Uno
Nona, en el vestíbulo de la fonda, volvió a hundirse en el destartalado butacón. Había logrado contener el llanto. Pero unas lágrimas aún le bailaban en los párpados. Se las secó con un pañuelo, aquel que le regalara su hija en su último cumpleaños. Si de algo se alegraba es de que David y Esther no estuvieran allí con ellos. No quería ni imaginarse la reacción de sus pequeños al ver como un niño golpeaba a un anciano. Tampoco ella sabía lo que hubiera hecho de estar en la isla sus hijos. Lo único que deseaba era irse de Th’a cuanto antes. Pero comprendía las razones de Malco. Él no solamente pensaba en su familia, sino también en los demás. Era algo muy noble por su parte. No podría ser de otro modo que estar de acuerdo con él. Pero rogaba por la aparición de alguna persona. Puso las manos sobre su vientre. Algo, con ganas de vivir, se movía dentro de él. Esto trajo una sonrisa a su rostro, que no tardó en apagarse. No lograba apartar de su mente el momento en que el niño daba con el bastón en la cabeza del viejo, una y otra vez. Hay cosas que no deberían ocurrir nunca, pensó. Aquella era una de ellas. Si se lo hubieran contado, quizá no lo creería. Pero ella lo vio, con sus propios ojos. Dudaba de que llegara a olvidarlo.
—Voy a por agua —dijo Malco, que se había quedado en la puerta, una vez corrido el cerrojo, como si temiera que el muchacho pudiera aparecer por cualquier parte de la calle.
—No tardes —dijo ella, a quien la idea de quedarse sola en aquel vestíbulo, aunque fuera por unos minutos, la inquietaba.
Malco, tras recorrer un pequeño pasillo, entró en la cocina. Allí, en medio de una mesa, estaba un cordero decapitado y a medio despellejar. La sangre del animal, que llegaba en ríos ya secos hasta el suelo, le dio náuseas. Procuró evitar la visión de aquel cordero, abandonado allí como si alguien se hubiera ido con prisa.
Mientras dejaba el agua correr, recordó que había pegado a un niño, cosa que nunca creyó hacer, ni cuando sus hijos eran capaces de la más grande de las travesuras.
—Pero ¿es un niño? —se preguntó y recordó el rostro amenazador del pequeño.
Bebió hasta apurar el contenido del vaso.
«¿De qué tienes miedo?».
Y el osito Pilgrim respondió al ratoncito Keaton:
«De lo absurdo».
Era una frase suya. Se dio cuenta de que, en muchas ocasiones, como en aquella, hacía decir al osito Pilgrim sus propios pensamientos. Efectivamente, si existía algo que lo atemorizara, era lo que no lograba comprender. Por eso, en el fondo, intuía que empezaba a sentir miedo. No había otra palabra que mejor explicara lo que nacía en su interior. Así de sencillo. Y, a la vez, así de complicado.
—Miedo… de algo.
Y llenó otro vaso. El agua era lo que más le refrescaba. Hacía calor. Y, en cambio, algunas veces, cada vez con mayor frecuencia, notaba como un escalofrío que le estremecía todo el cuerpo.
Tras coger agua para Nona, con su mirada lejos del cordero decapitado, volvió al vestíbulo.
Nona también bebió con avidez.
—¿Más?
—No.
Lo peor de aquella situación era que no sabían qué decirse. En cambio, los dos estaban seguros de que podrían invertir horas y horas hablando sobre lo acaecido. Pero ninguno quería despertar el temor en el otro, aunque intuían que lo visto y experimentado no se alejaba de ninguna de las mentes.
Malco se acercó de nuevo a la puerta.
—¿Nadie? —le preguntó Nona.
—Nadie.
Malco recordó que escribía para los niños y que había pegado a un niño. Pero, volvió a preguntarse si realmente se había enfrentado a un muchacho, a alguien igual que su hijo David. Y se dijo que no, se aferró a la idea de que quien golpeó al viejo hasta matarle, ya no era un niño.
Sonó la chicharra de la centralita.
Malco, rápido, cogió el auricular.
—¿Diga?
