17
Xavier había subido a la última planta y ahora esperaba delante de la puerta. Podía oír el rumor de unas voces dentro del piso, quizás en el otro extremo de la vivienda. Pero había llamado en dos ocasiones a aquel timbre preñado de campanas y no habían acudido a abrirle. Trató de encontrar en su bolsillo un pañuelo con el que secarse el sudor de la frente. Por un instante, tuvo el reflejo de sacar sus llaves y abrir la puerta con naturalidad: el recuerdo de haberlo hecho innumerables veces, allí mismo, en aquel descansillo y delante de aquella misma puerta, era tan nítido y rotundo como el resto de las imágenes de su propia vida que guardaba en su memoria. Lo hacía cada día, desde hacía meses, y con seguridad volvería a hacerlo esa noche. Entonces, un hombre abrió y asomó la cabeza.
—Se ha adelantado —le dijo—. Estoy con otra pareja.
Xavier notó sus pulsaciones golpeando en su pecho y en el cuello. Buscó los ojos de aquella persona y, a menos de un palmo de distancia, le sostuvo la mirada. Entreabrió los labios, pero apenas logró balbucear algo. No sólo porque no hubiera comprendido qué le había querido decir aquel hombre, sino porque no lo conocía absolutamente de nada.
—Tendrá que esperar unos minutos —añadió el desconocido. Y volvió a cerrar.
Xavier miró la puerta. A veces, lo que nos protege es lo que nos separa. Se secó la frente de nuevo. Hacía calor allí. Las cerraduras eran las verdaderas articulaciones del mundo moderno. Las cerraduras y las contraseñas de más de seis dígitos. La luz del edificio no dejaba de apagarse, cada dos minutos. Así que después de un rato decidió quedarse a oscuras. Quién era aquel hombre de traje azul y corbata. Qué hacía dentro de la casa de Bodoc. Qué le diría ahora; tan sólo tenía preparadas unas frases, y estaban dirigidas al protagonista de sus sueños. Por otra parte, también le parecía preocupante que hasta ese momento no hubiera reconocido a nadie en aquella ciudad, ni en aquel barrio, ni en el edificio. Era como si aquella cara del mundo estuviera incubando agentes extraños, gérmenes patógenos acechando en silencio, invasores aguardando una señal. Xavier se palpó los bolsillos inexistentes de la chaqueta que no llevaba, y por un instante lamentó no ser André Bodoc para poder encenderse un cigarrillo mientras durase la espera. Comenzó a caminar, a dar vueltas en círculo por el rellano, lanzando alguna que otra mirada furtiva a la puerta del vecino de planta. No podía parar de moverse, sentía la ansiedad temblando en sus dedos. Aquello no tenía sentido. Era imposible que su organismo tuviera el síndrome de abstinencia, su cuerpo no había conocido la nicotina. Todo estaba en su mente. Todo. Al cabo de un rato, se oyó el sonido de una llave girando en una cerradura y el hombre del traje y la corbata volvió a aparecer. A continuación, una joven pareja salió de la casa. Ambos saludaron a Xavier al pasar a su lado; luego, ella cuchicheó algo al oído de él mientras llamaban al ascensor. El otro hombre lo invitó a pasar desde el recibidor.
Cuando los dos estuvieron dentro, aquel individuo empezó a explicarle las características de la casa. Se desenvolvía con soltura y hablaba de forma animada sin dirigirse a nadie en concreto. Xavier lo siguió por el pasillo. Se preguntaba si por una vez la suerte habría estado de su parte, había logrado entrar allí sin demasiada dificultad. Aunque comenzaba a intuir que en aquel lugar no encontraría a Bodoc. En el primer tramo del piso estaba la cocina, abierta al pasillo principal. Xavier notó de inmediato que faltaban cosas. Muchas cosas: la licuadora de frutas, el juego de cuchillos, y especieros, libros de recetas, dos pequeños cuadros. El hombre del traje iba abriendo cajones y compuertas mientras hablaba, como empeñado en hacer patente que el vacío estaba profundamente instalado en todo aquello. En un momento dado quiso mostrarle dónde estaba el escobero, pero no acertó a localizarlo. Se excusó diciendo que estaría en otro cuarto. Fue entonces cuando Xavier lo corrigió.
