Cuatro

Malco, al entrar en la fonda, se dirigió al mostrador que presidía el vestíbulo, adornado con plantas que procuraban disimular las desconchadas paredes, no pintadas desde hacía años y en las que colgaban algunos cuadros baratos, comprados seguramente a algún pintor callejero. Pulsó varias veces el timbre que estaba sobre el mostrador. Presionó con una fuerza que no era necesaria y que se debía a su contenido mal humor. Cuando se convenció de que nadie parecía dispuesto a recibirlos, dio un manotazo al timbre y acompañó el gesto de una incomprensible maldición.

—No es posible… —dijo y se volvió hacia Nona, que había buscado asiento en un viejo butacón en el que por unos instantes creyó que iba a hundirse en algún absurdo abismo.

—¿Qué hacemos? —preguntó ella después de lanzar un prolongado suspiro.

—Esperar.

—¡Nos vamos a pasar las vacaciones esperando! —Y en su exclamación había cierto tono de protesta.

—Aquí, al menos, no hace calor.

Y paseó nervioso.

Tras el mostrador, adosado a la pared que quedaba debajo de una escalera, estaba el casillero con las llaves de las habitaciones. A un lado, junto a una mesa, una pequeña centralita telefónica.

Malco volvió a pulsar el timbre.

—Es inútil —le dijo Nona, que movía de un lado para otro la cabeza.

Malco hizo girar el libro de entradas. Apartó el bolígrafo que tenía encima. Buscó la última hoja en la que hubiera escrito algo. En ella, con fecha de siete días antes, estaba registrado un matrimonio al que se le diera la habitación ocho, y su hija, que tenía la habitación diez. Eran de nacionalidad sueca. Figuraba el número de sus pasaportes. Nada indicaba que se hubieran ido.

Malco pasó al otro lado del mostrador. En el casillero estaban todas las llaves, menos las pertenecientes a las habitaciones ocho y diez. Allí se encontraban también los pasaportes de los turistas, en sus correspondientes huecos del casillero.

—¿Hay baño? —preguntó Nona.

—Sí —respondió maquinalmente Malco.

—Estoy empapada.

Malco levantó los pasaportes para que ella los viera.

—Hay turistas —dijo.

—¿De dónde?

—Suecos.

—Eso significa que no somos los únicos forasteros —dijo Nona, con cierta sonrisa de satisfacción—. ¿Nadie más?

—Son los únicos que figuran en el libro de entradas. Así es que, por habitaciones, no debemos preocuparnos. Hay quince, y solo dos están ocupadas. Se trata de un matrimonio y su hija.

Malco abrió uno de los pasaportes. Una joven, de unos dieciséis años, casi albina, parecía sonreírle desde la fotografía.

—Malco…

—¿Sí?

—Quien hizo las llamadas…

—Pudo ser la chica.

Malco le indicó el casillero.

—Las llaves de las habitaciones no están, así que pueden hallarse arriba —y se encaminó hacia la escalera.

—¿Y si se molestan? —preguntó Nona, se levantó de aquel martirizante butacón y se acercó a la puerta de entrada a las habitaciones de la fonda.

—Sabré pedir disculpas.

Cuando Malco alcanzaba el primer piso, oyó gritar a Nona su nombre. Bajó la escalera dando saltos.

—¿Qué ocurre? —preguntó al llegar al vestíbulo.

—¡Mira! —exclamó Nona desde la puerta.

Malco se llegó hasta ella.

—No hay solo niños… —dijo Nona y le indicó la calle con el brazo extendido.

Malco observó.

—Un viejo… —murmuró Malco, al ver allí a un anciano.

—Salió de aquella otra calle —afirmó Nona.

—Parece correr —dijo él curioso.

—A su edad, resulta gracioso. ¡Si casi no puede con los pantalones! —Y rio divertida, cual si cometiera una travesura.

—No deja de mirar a sus espaldas.