La llamada seguía sonando pero él no acababa de acertar con la debida clavija.
—Dios, que no cuelgue —se dijo.
Al fin, oyó una voz, la misma que en las anteriores ocasiones.
—Sí, soy yo —respondió.
—Ayuda… Rogar ayuda… —dijo la voz, casi en un susurro.
—Un momento… —Y Malco cogió el pasaporte que antes había abierto. Buscó el nombre—. ¿Es usted Milka? Oiga, ¿es usted Milka? ¡Siga al aparato! ¡Oiga! ¿Dónde está?
Se cortó la comunicación.
—¡Maldita sea! —gritó Malco.
Nona le iba a hacer una pregunta. Pero se quedó con la boca abierta al oír unos pasos presurosos en el primer piso. Miró a Malco. Este tenía los ojos en el techo. También había oído los pasos.
Cuando cesaron, Malco salió detrás del mostrador. Caminaba con sigilo, en dirección a la escalera. Nona se levantó.
—No subas —le dijo y lo detuvo con una mano.
—He de hacerlo. Puede ser la muchacha extranjera…
—¡Por favor!
Él, sin responder, comenzó a subir la escalera, con cuidado de que ninguno de los peldaños crujiera.
Al llegar al primer piso, se detuvo.
Escuchó, atento.
Ningún ruido.
Llegó hasta la habitación número ocho, la que ocupaba el matrimonio sueco. La puerta estaba abierta. Pero solo logró desplazarla unos centímetros. Había algo detrás de ella que impedía que se abriera del todo. Malco apoyó su cuerpo en la puerta. Y empujó, poco a poco, dosificando sus fuerzas. Algo, en el interior parecía arrastrarse debido al movimiento de la puerta. Algo que Malco no tardó en ver. Era el cuerpo de un hombre, salvajemente mutilado. Más allá, sobre la cama, una mujer yacía desnuda, totalmente ensangrentada.
Malco se quedó paralizado, al igual que cuando vio al niño golpear al viejo con el bastón. Estuvo a punto de desvanecerse. Pero el mismo horror lo salvó de caer desplomado.
Sin poder contenerse, arrojó cuanto había en su estómago.
Cerró la puerta, cuando sintió que le faltaba la respiración.
—El niño… —dijo con voz quebrada—. No puede haber en él tanta maldad…
Quedaba la habitación número diez, la reservada a la hija del matrimonio. Malco estuvo a punto de irse, de echar a correr junto con su esposa hasta llegar a la lancha. Suponía, espantado, que otro cadáver lo aguardaba en aquella habitación. Hizo un esfuerzo, que en otro momento consideraría sobrehumano, y fue a confirmarlo.
—Dios mío… —Y, con un suspiro de alivio, se apoyó en la puerta.
En la habitación número diez no había nadie. Al menos allí no se había llevado a cabo ningún abominable asesinato. Quedaba la esperanza de que la muchacha se hubiera salvado.
Malco cerró la habitación.
—El niño… —murmuró confundido.
Volvió a la escalera, que continuaba hacia un piso superior. Miró hacia arriba. En la penumbra descubrió una puerta, seguramente la de un desván.
El ratoncito Keaton preguntó al osito Pilgrim:
«¿Dónde te esconderías?».
La respuesta:
«En el desván».
«¿Por qué?», volvió a preguntar el ratoncito Keaton.
«Porque es el único lugar donde todos irán a buscarte, pero donde nadie te encontrará porque nadie sabe buscar en un desván».
Malco decidió subir.
Quería confirmar la teoría de su personaje, su propia teoría.
No vio, a sus espaldas, que alguien salía de la habitación número cuatro.
♦ ♦ ♦
Nona oyó pasos por la escalera.
—¿Malco?
No hubo respuesta.
Nona no se atrevió a llegar hasta la escalera. Ni tampoco a volver a repetir el nombre de su marido.
Solo escuchó.
Los pasos eran sigilosos.
Demasiado sigilosos para ser de Malco.
Nona miró a su alrededor, cual si buscara donde refugiarse.
Cuando, en el descansillo de la escalera, aparecieron unos pies calzados con alpargatas, gritó.
