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Algo había cambiado en su interior. De otra manera quizá nunca habría logrado adentrarse en aquel lugar de pesadilla, como quien se abre paso hacia el centro calcinado de una guerra. Había comenzado a avanzar entre las fachadas de granito del colegio, a través de aquel patio devastado, sin dejarse amedrentar por los insultos ni por las risas ni por los corrillos que se formaban a su paso. Y aunque Xavier no entendía muy bien la causa de tanto alboroto, lo hizo sin que el miedo llegase a dominarlo. Al contrario, más bien se sintió en todo momento como un héroe, como una especie de corresponsal de guerra, y no como un indefenso profesor de secundaria o como un adulto desarmado. Algo se había transformado en su fuero más interno. Definitivamente, él era real. No era ninguna irregularidad neurológica, ningún traumatismo, ningún accidente vascular. Era real, y su mente estaba tratando de decírselo cada noche, mediante aquellos mensajes en forma de sueños que venían a hablarle de su innegable existencia. Empezaba a sentirse mejor, más vivo. Había llegado la hora de dejar de mantenerse al margen. Eso fue lo que le dio fuerzas aquella mañana y lo hizo capaz de internarse entre las filas adolescentes e impartir sus tres primeras clases. A pesar de que, en uno de los descansos, Helena le había explicado por qué había tanto revuelo a su alrededor.
—El vídeo lleva colgado dos días en YouTube. Desde que supieron que regresabas —le había dicho.
En la palma de su mano, un teléfono móvil reproducía el vídeo que estaba circulando entre todos los alumnos. En el centro de la pantalla aparecía Xavier, de pie sobre el entarimado, con la boca entreabierta y expresión enajenada, recibiendo impactos de bolas de papel y sin hacer nada por evitarlo.
—Se lo he requisado a un alumno que lo estaba enseñando en clase —continuó—. Saben que no pueden tener móviles encendidos en el aula. Entre otras muchas cosas, para que no vuelva a suceder nada como esto. Pero se ha puesto como un energúmeno… Ha conseguido asustarme, si te soy sincera. Incluso ha acabado amenazándome de muerte, delante de todo el mundo.
Xavier trató de consolarla, aunque no llegó a tomarse demasiado en serio los temores de su compañera. Era evidente que Helena seguía sugestionada por lo ocurrido el otro día. Tampoco era para menos: habían estado a un paso de la muerte y el baño de sangre los alcanzó de lleno, salpicándolo todo; aquella tarde pasaron horas despegándose las costras secas de la piel, cepillando los zapatos con jabón, metiendo en bolsas la ropa para la tintorería.
Después de la tercera hora de clase sonó el timbre llamando al recreo y ninguno de sus alumnos había vuelto a mofarse de él. El último en hacerlo empalideció, y no se atrevió a moverse de su asiento, cuando Xavier se acercó al fondo del aula, le hundió la tenaza de sus dedos en la clavícula y le susurró algo muy despacio en el oído. Ahora todos habían salido, dejando tras de sí un rastro de meticulosa destrucción a pequeña escala. Y él se había quedado solo, sentado junto a las ventanas. Lo normal habría sido bajar al claustro de profesores o a la sala de descanso. Pero no le apetecía en absoluto. Los compañeros con los que había coincidido hasta entonces habían mantenido en todo momento un trato cortés, pero también distante y frío. Incluso quienes le dieron el pésame lo hicieron sin ninguna efusividad, como si fuese un extraño. Observó a los alumnos desde allí arriba. La planta del edificio tenía forma de u y el patio quedaba contenido entre aquellas tres naves grises. Algunos estudiantes todavía estaban en la clase de educación física y concluían una carrera de relevos en uno de los laterales del recinto. Los distintos equipos distribuían sus miembros a lo largo de pistas en línea recta y sólo uno de ellos esprintaba cada vez con el testigo en la mano, mientras los demás permanecían a la espera. Hasta que el corredor llegaba a la altura del siguiente compañero y entonces era este quien cobraba un repentino movimiento. Xavier se preguntó qué era la vida. Pronto todos aquellos chavales estarían muertos, y sus cuerpos descomponiéndose bajo la tierra en remotos estratos sedimentarios. Pronto los nietos de aquellos jóvenes estarían practicando carreras de relevos sin preguntarse hacia dónde corrían. Qué era la vida. La vida era ese testigo, ese tubo rígido y sus misterios. Los demás, meros transmisores. Transportistas. Portadores del virus. La vida estaba por encima de los individuos de los que se servía para llegar a alguna parte. En el otro extremo del patio, Xavier pudo distinguir que un grupo de adolescentes se estaba ocupando de desvalijar a los chiquillos. Les intimidaban para quitarles los bocadillos y todas las golosinas que llevasen encima, quizá por hambre o quizá sólo por diversión. Las leyes de la supervivencia, la selección natural. El grande comiéndose al pequeño. Entonces, sobre ellos, vio algo caer desde una de las ventanas superiores del ala del colegio opuesta a la suya. Lo primero que pensó fue que era alguien arrojándose al vacío, que era un profesor o un estudiante acabando con su vida. Después pudo distinguir la forma de un retrete, justo antes de que se estrellara contra el suelo reventándose en cientos de pedazos de blanca porcelana, como una escultura que se cae por accidente. Por suerte, el sanitario colisionó en un breve espacio en el que no había nadie y no alcanzó a ninguno de los niños. La agitación que antes reinaba en el patio parecía haberse congelado. Desde el otro lado, como si alguien quisiera enviarle una señal, lo deslumbró un resplandor, un reflejo del sol en los cristales. Y enseguida vio cómo desde la ventana de enfrente empezaban a caer grandes bolas de papel, amasijos de hojas de libreta y paños empapados que dejaban tras de sí una estela de gotas pulverizadas, a la manera de los cometas espaciales. Comprendió que aquello era lo que habían usado para atascar las tuberías y hacer saltar el sanitario. Al menos en aquella ocasión nadie había perdido la vida.
