26
Desde que se subió al metro no había dejado de ver en ningún momento al resto de los pasajeros como cerebros ensamblados en un cuerpo. En la calle llovía. Había salido de la consulta del psicólogo y tras veinte minutos empapándose sobre la acera no consiguió encontrar ningún taxi libre. Así que por primera vez en muchos años había vuelto a utilizar el metro, había ocultado su rostro con una mascarilla y se había internado entre la gente. Por suerte, al menos nadie lo reconocería. Su vagón iba medio vacío, así que pudo sentarse y, sintiendo su respiración bajo el polipropileno, observó el comportamiento de todos aquellos extraños seres que lo rodeaban. Era curioso. A la menor ocasión, en cuanto podían, aquellos cerebros aprovechaban para relajarse en la comodidad de sus cráneos y trataban de olvidarse del cuerpo que cada día les servía para relacionarse con el mundo. Acomodaban aquellos cuerpos funcionales en los asientos y dejaban caer sus cabezas hacia un lado. Desconexión. André no podía entender cómo había tardado tanto tiempo en verlo. No podía entender cómo nadie más allí se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo. Un regimiento de masas encefálicas había tomado el vagón, o acaso el planeta, estaban por todas partes y eran algo por completo ajeno a aquellas construcciones de carne. Los estudió con detenimiento. En cuestión de segundos, fue capaz de ver con nitidez la verdadera constitución de aquellos seres. El cerebro dominándolo todo, los globos oculares como dos cercanos ayudantes, y más abajo la cara, aquel gomoso mecanismo articulado para la mímica y para la masticación, donde se alojaban la mayoría de los restantes sentidos. Y por último, abajo del todo, el cuerpo. Esa gran máquina diseñada para el transporte y para la interacción, colmada de órganos. André encogió sus brazos, no quería que ninguna de aquellas prolongaciones de carne lo rozara. Había pasado otra mala noche, una más.
Quizá también estuviera algo nervioso. Le había revelado por fin a su psicólogo toda su teoría acerca de las coincidencias. Le había estado hablando de la escena de la película que vio el otro día en el bar del trabajo y de su accidente de moto. La secuencia del accidente contra el camión cisterna había aparecido primero en el mundo de Xavier, y después había ocurrido exactamente de la misma forma en el mundo real.
—¿Fue sólo una causalidad? ¿Una premonición? —le había preguntado al terapeuta—. ¿O Xavier vio la escena en su televisor, se le quedó grabada en su subconsciente y se acabó materializando en su sueño?
—No debe ir por ese camino, señor Bodoc —le respondió el hombre—. No queremos acabar analizando el subconsciente del personaje de su delirio. Por supuesto que todo es producto de una mente. La suya.
Entonces André le pasó a enumerar la lista de coincidencias que había ido detectando repartidas a lo largo de sus últimas semanas, y que emergieron en cuanto hizo un mínimo esfuerzo por localizarlas: le contó que fue Xavier quien había pasado las horas y los días en el hospital, visitando a su padre, y que después él acabó ingresando en uno de ellos tras el accidente; también fue Xavier el primero en perder las llaves de su casa, y sólo entonces él no fue capaz encontrar las suyas; si a Xavier lo llamaba su jefe al despacho para amonestarlo, inmediatamente a este lado del mundo sonaba el teléfono y el director de contenidos estaba en el otro extremo de la línea. Aun así, a pesar de todas las pruebas y evidencias, su psicólogo se resistía a creer que hubiera relación alguna entre los hechos.
—Escúcheme bien —se impacientó André—. Hace tiempo que mis vecinos tienen problemas. No hay una noche que me dejen descansar con sus gritos y sus golpes. Conozco desde hace años a estos vecinos, no sé ni desde cuándo, ya sabe que últimamente mis recuerdos se vuelven borrosos. Y nunca habían tenido problemas. Jamás. Hasta la noche en que Xavier tuvo un desafortunado encuentro con su exmujer y acabó con la nariz partida de un puñetazo. Es como si Xavier los estuviera soñando…
En las paredes de la sala del psicólogo colgaban dos hileras de máscaras exóticas. Eran máscaras alargadas, talladas en madera oscura, que parecían estirar unas bocas desesperadas, las de un lado de la habitación simétricamente enfrentadas a las del otro. El director de informativos no había reparado en ellas hasta ese momento, en ninguna de las sesiones anteriores, y quizá su visión fue lo que le acabó de crispar los nervios.
