20
La música estaba más alta que cuando llegaron. De forma gradual, como si alguien desde alguna parte no quisiera que la gente advirtiese el cambio, no había hecho otra cosa que aumentar durante la última hora. Y a esas alturas de la noche también el alcohol retumbaba en sus oídos. André dio otro trago y se acercó a la realizadora para tratar de unirse a la conversación. Al acabar el día, habían decidido venir al local de siempre para celebrar el reciente éxito de los informativos. Habían sido los primeros en cubrir la noticia del virus de la depresión y ahora se había convertido en un primer titular nacional e incluso en trending topic de Twitter. No se recordaba nada parecido en la modesta historia de la cadena y varios de los directivos del grupo de comunicación habían llamado desde las oficinas centrales para felicitarles por su trabajo. Algunos de los miembros del equipo habían empezado a hacerse ilusiones con alguna oferta que les permitiera dejar atrás la división regional, y el clima reinante en la redacción era de euforia. Ahora, alrededor de una mesa transparente, compuesta por seis piezas que reproducían la forma de seis enormes cubitos de hielo, estaban sentados él, la realizadora y la ayudante de producción; Julio, el productor ejecutivo, y su marido; Eduardo Campra, el presentador; dos redactores, la reportera que primero dio la noticia y una amiga que había venido con ella. A su derecha, la realizadora hablaba con la ayudante de producción de actores maduros que aún conservaban el atractivo. Habían empezado debatiendo sobre la posibilidad de un cambio de destino, sopesando si estarían dispuestas o no a mudarse de ciudad, enumeraron los pros y los contras, se quejaron de la poca diferencia de sueldo que significaba la incorporación a un canal nacional, y así fue como acabaron hablando de las mujeres trabajadoras, de la maternidad, del reloj biológico y de la edad fértil, de las ventajas de ser hombre y de cómo algunos de ellos envejecían mejor que las mujeres. A André le costaba seguir los vericuetos del diálogo, porque un altavoz resonaba muy cerca. Para mayor dificultad, cada cinco minutos alguien proponía un nuevo brindis. Volvió a dejar el vaso de whisky sobre la mesa, se sacó el paquete de tabaco de un bolsillo de la chaqueta y comenzó a girarlo nerviosamente sobre la superficie de uno de aquellos cubitos de hielo artificiales. Una mano pequeña, extremadamente blanca, frenó el movimiento del paquete de tabaco y le robó un cigarrillo. André miró con desconcierto a la amiga de la reportera. Al otro lado de la mesa, ella arqueó por primera vez en toda la noche una sonrisa; parecía que aquello fuese lo único divertido que había conseguido sacarla de su limbo aquella velada tan aburrida. Luego, la joven se puso el cigarrillo en la boca y le sostuvo la mirada.
—No te voy a dar fuego. Aquí no se puede fumar —atajó él.
—¿Siempre haces todo lo que te dicen?
André asintió.
—Siempre. Es una debilidad que tengo. Basta que me ordenen algo para que corra a obedecer como un borreguito.
Al hablar se percató de que estaba bastante más borracho de lo que creía. Volvió a tratar de concentrarse en la conversación de su derecha y oyó que la ayudante de producción estaba hablando de su pierna.
—Incluso tiene un bastón en su casa —decía—. Pero no lo he visto usarlo ni una sola vez.
La realizadora no dijo nada, sonrió y lo miró con benevolencia. André intervino:
—No pienso ir por ahí haciendo el ridículo con un bastón como si fuese un anciano. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Anudarme un pañuelo al cuello? ¿Comprarme un anillo grueso y ostentoso, con algún escudo heráldico?
—Pero querido, no es algo ridículo en absoluto. Lo primero es tu salud —dijo la ayudante de producción.
