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Las revistas se habían llenado de fotografías de suicidas estampados contra el suelo. Estaban por todas partes. Algunas de ellas incluso habían conseguido inmortalizar el momento en el que volaban por el aire. Sin embargo, muchas de aquellas imágenes eran de archivo, y los reportajes, superficialmente elaborados con retazos de información tomada de aquí y de allá, no hacían referencia alguna a otras posibles causas que pudieran haber motivado aquellos actos desesperados: el recrudecimiento de la crisis, la imposibilidad de escapar al desempleo, de hacer frente a las deudas, a la hipoteca; los consiguientes desahucios; el inesperado abismo de la pobreza que se abría bajo los pies de la clase media. Tan sólo hablaban del virus de la depresión, utilizando la invención de André como una perfecta cortina de humo. De todas las publicaciones que había en la sala de espera de aquel hospital, la única que no mencionaba el Melancovirus era la revista Science, cuya portada de un niño oriental afectado por la pandemia asiática, por otra parte, tampoco era más tranquilizadora. El director de informativos había hojeado y estudiado cada una de aquellas revistas, sin otra cosa que hacer allí dentro. Había estado tanto tiempo esperando que, cuando por fin dijeron su nombre, se levantó esforzándose en hacer patente su enfado, entró en aquel despacho propinando un golpe a la puerta y se dejó caer en un asiento antes de que nadie lo invitara a hacerlo. El especialista lo saludó sin molestarse en alzar la vista de la mesa, con un siseo apenas audible, como si estuviera enfrascado en tareas mucho más importantes que la de atender a sus pacientes. Era un hombre gordo, de aspecto desaliñado. Sobre la ropa llevaba una bata blanca abierta, veteada de mugre y con el bolsillo atiborrado de bolígrafos.

—Usted sabe que mi cita era a las siete, ¿verdad? —preguntó André—. Lo digo porque si pensaba recibirme a las ocho y cuarto, me podían haber dicho directamente que viniera a esta hora. En mi nota decía a las siete. No decía nada de las ocho y cuarto.

—Ya, ya… —rumió el hombre.

Al fondo del despacho, una amplia ventana nacía desde el suelo y a través de ella la luz entraba oscurecida por el cristal de espejo característico de aquel edificio. Mirando la superficie de la ventana podía verse cómo el viento agitaba las copas más altas de los árboles, como en un televisor enmudecido.

El médico despegó los ojos de los papeles que se esparcían sobre su escritorio y lo miró con extrañeza.

André había entrado cojeando, sostenía el bastón sobre el regazo y sus facciones consumidas se veían realzadas por el apósito adhesivo que cubría su pómulo izquierdo.

—Un accidente de moto —le dijo.

—Me suena su cara —titubeó el neurólogo—. ¿Usted antes era el hombre del tiempo?

—No. Presentaba las noticias.

—¿Lo ve? Ya me parecía a mí. Y ahora sigue saliendo en la tele de aquí, ¿no?

—Hago una entrevista al final del informativo… Espero que todo este interés suyo sea porque tiene una verdadera intención de ayudarme. De un tiempo a esta parte me paso todo el día entre médicos y hasta ahora no me ha servido de nada. Empiezo a estar cansado. Es como si mi problema no existiera para ninguno de ustedes.

El hombre se rascó la cara, como si meditara, y luego se frotó una nariz carnosa y reluciente.

—No se preocupe. Para mí es un honor tenerlo aquí. Lástima que no lo hubiera sabido… Sobre mi mesa tengo todos los datos que a día de hoy pueden recabarse acerca de su cerebro. Sólo tengo que encontrarlos. Si me recordara su nombre… ¿Dice usted que estaba citado a las siete?

—A las siete. Bodoc. André.

—Aquí está todo —dijo al fin, sorbiendo por la nariz y abriendo una carpeta—. Eso es. Si en estos momentos hay alguien que puede hablarle de lo que hay en su cabeza, ese soy yo. Estas son las irm y le puedo decir que…

—Un momento, doctor. Nada de siglas ni de tecnicismos, por favor. Aunque me haya visto en la tele, explíquemelo todo como si fuese un niño.

—De acuerdo. Me refería a las imágenes de su resonancia magnética. Estos son los resultados. Toda la estructura de los tejidos blandos de su cerebro escaneada en cortes de menos de un milímetro. Y este es el informe de su electroencefalograma.

—¿Qué es…?