Ahora, en el vagón de metro, André Bodoc vigilaba a sus inquietantes compañeros de viaje.
Había empezado a estudiar cómo los pares de ojos se iban cerrando aquí y allá, para no enviar más datos inútiles al cerebro, mientras las prolongaciones faciales se relajaban, hasta acabar en algunos casos en la distensión total de la mandíbula. Ninguno de aquellos pasajeros era su rostro, eso no era más que una ilusión, su yo estaba escondido unos centímetros más arriba. No tardó en reparar en que también los músculos de su propia cara comenzaban a aflojarse, así que se incorporó y se recolocó la mascarilla. Quería evitar mostrar debilidad delante de ninguno de aquellos seres que compartían el mismo aspecto exhausto, como si todos ellos hubieran pasado una mala noche.
Su psicólogo había estado insistiendo en preguntarle por acontecimientos remotos de su vida, por episodios que de alguna manera pudieran haberlo marcado. Insistió tanto que acabó interrogándolo acerca del punto de inflexión en su carrera. Por qué un hombre de éxito, que en tan sólo unos años parecía haberlo conseguido casi todo y con un futuro por delante aún más prometedor, de pronto decide renunciar a su puesto y todas sus posteriores decisiones son cada vez más destructivas. Qué había ocurrido para que dejase de ser aquel hombre que se construía su propia suerte y se convirtiese en alguien que parecía estar enfadado con la vida. Algo debió de suceder que lo acabó transformando en el escéptico que ahora era. En el amargado que ahora era. El psicólogo perseveró de tal manera en sus preguntas que terminó incluso descubriendo la existencia de ella, ella, la primera en romperle el corazón. Le preguntó por qué desde entonces nunca había sido capaz de mantener una relación estable. Pero André era un hombre con experiencia, un entrevistador profesional, y no halló ninguna dificultad en eludir la respuesta con una pregunta capciosa:
—Cuando se pierde a un ser querido, doctor, ¿cuál es la mejor forma de afrontar su muerte?
Después de aquella pregunta, el psicoterapeuta puso todo su empeño en hablarle de las distintas fases del duelo, de la etapa de negación, del período de adaptación y de la aceptación final de la pérdida. Le dio consejos sobre cómo asumir el dolor, sobre cómo sobreponerse a la ausencia de esa persona y sobre cómo superar los traumas que su muerte hubiera podido causar. Le habló incluso del sueño, de que el sueño y la vigilia eran como dos vasos comunicantes, y de que gracias al primero era posible liberar las ideas, los recuerdos y restituir la presencia de los seres amados.
—Pero él no puede soñar con su padre —lo interrumpió.
El mueble de pladur de aquel despacho estaba dividido en dos docenas de compartimentos. La luz vertical de los focos no alcanzaba el interior de aquellas pequeñas hornacinas cuadrangulares en las que se apilaban discos y libros. Como si fuesen las bocas oscuras de un blanco panel de nichos.
—¿Qué quiere decir? ¿El padre de quién? No me diga que estábamos hablando de nuevo de Xavier, y de su padre…
—Así es. He pensado que quizá debería ayudarlo. Quizá todo lo que me ocurre no sea más que un mensaje, un aviso de que debo cambiar y empezar a preocuparme por los demás. Pensé que a él le vendría bien escuchar todo esto.
El psicólogo se levantó y permaneció en pie en medio de la habitación.
—¿Quiere decir que ahora mismo está aquí con nosotros? —preguntó.
—No lo diga como si se tratara de un espíritu, doctor. Xavier siempre está conmigo. Él nos está soñando.