—No. Está aquí.
Él dio unos pasos decididos, introdujo los dedos en la pequeña rendija que había entre la pared y el mueble de cocina y abrió una estrecha rinconera. En ella aparecieron la escoba, el recogedor y la fregona. El hombre miró perplejo primero los utensilios de limpieza, y luego la cara de Xavier. Se soltó el botón de la chaqueta y tardó todavía unos segundos en reaccionar. Cuando consiguió retomar su explicación y el recorrido por la casa, entraron en uno de los cuartos de baño. Las ausencias seguían llenando todo de un vacío desolador. Él se adentró en la pieza con desgana, prestando cada vez menos atención a los detalles. El agente inmobiliario seguía hablando sin cesar, manipulando todo lo que estuviera a su alcance. Iba a abrir una ventana cuando Xavier le advirtió que tuviera cuidado al hacerlo porque uno de los cristales estaba suelto. El hombre lo volvió a mirar a los ojos, casi irritado. Pero se abstuvo de comprobar si era cierto o no lo que le decía.
Al llegar al salón, Xavier se paró en seco antes de poner un pie en el suelo de aquel recinto.
—Aquí hay un error —dijo.
—¿Qué quiere decir?
—Esto está mal. —Las palabras nacían quebradas en su garganta—. El salón tendría que estar a la izquierda, no a la derecha.
—Ah, ¿ha visto las fotos en internet? Quizá la fotografía del salón esté invertida en la web, a veces pasa.
—No, no puede ser. Todo esto tendría que estar a la izquierda —continuó él—. ¿Han hecho obras recientemente? ¿Han remodelado el piso?
—Bueno, se hizo una reforma en la cocina hace cinco años. Pero, como puede ver, todo está en perfecto estado.
Xavier se aproximó a la pared de la izquierda y la golpeó con la palma de la mano. Con fuerza.
—¿Qué le ha pasado en la nariz? ¿Un accidente? —En la voz del hombre había una nota de recelo.
—¿Qué hay aquí? ¿Otras habitaciones? Quiero verlas.
—Ahí no hay nada, caballero. Por favor, le ruego que…
—Eso es imposible. Justo ahí estaba el salón.
—No sé qué quiere decir. ¿Ha visto usted antes este piso? ¿Quizás alguna de mis compañeras le ha enseñado el tercero B? Da al otro lado y tiene la distribución contraria. Lo siento, ahí no hay nada. Se lo puedo demostrar. Venga.
El agente inmobiliario llevó a Xavier hasta la siguiente habitación del lado izquierdo del pasillo. Una vez allí, abrió una ventana.
—Mire, asómese. Esto es lo que hay detrás de esa pared.
Antes de dar un paso, sacó el pañuelo y se secó una vez más el sudor de la frente. Luego avanzó vacilante hacia la ventana. Se sentía mareado. El calor no lo dejaba pensar. Apoyó las manos sobre el pretil, se asomó, y pudo ver un patio de vecinos hundirse en el abismo donde tendría que haber estado el salón.
—Esto es imposible —murmuró.
—Ya le digo que se debe de haber confundido de apartamento. Probablemente vio uno de los que dan a la calle de atrás.
Él dudó un instante. No, aquello no podía ser. Había subido cientos de veces a aquel piso. Su convicción era tan grande como la que tenía en los puntales más importantes de su vida. Había reconocido la entrada, la cocina, el baño. No podía ser. Si aquello se hundía, lo seguiría todo lo demás. De repente, dejó allí plantado al vendedor, que le estaba hablando de las muchas posibles funciones de aquella habitación, y echó a correr a través de un pasillo con los suelos de mosaicos hidráulicos en el que no había ni rastro de ninguna estantería. Llegó a la galería exterior del piso. Los sonidos retumbaban como lo hacen siempre en las casas vacías. A través de una de las ventanas de arco de la galería pudo ver los dos rascacielos sobresaliendo en el horizonte. Tenía que ser ese piso, no podía ser ningún otro orientado en la dirección opuesta. Pero allí sólo había cinco ventanas de arco en lugar de seis. Y la cordillera montañosa mostraba una forma angustiosamente distinta, como si todo aquello no fuese más que un mal sucedáneo del mundo verdadero.
