Cuatro
Ni una nube.
Pero tampoco ni una gaviota.
—Las cinco —dijo Malco.
Nona, sin que él lo advirtiera, hizo un gesto de dolor.
En otra ocasión, hubiera comentado feliz que se trataba de un día hermoso, de esos que se desea que no terminen nunca, que se detenga el tiempo en ellos, para siempre.
El sol desbordante.
Pero Malco se hallaba entre tinieblas. La realidad era demasiado cruel, tan absurda como repugnante. No cabía argüir que en ella hubiera algo más que oscuridad.
—¿Llegaremos hasta la lancha? —preguntó Nona después de callar durante bastante tiempo.
—Creo que sí —tardó en responder Malco.
—Solo crees… —dijo ella, sin ninguna esperanza.
—¡Hay que intentarlo! —Malco procuró contener sus zaheridos nervios—. No queda otra solución. Al menos a mí no se me ocurre otra cosa. Quedarse en Th’a significaría…
—La muerte —le interrumpió Nona.
—Sí… —suspiró.
—No quiero morir, Malco —dijo ella—. Quiero que nazca nuestro hijo. Él no será como los niños de Th’a… Igual que David y Esther. Si ellos supieran… Nos creerán pasando unas felices vacaciones. Hasta estarán algo resentidos porque no vinieron con nosotros. Fuera de esta isla, todos tan ajenos a lo que ocurre aquí… Vamos, Malco. Este lugar es una ratonera. Parece que no hay niños, que se han olvidado de nosotros. Estoy segura de que nos acechan desde todas partes, pero hemos de intentarlo.
Malco advirtió un gesto de dolor en su esposa. Ella se llevó las manos al vientre y lo apretó por unos instantes.
—¿Dolores? —preguntó él.
—Alguno.
—¿Intensos?
—No, no mucho. Pero no son como otras veces, son diferentes. No sé explicártelo…
—Solo faltaba que se adelantara el parto —dijo Malco preocupado.
—No creo que sea eso —y ella sonrió para tranquilizarlo.
—En caso de que se precipitara el parto, tendría que ayudarte. No sabría ni por dónde empezar… Es algo que, ¡maldita sea!, no enseñan en ninguna parte. Deberían hacerlo en las escuelas, en la universidad… Y, en las dos ocasiones anteriores, no me permitieron entrar en el quirófano. Yo quería estar a tu lado…
—Malco, partamos cuanto antes. Es lo único que debe interesarnos en estos momentos. Si no, para los demás, de llegar a ser cierto que los niños pueden salir de Th’a, no será tan fácil huir de estas criaturas.
—¿Estás preparada?
—Lo estoy.
—Correremos todo lo rápido que nos sea posible. Pase lo que pase, no te detengas. Ni un instante. Perder un segundo puede ser fatal. Nada más llegar a la lancha pondré el motor en marcha y nos iremos. Tienes que correr cuanto puedas.
—Lo haré.
Malco abrió la puerta de la fonda. Se cercioró de que nadie había por los alrededores. Reparó, volviéndose hacia Nona, en las maletas. Las dejarían allí. Abandonarían todo lo que trajeron a la isla. Hasta su caña de pescar, la preferida, la que hacía dos años le regalaran su mujer y sus hijos en su cumpleaños. Lo único que importaba era conservar la vida. Malco tomó la mano a Nona. Se la apretó fuerte.
—¡Ahora! —gritó.
Los dos iniciaron una desesperada carrera.
Bajo el sol.
Por calles de casas encaladas.
En medio de un olor a muerte.
Nona, fatigada, se apretó el vientre, consciente de que no era capaz de mantener la velocidad de su marido. Respiraba mal. Abría mucho la boca. Se agotaba a cada paso. Las piernas no le obedecían, temblaban.
Cayó al tropezar con un adoquín.
—¡Hay que seguir! —le dijo Malco mientras la ayudaba a incorporarse.
—Por favor…
—¡Vamos!
Volvieron a correr.
Como si huyeran de fantasmas.
Hasta llegar a la altura del bar.
Malco se detuvo. Nona profirió un ahogado gemido y se apoyó en él. Estaba a punto de perder todas sus fuerzas, que ya eran muy pocas. Malco sonrió animado. Ningún niño en el puerto. Y, allá, en el extremo del malecón, la lancha. Pronto estarían fuera de peligro. Cogió la mano de Nona. Si era preciso la arrastraría. Tenía que salvarla. Por ella, Por David y Esther. Y echaron de nuevo a correr.
—¡Aprisa, Nona!
Ella perdió los zapatos. El sombrero de paja había volado. Pero no sentía dolor en los pies. Ni le importaba el sol. La criatura que llevaba en sus entrañas no se movía. Como si se hubiera acurrucado aún más en su vientre, como si comprendiera lo que ocurría y estuviera expectante de saber cómo acabaría aquella horrenda historia.
