en un abrigo gris, abrochándoselo hasta arriba y levantando las solapas, para poder mantener la ventana abierta y respirar algo de aire fresco. Sólo tenía que echar la cabeza hacia atrás para ver allí arriba la cúpula negra del cielo, aquella pesada capa de partículas de polvo, azufre, sulfatos y sales cristalizadas suspendidas en la atmósfera. En su último sueño, había reconocido a muchas personas de su vida real en el mundo de Bodoc. Hacía horas que estaba allí sentado dándole vueltas a aquello. Había visto a un antiguo bedel del colegio convertido en un técnico de iluminación del plató. En los pasillos de los estudios, una mujer que preguntó algo al director de informativos había sido su médico de cabecera cuando era niño. Incluso habría podido jurar que la voz del sustituto de la realizadora era la de su abuelo paterno, que murió cuando él sólo tenía nueve años. Ahora las filtraciones se estaban dando en ambas direcciones. Y algunas de aquellas personas eran tan secundarias que André ni siquiera había podido reconocerlas; tan sólo se percató de haber visto a su padre. Por primera vez, Xavier tomó conciencia de que ninguna de aquellas fluctuaciones demostraba nada en ninguno de los sentidos. No había manera de saber cuáles de aquellos individuos eran reales y cuáles sus proyecciones. Daba igual. Cualquiera de los dos podría argumentar que estaba soñándolos a todos, o que estaba soñando con un tipo que creía reconocer a personas de su pasado en sus sueños. Pero nada más, nada que supusiera una evidencia irrefutable. Quizá sólo contaba con una verdadera prueba, y ni siquiera esa estaba más allá de toda duda. Aquel era un problema sin solución. Como siempre cuando se trata de lo que es real y lo que no. La vida como paradoja. La vida como enfermedad sin diagnosticar.
—Es tu segundo día sin aparecer por el colegio —le estaba diciendo Helena en el teléfono—. Anoche me llamó Carlota. Me preguntó si sabía dónde estabas y le dije que no. Lo que por otra parte era cierto.
—He visto a mi padre —la interrumpió él.
—¿Cómo que has visto a tu padre?
—Sí, estaba a pocos metros de mí. De Bodoc, en realidad.
—Te lo dije. Te dije que soñarías con tu padre. Me alegro, es algo positivo.
—Mi padre está vivo —la corrigió Xavier—. Lo sabía desde el principio, desde que los médicos me dieron la noticia. Sabía que no podía estar muerto. Era así de sencillo. Ahora sé que mi padre está vivo en el mundo de Bodoc. Y empiezo a plantearme cuál de los dos mundos merece ser el auténtico…
—¿Pero tú te estás escuchando? Sólo dices sinsentidos. Dime dónde estás, por favor.
Ella tenía razón. En realidad, ni siquiera podía saber si de verdad eran las personas las que estaban duplicadas, o si se trataba tan sólo de sus cuerpos. Los cuerpos y las mentes no tenían por qué guardar un correlato. Quizá su padre no era su padre, después de todo. Quizás era sólo un señor con el cuerpo de su padre que por cualquier razón se encontraba en aquel plató de televisión.
—Estoy en un hotel.
—¿En un hotel? ¿Dónde?
—Aquí, en la ciudad.
—¿Y qué haces en un hotel? ¿Por qué no estás en tu casa?
—Esto no era lo que tenía planeado. Lo que yo quería era coger un avión. Uno que nos llevara bien lejos. Pero dicen que las dichosas cenizas volcánicas pueden dañar los sensores de los aviones y se han cancelado vuelos en tres continentes. A mí me daba igual dónde ir, cualquier sitio me habría parecido bien… Pero por lo visto eso era pedir demasiado. Así que me vine a un hotel, para que tardaran más en encontrarnos. ¿Tú por qué crees que tengo tan mala suerte?
—En encontraros ¿a quiénes? ¿Quién está ahí contigo? Dímelo, ¿es tu hijo?
Xavier levantó la cabeza para poder ver la cama supletoria que había detrás de la suya, en la que un pequeño bulto tomaba forma bajo las mantas.
—Yo sólo quería cambiar de ciudad. Estoy muy cansado de esta ciudad, de lo que soy aquí. Dicen que los viajes te transforman, que en la vida hay que cambiar al menos una o dos veces de lugar de residencia… Quizá tú podrías hablar con Carlota, Helena. Quizá tú podrías hacerla entrar en razón. Decirle que podríamos intentarlo de nuevo, en algún otro sitio, aunque sólo fuese por Lucas.
—Sí. Voy a llamar a Carlota ahora mismo —contestó Helena. Y colgó.