El tren frenó bruscamente y todos los ojos de sus compañeros de viaje se abrieron a un tiempo. Los cerebros se activaban y ordenaban a los globos oculares que recogieran datos de lo que estaba ocurriendo en el exterior. Las caras se recomponían, modulando distintas expresiones y transmitiendo una amplia gama de actitudes frente al mundo. Un inagotable sistema de códigos elaborado con los más sutiles matices. André Bodoc aprovechó para levantarse y se bajó del vagón.
Fuera había dejado de llover y las nubes se habían disipado. Caminó hacia su casa. En un par de días su moto estaría por fin reparada, así que pronto aquello iba a cambiar. Se preguntó cuánto más iba a durar su desorden del sueño. Si tendría que vivir así el resto de su vida. Había sacado las llaves del bolsillo para abrir el portal del edificio, cuando vio algo en la acera. Algo brillante del aspecto de la porcelana. Se acercó. Era un trozo de piedra blanco y triangular, como una enorme porción de tarta, rodeado de otros muchos fragmentos minúsculos. Lo primero que pensó fue en un sanitario estrellado desde las alturas. Después miró al cielo, buscando el lugar del que se había desprendido aquel pedazo de fachada. Pertenecía a la esquina de uno de los balcones del cuarto piso, el que estaba en línea con el portal. André contempló de nuevo el trozo de piedra, casi intacto. Luego miró a su alrededor. Miró junto al contenedor de basura. Miró a lo largo del borde entre la acera y la calzada. Miró en los círculos adoquinados en los que crecían los árboles, y en el tercero de ellos distinguió al fin una bolsa de plástico. La recogió y regresó donde estaba el pedazo de piedra. Volvió a mirar a su alrededor, ahora para comprobar si había alguien observándolo. Se enfundó la mano en la bolsa y se agachó. Y, como quien recoge el excremento de un perro, envolvió la piedra en el plástico, puso la bolsa del revés y le hizo un nudo. Después, entró en el edificio.
En cuanto estuvo en casa se dirigió a su despacho, se sentó en la mesa e introdujo la bolsa con la piedra en uno de los cajones. Sobre el tablero de escritorio, iluminadas por el reflector, había dos carpetas rojas de casi el mismo tamaño. Una de ellas mostraba un aspecto nuevo e impecable, y en su interior descansaban todas las imágenes escaneadas de su cerebro. La otra era vieja y tenía las esquinas peladas, su superficie estaba surcada de arrugas y el paso del tiempo había desteñido la intensidad de su color original. Dentro, atesoraba todas las noticias que había ido inventando desde que ambos iniciaron aquel juego de enamorados hacía ya tantos años; tantos años ya que casi había olvidado su cara. También estaban allí todas las noticias relacionadas con el virus de la depresión y su progreso. La abrió. Fue hasta el apartado correspondiente y buscó la hoja de su calendario de planificación. En uno de los márgenes, aparte de la línea cronológica principal y con lápiz, escribió la palabra «piedra».
Entonces oyó algo. Levantó la vista y se encontró con Claire de pie en el pasillo, descalza, perfilada contra los mosaicos hidráulicos del suelo. Llevaba una camiseta gris que apenas le alcanzaba el muslo y los labios rosa, como un caramelo.
—¿Cómo has entrado? ¿Has hecho una copia de las llaves?
—Qué tonto. No he hecho ninguna copia de las llaves.
—¿Entonces?
—No me he ido.
—¿No dijiste que tenías que irte a hacer no sé qué cosa importante?
—Cambié de opinión. —Ella echó a andar hacia el salón y André la siguió—. Hace un día horrible. Demasiado lluvioso.
—No está lloviendo, está despejado —dijo él.
—Yo lo siento como lloviendo.
Claire se dejó caer en el sofá y subió el volumen del televisor.
—Creo que tienes un virus en el ordenador —comentó distraída.
—¿Cómo que tengo un virus? ¿Qué hacías en mi ordenador?
—Quería actualizar mi estado en Facebook. Pero ya lo tenías abierto. Estaba funcionando con el perfil de un tipo japonés y todo estaba lleno de caracteres raros. Había conversaciones en inglés y pude leer algo de un virus.
—No vuelvas a usar mi ordenador.