Ya estaban al final de la calle, ya iban a entrar en la explanada del puerto, ya se aproximaban a la embarcación, que flotaba en unas aguas mansas.
Pero Malco, se detuvo.
Y Nona.
Los niños salían de las últimas casas. Estaban frente a ellos formando una barrera. Se congregaba un grupo numeroso.
—¡Nos matarán! —gritó Nona.
Los niños, algunos con palos y cuchillos, otros con hoces y barras de hierro, los miraban.
—¿Qué hacemos? —preguntó ella.
Malco observó los rostros de los niños. Algunos sonreían. Sin duda aguardaban a que ellos se decidieran a hacer algo. Un niño, de meses, lloraba en brazos de su hermana. Otro, gateando, se separaba del grupo para acercarse a Malco y Nona.
—Pa… pa… pa… pa… —balbucía.
Nona creyó derrumbarse.
—Este juego atroz debe distraerlos mucho —dijo Malco—. Nosotros tenemos prisa, pero ellos no. Están muy seguros de sí mismos, de que nos tienen acorralados. Esperan, simplemente esperan. Tenemos que sorprenderlos…
El pequeño gateaba y ya se encontraba en medio de ellos y del grupo de niños. Se sentó. Sonrió a Nona. Levantó sus manitas, como pidiéndole que lo tomara en sus brazos.
—Ma… ma… ma… ma… —dijo muy gracioso y se tiró de los pocos pelos que tenía en su cabeza.
Nona le sonrió débilmente.
Era un niño, un pequeño niño.
Pero tenía su mono manchado de sangre.
Malco miró a su alrededor. A su izquierda, cerca, un jeep. Se fijó atentamente en él. Tenía las llaves puestas en el tablero. El jeep les ofrecía la única posibilidad de salir de aquella encerrona. Al menos, de seguir con vida. Aunque solo fuera por unas horas más. No podía estar averiado, se dijo Malco. Eso sería demasiada mala suerte.
—El jeep… —dijo a Nona, en voz baja.
Malco, lentamente, seguido por Nona, se acercó al vehículo, aparcado frente a la Comisaría de la isla, sin dejar de mirar a los niños. Estos los observaban interrogantes. El pequeño gateaba, se aproximaba más a ellos y rompió a llorar. Los niños comprendieron lo que iban a hacer, tras intercambiarse miradas, como poniéndose todos de acuerdo en silencio. Echaron a correr hacia el matrimonio.
Malco tomó a su esposa de la mano y la empujó al jeep. Nona cayó en uno de los asientos traseros. Malco intentó poner el motor en marcha, mientras los niños, gritando, se acercaban. El vehículo arrancó al segundo intento. La mano sudorosa de Malco puso la primera y el vehículo aceleró en el preciso momento en que los niños lo alcanzaban. Uno de ellos se sujetó a la parte trasera del coche. Tenía un cuchillo en la boca. Nona no sabía qué hacer. No se atrevía a empujarlo. El vehículo, más acelerado, dejó atrás a los niños, que continuaron su carrera tras él hasta que se dieron cuenta de que no lograrían alcanzarlo.
—¡Hay un niño en el jeep! —gritó Nona, y miraba aterrada al muchacho que seguía sujeto a la parte trasera.
Malco no se inmutó. Giró totalmente el volante. El niño cayó a causa de aquel brusco movimiento del jeep. Quedó tendido en el suelo.
—¿Hacia dónde vamos? —preguntó Nona, a punto de llorar.
Se preguntaba si aquel niño habría muerto al darse contra los adoquines de la calle.
—¡Al interior de la isla!
—¿Para qué?
—¡Alguien tiene que ayudarnos!
Nona quedó estupefacta. Parecía que Malco se había vuelto loco. Nadie podría ayudarlos, pensó Nona. Estarían todos muertos, como los del pueblo. La lancha era la única salvación. Y cada vez se alejaban más de ella. Cruzaban el pueblo a toda velocidad. Jamás Malco había conducido así. Pero lo hacía bien, demasiado bien como para pensar que estaba en sus cabales. O, de repente, había adquirido una fuerza sobrehumana.
Nona, de repente, gritó despavorida:
—¡Un niño!
Un pequeño, que no viera hasta entonces, se había parapetado tras los asientos traseros y se levantó amenazador. Tenía una cadena en las manos. Malco miró por el espejo retrovisor, descubrió al niño.
—¡Empújalo! —gritó—. ¡Empújalo de una maldita vez!
El pequeño alzó el brazo para dar con la cadena a Nona.
Pero ella, fuera de sí, obedeció maquinalmente a Malco. El niño salió despedido del jeep. Nona se llevó las manos al rostro, horrorizada.
—¿Qué he hecho?
Malco respondió de una forma simple, brutal.
—¡Salvar el pellejo!