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No te preocupes, yo estoy a tu lado —oyó decir.

Abrió los ojos. La luz entraba a raudales por las ventanas, un torrente de claridad que refulgía en las blancas paredes, haciéndolas casi invisibles. Miró hacia los lados, volvía a ser André. En un momento de descuido debía de haber dado una cabezada.

—¿Por qué dices eso?

—Parecía que estabas teniendo una pesadilla.

La joven, cubierta tan sólo con una camisa de hombre, se había sentado junto a él en el sofá y le pasaba el brazo por la espalda. De fondo, en la televisión hablaban de la recuperación económica. Los índices bursátiles anotaban amplias ganancias en todo el mundo y los mercados internacionales se mostraban más optimistas que nunca. El producto interior bruto había aumentado un dos por ciento. La tasa de empleo también había subido varios puntos y se registraba un repunte en la matriculación de vehículos. Parecía que las esperadas reformas legales y fiscales habían sido un éxito. Los gobiernos derrocados en todos los rincones del planeta y los responsables materiales de la crisis pronto serían juzgados. Las pandemias remitían. André le apartó el pelo de la cara a la joven y la estudió con detenimiento. Observó minuciosamente a aquella mujer. En esos momentos, quizá por el exceso de luz, le era del todo imposible distinguir ninguna huella de los golpes en su rostro.

De repente, en un extremo del salón, percibió con sobresalto la silueta de Claire. La chica caminaba descalza y no la había oído llegar. Llevaba un minishort de pijama con corazones estampados y un top de tirantes que dejaba al descubierto su vientre color marfil.

—Claire, esta es mi hija, Aitana —dijo—. Aitana, Claire.

Ella avanzó enarcando una sonrisa con sus labios de fresa. Aitana se puso de rodillas sobre el sofá, estirando la camisa para cubrirse el inicio de las nalgas, y las dos jóvenes se besaron en las mejillas. Sentadas a uno y otro lado de André, comenzaron a hablar como si fuesen viejas amigas, se decían que hacía tiempo que tenían ganas de conocerse oficialmente y charlaban de todo tipo de cosas. Él se sentía desorientado, embargado por un mareo suave. La luz, que se obstinaba en seguir siendo blanca y desmedida, se reflejaba sobre las piernas desnudas de las dos mujeres y lo llenaba todo de una aparente profusión de sentido.

—Gracias por acogerme en vuestra casa —había dicho Aitana—. Me siento como si viviera un sueño.

—Tú no eres ninguna extraña —le respondió ella, alargó el brazo y le acarició la cara—. Esta es tu casa.

—Me trae muchos recuerdos —admitió.

—Todos somos víctimas de esa ilusión. De la ilusión de tener un pasado —aseguró Claire, con aquella voz desconcertante que sólo ella sabía modular. Y de improviso, se acercó a Bodoc y le mordió el lóbulo de la oreja.

Él se distanció unos centímetros de su rostro, perplejo. Como si no entendiera lo que estaba ocurriendo y tuviera que reenfocar la realidad. Y Claire le sostuvo una mirada intensa, a medio camino entre la interrogación y la amenaza.

Los límites y los contornos se hacían difusos, cada vez más blancos e imprecisos, como si el diafragma de la lente por la que irrumpía la realidad se hubiera abierto de par en par. Entonces, André pudo ver cómo los perfiles de las dos mujeres, recortados contra la luz que entraba por las ventanas, se erguían y se aproximaban. Hasta que, justo delante de sus ojos, los labios de Claire y los de aquella otra joven, que de nuevo había dejado de ser su hija, que de nuevo era una mujer extraña e incluso atractiva con la que no guardaba parentesco, se rozaron y ambas comenzaron a besarse. Y de aquel beso surgió una música que traspasó las cosas y en cuestión de segundos fue deshaciéndolo todo.