Dos

Malco detuvo el motor cerca de un malecón del puerto. Después de arribar, ayudó a Nona a bajar de la embarcación, quien lo hizo con mucha torpeza.

—¿Y ahora? —preguntó ella.

—Amarraré la lancha. Es cosa de un momento —dijo mientras sacaba las maletas.

Nona, al tiempo que Malco desenrollaba una maroma, miró distraídamente a su alrededor.

Estaban solos en el puerto.

Su vista recorría el malecón, las redes de los pescadores tendidas al sol, los vientres de las lanchas, las casas blancas y bajas.

Junto a la lonja de pescado, descubrió un puesto de helados.

—¡Voy a comprar un helado bien grande! —dijo a Malco y le indicó el lugar al que se acercaría.

—¿Y el heladero?

—No parece estar, pero es lo mismo. Consulto la lista de precios y le dejo el importe. No creo que eso le moleste.

—Desde luego que no —dijo Malco, que ya preparaba un nudo—. Está bien, ahora te alcanzo. ¡Vaya antojos! —exclamó antes de que Nona se fuera—. Primero eran las tartas de manzana; después, melón con jamón… Abusas de mi bondad, como siempre. El tiempo de los antojos ya tuvo que haber pasado.

—¿Seguro? —preguntó ella con una sonrisa de picardía.

—No, claro que no —suspiró—, a juzgar por lo que ocurre.

Nona se encaminaba hacia el puesto de helados y Malco amarró la lancha lo mejor que supo.

—Es posible que se hunda, dado su estado —se dijo—. Pero, bien atada, al menos sabremos donde está, si de ese modo ocurriera. No obstante, estos nudos no son precisamente marineros —y se rio de sí mismo.

Al dar la última vuelta a la maroma, se fijó en algo que asomaba detrás de una pila de cajones de arrastre del pescado.

—Parece un ala…

Dejó la maroma y se acercó a los cajones, amontonados en desorden. Entre ellos estaba una gaviota, con las alas extendidas y el pico muy abierto.

—Muerta —murmuró, después de tomarla en sus manos—. Es como si le hubiesen retorcido el pescuezo… ¿Y las demás? —se preguntó intrigado mirando al cielo.

Nona interrumpió sus pensamientos.

—No hay helados —dijo contrariada.

—Entonces, ¿qué hay en ese puesto?

—Abrí los cubos y… ¡tan solo había un líquido viscoso y caliente! Los helados se han derretido, tal vez desde hace algunas horas. Malco, ¿y esta gaviota?

—Pues… como los helados.

—¿Muerta? —preguntó aterrada.

—Sí.

—¡No la toques! —gritó con asco.

—¿Por qué?

—¡Me da miedo!

—Pero…

—Temo a la muerte.

—Como todos.

—Malco, esta gaviota me pone nerviosa. ¡Por favor, apártala de mi vista! Solo quiero estar rodeada de vida, ¡de vida, cariño! —Y la desesperación se reflejó en su rostro—. No hay helados, una gaviota muerta, nadie en el puerto… ¿Qué isla es esta? ¡No me agrada!

—No comprendo lo que ocurre… —dijo Malco, un tanto desazonado a causa de una llegada a la isla como aquella, jamás prevista—. Bueno, vámonos de aquí. Seguro que los isleños están en sus casas. Hace demasiado calor… La gaviota tiene también un anzuelo clavado en…

—¡Calla, te lo ruego!

Malco dejó caer al mar el cuerpo agarrotado y frío de la gaviota.

Nona le tomó del brazo y, en tanto profería hablar de otra cosa, le dijo:

—¿Aquella colina? —Y repentinamente se mostró animada.

—Uno de los senos de Th’a.

—Estando en ella, la isla parece más hermosa.

—Te gustará —dijo Malco y se esforzó en mostrarse despreocupado aunque sin saber la razón, continuaba alarmado—. Siento que… ¡Bueno, no hay que darse por vencidos! No tardaré en comprarte un helado.

—Te muestras inquieto.

—¡Oh, no! —exclamó sonriente—. Ya sabes que me agrada satisfacer todos tus caprichos. Quizá en aquel bar vendan helados. Solo es eso.