—Toda su actividad cerebral registrada en impulsos eléctricos. ¿Lo ve aquí? Las ondas alfa, beta, delta, theta…

—Bien, bien. ¿Y cuál ha sido el resultado, doctor? Dígame. No me haga esperar más.

—Hombre, yo diría que está usted limpio —afirmó, enjugándose la nariz con el puño de la camisa.

—No puede ser.

—Al menos yo no he podido encontrar ni rastro de edemas, ni de tumores. Apenas hay sombras. Tampoco constan indicios claros de aneurismas, su circulación sanguínea parece estar bien…

—¿Lo está o no lo está? No se le ve a usted muy convencido.

—Sí, yo diría que sí —dijo, mirando su reloj—. Por lo tanto, señor Bodoc, si me permite el chiste de neurólogos, me alegra comunicarle que puede usted salir de este despacho con la cabeza bien alta.

—Le digo que no puede ser. ¡Eso es imposible!

El especialista dejó de sonreír y se quedó inmóvil por un instante. La luz había cambiado. En el exterior, el viento había arrastrado una masa de nubes azuladas que ahora ocultaban el sol.

—¿Cómo no va a ser posible? —Pasó unas páginas y comenzó a revisar de nuevo los datos del informe final, siguiendo las líneas con el dedo—. La actividad cerebral, normal. Las meninges, bien. No hay presencia de infecciones ni inflamaciones. No hay desarrollos anormales. Ni daños traumáticos. Tampoco parece que haya vestigios neurodegenerativos o irregularidades en los procesos bioquímicos…

—¡No puede ser! —gritó André, y aporreó el tablero con el bastón.

—Tranquilícese, señor Bodoc. —El médico se levantó del escritorio, dio unos pasos hacia él y le puso la mano en el cuello.

A continuación también le tomó el pulso en la muñeca, y añadió:

—Tiene que calmarse y respirar más despacio. Se le va a salir el corazón.

Durante casi un minuto, el hombre se mantuvo observándolo. Después se asomó a la puerta del despacho, miró a ambos lados, preguntó algo a alguien y volvió a cerrar.

—Está bien… —dijo al regresar a su mesa—. Normalmente la gente se lo toma como una buena noticia. Dígame, ¿qué le ocurre?

—Me ocurre que su diagnóstico no puede ser correcto, doctor. Yo tengo un problema, un problema grave. Tendría que estar ahí.

El neurólogo se encogió de hombros, con las cejas encaramadas arriba de la frente.

—Yo no veo nada.

André se había ido postrando en su asiento, y ahora apoyaba media cara en una mano y con la otra había empezado a tamborilear lentamente sobre las dos cabezas que daban forma a la empuñadura del bastón.

—¿Y si quisiera pedir una segunda opinión?

—Sería usted libre de hacerlo.

Con el cambio de luz, a través de la ventana era posible distinguir las imágenes reflejadas en los espejos de las fachadas de los edificios de enfrente. Entre aquellas imágenes se encontraba la del propio hospital, cuyos espejos a su vez reflejaban unos diminutos edificios de enfrente.

Los dos hombres permanecían mirándose en silencio.

—¿Me podría responder una pregunta?

El médico asintió. André Bodoc se quitó la mano de la cara y se aclaró la garganta.

—¿Qué es la realidad? Quiero decir, neurológicamente.

El especialista volvió a mostrar sorpresa en su rostro.

—Es una pregunta compleja —aseveró. Y se levantó una vez más, extrañamente animado—. Hay tantas preguntas dentro de esa pregunta… ¿Cree usted en lo que nos dicen nuestros sentidos?

—De un tiempo a esta parte, bastante menos de lo que creía.

—Desde una visión empirista, la realidad no es otra cosa que los datos que nos llegan por los sentidos. Y entonces, ciñéndonos a lo que sabemos del cerebro humano, la realidad estaría en el córtex visual, aquí, en esta parte del lóbulo occipital… —El neurólogo había rodeado el escritorio, se había aproximado a la representación del encéfalo que ocupaba una de las paredes del despacho, y ahora señalaba distintas partes con la punta de un bolígrafo—. En el córtex auditivo, que está en el lóbulo temporal. En el córtex somatosensorial, situado en el lóbulo parietal. Y en el córtex olfativo, en el lóbulo frontal. La realidad exterior sería más o menos eso.

André se incorporó en la silla.

