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La puerta de la habitación del hospital estaba abierta, y el ruido de los carritos y bandejas del pasillo, junto con el de las conversaciones de las visitas, se colaba hasta allí dentro. En el aire había un intenso olor dulzón a desinfectantes y la calefacción estaba encendida. Demasiado alta, para su gusto. Alguien debería quejarse, no podía ser que le facilitaran tanto las cosas a las colonias de virus que proliferaban en ese tipo de instalaciones. La ventana de la habitación era un cuadrado perfecto, con doble cristal; el externo tenía marcados los impactos de las gotas y los surcos de barro de la lluvia de la noche anterior. A lo lejos, sobre las montañas, se podía ver una nueva formación de nubes avanzando como una úlcera oscura hacia el centro de la ciudad. Desde que se estrelló contra el camión al mediodía había pasado allí más de cinco horas, sumando el tiempo en urgencias y lo que llevaba en planta, y todavía no había llegado nadie al hospital interesándose por él. Aún tuvo que transcurrir un rato hasta que, tras un enfermero que casi lo ocultaba por completo, apareció el productor de los informativos y se colocó a los pies de la cama.

—Vaya —dijo André—. Estaba preguntándome si no había ni una sola persona en este mundo que se preocupara por mí, y vas y tienes que ser tú el primero en asomar la nariz.

—Así tratarás a tus amigos… ¿Cómo estás?

—Bueno, llevo horas sin fumar. Pero estoy bien.

—¿Bien? ¿Y todas esas vendas?

—Son quemaduras, contra el suelo. Y he perdido un dedo del pie. La moto ha quedado destrozada.

—¿Has perdido un dedo del pie y lo dices así, tan tranquilo?

—Es el dedo pequeño. Créeme, ahora mismo el menor de mis problemas es perder el dedo pequeño del pie.

El productor había traído un ramo de margaritas blancas y moradas, que mantenía pegado a su pecho, sosteniéndolo con las dos manos por el extremo inferior. En esos momentos se esforzaba en hacer patente que no daba crédito a lo que estaba oyendo, abriendo mucho los ojos y dejando caer la mandíbula, como si le colgara. Se dio la vuelta, fue al baño, llenó un vaso de agua y regresó con el ramo metido en el improvisado jarrón.

—Es que hay que ver la que has montado hoy en el estudio.

Colocó las flores en una esquina de la única mesa que había en la habitación. Una pequeña mesa metálica, llena de apósitos e instrumentos.

—Joder, André —continuó—. Te asesoro con tus gafas, te enseño a combinar los colores, a evitar los gestos bruscos, a elegir poses que den bien a cámara, ¡y tú vas y nos haces esto!

—No ha sido para tanto, Julio.

—¿Que no ha sido para tanto? ¿Que no ha sido para tanto? ¡Pero si en unos minutos has pulverizado la imagen de uno de los hombres con más prestigio del país! Yo ya no sabía si seguir produciendo un programa o sentarme en una silla a disfrutar del espectáculo.

—¿Qué pensabas que estabas haciendo? —los interrumpió una tercera voz.

Pertenecía a Eduardo Campra, que estaba apoyado en el marco de la puerta como si hiciera un rato que los escuchaba. Los dos hombres acusaron un leve sobresalto.

—Periodismo —replicó él.

—Una curiosa acepción del periodismo. ¿Es una modalidad nueva?

El presentador había entrado en la habitación, se quitó el abrigo y lo echó en la cama, sobre los pies del accidentado. André cerró uno de los ojos en un gesto de dolor, pero estaba demasiado deseoso de dar una respuesta.

—No, es la versión de siempre, el único periodismo que conozco. El que consiste en mostrar la verdad. Ya sé que no está bien visto en estos tiempos.

Campra volvió a recoger el abrigo, con una sonrisa maliciosa, y, mientras lo colgaba en la pared, junto a las flores comenzó a vibrar un teléfono móvil. El recién llegado le pasó el aparato a su dueño.

—Nada bien visto —dijo—. Aquí los tienes. A ver qué les ha parecido.

En la pantalla aparecía un número muy largo, encabezado por muchos seises, ceros y treses. André Bodoc descolgó y comenzó a contestar con monosílabos. Permaneció un rato en silencio, y después de algunas afirmaciones más, plegó el teléfono y se lo lanzó a Julio, que lo atrapó en el aire como si diera un aplauso.

—¿Qué? —preguntó el productor.

—Era de arriba. El director de contenidos.

—¿Te ha llamado él en persona? Venga, dinos, ¿qué te ha dicho? ¿Seguimos en plantilla? ¿Eliminan la sección de entrevistas?