—Ahí tienes la explicación…

—Un niño.

—El viejo se ha escondido detrás de aquellos bidones. Pero el pequeño no tardará en descubrir a su abuelo.

—¿Por qué?

—Al viejo lo delata la sombra de su bastón.

—Antes de que me dé cuenta, estaré jugando así con nuestros nietos.

El niño avanzaba sigilosamente.

—El viejo cada vez se esconde más. Pero, esa sombra… —comentó Nona, a quien aquella situación la había sacado del sopor.

—Saldré a preguntarle —dijo Malco, que se volvió para dar un beso a su esposa.

Nona, con un alarido espantoso, lo sobrecogió.

—¿Qué te pasa? —le preguntó y miró inconscientemente al vientre de Nona.

—¡Lo está matando!

—¿Qué dices? —exclamó él estupefacto.

—El niño… ¡El niño está golpeando al viejo! En cuanto llegó a él le cogió el bastón y… —dijo casi desfallecida.

Malco se sintió paralizado por el horror al ver en la calle como el niño daba furiosos golpes con el bastón en la cabeza del anciano.

—¡Por Dios, haz algo!

—No puede ser… —dijo Malco sin dar crédito a tan macabro espectáculo.

—¡Pronto!

Malco salió precipitadamente de la fonda.

—¡Basta! —gritó.

El niño, al oír a Malco, se volvió amenazadoramente hacia él.

Malco caminó con prudencia acercándose al pequeño que mantenía en alto el bastón ensangrentado.

—¿Qué has hecho? —le preguntó angustiado.

El niño, sin dejar de amenazarlo, le sonrió.

—¿Qué has hecho? —repitió el pequeño.

—¿Te has vuelto loco? ¡Dame el bastón!

El niño dejó de sonreír. Respondió, con una seguridad aplastante, con voz grave, como burlándose de él:

—¿Qué has hecho?

Malco le tendió la mano y, con la boca seca, intentó congraciarse con el niño.

—Estabas jugando, eso es, y ocurrió algo inesperado, ¿verdad? Ni tú mismo sabes lo que acaba de suceder. Vamos, pequeño, dame el bastón. No te haré nada. Te lo prometo. Solo quiero el bastón. Es para que no te hagas daño. Después, auxiliaremos a tu abuelo. ¿Es tu abuelo, verdad? Tal vez todavía se pueda hacer algo por él. Pero no hay que perder tiempo, ni un segundo. ¿Sabes dónde vive el médico? Muchacho, el bastón…

A Malco le impresionó la expresión de crueldad que dibujaba el niño en su rostro. De repente, creyó estar ante el más abominable de los monstruos. Pero, en cambio, aquella débil sonrisa en el rostro del muchacho que le daba un aire muy infantil, de ingenuidad.

—Por favor, no me obligues a…

Pero el niño, de un salto, se plantó ante él. Malco sintió un fuerte dolor en el hombro. El muchacho le había dado con el bastón. Antes de que lo alzara nuevamente, Malco lo detuvo.

Forcejearon durante unos instantes hasta que Malco pudo hacerse con el bastón. Entonces, el pequeño, encolerizado, como enrabiado, retrocedió.

—Ahora, quieto —dijo Malco.

—¡Mi bastón! —gritó el niño.

—¿Quién eres?

—¡Mi bastón!

—¡Contesta!

—¡Mi bastón!

El pequeño rio salvajemente. Echó a correr con una pasmosa agilidad y desapareció por una de las calles. Malco comprendió que sería inútil seguirlo. Se inclinó sobre el viejo y lo observó atentamente.

—Muerto… —murmuró.

El anciano tenía destrozado el cráneo.

—Dios mío…

Malco miró a su alrededor.

Nona, que no se atrevía a moverse, estaba en la puerta de la fonda.

—Ella no debe ver esto… —Y se le enrojecieron los ojos.