No entendía por qué siempre tardaban tan poco tiempo en tomarse esas libertades. Ni siquiera en una situación como aquella, sabiendo que era su jefe y que estaba delante de todo su equipo, podía tener un mínimo de sentido común. André agarró su asiento, sin llegar a levantarse, y comenzó a desplazarse a cortos trechos en la dirección contraria. Se aproximó a Eduardo Campra, que mantenía una animada charla con Julio y su marido, y se esforzó en captar cuál era el tema de la conversación. Estaban muy excitados, se interrumpían los unos a los otros y agitaban las manos en el aire, pero André no conseguía entender ni una palabra. Al cabo de un minuto, les preguntó dónde estaba su whisky. Los tres hombres lo miraron por un instante. Las luces del local apenas permitían distinguir las caras. En la oscuridad cambiante, pudo adivinar que Eduardo Campra le sonreía y asentía con un ojo guiñado, aunque no entendía muy bien por qué. Después, a la derecha de su campo visual, percibió que su whisky se deslizaba sobre la superficie de la mesa, empujado por la mano de la ayudante de producción.
—¿Qué harías tú sin tu niñera? —oyó decir a la voz del presentador, ahora a su espalda.
André buscó de nuevo la cara de Campra, como quien conduce una moto a través de un túnel, se acercó a él todo lo que pudo y le dijo:
—Eduardo, tengo que contarte algo.
El presentador miró desconcertado a Bodoc, y luego a los otros dos interlocutores con los que estaba manteniendo la charla.
—André… —comenzó a excusarse, pero el director de informativos lo agarró de la camisa y tiró de él hacia sí.
—Es importante, créeme. Es algo que no quería contar a nadie. Pero ya no puedo más. Necesito soltarlo o voy a explotar.
El volumen de la música parecía haber subido una vez más y André se veía obligado a alzar mucho la voz para hacerse oír. Campra lanzó una mirada de reojo a Julio y a su marido, y comprobó que habían comenzado a hablar entre ellos en su extremo del sofá. Más relajado, se giró otra vez hacia él y le dijo:
—Venga, cuéntame. Menuda te ha dado esta noche.
—Hace tiempo que no ando bien. Tengo una especie de trastorno. Un desorden del sueño —gritó.
—¿No duermes bien? Eso es la edad. —Campra mostraba una dentadura perfecta cada vez que terminaba de pronunciar una frase, en una pose estudiada. Vestía siempre camisas almidonadas y chaqueta, incluso en circunstancias informales, y llevaba una melena cuidada, con el flequillo cayéndole por encima de las cejas.
—¡Que no, coño, que no te enteras! Que he estado yendo al loquero. Ya está, eso es, ya lo he dicho. Que estoy como un cencerro.
—¿Hablas en serio, André? ¿Has ido al psicólogo? Bueno, ¿y qué? No pasa nada.
—No te pasa nada a ti. ¿Dónde está mi whisky? —Él volvió a buscar su vaso entre el desorden de copas de la mesa.
—Está bien, de acuerdo. Cuéntame qué te ocurre. —El presentador lo miró por debajo del flequillo que le enmarcaba los ojos.
—Me ocurre que no estoy bien, joder. Estoy perdiendo el norte. Sueño cosas. No cosas normales. Sueño con la realidad.
—Todos soñamos con cosas de la realidad. No te sigo, André. ¿Qué quieres decir exactamente?
—No, vosotros soñáis con pedazos de todo esto —dijo, haciendo un gesto con las manos que abarcaba todo lo que había alrededor—. Si es que soñáis de verdad. Porque a veces incluso llego a preguntarme si realmente hay algo dentro de esas pequeñas cabecitas vuestras, más allá de lo que yo alcanzo a ver.
En ese momento las luces del local iluminaban el rostro de André con juegos intermitentes y parábolas aleatorias. Tenía los ojos muy abiertos y bajo ellos se dibujaban unas sombras triangulares.
—Claro que sí —admitió su amigo—. Cuando tú te vas al baño, todos nosotros desaparecemos.
Se podía sentir la vibración de la música en la superficie de las cosas y en los órganos internos.
—Quizá sea así, Eduardo. Puede que sea así. O algo parecido. Lo siento, pero me tienes que creer. Puede que nada de esto sea real, ni siquiera tú. Siento tener que ser yo quien te lo diga. Antes creía que tan sólo sufría algún tipo de trastorno del sueño. Pero ahora es diferente. He visto cosas. He notado algunas coincidencias. He reflexionado mucho y estoy llegando a mis propias conclusiones. Y mientras más bebo más claro lo veo. Cabe la posibilidad de que nada de esto sea real.
—Pues deberías dejar de beber.