El hombre del traje lo había seguido y se había situado detrás de él.
—Señor, ¿le gusta el piso?
Unas campanas sonaron en el aire. Era el timbre de la puerta. Él se sentía cada vez más mareado. Incapaz de sostenerse en pie. Tenía que esforzarse en reprimir un continuo amago de náusea.
—No espero a nadie más. Qué raro —dijo el hombre, y se volvió a abrochar un botón de la chaqueta—. Qué cosas más extrañas pasan.
El agente inmobiliario se encaminó hacia el recibidor de la casa. Xavier comprendió. Cogió aire y se apresuró a adelantarlo por el pasillo, empujándolo por la espalda contra una pared. Abrió la puerta de la entrada y al salir tropezó con el individuo que estaba llamando al timbre.
—Buenas tardes —dijo el hombre, encajando el golpe. Él se detuvo un instante para mirarle la cara—. Tenía una cita para ver el piso.
Xavier ni siquiera se molestó en contestar, no conocía de nada a aquel estúpido tipo. Comenzó a bajar por las escaleras, atropellando sus pasos y dejando atrás las voces de aquellas dos personas que iniciaban una discusión en el rellano.
Tres plantas más abajo, se obligó a frenar y se sentó en los escalones. En medio de la oscuridad. Tuvo que hacerlo. Sentía un vértigo incontrolable. Le ardían la frente y las mejillas. Hundió la cabeza entre las piernas y cruzó sus manos sobre la nuca. En unos minutos, sus ojos se fueron acostumbrando a la penumbra. No entendía nada. Ahora el edificio no se le antojaba tan parecido al de sus sueños. Ahora empezaba a apreciar pequeñas diferencias. Y el piso. El piso le había dado en todo momento la sensación de ser más estrecho que el de Bodoc. Sin embargo, había creído reconocer la entrada, y la cocina, y el baño. Estaba claro que había una probabilidad muy alta de que se estuviera volviendo loco. Tenía argumentos más que suficientes para pensar que había perdido la razón. Debía encontrar una explicación para todo aquello; o eso, o tendría que renunciar definitivamente a creerse en posesión de su cordura. Quizás Helena estuviese en lo cierto. Quizás había compuesto sus sueños a partir de imágenes que había visto aquí y allá. En la televisión, en revistas. A partir de algún recuerdo y de asociaciones libres, como todo el mundo. Los dos rascacielos, y aquellas calles con las que había conseguido dar, eran el origen real de sus sueños, y no al revés. Todo aquello lo había visto antes en alguna parte, y lo recordaba y deformaba su mente. Cada noche. Con enfermiza puntualidad. Dando lugar a aquellas malditas pesadillas. A aquellos sueños tan imposiblemente fieles a sí mismos. Debía de haber sido una cuestión de suerte adivinar dónde estaba el escobero. Sólo eso. Nada más. El vacío. El vacío bajo sus pies. Xavier pensó por un momento en qué se le tenía que pasar por la cabeza a un hombre, a quien en apariencia todo le iba bien, para quitarse la vida. Qué clase de valor tenía que tener un hombre, que en apariencia lo tenía todo, para meterse los dos cañones de una escopeta en la boca, y disparar, sabiendo que lo siguiente que sentiría sería su masa encefálica explosionando y desintegrándose. Cuál sería su última intuición, su última imagen, ¿el frío de los dos cilindros metálicos contra el velo del paladar, o el dolor? ¿O se preguntaría quién encontraría su cuerpo sin vida al día siguiente? Xavier presionó sus manos contra su nuca, tratando de contenerla. Tratando de que no explotara y volara por los aires. Luego apoyó sobre ellas su frente. Y, con un movimiento mecánico, se pasó los dedos abiertos por el pelo como si en realidad lo tuviera mucho más largo.