André suspiró, aquello estaba hecho un desastre. Echó un vistazo a todo lo que había sobre la mesa. Paquetes de tabaco vacíos, pañuelos arrugados, un teléfono móvil que parecía rociado con purpurina y los platos de los que habían desaparecido los restos de la cena de la noche anterior. Negó con la cabeza y también se sentó en el sofá.
—¿Qué ves? —le preguntó.
—Tienes mala cara. ¿Tú tampoco has podido dormir por el ruido?
—No mucho.
—Creo que tu vecino va a matar a su mujer. Si esta noche vuelve a repetirse, llamo a la policía. La muerte es una elección personal.
—No, mejor déjalo. Ya me encargo yo. ¿Y tú por qué piensas que vas a dormir aquí esta noche?
—Sí, tú. Ja. ¿Estás de broma, no?
—¿Qué quieres decir? ¿No me ves capaz de interesarme por los demás?
—No demasiado —dijo con un tono cantarín.
—¿No me ves capaz de tomar parte ni siquiera en una cosa así, cuando está en juego la vida de una persona?
—¿Es que lo vas a hacer?
—Yo soy alguien comprometido, ¿sabes? No soy tan mala persona como crees. ¿Qué estás viendo?
—Una peli. De zombis, creo.
En el televisor de plasma, un grupo de individuos de apariencia humana perseguía a una pareja en mitad de la noche. André permaneció en la misma postura en la que se había sentado, atento a la pantalla, mientras los músculos de su cara comenzaban a relajarse hasta componer una expresión ausente. Las persecuciones se sucedían. Cuando los sujetos infectados alcanzaban a sus víctimas, las convertían en otro de ellos. Después todos se precipitaban en busca de nuevas presas a las que contagiar. Como si conformaran un único organismo.
—Pero, los controla esa gran masa de gelatina verde, ¿verdad? —preguntó él, con una voz lejana.
—Sí, telepáticamente, o algo así.
—Y esa masa ha salido del meteorito, ¿no? Entonces, ¿no serán alienígenas en lugar de zombis?
—No sé. Me limito a ver la película.
—Alienígenas.
—Los alienígenas invaden los cuerpos mediante filamentos, o a través de métodos sofisticados. O reproducen los cuerpos dentro de grandes vainas. Pero estos muerden en cualquier parte, haciendo enormes destrozos. ¿No es eso lo que hacen los zombis?
—Sí… Sin embargo, estos se comportan como una gran colonia. Como si fuesen un solo individuo. El individuo y la especie se identifican, no importan las bajas.
—Bah. No es un rasgo definitorio. ¿Qué me dices de su aspecto? Tienen grandes sombras oscuras bajo los ojos, la tez pálida y consumida, el gesto desencajado, y andan de forma renqueante.
André levantó una ceja y se arrellanó aún más en el sofá. Aquella descripción le recordaba algo vagamente. En la película los contagiados comenzaban a organizarse, robaban coches, camiones, conseguían armas, se aprovisionaban en las gasolineras. Al cabo de un rato, dijo:
—No lo entiendo. Si son sólo carne dotada de movimiento, ¿por qué se comportan como si estuvieran vivos?
—¿No es lo que hacemos todos? —preguntó ella, mordiéndose la mitad del labio inferior.
Claire se volvió hacia él y permaneció mirándolo durante un minuto, divertida. Luego, levantó el mando a distancia, apuntó al televisor y cambió de canal. En la pantalla, unos leones separaban a un búfalo africano de la manada, hundían sus fauces en la arteria carótida y le desgarraban con las zarpas el abdomen. André no pareció haber advertido el cambio de canal.
—La vida abriéndose paso —murmuró.
Ella se rio y volvió a pulsar otro botón en el mando a distancia. Un doctor en medicina, especialista en neurología y secretario de la Sociedad Estatal de Neurólogos, con algo de sobrepeso, la nariz carnosa y una bata blanca resplandeciente, explicaba a una reportera el funcionamiento del virus de la depresión. El médico declaraba que la infección por un virus semejante afectaría primero a los neurotransmisores y después con probabilidad ascendería al centro de las emociones, localizado en el sistema límbico, donde por reacción inflamatoria podría acabar destruyendo sin dificultad las estructuras neuronales. Daba datos sobre cuerpos de inclusión, ribonucleoproteínas y astrocitos, y afirmaba que combatir una depresión de origen vírico con antidepresivos sería una total pérdida de tiempo. El único tratamiento posible estaría supeditado al desarrollo de un fármaco antiviral efectivo.
