Tres

Nona profirió un grito.

Se incorporó descompuesta. Se llevó las manos al vientre, blanco su rostro, y se retorció en el camastro. Gimió, se mordió los labios. Después, poco a poco, volvió a su estado de normalidad. Se tumbó, colocó la cabeza sobre una grasienta almohada.

Malco se había puesto en pie.

—¿Qué te ocurre? —preguntó.

Nona estaba sin respiración. Sus manos, como garras, apretaban el vientre.

—¡Malco! —exclamó, horrorizada por lo que él no podía ni tan siquiera sospechar.

Malco intentó una sonrisa.

—¿Parto? —preguntó temblándole la voz.

—Por favor, Malco… ¡Por favor! No puedo más… —Y volvió a retorcerse, con vómitos—. ¡No lo puedo resistir! Ayúdame… ¡Malco, abrázame!

—Tranquila… —dijo nervioso—. Haré lo que pueda, no te preocupes… Tenía que suceder, tenía que adelantarse… ¡Maldita sea! Yo, yo te ayudaré… No va a pasarte nada… ¿Comprendes? ¡A ti no te pasará nada!

—No, Malco, no es eso… ¡No es eso! —gritó empavorecida.

—¿Qué…?

—¡Nuestro hijo!

—¡No te comprendo! —exclamó Malco, desesperado.

—Lo sé… —Y Nona sufrió otro agudo dolor.

—¡Por Dios! —gritó Malco, que la había sujetado por las muñecas para que dejara de serpentear por el camastro.

—¡Me está matando!

—Eso… es… imposible… —balbució Malco, aterrado.

—Él… ¡es como los otros niños! ¡Desgarra mis entrañas! ¡Me odia, Malco, nos odia!

Malco, estupefacto, no acababa de dar crédito a lo que ella decía. Pero, el vientre de Nona, era como un mar agitado.

—Me mata… Con sus piececitos, con sus manecitas… ¡No quiero morir así! ¡No quiero! Acaba con él… No aguanto más —y rugió, salió por su boca una pasta sanguinolenta.

—¡Está dentro de ti!

—¡Dispara, Malco! ¡Por mí, por él!

—¡No puedo! ¡Nona, no puedo! —gritó fuera de sí.

—Me… asesina —y ríos de sangre afloraron por su boca.

—Nona, no… ¡Resiste! No puede ser… Él no…

Nona quedó con los ojos en blanco.

Una mano le cayó fuera del camastro.

—¡No! —rugió Malco y se arrodilló a su lado.

La abrazó y rompió a llorar.

Un reguero de sangre se escapaba por entre las piernas de Nona.

Pero algo aún se agitaba en su vientre.

—Maldito seas… —Y Malco, enloquecido, cogió el fusil.

Y disparó. La bala se perdió entre los barrotes.

No había tenido valor.

Nona estaba muerta.

Y también su asesino.

♦ ♦ ♦

La silueta de la isla de Th’a comenzaba a ser recortada por la débil luz del amanecer. Una tenue claridad iluminaba la celda.

Malco, desde hacía horas, junto al cadáver de Nona, estaba ausente.

De todo.

Porque todo carecía ya de significado, todo de valor.

Sonreía, sin sonreír.

Lloraba, sin llorar.

Un ruido le hizo mover ligeramente la cabeza.

Un niño había entrado a la Comisaría. El pequeño se arrodilló junto a uno de los cadáveres de quienes seguramente, al hacer su correspondiente turno, también habían sido sorprendidos por los pequeños. El niño sonreía feliz ante aquel cuerpo que ya empezaba a descomponerse. Estaba dispuesto a clavar en él un afilado cuchillo cuando descubrió algo que le llamó poderosamente la atención. Bajo el cuerpo del agente se hallaba una pistola. El pequeño la tomó complacido y después miró a Malco. Apuntándole, se acercó a la celda.

Malco se llegó hasta los barrotes.

—¿Por qué? —preguntó, los ojos enrojecidos.

El niño sonrió aún más.

—¿Qué os pasa? ¿Qué sentís? ¡Qué sentís!

El pequeño apuntó. Pero el niño no llegó a disparar.

Malco lo hizo primero. El niño se desplomó mientras su camisa se teñía de rojo.

Malco abrió la puerta de la celda.

Se volvió para dar un beso a su mujer.

—Espérame…

Y salió a la calle.