—¿Y si no hay nadie?

—Pagaremos lo que consumamos, al igual que ibas a hacer tú con el heladero. Después, a la sombra, esperaremos a que lleguen los del pueblo y… Todo esto sigue casi igual a cuando me fui… —dijo y miró hacia las ventanas de las casas con la esperanza de descubrir a alguien a través de ellas.

—¿Dónde estarán?

—Realmente, no tengo ni la menor idea —pero algo le vino a la cabeza—. Ahora que recuerdo, por estas fechas se trasladaban al otro extremo de la isla. ¡Deben encontrarse cerca de los pies de Th’a! ¡Qué estúpido he sido! —Y se dio un manotazo en la frente—. Preocuparme por…

—¿A los pies de Th’a? —inquirió ella curiosa—. ¿Qué hacen allí?

—Es la zona más fértil de la isla. Esta es época de siembra. No obstante, es raro porque alguien debería haberse quedado aquí. Será que han necesitado la colaboración de todos —dijo no muy convencido.

—Malco… —Y ella se detuvo.

—¿Qué?

—Ahí está un niño.

—Sí, lo veo, pescando.

—Pregúntale.

Malco se acercó al niño.

—¡Hola, muchacho! —Y le dio una palmada en la espalda.

El niño siguió con la vista en el hilo de su tosca caña de pescar que se perdía en el mar a unos cuantos metros de distancia, allí donde flotaba el corcho.

—¿Qué pescas? —le preguntó amable.

El niño, tras guardar silencio, le respondió únicamente con una inexpresiva sonrisa.

Malco pensó que, su presencia, no debía agradar al muchacho.

—Oye, ¿dónde están los demás?

El niño, sin mirarlo, se encogió de hombros.

—¿Qué cebo pones? —preguntó Malco al reparar en la cesta que el pequeño tenía a su lado—. Déjame ver… Yo también soy muy aficionado a la pesca. A eso he venido a la isla, porque descanso mientras pesco. Podrías recomendarme algún cebo en especial, así ganaría tiempo.

Malco iba a abrir la cesta del niño, pero en cuanto hizo el ademán de levantar la tapa, el pequeño, con una fría mirada, se la arrebató.

—Déjalo —intervino Nona—. Estará malhumorado porque aún no ha pescado nada. O, sencillamente, porque no le caes bien. Estoy segura de que no conoce al osito Pilgrim…

Los dos sonrieron.

Aquel nombre les era muy familiar.

—Quedamos en no mencionarlo —dijo él.

—De acuerdo, de acuerdo. Nos olvidaremos del osito Pilgrim —respondió ella y dejó de mirar al pequeño, que seguía con su pesca sin prestarles ninguna atención, pero con la cesta en su regazo.

—Vamos.

Nona le señaló unas rocas.

—Hay más niños allí —le dijo—. Parece que se divierten.

—Están lejos. No me apetece ir hasta allí con este calor. Tomaremos algo en el bar. De seguir aquí, acabaremos con una buena insolación.

Malco, como pudo, cargó con las maletas.

De las rocas les llegó una canción infantil.

♦ ♦ ♦

Malco empujó la puerta del bar. Al entrar observó que también ofrecía un aspecto desolado. Tan solo se oía el pesado vuelo de algún moscardón.

—Nadie… —murmuró.

—Da la impresión —comentó Nona— de que los clientes se fueron de aquí con mucha prisa.

En las mesas había bebidas a medio consumir.

—Sí, tienes razón —dijo él—. Esto no es normal.

—¿Habrá pasado algo?

—¿Qué va a pasar? —Y disimuló su intranquilidad.

—No lo sé. El horno está encendido, y hay comida en él.

—Abandonaron lo que estaban cocinando. Esos pollos quemados, esas cazuelas ennegrecidas…

—¡Lástima de carne y pescado! —exclamó Nona, que en su casa era muy rigurosa en cuanto a desperdiciar los alimentos—. Lo más prudente será apagar el fuego.

—Ahora lo haré.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó ella al tiempo que miraba a su alrededor.