—Es una cuestión de orden de los acontecimientos, del orden en el que suceden las cosas. Y de algunas coincidencias preocupantes. Escucha bien lo que te digo. La verdadera realidad es lo que yo sueño.
Un camarero uniformado de negro, con una casaca con cuello mao, se había acercado a la mesa y les ofrecía una bandeja de canapés. André increpaba y señalaba con el dedo.
—Todos vosotros sois una ilusión. Todos. Vosotros, vosotras. Este tipo de aquí. ¡Sólo una representación en una mente!
Los miembros del grupo habían dejado de hablar entre sí y prestaban atención a Bodoc. Los dos redactores parecían asustados. Ellas alzaban las cejas y daban muestras de que la situación les parecía embarazosa. Julio había dejado caer la mandíbula como si le colgara. Sólo la amiga de la reportera parecía divertida y lo miraba mordiéndose el labio inferior; llevaba un vestido oscuro muy corto, de una sola pieza, y a través de la mesa se podían ver sus piernas cruzadas resplandecer en la oscuridad.
—André, háztelo mirar —dijo Julio.
Eduardo Campra volvió a preguntarle para romper la inercia de aquel momento incómodo.
—¿Una representación en tu mente? —Su tono era el mismo que se utiliza con los borrachos o con los perturbados.
—No, en mi mente no —continuó él—. Una representación en otra mente. Todos vosotros sois el sueño de otro. He deducido cosas. Tengo mi propia teoría. Creo que tengo que demostrar que soy más real que él. O que todo es falso. No lo sé.
El presentador había dejado de prestarle atención y ahora sus ojos buscaban una y otra vez la mirada de la amiga de la reportera. André lo agarró por la rodilla.
—Escúchame, Eduardo. Creo que es nuestra única oportunidad. ¿Qué prefieres que demuestre? ¿Que soy más real que él o que todo esto es una gran mentira?
—Vale, déjalo ya, André. No sé para qué me estás contando todo esto. Yo no existo, ¿recuerdas? Además, hace rato que…
Un desconocido había puesto la mano sobre el hombro de Eduardo Campra, interrumpiéndole en mitad de la frase. El presentador comenzaba a mostrarse contrariado. Trató de distinguir la cara de aquel hombre, pero sólo lograba ver su silueta recortada contra los rayos de luces de colores.
—¿Es usted? —le preguntó el extraño.
—Eso espero. Ser yo. Qué noche de locos.
—Encantado de conocerle. Usted es Eduardo Campra, ¿verdad?
—Sí, soy yo, soy yo —concedió.
—Ya me lo había parecido. Fíjese, que yo he venido aquí de casualidad. Es la primera vez que vengo a este lugar. Y porque me ha insistido el marido de mi hermana, que si no ni siquiera sabría que este sitio existía. Lo que son las cosas.
—Ya veo. Qué casualidad.
—Soy un admirador de su obra, ¿sabe?
—Bueno, gracias. Supongo. —En esos momentos Campra había pasado a buscar a Bodoc con los ojos, nervioso. Pero aquel tipo se había situado justo entre ambos.
—No, no, en serio. Me gustan mucho sus novelas. No me las he leído todas, claro. Pero las que he leído me han gustado.
Al otro lado del desconocido, André Bodoc comenzó a reírse a carcajadas en su asiento. Levantó el vaso en el aire y vitoreó:
—¡Te lo dije! ¡Te lo dije! Esto no puede ser real.
Apuró un último trago, se levantó, le dijo a su amigo que tuviese la consideración de regalarle alguno de sus libros y comenzó a empujarse con la gente en dirección a la barra. Trató de abrirse paso con dificultad. Le costaba avanzar y temía que le pisaran el pie lesionado. La mayoría de las caras le sonaba de algo, era como si hubiera visto cada uno de aquellos rostros repetidos en alguna otra parte. Aquel lounge bar estaba ubicado dentro del área del complejo audiovisual de la ciudad, donde se encontraban los estudios de las principales productoras y de las cadenas locales de televisión, y casi todos los trabajadores solían acudir allí a tomarse algo al final de la jornada, sobre todo cuando se acercaban los últimos días de la semana. André podría haberse cruzado con esas personas en la salida a la autopista, o a la hora del almuerzo, en la cafetería, o incluso podría haberlas visto en la pantalla de su televisor. El mundo como un juego de espejos. Últimamente había demasiados lugares en los que podía ver a demasiada gente.