Él tuvo que contar hasta diez, porque se sentía muy solo en aquella habitación de hotel. Se levantó, se ciñó el abrigo y miró por la ventana. El cielo seguía siendo un denso manto negro, sin embargo, allí detrás, en alguna parte, todavía debía de lucir el sol. Aquel sol ficticio debía de continuar titilando a millones de kilómetros de distancia, en algún lugar detrás de todo aquel falso decorado. O quizá no. Acaso todo lo que André Bodoc dejaba de ver, quedaba al instante desprovisto de existencia. Las luces de la ciudad llevaban encendidas más de treinta horas ininterrumpidas. También los sistemas de calefacción. No se sabía cuánto tiempo podrían continuar así. Hacía semanas que manifestantes y ciudadanos de todo tipo habían acampado en las principales plazas de la ciudad en señal de protesta contra quienes los gobernaban. Como si hubieran despertado de un largo sueño, habían abandonado sus casas y se habían instalado en tiendas de campaña por voluntad propia, sólo para reclamar su derecho a participar en el mundo que unos pocos habían secuestrado. Ahora el descenso de las temperaturas se estaba cebando en ellos. Y la noche ya se había cobrado las primeras víctimas mortales. Aquí y allá, desde su ventana de hotel, Xavier podía ver agitarse las luces de las sirenas de los vehículos de emergencia. Todo parecía al borde del infarto. A lo lejos podía distinguirse un incendio. Fue en ese momento cuando comenzó a nevar. Él alzó los brazos con las palmas de las manos hacia arriba, para recoger aquellos copos. Pero no era una nieve blanca ni sana ni alegre, sino gris y quebradiza a causa de la nube volcánica. A causa de la fisura del mundo. Una escarcha sucia que, en los primeros días del verano, estaba cubriendo la superficie de las cosas con una nueva capa de sombras. Volvió a sonar su teléfono.
—No me puedo creer lo que has hecho.
—También es mi hijo —se defendió.
—Dice que has mandado a su pareja al hospital. Y que después te has llevado a Lucas sin permiso. Eso es secuestro con agresión. ¿Por qué has tenido que hacer algo así?
Xavier pareció dudar antes de dar una respuesta.
—Porque tengo la sensación de que mi hijo puede desaparecer en cualquier momento —dijo al fin—. No me refiero a que desaparezca de mi vida, ni a que su madre lo aleje de mí, ni a llegar a olvidarlo. Tengo la sensación de que Lucas puede desaparecer literalmente en cualquier momento. Porque sí. Sin más. Por eso he tenido que hacer algo.
—Sabes que la policía te está buscando, ¿no? Carlota dice que sólo quiere recuperar a su hijo sano y salvo. Que lo demás le da igual.
—Ahora Bodoc tiene una hija —murmuró—. Antes no la tenía y ahora la tiene. Así, de repente, una hija de veintitantos años.
—Xavier, ¿te estás dando cuenta de la situación? Tienes que devolver a Lucas cuanto antes.
—No lo entiendes. Yo tendría que haber sabido que tenía una hija, porque yo soy él. ¿Cómo no iba a saber que tenía una hija y que es la vecina de enfrente? Cuando soy André dispongo de toda su conciencia y de todos sus recuerdos. —Cogió aire para poder seguir hablando—. Y si una hija puede aparecer de repente, también puede desaparecer de la misma manera. Lo mismo que un hijo, que mi hijo.
Al otro lado de la línea, Helena perdió los nervios, le gritó algo y, dejándolo con la palabra en la boca, colgó.
Las sirenas seguían resonando en la calle. Xavier sintió un escalofrío y tuvo que frotarse los brazos con fuerza. Se asomó y vio los edificios, el asfalto y las copas de los árboles coronados por aquella nieve gris y deleznable. Pensó en las anomalías que asaltaban el mundo de Bodoc, en los bebés asesinados en plena calle, en los extraños pájaros suicidas, en los círculos y los bucles temporales. El propio tiempo se descomponía. Se volvió a preguntar si de verdad deseaba que su mundo, el que siempre había conocido, fuese el verdadero. Con el teléfono móvil en la mano, casi en un acto mecánico, marcó de nuevo el número de André. Lo hizo varias veces, y en todas las ocasiones obtuvo el mismo resultado.
—Te estás volviendo loco —se dijo a sí mismo, como si hablara con alguien al otro lado.
Entonces, de pronto, tuvo la sensación de recordar el teléfono de Eduardo Campra. Antes de que pudiera difuminarse en su mente, pulsó los dígitos y, si bien nadie cogió en el otro extremo, una voz le indicó que aquel en efecto era el contestador automático del presentador de informativos.
—Mi nombre es Xavier —se apresuró a decir él, notando que los nervios lo empujaban al borde de la náusea—. Usted no me conoce, pero yo a usted sí. Digamos que soy un amigo de André. Ahora escúcheme atentamente, tengo algo importante que decirle… Aunque la operación de trasplante haya ido bien, aunque le den el alta médica, pasen los días y no haya rechazo del nuevo riñón, si por cualquier razón luego acabara sufriendo la infección de un virus, sacrifíquelo. Sacrifique el órgano. Pida que suspendan la inmunodepresión. No soy ningún loco. Sé muy bien por qué lo digo. Sólo hay que saber leer las señales. No estoy loco. André tenía razón… No olvide lo que le acabo de decir. Este mensaje puede salvarle la vida.
