Cuatro

Estaban en el malecón.

Oteaban.

Se entretenían. Lanzaban a puñados el polvo amarillo a las aguas, que lo llevarían con las corrientes, aquellas rápidas corrientes que acercaran cadáveres a la costa, a otros puertos, a otras playas.

A todo el planeta.

Como una abeja traslada de flor en flor el polen.

Y esperaban.

A otros.

Para seguir jugando.

Como lo harían todos los niños del mundo.

Mientras, los charcos de sangre se secaban al sol y del pueblo se levantaba un olor pestilente; mientras, los desorbitados ojos de Malco persistían en interrogar algo perdido en el infinito.

Como él, nadie lo entendería.

Ni el osito Pilgrim.

Salvo un Premio Nobel de Medicina.

Cuando un grupo de niños llegó hasta su cabaña y, desde la puerta, lo observaron sonrientes, dispuestos a continuar con su juego, el Premio Nobel de Medicina les dijo:

—Los esperaba, hace mucho tiempo…

Lo que no sabía era cómo sucedería.

Allí estaba la respuesta.

Y los invitó a pasar.

No gritó.