—Lo de siempre —le dijo a la camarera cuando llegó a la barra, con la tarjeta de crédito en la mano.
Luego, mientras trataba de introducir su contraseña en el dispositivo electrónico, notó que una de aquellas personas lo observaba.
—¿Qué haces aquí? ¿Sigues aburrida?
—¿Quién te ha dicho que esté aburrida?
—Me lo parecía. ¿No lo estás?
La joven se acercó aún más a él.
—No, estoy pasando una noche muy entretenida. Tienes una conversación de lo más… original.
—¿Me estabas escuchando? —André impostó una actitud indignada.
—Claro. ¿No podía?
—No debías. Por tu propio bien. Ahora ya lo sabes. Lo has descubierto a una edad muy temprana, mucho antes de lo que lo he hecho yo. Nada de esto es real. Todo es una ilusión, un espejismo. —Las luces del local cambiaban una y otra vez de color, haciendo que las paredes y los contornos parecieran distintos cada pocos segundos—. Todo esto es sólo una locura. Un despropósito tras otro donde nada tiene ningún sentido. ¿Cómo te llamabas?
—Claire.
La chica hundió el dedo en el vaso de Bodoc, removió los hielos, y a continuación se lo introdujo en la boca y lo chupó.
—¿O crees que tiene sentido un mundo en el que las agencias de calificación y los intermediarios financieros derrocan gobiernos? No, es un chiste. ¿O en el que las familias más ricas del planeta duplican su patrimonio durante los períodos de crisis? Dime, Claire, ¿no te parece que alguien en algún lugar tiene que estar riéndose de nosotros? Las promesas y los programas electorales no implican ningún tipo de compromiso legal. Los políticos no dimiten. Los ineptos y los bufones copan las televisiones y son seguidos en masa. Los empresarios exconvictos cobran cantidades millonarias por conceder entrevistas. Hay gente que se enamora de personas que nunca ha visto. Hay perros que tienen sus propios armarios vestidores. Hay quienes prefieren tener acceso a internet a tener pareja. Un ochenta y dos por ciento, en concreto, de los solteros prefiere tener acceso a internet a tener pareja. No es posible. ¿Dónde está la cámara oculta? Esto no puede ser la realidad. —André se peinó hacia atrás el pelo varias veces y suspiró—. Pero nadie dice nada. Nadie parece darse cuenta de nada. Todo el mundo sigue la representación de la comedia como si no hubiera ni el más mínimo detalle que levantara sospechas.
Dos hombres lo empujaron por la espalda para hacerse sitio en la barra. Hablaban entre ellos como si no les importara nada de lo que había alrededor.
—Nadie se da cuenta de nada. Sólo tú, ¿no? —dijo ella.
—Sólo yo. ¿Quieres una copa? ¿Dónde está mi whisky? ¿Es que todo el mundo va a darme un codazo en este local?
—¿Y por qué nadie más lo ha descubierto? ¿Te crees más inteligente que todos los demás? Quiero decir, si la gente pensara que la realidad es falsa, ¿para qué seguir viviendo según las reglas? No habría nada que perder, ¿no? Todo el mundo se comportaría como si nada importara.
—La gente se suicida, ¿no ves la tele? Te aseguro que cualquiera que se viese sometido a la misma presión que yo, pensaría exactamente así. Créeme. Cualquiera que tuviese que poner sus creencias en tela de juicio cada noche llegaría a las mismas conclusiones. Empezaría a hacer locuras. O se pegaría un tiro. No lo dudes. Se volaría la cabeza. Me gustaría ver a toda esta gente tan divertida en mi situación.
—¿Puedo beber de tu copa?
—No. Me pondrías el vaso perdido de ese carmín tan rojo que usas.
—No es carmín. Es chupachús de fresa.
—Te va mucho el rollo Lolita, ¿verdad?
—No sé. Depende. ¿En la novela, Lolita se la terminaba chupando al profesor Humbert?
—Joder, no lo recuerdo. Yo diría que sí…
—Entonces sí. Me va el rollo Lolita.