Una vez que terminó de grabar aquellas palabras, Xavier permaneció mirando el aparato en la oscuridad, sin saber si sentirse orgulloso o completamente ridículo por lo que acababa de hacer. Por todo lo que estaba haciendo. La pantalla se iluminó, el teléfono sonó y estuvo a punto de dejarlo caer al suelo. Era Helena. Él volvió a sentarse y a abrazarse las piernas, balanceándose como si se estuviera acunando a sí mismo.
—Sabes que te van a encontrar, ¿verdad? —la oyó decir, ahora su voz sonaba más calmada de nuevo—. Estás usando un teléfono con gps.
—Lo sé. Ya no tardarán.
—¿Y por qué no lo has desconectado?
—Pensé que quizá volverías a llamarme.
Ella se mantuvo unos segundos en silencio, y luego dijo:
—Está bien, me quedaré hablando contigo hasta que te encuentren.
Xavier asintió con la cabeza, en medio de la penumbra de la habitación, y dejó escapar un largo suspiro. Luego, durante los minutos que siguieron, los dos compañeros permanecieron tan sólo escuchando sus respiraciones, sin decir nada, como si no necesitaran hablar para comunicarse.
—Entonces, ¿Bodoc tiene una hija? —preguntó ella más tarde.
—Algo parecido. En estos momentos tiene una hija. —Él pareció regresar de algún lugar remoto y volvió a mostrarse algo más animado. Por la ventana se colaban algunos copos de nieve que caían sobre sus hombros—. Pero eso es algo imposible, no tiene ninguna lógica. Por la edad podría ser hija de su primer amor, de la única mujer de la que estuvo de verdad enamorado… Recuerdo que cuando lo viví como si fuese él, lo primero que pensé fue cómo podía haber estado todo aquel tiempo sin hacer nada, permitiendo que la maltrataran a tan pocos metros de distancia. Era como si todo empezara a cobrar un nuevo sentido. No obstante, antes no era así y quizá mañana vuelva a no serlo… Quizá todos vamos y venimos, y somos reemplazables. Copias y más copias. Es como si no fuésemos más que copias los unos de los otros, repeticiones secretamente conectadas.
A través del teléfono de Xavier se oyó tintinear un sonido en el teléfono de Helena.
—¿Me lo has mandado tú? —preguntó ella—. ¿Por qué me has enviado una foto del jefe?
—No es el jefe. Es una fotografía de Ernest Hemingway.
—No, Xavier, la tengo delante. Es una foto del jefe.
—Te lo he dicho, copias y más copias. Esta es la única prueba que tengo que va más allá de mis sueños. Esto no puede ser algo subjetivo —aseveró, tratando de convencerse—, tú misma lo puedes comprobar. Dos personas repetidas, idénticas. ¿Cómo puede justificarse eso? O André nos está soñando a los dos ahora mismo, a ti y a mí y a todo lo demás; o no somos más que copias conectadas. En este caso, puede que el único accidente haya sido que yo tomara conciencia de mi otro yo. Que el vínculo haya quedado al descubierto por error.
—¿Cómo vais a ser Bodoc y tú la misma persona si ni siquiera os parecéis?
—¿Y qué más da? ¿Qué son los cuerpos en todo esto? ¿Qué relevancia tienen? Porque si hay algo extraño en todo esto son los cuerpos. Nuestra obscena dependencia de los cuerpos. De sus órganos, de sus procesos biológicos. —Xavier se había ido exaltando y ahora hablaba como si delirase—. Si los mecanismos de nuestros cuerpos fallan, nos morimos. ¿Por qué tiene que ser así? ¿Tú te identificas con tu cuerpo? ¿Te identificas con eso que ves en los espejos? No sé, a mí, si hay algo que me parece extraño de verdad, son estas formaciones de queratina que nos crecen en las falanges de los dedos, a través la carne. ¿De dónde salen? ¿A ti te parece normal que nos tengamos que pasar la vida recortándolas, y mientras tanto ellas sigan creciendo y creciendo?
Todavía estaba divagando, cuando a través de la ventana distinguió algo moviéndose en la azotea de un edificio al otro lado de la plaza. Se ajustó las gafas de pasta oscura para poder verlo mejor. Había algo allí, sobre la nieve. Después lo vio caer, como si lo hiciera a cámara lenta, golpeando contra distintos puntos de la fachada. Xavier sintió que lo recorría un estremecimiento. Era un suicida. Un hombre acababa de quitarse la vida delante de él, a menos cien metros de distancia.
—Esto se acaba —afirmó.
Ella le dijo algo tranquilizador, algo que sonó más o menos como:
—No te preocupes, yo estoy a tu lado.
Pero él no llegó a terminar de oírlo, porque lo venció el sopor y se quedó dormido con el teléfono en la mano.