Malco se encogió de hombros. Desconectó el horno eléctrico.

—Lo único que sé —dijo—, es que nadie se marcha a sembrar dejando así las cosas. Mejor será no hacer suposiciones. Ya nos enteraremos de lo que ha sucedido. Tarde o temprano alguien vendrá —y abrió una nevera—. ¿Helado?

—Ya no me apetece.

—¿No te sientes bien? Hace un momento…

—No es eso. Se me ha pasado el antojo. Pero tengo sed —y se sentó en una desvencijada silla.

—Antes, dame tus zapatos. Los sacaré ahí fuera, para que se sequen al sol. En las escaleras del bar, en unos minutos, no les quedará ni un poco de humedad.

—Al menos aquí nos guareceremos del sol. Los ventiladores están apagados. ¿Por qué no los pones en marcha?

—Ya —dijo y buscó el interruptor.

—Ayúdame a quitarme los zapatos.

—Abusas de mí —dijo y los ventiladores comenzaron a enviarles un aire fresco, reconfortante.

—Con cuidado, no me vayas a hacer daño.

Malco, tras quitarle los zapatos, se acercó a la nevera.

—De momento, tendrás que conformarte con cerveza. Eso sí, bien fría. No hay otra bebida.

—Si no hay otro remedio… —suspiró Nona, a quien no le gustaba la cerveza—. Preferiría una limonada. ¡Y tengo hambre!

—Salvo azúcar…

—Dios mío, ¡qué cúmulo de contrariedades! Malco, ¿qué piensas hacer?

—Esperar.

—¿Hasta cuándo?

—Pues hasta que vengan los isleños.

Nona, tras morderse los labios, preguntó:

—¿Crees que podremos descansar en estas vacaciones?

—¿Te abro la cerveza?

—No cambies de conversación. Contéstame. ¿Crees que podremos descansar en estas vacaciones? —rogó.

—Nona, en caso de no resultarnos agradable la isla, nos volvemos a la costa.

—Es como si estuviéramos en el fin del mundo…

—Procura relajarte —le dijo y le sirvió la cerveza.

—¡Es tan fácil! —suspiró.

Mientras Malco dejaba los zapatos en las escaleras de la entrada del bar, Nona se acomodó en la vieja silla situada al lado de su ventana. Desde allí veía casi todo el puerto y varias calles. Intentó descubrir el rostro de alguna persona en alguna parte, pero fue inútil.

—Ni un perro… —susurró.

—¿Decías? —le preguntó Malco, que entraba en el bar.

—Nada de particular.

—Yo sí. Traigo novedades. No estaba equivocado.

—¿En qué? —preguntó ella con curiosidad.

—En el color de la isla.

—Decías que era roja.

—Rojiza.

—Pero es amarilla.

—Amarillenta, Nona. ¿Y sabes por qué?

—No…

—Acabo de descubrirlo. No nos habíamos fijado. Pero, al agacharme para dejar los zapatos, he encontrado esto.

Malco extendió su mano. En la palma tenía unas diminutas bolas amarillas, al igual que el polen, sin peso.

—Las hay por todas partes —añadió.

—¿Y qué son?

—No lo sé.

Nona cogió unas cuantas.

—Porosas…

—Esta especie de bolas son las que dan el tono amarillento a la isla —dijo satisfecho al comprobar que no lo habían traicionado los recuerdos.

—Cada vez entiendo menos, cariño. Pero ¡sigo teniendo hambre! —le suplicó.

—Por aquella calle había una tienda. Supongo que aún existirá. ¿Vamos?

—Hace mucho calor. Además, estoy cansada. Te espero aquí.

—Como quieras.

Malco, fuera del bar, se calzó los zapatos. Ya estaban secos. Tan secos como su boca.

♦ ♦ ♦

Malco, a quien únicamente se le cruzara un perro arrastrando la lengua por una acera, caminaba solitario por una de las calles del pueblo. Miraba distraídamente a su alrededor, quizá con la esperanza de poder saludar a alguien.

El sol le hacía sudar, cada vez era más fuerte el calor.

—Resulta raro, en pleno día, escuchar en una calle como esta solo tus propios pasos —se dijo.