—Hay algo que no entiendo —intervino—. Esa hipótesis da por hecho que existen unos sucesos externos que inciden en nuestros sentidos, ¿no? Pero, al mismo tiempo, los reduce a impresiones en distintas zonas de nuestro cerebro. ¿Cómo podemos saber entonces si esos estímulos existen de verdad o son sólo eso, actividad en nuestra mente?

—No podemos. —El neurólogo parecía cada vez más desconcertado—. No podemos afirmar nada más allá de lo que nos dicen nuestros sentidos. No sabemos nada de cómo son realmente las verdaderas fuentes de esos estímulos. Todo está aquí —dijo, tocándose dos veces la sien con el dedo índice—. Es imposible ir más allá de nuestra mente.

El especialista se quedó mirando absorto la gran lámina en la pared. La barriga le sobresalía a través de la bata blanca.

—Creo que su visión es demasiado simplista, doctor —continuó André, ahora por completo erguido en el asiento—. Nuestra noción de la realidad no es sólo un conjunto de datos sensibles y estáticos. Es mucho más. Yo puedo pensar sobre esa realidad y darle forma. Darle muchas formas complejas. E incluso puedo cuestionármela.

—En efecto, como no estaba seguro de qué quería saber, le he dado la explicación más sencilla… Está claro que para abordar una visión más completa habría que preguntarse por la conciencia. No sé si es ahí donde quiere usted ir a parar. Pero ese es un terreno bastante más espinoso. Las teorías sobre dónde está la sede de la conciencia son muy diversas. Hay neurocientíficos que sostienen que se encuentra en la formación reticular, aquí, en esta especie de vaina que hay en el tronco del encéfalo. —El médico volvió a apuntar con el bolígrafo—. Porque al fin y al cabo la formación reticular es la que nos mantiene alerta. La que regula, entre otras cosas, los estados del sueño y de la vigilia.

André resopló por la nariz, asintiendo con la cabeza.

—Pero también hay quienes afirman que la conciencia guarda una estrecha relación con el lenguaje —prosiguió—. Porque el lenguaje, en definitiva, es lo que nos permite pensar y hablar sobre la realidad. Lo que nos permite construirnos una idea de nosotros mismos y de nuestro entorno. Todo este mismo debate que estamos manteniendo no es más que un montón de palabras. Lenguaje y realidad serían la misma cosa. Desde esta perspectiva, la conciencia estaría concentrada aquí. Y aquí. Aunque necesitaría también de la memoria. Así que como mínimo habría que recurrir también al hipocampo, que es donde se forman los recuerdos a largo plazo.

—Todo es siempre tan complicado… Porque si nuestra noción de realidad se fundamenta en la memoria, ¿quién nos asegura que lo que creemos real no sea más que un conjunto de recuerdos generados y almacenados en el hipocampo? Toda nuestra vida podría ser una ilusión. Todo lo que creemos vivir cada día. O cada noche.

La expresión de André Bodoc era de absoluta desesperación, casi de súplica. Como si hubiera llegado al límite de sus fuerzas. Estaba girado sobre la silla, para no perder de vista al hombre, que le contestó:

—Sí. La neurología es una ciencia inquietante.

Un nuevo frente de nubes dispersas hacía que la luz entrara de forma intermitente en la habitación. Luces y sombras.

—No sé, doctor, ninguna de esas explicaciones parece completa. Mi idea de la realidad y de mí mismo se antoja todavía mucho más compleja que eso. Lo cierto es que uno no se queda satisfecho sólo por señalar unas cuantas regiones del cerebro en un esquema. Cuando lo escucho hablar, lo que dice me resulta razonable. Pero luego cierro los ojos, me toco las mejillas, la cabeza, hago resonar la yema de uno de mis dedos contra mi cráneo, y me doy cuenta de que yo soy mucho más que eso. Yo estoy aquí, aquí dentro, vivo, consciente a muchos distintos niveles, y ninguna de esas explicaciones puede resumirme.

El hombre se agarró el labio inferior con la pinza de los dedos y lo movió a izquierda y derecha.

—Hay otra forma de verlo —dijo—. Podemos ver la mente como un conjunto de redes neuronales. Un conjunto que funciona a la manera de un algoritmo infinitamente complicado, con un elevadísimo número de variables. La ejecución de ese algoritmo seríamos nosotros, como una constante explosión neuroquímica. Millones de pequeñas explosiones en las sinapsis neuronales, intercambio de iones y descargas en las bombas de sodio-potasio. Y el yo emergiendo como consecuencia de esa excitada actividad de la materia.