Malco, con pasos lentos, se dirigió al puerto.

Allí estaban. Como por la noche. Aguardaban.

Malco no se detuvo.

Caminó hacia ellos.

—Vamos a jugar… —murmuró.

Y disparó.

Una y otra vez.

Hasta no quedar ni una bala en la recámara.

Y corrió.

No tardó en oír, tras él, el ensordecedor griterío infantil. Los niños, sin preocuparse de los que cayeron heridos de muerte, se lanzaron en persecución. Malco, por el malecón, se alejó de ellos. Saltó a la lancha. Intentó poner el motor en marcha. Pero el viejo trasto se negó a funcionar. Unos niños, que se habían distanciado del grupo, saltaron a la embarcación. Se arrojaban sobre él. Malco cogió el fusil por el cañón y la emprendió a culatazos. Cuando se deshizo de ellos, de nuevo intentó que el motor se pusiera en marcha. Pero se negaba. Sacó un peine del bolsillo, lo introdujo en la recámara y apuntó al grupo que se aproximaba corriendo. Apuntó. El disparo retumbó en la dársena. Como los que lo siguieron.

♦ ♦ ♦

No lejos de la isla, en una lancha, unos patrulleros se sintieron sorprendidos por los disparos.

—¿En Th’a?

Uno de ellos tomó sus prismáticos y los dirigió sobre los ojos hacia la isla.

—¡Rápido! —gritó.

—¿Qué sucede?

—En el puerto. ¡Un hombre dispara contra unos niños! ¡Vamos! ¡Aunque reviente el motor!

La lancha de los patrulleros enfiló hacia Th’a a toda velocidad.

Uno de ellos se llegó hasta la proa.

Quitó el seguro de su fusil.

♦ ♦ ♦

Malco, cuando se le acabaron las balas, tomó un remo. Los niños se sabían vencedores y comenzaron a saltar sobre la lancha. Malco sentía agudos dolores por todo el cuerpo. Pero su remo rompía cabezas.

—¡No se mueva! —Oyó.

Malco miró hacia el mar. La lancha de los patrulleros entraba al malecón. En la proa el agente le hacía señas con el fusil.

—¡Son ellos! —gritó Malco.

Los segundos de distracción fueron aprovechados por los niños. Se abalanzaron sobre él e intentaron quitarle el remo. Otros se ensañaban con cuchillos, con sus barras de hierro, con sus cadenas. Malco se removía como una fiera acorralada.

—¡Quieto o disparo! —Volvió a oír.

El patrullero apuntó. Casi al instante se oyó un disparo.

Malco notó como si le hubiera entrado fuego en el corazón.

Cayó sobre los niños que lo rodeaban. Un chorro de sangre manaba de su pecho.

La lancha de los patrulleros, mientras los niños hacían un corro alrededor de Malco, alcanzó el malecón.

Los dos patrulleros saltaron a tierra nada más arribar.

—¡Dios mío! —exclamó uno de ellos—. ¡Qué carnicería!

El otro emitió un prolongado silbido de estupor. Miró hacia la embarcación en la que Malco yacía y dijo:

—Está muerto.

—Pobres niños…

Los dos patrulleros dejaron las armas. Se acercaron a los pequeños. Algunos lloraban, como presas de un histérico miedo.

—Ya pasó todo, muchachos… —dijo uno de los agentes y acarició a una niña.

—¿Qué sucedió? —preguntó el otro.

Ninguno de los niños respondió.

—Están asustados.

—¿Y los del pueblo?

—Sí, es extraño…

—¿Dónde están vuestros padres?

Los niños comenzaron a sonreír.

Uno de los pequeños había cogido uno de los fusiles de los patrulleros.

—Deja eso, es peligroso andar con armas… —dijo uno de los agentes al niño, que parecía divertido apuntándole.

—Basta de bromas —dijo el otro agente, algo nervioso.

Se miraron entre sí.

Los niños reían.

Los agentes comprendieron.

Pudieron intuir vagamente lo que en realidad había sucedido en aquel malecón. Pero fue tarde.

El niño le disparó al corazón.

Cuando los patrulleros quedaron sin vida, los niños gritaron ensordecedoramente.

Y se lanzaron sobre los cuerpos.

Malco, tendido boca arriba, con los ojos abiertos, parecía interrogar al cielo.

Ya no sentía a aquellos niños sobre sí y que estaban dispuestos a seguir jugando con su cuerpo.