Se detuvo repentinamente al ver cerrarse la ventana de una de las casas. Tras unos instantes de indecisión, llegó hasta la puerta de aquella vivienda en la que, por lo observado en la ventana, hubo de pensar que, sin lugar a dudas, tenía que haber alguien dentro.

Dio a la aldaba y llamó varias veces.

Nadie respondió.

—Acabaré gritando… —murmuró contrariado.

Pero, la puerta, a una débil presión de su mano, se abrió.

Malco, prudente, por temor a que lo consideraran un entrometido, entró dando unas palmadas.

—¡Buenos días!

Aguardó a que le contestaran.

—Nadie… —suspiró.

Malco se atrevió y abrió una puerta que daba a un humilde dormitorio. La habitación, presidida por una cama de matrimonio deshecha, estaba en el más completo desorden.

Una figura de porcelana cayó de un anticuado tocador y lo sobresaltó.

—No hay fantasmas —se dijo con una débil sonrisa; procuró tranquilizarse.

Iba a recoger la figura hecha pedazos, pero la ventana le llamó la atención. Era la que había visto cerrarse, cosa que comprobó al mirar hacia la calle.

—El pasador está echado. Esto tuvo que hacerlo alguien —y se mesó la barbilla—. La ventana no pudo cerrarse por sí sola…

Salió de la habitación, ya sin preocuparse de la figura caída. Sospechó que estaban jugando con él al escondite. Pero tampoco había nadie en las demás estancias de la casa. En la última que entró era con seguridad el cuarto de los niños, aunque apenas hubiese juguetes en ella.

Malco reparó en un libro colocado en una estantería.

Lo cogió con una sonrisa.

Pilgrim en el Polo Norte, era su título.

El libro estaba sucio, desencuadernado, muy sobado.

—Habrá pasado por las manos de todos los niños de la isla. Nunca había visto una colección tan impresionante de manchones de todas las clases. No cabe duda de que al menos una de las aventuras de Pilgrim es conocida por los pequeños de Th’a.

El osito Pilgrim era un personaje muy popular creado por Malco, cuya vocación de escritor se había dado a conocer de una forma tan peculiar que hasta sorprendió al propio implicado.

Una noche, tras invitar a cenar a un escritor de novelas policíacas con el que trabara amistad durante el servicio militar, este lo oyó contar un cuento a los niños, antes de que fueran a dormir, como era su costumbre. El cuento entusiasmó al escritor. Lo animó a que escribiera aquello que inventara para entretener a sus hijos. Él se encargaría de encontrar editor. El éxito fue fulminante. Así abandonó su despacho de abogado.

—Lo que no sé, osito —y dio con el índice en la cara de Pilgrim, que estaba en la portada vestido de esquimal—, es si les gustas o no a los niños de esta isla. Pero, como supongo que no son diferentes a los demás, puedes estar orgulloso de divertir también a los pequeños de Th’a. La verdad es que, no esperaba encontrarte aquí —y sonrió.

Malco dejó el libro en la estantería y salió a la calle.

El sol lo cegó por unos instantes.

No oyó el murmullo de unas cuantas voces que provenía de algún rincón de la casa.

♦ ♦ ♦

—Este calor… —Y miró las aspas de los ventiladores, que comenzaban a perder fuerza, como si se cansaran después del arranque, que había sido tan engañoso como prometedor.

Nona se agachó para coger un periódico y abanicarse con él.

—De hace quince días —dijo tras leer la fecha del diario, que tenía rotas todas las páginas, cual si alguien se hubiera entretenido en arrancar en pedacitos el papel.

Nona se dio aire y pensó en sus hijos. Habían estado a punto de llevárselos consigo de vacaciones, como siempre habían hecho. Pero, después de diez años de estar casados, estimaron oportuno viajar solos, aunque fuera por una vez. No obstante, Nona los echaba de menos. Seguro que, a aquellas horas, ya habrían recorrido sin descanso todo el pueblo. Pero, por otra parte, concluyó que estaban mejor en la ciudad, con la abuela. La isla, pese a lo que de ella le contara Malco, no parecía ofrecer ninguna ventaja, ni tan siquiera la de descansar. Por el momento, hasta ignoraban si efectivamente estaba habitada.