—Tiene sentido.

—Y la conciencia como un bucle del algoritmo, una función autorreflexiva. Como un juego de espejos.

—Ya veo.

—No seríamos más que cableado y una red de información.

—¿Y si se cortan los cables?

—Las consecuencias son imprevisibles. Piense que, por ejemplo, una simple carencia de vitaminas, o de ácido fólico, o de luz solar, puede influir de forma determinante en nuestro estado de ánimo o en nuestro comportamiento… Así que imagínese lo que puede significar una escisión precisa en la zona apropiada de nuestro cerebro.

—¿Qué puede significar? ¿Un cambio en el propio sujeto, en su personalidad?

—Un cambio radical. Seccionando en determinados puntos del cerebro podríamos ir alterando o anulando por completo la mente de una persona. Hay casos de afasias muy llamativos. O pacientes que sufren una lesión en uno de los lóbulos parietales y no son conscientes de la parálisis de la mitad contraria de su cuerpo. O personas con áreas de la memoria dañadas que olvidan partes íntegras de su vida y cambian de gustos y de carácter.

En ocasiones, un destello de sol refulgía en los espejos del lado opuesto de la calle, como una intuición. Como si alguien tratara de hacer señales desde el otro lado. Como explosiones sinápticas.

—Es decir, que se puede transformar el propio yo. El yo es sólo una secuela, una consecuencia azarosa y cambiante, ¿verdad, doctor? Porque, ¿qué es el yo?

El médico volvió al otro lado de la mesa, se dejó caer en el sillón y suspiró.

—Espere un momento, señor Bodoc. Yo no tengo todas las respuestas.

—Desde luego, y que lo diga. Me voy a ir de aquí con más dudas que con las que vine.

—De seguir así, usted va a acabar preguntándome por Dios. Y yo sólo soy neurólogo.

—¿Por Dios? Eso sería algo del todo fuera de lugar.

—Para mí ha sido un placer tenerlo en mi consulta, señor Bodoc. Y estoy deseando volver a verlo dentro de mi aparato de televisión.

—Pero lo que a mí me preocupa es el yo.

—Me pide algo fuera de mi alcance, señor Bodoc. No podría responderle aunque quisiera. Le pondré un último ejemplo, para que se haga una idea de lo lejos que estamos de alcanzar una respuesta. Suponga que la escisión de la que antes hablábamos la practicamos en el cuerpo calloso del cerebro. El resultado sería asombroso. El cuerpo calloso es el encargado de comunicar nuestros dos hemisferios. Así que un sujeto con el cuerpo calloso seccionado se encontraría dividido y los dos hemisferios se comportarían como individuos independientes. Como dos individuos que podrían actuar, o comunicarse con un interlocutor, sin conciencia el uno del otro. En realidad, al principio, tan sólo la mitad izquierda del cerebro tendría una verdadera conciencia. Y el otro lado actuaría de forma mecánica. Se comportaría, digamos, como un autómata. Pero, poco a poco, el hemisferio derecho iría también desarrollando nuevas funciones lingüísticas y niveles de comprensión alternativos. Hasta que finalmente tendríamos dos mentes independientes, con conciencia, donde antes sólo había una.

—¡Eso es! ¡Usted ha dado de lleno en la diana, doctor!

El director de informativos se levantó con ímpetu de su silla y golpeó con el bastón en el suelo.

—Le estoy hablando de una mente escindida, de un yo bifurcado —dijo el especialista, confuso—. ¿Ve lo lejos que estamos de poder ofrecer una definición satisfactoria?

—Eso es lo que tiene que estar sucediéndome a mí. Una fisura ahí, en el centro mismo del cerebro. Quizás afectando a algún mecanismo del sueño. Eso es, doctor.

—Pero, señor Bodoc… Su cuerpo calloso está en perfecto estado y su funcionamiento es normal —aseguró el médico.

—Eso dice usted. Pero si es tan amable de facilitarme una carpeta con todas mis pruebas, voy a pedir una segunda opinión. Reconozco que ha demostrado ser bastante menos incompetente de lo que me pareció a simple vista y que sabe explicarse… —André Bodoc pareció dudar un instante—. Permítame una última pregunta, ¿está usted familiarizado con la televisión?