—Perfecto. Impecable —dijo él.
Ella soltó una breve carcajada.
—¿Es que te da igual lo que te ponga?
Parecía que André iba a moverse o a contestar algo, pero no lo hizo. El informativo había interrumpido la entrevista para dar una noticia de última hora. Una celebridad televisiva, ex de un piloto de carreras que era nieto de un dictador, se había suicidado. Claire cambió de canal, varias veces. Pero todas las cadenas estaban emitiendo lo mismo. Algunas de ellas incluso habían puesto en marcha programas especiales en directo para cubrir el acontecimiento. La conmoción mediática era absoluta. Los comentaristas calificaban a aquella mujer, que durante años había copado la pequeña pantalla, de princesa del pueblo. Entre el público, la gente lloraba. Algunos contertulios responsabilizaban a la sociedad de aquella muerte. Otros opinaban que la mujer llevaba años vendiendo su vida por entregas, a cambio de sumas astronómicas, y que aquel era el último paso natural del proceso. El debate alcanzó su punto álgido cuando a las redacciones llegó un documento inesperado, la constatación de que aquel suicidio era parte de la contraprogramación de una cadena para combatir el estreno de un nuevo programa del corazón de la competencia. El primer suicidio contraprogramado de la historia. Dónde estaba el límite. Cuánto le habían pagado a aquella famosa por aquello. Quién engañaba a quién en aquella formidable farsa por la conquista de la audiencia. André llevaba varios minutos sin parpadear, con expresión atónita.
—¿De verdad te da igual lo que te ponga? —insistió Claire—. Te has dejado caer ahí, con la chaqueta, con los zapatos, ¿y no te piensas inmutar? Estás como hipnotizado.
Él no contestó.
—¿Te ocurre algo, André?
—Los suicidios comenzaron allí primero —masculló para sí.
Claire removió las cosas que había sobre la mesa.
—No queda tabaco. ¿Escondes algún cigarrillo en alguna parte?
—Los suicidios comenzaron primero en el otro mundo.
Ella tardó varios segundos en decir algo.
—No le des tanta importancia. El suicidio es algo normal. En realidad, a estas alturas de la historia del hombre y sabiendo lo que sabemos, lo que no es normal es no suicidarse.
André permaneció en silencio. Lo cierto era que los suicidios habían comenzado en el mundo de Xavier, pero no lo hicieron hasta que los informativos de este lado de la realidad comenzaron a inflar las estadísticas, a partir de su epidemia ficticia. Qué había originado qué. El orden de las coincidencias era relativo. Ella se levantó, fue hasta el perchero del pasillo y comenzó a registrar el abrigo de André. Cuando se estiraba, la camiseta le subía hasta la cintura. Regresó con un cigarrillo encendido y dio una larga calada allí mismo, en el centro del salón, con los pies descalzos girados hacia dentro, pisándose la punta de los dedos. Después añadió:
—A mí lo que me parece increíble es que sigamos viviendo, así, sin más, sabiendo que no vamos a ninguna parte. Sabiendo que nada tiene sentido, que no hay ningún significado detrás de las cosas. Me parece alucinante que ahora mismo no estemos haciendo algo para quitarnos la vida. Sólo por cobardía. Sólo por un instinto de conservación que hace tiempo que sabemos que traemos de serie. Suicidarse es el acto más humano que puede realizar una persona. Los animales no se suicidan.
Él parecía haber retornado por fin a aquella habitación. Alargó el brazo, le cogió el pitillo y dio dos caladas antes de devolvérselo.
—Eso lo dices porque estás obsesionada con los malditos. No hay más que ver todos esos cuadernillos de poemas que lees, de todas esas jóvenes poetas suicidas que…
—Jadis, si je me souviens bien, ma vie était un festin où s’ouvraient tous les cœurs, où tous les vins coulaient —entonó ella.