Se volvió hacia el interior del aula, llenó los pulmones y dejó escapar el aire muy despacio. Por un lapso infinitesimal había creído que era un hombre quien descendía volando en paralelo a la fachada, como el nuevo antihéroe de los tiempos modernos. Las estadísticas de suicidio se habían disparado en tan sólo unas semanas. Por primera vez en la historia, la cifra de suicidios superaba a la de los accidentes de tráfico como principal causa de muerte, muy por encima de cualquier enfermedad. Aquello equivalía a un suicidio cada treinta y cinco minutos. La gente se lanzaba desde las alturas, se disparaba con armas de fuego, se cortaba las venas o se cercenaba el cuello con armas blancas, se envenenaba, se ahorcaba, se arrojaba al paso de los vehículos. Había veinte suicidas por cada persona asesinada. Y era en el sector docente donde las estadísticas se tornaban verdaderamente alarmantes.
Al finalizar el recreo, el aula comenzó a llenarse de nuevo de forma gradual. Los alumnos todavía se resistían a acabar de entrar y a sentarse, saturando el aire con un renovado olor a sudor, desodorante, espray antiinflamatorio, snacks, chicle y tabaco, cuando a cierta distancia se oyeron los gritos de al menos dos voces. De inmediato, siguió el fragor de unos estudiantes jaleando y de mesas y sillas arrastrándose. Xavier no sabía hasta qué punto aquello era lo habitual en aquel nuevo colegio transmutado. Pero le había parecido reconocer una voz familiar y, sin dudarlo, echó a correr por el pasillo. El ruido cesó de repente, lo que lo obligó a asomarse a los ojos de buey de cada una de las aulas, abalanzándose sobre las puertas, hasta que la vio. Helena estaba en el suelo, en el centro de un círculo de alumnos. Él intentó entrar, pero la puerta no se abría. Uno de los jóvenes estaba de rodillas sobre ella apretándole el cuello con las dos manos. Las piernas de Helena pedaleaban en el aire. Los alumnos habían dejado de corear y vitorear, si bien algunas caras todavía sonreían. Xavier envistió la puerta con el hombro, la hoja cedió unos centímetros y volvió a su posición inicial. Se oyó: la vas a matar. Y también: la estás matando. Él volvió a arremeter contra la puerta con todas sus fuerzas, pero había dejado de ofrecer resistencia.
—¡Apartaos! —gritó una vez que estuvo dentro.
Se abrió paso a empellones y antes de pararse a pensarlo lanzó una patada al estómago del agresor, que se encogió de dolor y se volcó hacia un lado. Xavier terminó de arrancarlo de encima de su compañera, empotrándolo contra los pupitres. Helena no se movía. Trató de incorporarla, la acomodó en su regazo y le tomó el pulso en el cuello. Creyó sentir sus latidos. Una mancha húmeda crecía entre sus piernas, formando un círculo gris en su bata de trabajo; en el suelo, el charco adquiría un tinte dorado. Xavier no pudo evitar pensar en las escenas de ahorcados de sus libros de historia. Varios compañeros se asomaron tímidamente a la puerta, preguntando qué había ocurrido.
—Llamad a una ambulancia —fue todo lo que dijo.
Helena abrió unos ojos rojos, con los capilares a punto de estallar.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—No hables —dijo él.
Alrededor todos seguían observando en silencio. Como el público exánime de una pesadilla. A Xavier todo le daba vueltas y se preguntó si no sería él el que se agarraba a Helena como a una tabla de salvación. Algunos de los alumnos ahora lo miraban como si le profesaran respeto. No entendía nada de lo que estaba pasando. Aquel no parecía el mismo lugar que había conocido. La transformación continuaba su curso, ante sus propios ojos. Aquellos rostros parecían deformarse, allí mismo, sus bocas se alargaban, como en las metamorfosis de un mal sueño. Y de aquellas negras hendiduras surgía el sonido discontinuo de una sirena. Era como si los tejidos de la realidad se estuviesen entumeciendo sin remedio. Como si áreas enteras de la realidad se estuvieran inflamando y quedaran inservibles. El olor también había vuelto a cambiar. Ahora olía de una forma por completo distinta. Era un olor exacto, conciso, el olor a desintegración.