—No sólo no la eliminan. Están contentos.

—¿Están contentos con el desastre que hemos emitido?

—Parece que han estado reunidos desde entonces. Y han tenido que esperar a que les llegara el desglose de las audiencias. Pero la conclusión es que la polémica nos dará un empujón en la franja de share y nos ayudará a salir por fin del limbo. Lo demás no les importa.

—¿Lo ves? —intervino de nuevo Eduardo Campra—. No es actualidad, es espectáculo, tal y como decía nuestro querido productor.

—Te digo que no. Yo me he limitado a mostrar la realidad, a ofrecer una interpretación sopesada y contrastada de los hechos. Si a ellos sólo les importa la parte del morbo y si la entrevista saldrá o no en los programas de zapping de otras cadenas, yo no tengo la culpa.

El productor ejecutivo se sentó en el borde de la cama y dejó escapar un largo suspiro.

—En cualquier caso, a mí me parece que tienes mucha suerte, André. Esta mañana todos pensábamos que habías perdido la cabeza. Y ahora te llama el director de contenidos, y en lugar de cantarte las cuarenta lo tienes comiendo en tu mano. Es un alivio. Deberías pararte a pensar que no todo el mundo tiene tu suerte. A la gente le pasa más bien lo contrario.

—Oye, Julio, ¿por qué no te levantas y bajas a por unos refrescos? Tenemos un invitado —le dijo él.

—¿Un invitado? ¿Y yo qué soy?, ¿tu obediente esposa?

—Qué más quisieras tú.

Aunque sin demasiado convencimiento, el productor de los informativos volvió a levantarse y abandonó la habitación. André Bodoc se mantuvo todavía unos segundos en silencio mirando en dirección al pasillo, y después dijo:

—Es buena persona, pero ya sabes que luego lo cuenta todo. Vamos, ayúdame a salir de aquí, Eduardo.

El presentador negó con la cabeza.

—¿No piensas ayudarme a escapar?

—En absoluto.

—Está bien… Entonces necesitaré que me traigas una cosa de mi casa. No te puedo dar la llave porque la he perdido. Pero con esta pequeña lista te será fácil conseguirla. —Comenzó a anotar algo en una libreta y luego arrancó la hoja manuscrita.

—¿Qué es esto? ¿Quiénes son todas estas mujeres?

—Necesitamos una copia de la llave de mi casa. Ellas la tienen.

—¿Y qué es eso tan importante que no puede esperar?

—Es una carpeta. Algo que estoy preparando. Algo grande. Estoy muy cansado de todo esto, Eduardo. De todas las mentiras, de la tendencia generalizada a mutilar la verdad, de la facilidad con la que todo el mundo lo acepta. Vivimos un enorme simulacro y a nadie le importa. ¿Quieren mentiras? ¿Quieren fraudes? ¿Quieren falsificaciones? Yo se los daré.

—Pero ¿qué locura estás diciendo, André? ¿Tú te estás escuchando? Puedes perder tu trabajo. Te pueden vetar para siempre en la profesión.

Una enfermera entró en la habitación, sin prestarles atención alguna. Se dirigió a la mesita, removió algunas cosas y resopló, dando a entender que le molestaban allí aquellas flores. Después comentó algo sobre que le tendrían que cambiar las vendas cada cuatro horas.

—A mí mi trabajo y el puñetero director de contenidos me la refanfinflan —siguió él—. Y lo digo así porque está aquí esta señorita, que si no tú sabes, Eduardo, que lo diría de otra manera…

—Sí, lo sé, lo sé. Aunque antes no eras así, al menos no hasta este punto. Estás insoportable. ¿Cómo te va a dar igual tu trabajo?

—¡Que el trabajo me toca la polla!

La enfermera, que estaba tratando de comprimir las margaritas del ramo, apretándolas con ambas manos, dejó de hacerlo, se quedó muy quieta, y como si fuese a buscar algo salió de la habitación. En el pasillo se cruzó con el productor, que había alcanzado a oír la última frase.

—Parece que los síntomas van a más —dijo, colocando las latas de refresco sobre la mesilla—. No te entiendo, André. Estás fatal, de verdad. Deberías hacértelo mirar.

Él resopló por la nariz, volvió la cabeza hacia la ventana y permaneció un minuto mirando la llaga oscura que las nubes habían formado en el cielo.

—No te creas que no lo he pensado. Lo vengo pensando desde hace un tiempo, no creas que no.

El productor buscó los ojos de Campra y volvió a dejar caer la mandíbula. Ambos estuvieron de acuerdo en que, de todo el extraño comportamiento del director de informativos, aquella respuesta había sido sin duda lo que más había conseguido sorprenderlos.