—¿Puedes recitar Las flores del mal de memoria? —se asombró André.
—Bueno, ya sabes. Siempre he tenido facilidad para que todo acabe en mi boca.
—Ya —dijo él, mirando sus labios abultados.
Claire dio unos pasos hacia atrás y se apoyó en el respaldo de un sillón. El director de informativos la estudió con detenimiento durante un rato, y luego le preguntó:
—¿Por qué no llevas bragas debajo de esa camiseta?
—Me gusta que tus cosas huelan a mí.
Su labio superior, más grueso que el inferior, dejaba apenas asomar dos dientes siempre anhelantes. En un arrebato André se levantó, la agarró por el codo con vehemencia y, como un profesor que sacara a una alumna del aula, la obligó a avanzar descalza y de puntillas varios metros hasta arrojarla sobre el sofá. La volvió a contemplar de arriba abajo. En realidad, sabía que Claire tenía aquel cuerpo como podría haber tenido cualquier otro. Que aquel cuerpo era sólo un azar, un espejismo, una circunstancia. Era del todo consciente de que podría haber sido otra persona encerrada en ese cuerpo, o la misma persona en un cuerpo diferente. De que cuando pasaran veinte, cuarenta, sesenta años, su carne y su piel se habrían descolgado, sus células morirían o mutarían, sus glándulas desprenderían un olor distinto y el blanco marfil de su piel se habría tornado un blanco gelatinoso. Pero aun con todo, al verla allí tumbada, desnuda desde la cintura a los pies, con los muslos níveos y el rímel emborronándole el contorno de los ojos como lágrimas negras, no podía resistir la llamada del instinto. Comenzó a aproximarse a ella, gateando sobre el sofá. Sabía que unas células neurosecretoras de su cerebro estaban liberando oxitocina, y que las endorfinas se esparcían por su torrente sanguíneo. Que aquello no era más que la vida pulsionando a través de capas de cientos de millones de años. Lo sabía y no podía evitar que al mismo tiempo le diera igual. Cuando estuvo tan sólo a unos centímetros de su cara, le apartó a un lado el pelo oscuro y comenzó a rondar con su boca sus mejillas, sus labios rosa, las mariposas plegadas de sus ojos, sin llegar a tocarla. Luego le pasó despacio la lengua por el cuello hasta alcanzar el lóbulo de la oreja. Ella giró la cabeza y simuló estar muy interesada en un rallador de verduras que anunciaban en un canal de teletienda. Él miró hacia abajo y comprobó que ahora dos pequeñas protuberancias sobresalían en la textura de algodón de su camiseta. Una orden de su hipotálamo lo hizo quitarse las gafas y la chaqueta, e iniciar el descenso por el paisaje de nata de su cuerpo sin imperfecciones. Cuando llegó a la altura de un ombligo pequeño, ligeramente inflamado, ella separó las piernas.
—Muérdeme. Bébeme.
Él no se demoró más que lo justo en obedecer. Y Claire hundió los talones en los cojines, gimiendo como si fuera su primera vez. Cuando el rostro de André terminó por volver a aparecer estaba lívido y desencajado, y su mirada era la de un poseso. Se irguió y le arrancó por fin la camiseta. El cuerpo de la joven era del mismo color del tapizado, lo único que destacaba en medio de toda aquella blancura eran sus dos pezones rosáceos y cuatro pequeños tatuajes azules. La contempló con avidez, la levantó en brazos sin esfuerzo y llevó su cuerpo menudo hasta la mesa del comedor. Apartó los libros y la correspondencia de un manotazo, y la tumbó a lo largo del tablero. Ella entreabrió la boca y lo miró con aquellos ojos vidriosos de inocencia interrumpida. Como si suplicara. André Bodoc la agarró por las caderas sin clemencia, la atrajo hacia sí y avanzó en ella con una fuerza que venía de lo más recóndito de su secuencia genética.
Claire gritó entonces como si no le importaran los vecinos.
Como si fuese falso que no quisiera estar viva.
Como si la estuviera desmembrando sin piedad un sanguinario muerto viviente.