Inconscientemente, cogió el bastón ensangrentado.
♦ ♦ ♦
En el desván, sumido en la penumbra, entraba un chorro de luz por una claraboya. Había amontonados allí toda clase de objetos. Malco se detuvo ante un barco encerrado en una botella. Al ir a quitar el polvo del vidrio que protegía al tosco velero, oyó a Nona pronunciar desgarradoramente su nombre.
No supo cómo, pero al instante estaba a su lado.
—¿Qué ocurre? —le preguntó, y le quitó el bastón, que ella ya miraba horrorizada.
—¡Alguien está ahí arriba! —Y le indicó la escalera.
—No puede ser. Si yo mismo…
—¡He visto unos pies! —lo interrumpió.
Ella temblaba. Evidentemente, algo la había asustado. Malco se dijo que los muertos no andan por este mundo. Las habitaciones, salvo las que en ellas entrara, estaban cerradas. Las llaves colgaban en el casillero. Pero, antes de subir, él también escuchó unos pasos. Su mujer no era persona dada a las alucinaciones. No obstante, al bajar del desván, nadie se interpuso en su camino. Y, en cuestión de segundos, había alcanzado el vestíbulo. El ratón y el gato. Él ya no estaba dispuesto a participar más en ese juego.
—No me moveré de tu lado.
Aquello tranquilizó algo a Nona.
—Estás pálido…
—Y tú, cariño… —le dijo y volvió a mirar los escalones que se perdían en el primer piso.
—¿Nadie arriba?
—Nadie —mintió Malco.
Malco notó un sudor frío en su frente. Los cadáveres que descubriera en una de las habitaciones volvieron a su entendimiento.
—¡No te creo, ya no te creo! —exclamó ella.
Nona se mordió los labios.
—¡Vámonos, marchémonos de esta maldita isla! —dijo suplicante.
—Pero, el niño…
—¡Tengo miedo!
—¿De él?
—¡Y de ti!
Malco la miró confundido.
—¿De mí?
—¡Lo matarías!
—¿Por qué habría de matarlo?
—En caso de que no hubiera otra solución, ¡estoy segura de que lo harías! No me digas que no, Malco. Lo vi reflejado en tus ojos… ¡Y no quiero! ¡Será un monstruo, pero también es un niño! ¡Como nuestros hijos! ¡Como David y Esther! —explotó.
—¡No soy ningún asesino! —gritó Malco, casi fuera de sí.
Aquello era demasiado.
Hubo un pesado silencio.
Evitaban mirarse.
Nona se mordía las uñas. Hacía años que no se mordía las uñas. Malco tenía la vista puesta en las aspas de un ventilador adosado al techo. No funcionaba. En la isla hacía mucho calor por el día y bastante frío por la noche. Si los habitantes de Th’a se hubieran ido de día, tan precipitadamente como suponían, los ventiladores los habrían encontrado funcionando. Se fueron de noche, llegó a concluir Malco, sumido en un profundo mal humor.
El silencio quedó roto por un ruido.
—¿Has oído? —preguntó ella entre hipidos.
Malco le hizo un gesto con la mano para que se callara. Alguien bajaba por la escalera. Malco retrocedió un poco y se acercó al butacón en el que dejara el bastón. Lo aferró, no sin asco por aquella sangre ya seca que tenía en el mango, dispuesto a defenderse. Todos sus músculos se tensaron. No sabía a lo que tendría que enfrentarse. Pero, fuera lo que fuera, no lo sorprendería.
Aparecieron unos pies. Se detuvieron. Después, siguieron bajando.
—Malco… —gimió ella.
Y vieron a un hombre.
—Dios mío… —murmuró Malco y dejó de aferrarse al bastón.
El hombre tenía el rostro desencajado y los cabellos revueltos, llenos de sangre coagulada procedente de una herida en la cabeza. Su camisa, desgarrada por varias partes, dejaba ver incontables moratones en sus brazos y en el pecho.
El hombre, al llegar al vestíbulo, con la mirada fija en la calle, se acercó a la puerta.
—¿Dónde estáis? ¡Dónde estáis, malditos! —rugió.