Tomó al viejo en sus brazos y desapareció a la vista de Nona por la primera de las esquinas de la calle.

Malco, al pasar ante una gran puerta, se detuvo. Era un almacén. Entró en él y dejó el cuerpo del anciano sobre un montón de paja.

—No puedo hacer otra cosa…

Cruzó las manos al viejo y le bajó los párpados. Iba a cubrirlo con una lona cuando una nuevo alarido de su esposa lo hizo estremecer.

—¡Nona! —gritó.

Al doblar la esquina, vio con gran espanto que el niño estaba frente a ella. Cruzó la calle vertiginosamente. Nona, acorralada contra la puerta, no sabía cómo defenderse. Él tomó el bastón que dejara tirado en el suelo.

—¡Quieto! —gritó Malco.

Antes de que el niño se abalanzara sobre él, le dio con el bastón. El pequeño, alcanzado en el estómago, se retorció de dolor y cayó pesadamente al suelo.

—Malco, ¿qué has hecho? —Y le pareció que el tono de ella era de reproche.

—No lo sé —respondió confundido—. Iba a atacarte…

—¡Has pegado a un niño!

—¿A un niño? —ironizó—. Esta criatura acaba de…

Nona lo abrazó sollozando.

—Lo sé, lo sé. ¡Pero es un niño, solo un niño! Malco, ¡te he visto darle con el bastón! Me has dado miedo… ¡Había odio en ti!

—Nona, el pequeño…

Pero el niño había desaparecido.

—¿Cómo se ha ido? —preguntó extrañado.

—¡Déjalo, Malco!

—¡Es peligroso!

—¡Te lo ruego! —exclamó suplicante—, ¿qué pasó, Malco?

—Jugaban… —Y la voz le tembló.

—Pero, si yo vi…

—¡Jugaban! —gritó él.

—¿Y el viejo?

—Lo he dejado en su casa.

—¡Mientes!

—¡En su casa! —Y de nuevo gritó.

—¡Mientes, mientes!

Malco, tras unos instantes, murmuró:

—Ha muerto…

Nona se separó de él y se llevó las manos a la boca.

—¡Quiero irme! —exclamó tras un ahogado gemido.

—Lo haremos.

—¡Ahora! —imploró.

—Ese niño se ha vuelto loco… —Y Malco recordó la mirada del pequeño.

—Dios mío, no ha podido ocurrir, esto no ha podido ocurrir, tuvo que ser una pesadilla…

—Su mente está perturbada. Es posible que, hasta ahora, nunca se manifestara su demencia. ¡Tuvo que suceder precisamente al llegar nosotros a la isla! Una contrariedad… Pero, hay que avisar a los demás. ¡Tienen que saberlo cuanto antes! Señor, ¿y dónde están? ¡Dónde! —Casi rugió.

—¿Qué harás si vuelve el niño?

Malco tardó en responder.

—Según reaccione él, actuaré yo —dijo y se mordió los labios mientras pensaba en la niña de la escuela.

Ambos fijaron la vista en la solitaria calle. No se atrevían a decirse lo que bullía en sus cabezas.

—Entremos —dijo Malco al tiempo que, con una apagada sonrisa, cual si quisiera hacer olvidar a Nona repentinamente lo que sucedió, tomó a su mujer de la mano y se la apretó como nunca lo hubiera hecho.

—Malco…

—Calla.

La besó.

Ella lloraba.

De saber lo que en aquellos momentos estaba aconteciendo en la isla, nuevamente hubieran sido presas del horror.

♦ ♦ ♦

El niño, tras entrar sigilosamente en el almacén donde Malco dejara el cadáver del viejo, tomó una afilada guadaña y la clavó muchas veces, infinidad de veces, en aquel cuerpo ya sin vida.

No tardaron en aparecer otros niños que sirvieron de cuantos objetos cortantes encontraban en el almacén para secundar al pequeño con risas nerviosas de placer.

Jugaban.