Se desabrochó la blusa.

Sus senos, aunque hubiera dado el pecho a sus dos hijos, se mantenían erguidos, ahora más turgentes al estar en los últimos meses del embarazo.

—Pocos días… —Y se angustió al pensar si en la isla no habría un médico, alguien que la pudiera atender si el acontecimiento se precipitara.

La cabeza de un niño asomó por la ventana que estaba a su lado y ahuyentó su repentina preocupación.

El niño, sin moverse, la miraba con intensidad.

Nona le sonrió.

—Entra, pequeño —le dijo e hizo un gesto con la mano.

Pero, el niño, sin pestañear, siguió mirándola, con ojos grandes, muy abiertos, sin ninguna expresión en el rostro.

Nona, algo desconcertada, observó atentamente al niño e intuyó que no era precisamente a su rostro a donde miraba el pequeño.

Era a sus senos, que asomaban casi completamente por la blusa desabrochada.

—Es absurdo, es absurdo —se dijo turbada, tras observar el escote.

Y, llevada por un pudor que consideró increíble dado quien estaba ante sí, un niño, un simple niño, se abrochó la prenda.

Cuando dirigió de nuevo la vista hacia la ventana, el niño ya se había ido.

♦ ♦ ♦

Malco, tras observar a través del escaparate, entró en la tienda.

—¿Hay alguien? —preguntó, por pura rutina.

Silencio, un pesado silencio lo rodeaba, roto tan solo por el vuelo de los moscardones.

La tienda, en la que había de todo, como si se tratara de un rudimentario supermercado, estaba invadida por montañas de latas, botellas y cajas.

—Tomaré una lata de sardinas —se dijo—. A Nona le gustan y esta es una buena marca. También una de berberechos y otra de cangrejos. Pero, no… No puede tomar marisco.

Decidió hablar en voz alta, por hacerse de esta manera la ilusión de estar acompañado.

—Los espárragos, pueden servir. Y las croquetas. Habrá que calentarlas. Si Nona estuviera dispuesta a cocinar podría llevar… Mejor las salchichas.

Malco guardó lo requerido en una bolsa que cogiera en la entrada de la tienda, junto a la caja registradora.

—Es suficiente —se dijo y se encaminó hacia el mostrador donde estaba la caja registradora.

Se detuvo al ver una graciosa muñeca, de muchas pecas, tantas como las que tenía su hija por toda la cara, que casi formaban una mancha entre los ojos.

La tomó para examinarla.

—Con el traje típico de los isleños —y le movió los bracitos de plástico—. A Esther le agradaría una compañera así, no me cabe duda. Le entusiasman las muñecas. Claro que, eso lo hereda de su madre. Pero, hay tiempo. Se lo diré a Nona, que venga a verla.

Dejó la muñeca y sustrajo un sombrero de paja para su mujer.

En el mostrador, con una caja registradora de modelo antiquísimo, tanto que él hacía muchos años creía desparecido, fue sacando de la bolsa cuanto retirara de los estantes para mentalmente sumar los precios.

Espantó a varias moscas de su alrededor, molesto.

Malco se volvió para mirar de nuevo a la muñeca.

—Seguro que a Esther le gustará —y, decidido, fue en su busca.

Puso a la pecosa con las demás cosas.

Una lata, al guardar de nuevo lo comprado en la bolsa, y tras dejar para el final a la muñeca, se le cayó al suelo.

Malco, después de contar el dinero y dejarlo sobre el mostrador, se agachó a por la lata, no sin antes murmurar:

—¡Es como si en esta tienda se hubiesen reunido todas las moscas del pueblo!

Si la lata hubiera quedado unos centímetros más lejos, detrás del mostrador y no a uno de sus lados, Malco habría visto el cuerpo de una mujer en medio de un charco de sangre seca y negruzca.

La mujer, mutilada, estaba cubierta de moscas.

Como dos cuerpos más que yacían en la trastienda.

Malco, antes de irse, dejó una moneda más por una bola de chicle.